Capítulo 43

La oscuridad de la noche era casi absoluta. Unos nubarrones densos ocultaban el cielo; el viento, con olor a lluvia, susurraba a ras de suelo.

La lápida de Iris Jensen era de mármol blanco y liso. Tenía un ángel casi de tamaño natural, con las alas extendidas y los brazos abiertos en ademán acogedor. Todavía se podía leer, a la luz de la linterna, AMADA HIJA, TRISTEMENTE AÑORADA. El mismo hombre que había encargado el ángel, el que la añoraba tristemente, había abusado de ella. Se había suicidado para huir de él, y él la había obligado a regresar. Por eso estaba yo en la oscuridad, esperando a los Jensen; no por él, sino por ella. Aunque sabía que ya no quedaba nada de su mente, quería que Iris Jensen descansara en paz.

No era algo que pudiera explicarle a Edward, así que ni lo intenté. Un roble enorme montaba guardia sobre la tumba vacía. El viento soplaba entre las hojas, y las hacía agitarse y susurrar. Era un sonido demasiado seco, como si fueran hojas de otoño y no de verano. El aire era fresco y húmedo; teníamos la lluvia casi encima. Por una vez, no hacía un calor insoportable.

Había llevado un par de gallos, que cacareaban dentro de su jaula, junto a la tumba. Edward estaba apoyado en mi coche con las piernas cruzadas y los brazos relajados. Yo tenía la bolsa de deporte abierta en el suelo, a mi lado; la hoja del machete brillaba en el interior.

– ¿Dónde está? -preguntó Edward.

– Ni idea -dije, negando con la cabeza. Hacía casi una hora que era noche cerrada. El terreno del cementerio estaba casi completamente pelado; sólo unos pocos árboles tachonaban las colinas. Ya deberíamos haber visto llegar las luces del coche por el camino de grava. ¿Dónde estaba Jensen? ¿Se habría echado atrás?

– Esto me da mala espina, Anita. -Edward se apartó del coche y se situó a mi lado.

A mí tampoco me hacía mucha gracia, pero…

– Vamos a esperar un cuarto de hora más. Si para entonces no ha llegado, nos largamos.

– Aquí no hay muchos lugares donde ponerse a cubierto -dijo Edward mirando alrededor.

– No creo que tengamos que preocuparnos por los francotiradores.

– Me dijiste que te habían disparado, ¿no?

Asentí. Tenía razón. Sentí un escalofrío. El viento abrió un hueco entre las nubes, y la luz de la luna nos bañó. En la distancia vimos brillar una pequeña construcción plateada.

– ¿Qué es eso? -preguntó Edward.

– El cobertizo de mantenimiento -contesté-. ¿O crees que el césped se siega solo?

– No había pensado nunca en eso -dijo.

Las nubes volvieron a cubrir el cielo, y el cementerio quedó sumido en la oscuridad. Todos los contornos se desdibujaron; el mármol blanco parecía resplandecer con luz propia.

Me giré al oír el sonido de unas garras que arañaban el metal. Había un algul en el techo de mi coche. Estaba desnudo y parecía un ser humano que hubieran sumergido en pintura gris claro, casi metálica. Pero tenía los dientes, y las uñas de las manos y los pies, largos, negros y curvados, y un resplandor rojizo le iluminaba los ojos.

Edward se puso a mi lado, pistola en mano. Yo también había desenfundado. Cuando se tiene suficiente práctica, se hace sin pensar.

– ¿Qué hace ese bicho ahí? -preguntó.

– Ni idea. -Agité la mano hacia él y grité-: ¡Largo!

Se agazapó sin dejar de mirarme fijamente. Los algules son cobardes; no atacan a los seres humanos sanos. Di dos pasos, blandiendo la pistola.

– ¡Fuera, lárgate!

Los algules suelen echarse a correr ante las demostraciones de fuerza, pero aquel se quedó sentado. Retrocedí.

– Edward -dije en voz baja.

– ¿Sí?

– No he percibido algules en este cementerio.

– ¿Y qué? Se te ha pasado uno.

– No puede haber uno solo. Van en manadas, y es imposible no notar su presencia. Dejan una especie de hedor psíquico de maldad a su paso.

– Anita -dijo con voz suave, normal, pero no del todo. Seguí la dirección de su mirada y vi otros dos algules que se acercaban por detrás.

Estábamos casi espalda contra espalda y apuntábamos con las pistolas hacia fuera.

– Vi un ataque de algules al principio de esta semana. Habían matado a un hombre sano en un cementerio libre de algules.

– Me suena -dijo.

– Sí. Las balas no los matan.

– Ya lo sé. ¿A qué esperan? -preguntó.

