Junto a la tienda encontraron a Gromeko, que les aguardaba con impaciencia. Después de haber dado una vuelta alrededor del campamento recogiendo plantas, había desplumado y puesto a hervir una oca matada por la mañana De pronto se presentó General solo. Traía, sujeta al cuello por un bramante, una nota donde Makshéiev escribía: «He matado un carnicero muy grande, pero no tengo fuerzas para arrastrarlo hasta el campamento. Que venga Sermón Semiónovich a examinarlo aquí. Aunque General sabe el camino, les envío, por si acaso, el itinerario».
Detrás de la nota venía, hecho a lápiz, un plano del itinerario recorrido por el cazador donde se indicaba la dirección seguida y la distancia en pasos.
Después de descansar un poco, Pápachkin y Gromeko salieron en busca de Makshéiev. General los guiaba bien pero, en las bifurcaciones de los senderos se detenía con frecuencia indeciso y entonces venía a salvarles el plano, donde figuraban todas las encrucijadas. Los cazadores marcharon rápidamente durante media hora y debían encontrarse ya cerca del lugar donde estaba su compañero cuando oyeron dos disparos seguidos. General se lanzó ladrando como un loco y los cazadores corrieron tras él por miedo a que Makshéiev estuviera en peligro.
Pronto llegaron a un vasto claro en medio del cual crecía un grupo de arbustos y de árboles. Al lado yacía una masa amarillenta por encima de la cual asomaba la cabeza de Makshéiev. Delante corrían por el claro más de una decena de animales de pelo rojizo en los que se reconocía fácilmente a lobos.
General se detuvo al borde del claro, sin atreverse a atacar al enemigo tan numeroso.
Al ver desembocar a los exploradores en el claro, los lobos empezaron a retroceder y Makshéiev gritó:
— Suéltenles un buen par de perdigonadas si tienen escopeta de dos cañones, porque a mí me da pena gastar las balas explosivas.
Gromeko se apresuró a cargar su escopeta con perdigones e hizo dos disparos consecutivos contra los lobos. Los animales huyeron hacia los matorrales, perseguidos por General que, al pasar, remató a uno de los que estaban heridos. Los cazadores se aproximaron a Makshéiev, que les refirió lo siguiente:
— Me había detenido al borde del claro porque el perro empezó a gruñir y a temblar. Detrás de este soto descubrí a unos cuantos ciervos pastando y quise darles caza, ya que nunca habíamos capturado a un animal de este género. Empecé a deslizarme por entre los matorrales a lo largo del lindero cuando súbitamente vi, al llegar al soto, a un gran animal amarillo que también espiaba a los ciervos y se arrastraba hacia ellos por detrás de los arbustos… Considerando que esta presa era mucho más interesante, me puse al acecho entre los. matorrales a unos cien pasos. Se conoce que, enteramente entregado a vigilar a los ciervos, el animal amarillo no me había advertido o consideraba indigno de su atención el ser bípedo que veía por primera vez. Se deslizó hasta el soto mismo y allí se irguió eligiendo capazmente una víctima por entre las ramas que le separaban de los ciervos, que pacían tranquilamente sin sospechar nada. Entonces vi unas hayas oscuras sobre los flancos claros del animal y reconocí a un tigre de grandes dimensiones.
Me presentaba el flanco izquierdo, erguido en una postura admirable, y me apresuré a dispararle una bala explosiva que le dejó en el sitio.
Asustados por la detonación, los ciervos se lanzaron al galope por delante del soto, pero al ver al tigre todavía estremecido, dieron una brusca espantada y se dirigieron en línea recta hacia mí. Apenas tuve tiempo de apartarme. Eran unos animales espléndidos: un macho viejo de enorme cornamenta, varias hembras y cervatillos.
Al principio quise desollar al tigre yo mismo, pero al examinarlo me convencí de que pertenecía también a una raza desaparecida de la superficie de la tierra. Pensé ir a buscar al zoólogo pero, por temor a que cualquier carnicero descubriera — el cadáver y estropease la piel, se me ocurrió enviar a General, que ha cumplido perfectamente su misión. Y menos mal que no me marché de aquí porque, al poco tiempo, escuché aullidos. En el claro apareció un lobo, luego otro, y otro, hasta que se juntaron una decena. Al principio, como me vieron junto al animal muerto, no, se atrevieron a acercarse, pero luego se envalentonaron hasta el punto de hacerme perder dos balas.
El animal matado por Makshéiev tenía un pelaje blanco y amarillo, con una raya de color pardo oscuro en medio de la espalda y otras cuantas rayas del mismo color en los flancos que le hacían parecerse a un tigre. Pero el zoólogo, después de haber examinado el cráneo y el cuerpo, la cola corta y la estructura de las patas, exclamó:
— ¡Esto no es un tigre: parece más bien un oso!
Makshéiev quedó un poco decepcionado, pero, sal fijarse bien, hubo de confesar que sólo las rayas pardas le hacían parecerse al más feroz representante de la raza felina, porque todos los demás indicios eran los de un oso.
— Debe ser un oso de las cavernas, contemporáneo del mamut, del que sólo se poseían hasta ahora ciertas partes del esqueleto — explicó Pápochkin-. Es mucho más interesante que un tigre sencillo.