– Estarán haciendo acopio de valor.

– Me esperan a mí -dijo una voz. Zachary, sonriente, salió de detrás de un árbol.

Creo que me quedé con la boca abierta, y puede que eso fuera lo que lo hizo sonreír. Fue entonces cuando lo supe: no mataba seres humanos para alimentar a su gris-gris, sino vampiros. Theresa lo había puteado y se había convertido en su siguiente víctima. Pero todavía quedaban varias incógnitas, y muy importantes.

Edward me miró y volvió a mirar a Zachary.

– ¿Y este quién es? -preguntó.

– El asesino de vampiros, supongo -dije.

Zachary hizo una leve reverencia. Un algul se le apoyó en la pierna, y él le acarició la cabeza casi calva.

– ¿Cuánto hace que lo sabes?

– Acabo de deducirlo. Este año estoy un poco lenta.

– Imaginaba que lo descubrirías más tarde o más temprano -dijo con el ceño fruncido.

– Por eso destruiste la mente del zombi testigo. Para salvarte.

– Tuve suerte de que Nikolaos me encargara a mí su interrogatorio. -Sonrió al decirlo.

– Y tanto -dije-. ¿Cómo conseguiste que el de los mordiscos me disparara en la iglesia?

– Muy sencillo: le dije que lo había ordenado Nikolaos.

Así cualquiera.

– ¿Cómo haces que los algules salgan de su cementerio? ¿Cómo es que te obedecen?

– Habrás oído la teoría de que cuando se entierra a un reanimador en un cementerio aparecen algules.

– Sí.

– Pues cuando regresé de la tumba, vinieron conmigo y eran míos. Míos.

Miré a las criaturas y vi que había más. Al menos veinte; una manada considerable.

– ¿Quieres decir que ese es el origen de los algules? -Pregunté, agitando la cabeza-. No hay reanimadores suficientes en el mundo para explicar tanto algul.

– Ya lo he pensado -dijo-. Creo que cuantos más zombis se levantan en un cementerio, más probabilidades hay de que salgan algules.

– ¿Como una especie de efecto acumulativo?

– Exacto. Estaba deseando hablar de ello con otro reanimador, pero comprenderás que me era imposible.

– Sí -dije-. Comprendo. No puedes hablar del asunto sin revelar qué eres y qué has hecho.

Edward disparó sin avisar. La bala acertó a Zachary en el pecho y lo hizo girar. Cayó boca abajo, y los algules se quedaron paralizados; pero un instante después, Zachary se incorporó sobre los codos y se puso en pie con ayuda de un solícito algul.

– Si nos pincháis, ¿acaso no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos pegáis un tiro, ¿acaso no morimos? Ah, pues ahora que lo pienso, no.

– Lo que faltaba, un graciosillo -bufé.

Edward volvió a disparar, pero Zachary desapareció detrás del árbol.

– Por si me dais en la cabeza -nos gritó desde allí-. No sé qué pasaría si me metierais una bala en el cerebro.

– Vamos a comprobarlo -dijo Edward.

– Adiós, Anita. No pienso quedarme a averiguarlo. -Se alejó rodeado por un grupo de algules. Iba agachado entre ellos, supongo que para protegerse de las balas, y no conseguí distinguirlo.

Otros dos algules rodearon el coche y se quedaron agazapados en el camino. Uno había sido una mujer, y todavía llevaba un vestido hecho harapos.

– Vamos a darles motivos para tener miedo -dijo Edward. Noté que se movía, y su pistola disparó dos veces. Un chillido agudo surcó la noche. El algul que estaba sobre mi coche bajó de un salto y se escondió, pero había más acercándose desde todos lados. Al menos nos quedaban quince compañeros de juegos.

Disparé y le acerté a uno. Cayó de lado y se revolcó por la grava emitiendo el mismo gemido agudo, lastimoso y animal, como un conejo herido.

– ¿Hay algún lugar donde podamos refugiarnos? -me preguntó Edward.

– El cobertizo de mantenimiento -dije.

– ¿Es de madera?

– Sí.

– No los detendrá.

– No, pero ya no estaremos al descubierto.

– De acuerdo. ¿Alguna recomendación, antes de que empecemos a movernos?

– No corras hasta que estemos muy cerca del cobertizo. Si corres, pensarán que tienes miedo y te perseguirán.

– ¿Algo más?

– No fumas, ¿verdad?

– No; ¿por qué?

– El fuego los ahuyenta.

– Genial; van a comernos vivos por no ser fumadores.

Casi me eché a reír de lo indignado que parecía, pero había un algul agazapado a punto de saltar sobre mí, y tuve que pegarle un tiro entre los ojos. No era momento para risas.

– Vamos, despacio y con naturalidad -dije.

– Es una pena que la metralleta esté en el coche.

– Y que lo digas.

Edward disparó tres veces, y la noche se llenó de chillidos y gritos animales. Echamos a andar hacia el lejano cobertizo. Calculé que estaría a unos cuatrocientos metros; iba a ser todo un paseo.

Un algul se nos echó encima. Lo derribé y cayó en la hierba, pero era como tirar a patos de feria: nada de sangre, sólo agujeros. Les dolía, pero ni de lejos lo suficiente.

Estaba andando prácticamente hacia atrás con una mano a la espalda para no perder a Edward. Eran demasiados. Ni yo me creía que pudiéramos llegar al cobertizo. Un gallo soltó un cacareo suave e inquisitivo. Se me ocurrió una idea.

Disparé contra un gallo. Cuando cayó, el otro sufrió un ataque de pánico y empezó a aletear contra la jaula de madera. Los algules se detuvieron; uno de ellos levantó la cara y olisqueó el aire.

Sangre fresca, colegas, a por ella. Carne fresca. Dos algules echaron a correr hacia los gallos. Los otros los siguieron y se apelotonaron al llegar, para romper la madera y llegar a los jugosos bocados del interior.

– No te pares, Edward; no corras, pero ve un poco más deprisa. Los gallos no los entretendrán eternamente.

Apretamos el paso. El sonido de garras, huesos partidos, salpicaduras de sangre y aullidos de algul era un avance muy poco halagüeño de lo que nos esperaba.

A medio camino, un aullido prolongado y hostil se elevó en la noche. Ningún perro podría aullar de esa forma. Miré atrás; los algules se acercaban corriendo a cuatro patas.

– ¡Corre! -dije.

Corrimos.

Chocamos contra la puerta del cobertizo y descubrimos que estaba cerrada con candado. Edward se lo cargó de un tiro; no había tiempo para forzarlo. Los algules nos pisaban los talones y seguían aullando.

Entramos y cerramos la puerta, como si nos fuera a servir de algo. Había un tragaluz cerca del techo; de repente, la luz de la luna empezó a entrar por él. En una pared había una hilera de segadoras, algunas colgadas de ganchos. Tijeras de podar, desbrozadoras, palas, un trozo de manguera-Todo el cobertizo olía a gasolina y a trapos grasientos.

– No hay nada para bloquear la puerta, Anita -dijo Edward.

Tenía razón. Habíamos roto el candado. ¿Dónde están los objetos pesados cuando los necesitas?

– Pon una segadora.

– No los detendrá mucho tiempo.

– Algo es algo -dije. No se movió, así que empujé una segadora contra la puerta.

– No pienso morir devorado -dijo. Puso un cargador nuevo en la pistola-. Si quieres te mataré primero, o puedes hacerlo tú misma.

Entonces recordé que me había guardado en el bolsillo la caja de cerillas que me había dado Zachary. ¡Cerillas, teníamos cerillas!

– Anita, ya casi están aquí. ¿Quieres hacerlo tú misma?

Saqué del bolsillo la caja de cerillas. Gracias, Dios mío.

– Ahórrate las balas, Edward. -Cogí una lata de gasolina.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó.

Los aullidos resonaban a nuestro alrededor; casi habían llegado.

– Prenderle fuego al cobertizo. -Impregné la puerta de gasolina. El olor era fuerte y se me metió en la garganta.

– ¿Con nosotros dentro? -preguntó.

– Sí.

– Prefiero pegarme un tiro, si no te importa.

– No tengo intención de morir esta noche, Edward.

Una garra arañó la madera y la desgarró hasta atravesar la puerta. Encendí una cerilla y la arrojé contra la puerta empapada de gasolina, que se encendió con un estallido de llamas blancas y azules. El algul chilló, cubierto de fuego, y se apartó de la puerta destrozada.

El hedor a gasolina se mezcló con el de carne y pelo quemado. Tosí y me tapé la boca con la mano. El fuego estaba consumiendo la madera del cobertizo, extendiéndose hacia el techo. No necesitábamos más gasolina; aquello era una puta jaula de llamas, y nosotros estábamos dentro. No había imaginado que fuera a extenderse tan deprisa.

Edward estaba cerca de la pared trasera, con la mano en la boca.

– Tenías un plan para salir de aquí, ¿no? -dijo con voz ahogada.

Una garra atravesó la madera e intentó alcanzar a Edward, que se apartó. El algul empezó a abrirse paso haciendo muecas. Edward le encajó un disparo entre los ojos, y el algul desapareció de nuestra vista.