Después de medir al animal, le quitaron la piel, que se llevaron, así como el cráneo y una pata trasera.
La cena fué suculenta: sopa de oca con cebollas silvestres, asado de ciervo y lonjas de oso. Pero este último plato, por su sabor fuerte, no les agradó a todos.
Aquel día, la niebla era menos densa y Plutón brillaba a través de un galio ligero, desapareciendo por completo sólo en algunos momentos. La temperatura se mantenía 13 sobre cero y el viento había amainado un paco.
— Yo pienso — observó Gromeko— que dentro de un día o dos se habrá disipado la niebla del todo y veremos por fin el color del cielo de Plutonia.
No interrumpió el descanso de los exploradores más que el aullido lejano de los lobos, que sin duda devoraban en el claro los cadáveres de los ciervos, del oso y de sus propios compañeros. Pero ni siquiera General hacía caso de estos ruidos, tendido a la entrada de Ira tienda donde humeaba una hoguera que le protegía de los insectos.
El grupo volvió a ponerse en camino. El río iba haciéndose más ancho y más profundo. Las lanchas, con su pesada carga, no corrían ya el riesgo de pegar en la orilla con la popa o de clavar la proa en ella cuando llegaba un brusco recodo.
Las márgenes estaban cubiertas de una tupida muralla de vegetación que alcanzaba ya los cuatro metros de altura: algunas especies de sauces, de salces, de cerezos silvestres, de espino albar y de escaramujo que se entremezclaban. En ciertos sitios surgían por encima las cumbres de abedules blancos y de alerces. El termómetro marcaba 14 sobre cero; la niebla no velaba más que de vez en cuando el cielo entero y casi siempre flotaba a bastante altura, parecida agrandes nubes desvaídas y transparentes a través de las cuales brillaba, intenso, el astro rojizo.
— Pronto acabará probablemente la niebla — dijo Makshéiev, que se había encargado de las observaciones meteorológicas-. Pero, ¿terminarán estas murallas verdes que no nos dejan ver absolutamente nada desde las lanchas?
— Si fuéramos cargados por entre la espesura del bosque tampoco veríamos gran posa y, en cambio, nuestro avance sería mucho más lento — observó Gromeko, a quien, como botánico, interesaban sobre todo aquellas murallas verdes.
Para el almuerzo hicieron alto en un pequeño terreno descubierto. Kashtánov y Gromeko fueron a hacer una breve excursión por el bosque, Pápochkin se dedicó a la pesca y Makshéiev se subió a un árbol que dominaba un poco los otros. Al bajar dijo al zoólogo:
— Pronto cambiará el relieve del terreno. A lo lejos se distinguen unas mesetas con vastas praderas sin árboles y nuestro río se dirige hacia allá en línea recta.
— Y más cerca de nosotros, ¿qué se ve?
— Más cerca, es el bosque tupido por todas partes. Un mar de vegetación sin el menor claro.
— Entonces, nuestros compañeros no tardarán en volver.
Al cabo de una hora regresaron los exploradores con las manos vacías. Habían caminado por un sendero entre murallas verdes, sin encontrar ningún claro, habían recogido algunas plantas, visto algunas aves pequeñas, escuchado roces en la espesura. El zoólogo había tenido más suerte junto al río, pescando unos cuantos peces grandes, semejantes al moksun de Siberia, y una enorme rana verde de treinta centímetros de largo.
Después de descansar reanudaron su viaje. Al cabo de un par de horas apareció en la orilla derecha una colina bastante. alta, luego otra, luego una tercera. También estaban cubiertas de bosques espesos compuestos ya de árboles de la zona templada: tilos, arces, olmos, hayas, fresnos, robles; en los valles que separaban las colinas crecían oscuros abetos y pinos albares. En algunos sitios pendían sobre el agua las ramas de los árboles envueltas en hiedra, lúpulo, vid silvestre y corregüela. Los pajarillos piaban y cantaban en la espesura; a veces se veía a ardillas saltando de rama en rama.
— Esta tarde, durante nuestra excursión, veremos cosas nuevas — anunció Gromeko-. La vegetación ha cambiado, lo que demuestra que en — esta parte el clima es más tibio.
— ¡Desde luego! — confirmó el zoólogo-. Ayer me encontraba como en el Norte de Siberia y en cambio hoy la naturaleza me recuerda — el Sur de Rusia, donde he nacido.
— ¿No tropezaremos hoy con tigres verdaderos? — hipotetizó Makshéiev.
— A mi entender, lo mejor sería hacer las excursiones juntos para defendernos mejor de los peligros que surjan — propuso Kashtánov.
Las colinas iban ganando altura, de manera que se les podía llamar ya montes. Las vertientes septentrionales estaban cubiertas de tupidos bosques de hoja mientras las meridionales ofrecían claros con árboles aislados y arbustos. En algunos sitios se divisaban rocas que despertaron gran interés en el geólogo.
— Me parece que hoy también la Geología encontrará algo — exclamó Makshéiev.
— Ya era hora. Mi martillo debe estar deseando trabajar. Porque incluso la única colina de la tundra ha frustrado sus esperanzas — observó riendo Kashtánov.
— Con todo esto, lo mejor sería hacer alto para la noche — propuso Gromeko-. Llevamos recorridos hoy cerca de cien kilómetros.