Cogí un rastrillo de la pared. Empezaba a llover ceniza. Si el humo no nos mataba antes, ya se encargaría el techo cuando se derrumbara.

– Quítate la camisa -dije.

Ni siquiera preguntó por qué. Pragmático hasta la médula. Se sacó la pistolera y la camisa rápidamente, me lanzó la prenda y se volvió a colocar las correas en el pecho desnudo.

Envolví las púas del rastrillo con la camisa y la empapé de gasolina. Le prendí fuego con la pared; ya no hacían falta las cerillas. La parte delantera del cobertizo nos arrojaba lenguas de fuego. Sentía pinchazos de quemaduras, como picaduras de avispa.

Edward lo había captado. Encontró un hacha y empezó a agrandar el agujero que había hecho el algul. Yo llevaba la antorcha improvisada y una lata de gasolina. Se me ocurrió que el calor podía incendiar la gasolina. No íbamos a asfixiarnos por el humo; volaríamos por los aires.

– ¡Date prisa! -dije.

Edward se escurrió por la abertura y yo lo seguí; estuve a punto de quemarlo con la antorcha. No había un algul en cien metros a la redonda; no eran tan tontos como parecía. Corrimos, y la explosión me golpeó la espalda como una ráfaga huracanada. Rodé por la hierba, sin aire en los pulmones. Llovían fragmentos de madera ardiendo por todas partes. Me cubrí la cabeza y recé. Con mi suerte, me alcanzaría un clavo volante.

Se hizo el silencio, o se acabaron las explosiones. Levanté la cabeza con cautela. El cobertizo había desaparecido; no quedaba nada. A mi alrededor había trozos de madera ardiendo. Edward estaba tendido en el suelo, tan cerca de mí que casi podía tocarlo, y me miraba fijamente. ¿Tendría una expresión tan sorprendida como él? Probablemente.

La antorcha improvisada estaba incendiando la hierba. Edward se arrodilló y la levantó. Encontré la lata de gasolina intacta y me puse en pie. Edward me siguió con la antorcha. Los algules parecían haber huido; muy listos, pero por si acaso… Ni siquiera tuvimos que decir nada. Si algo teníamos en común, era la paranoia.

Nos acercamos al coche. La adrenalina se había desvanecido, y estaba más cansada que antes. El cuerpo humano produce una cantidad limitada de adrenalina; cuando se agota, empieza a abotargarse.

La jaula de los gallos había pasado a la historia; había fragmentos pequeños e irreconocibles esparcidos alrededor de la tumba. No me acerqué a examinarlos. Me detuve para recoger la bolsa de deporte, que estaba intacta en el suelo. Edward se colocó delante de mí y tiró la antorcha al camino de grava. El viento susurraba entre los árboles.

– ¡Anita! -gritó Edward.

Rodé por el suelo. Edward disparó, y algo cayó chillando en la hierba. Miré al algul mientras Edward lo llenaba de balas. Cuando el corazón me volvió a su sitio, me arrastré hacia la lata de gasolina y desenrosqué el tapón.

El algul chilló. Edward lo estaba acorralando con la antorcha encendida. Lo rocié de gasolina.

– Préndelo -dije arrodillándome.

Edward le aplicó la antorcha. El fuego siseó alrededor del algul, que empezó, a chillar. La noche apestaba a carne y pelo quemados, y a gasolina.

Rodó una y otra vez tratando de apagar las llamas, pero no lo logró.

– Zachary, cariño -murmuré-, tú serás el siguiente. Créeme.

La camisa se había consumido, y Edward tiró el rastrillo al suelo.

– Vamonos de aquí -dijo.

No podía estar más de acuerdo. Abrí el coche, lancé la bolsa de deporte al asiento trasero y puse el motor en marcha. El algul estaba tendido en la hierba, inmóvil, ardiendo.

Edward estaba en el asiento del acompañante con la metralleta en el regazo. Por primera vez desde que lo conocía, parecía alterado, incluso asustado.

– ¿Vas a dormir con esa metralleta? -le pregunté.

– ¿Y tú? -Me miró-. ¿Vas a dormir con la pistola?

Un punto para Edward. Tomé las curvas cerradas del camino de acceso tan deprisa como me atreví. Mi Nova no estaba pensado para maniobras rápidas, y no me pareció muy buena idea tener un accidente en aquel cementerio justo entonces. Los faros iluminaban las lápidas, pero no había ningún movimiento. Ni un algul a la vista.

Me llené los pulmones y dejé escapar el aire. Habían intentado matarme dos veces en otros tantos días. Sinceramente, prefiero los tiros.

Загрузка...