Después de la peregrinación por el desierto negro y los áridos contornos del hormiguero, donde aquellos últimos tiempos obtenían a duras penas un agua sucia de un agujero abierto en el lecho del arroyo desecado después de la erupción, los viajeros saludaron con alegría la costa. Se bañaron en las aguas límpidas del mar de los Reptiles, luego desenterraron las lanchas y reanudaron el viaje.
Kashtánov, que había reconocido aquella parte durante la excursión al volcán, no alimentaba casi ninguna esperanza en cuanto a la posibilidad de seguir el viaje hacia el Sur. Le parecía lo más probable que al Sur del mar de los Reptiles se extendía, sobre miles y miles de kilómetros, un desierto árido y sin agua en el que no podían aventurarse ni remotamente con los medios de que disponía la expedición.
Sin embargo, era interesante y útil investigar todo lo posible el extremo o la prolongación occidentales del mar.
Navegaron a lo largo de la orilla, bordeada de enormes dunas estériles, que los viajeros conocían suficientemente después de la excursión al volcán. Por eso no hicieron ningún alto mientras duraron los arenales, que ocupaban en la orilla una extensión de veinticinco kilómetros. En aquella parte el mar era poco profundo y en algunos sitios se distinguían, a través del agua, unos grandes bajíos rojizos que tenían que contornear alejándose de la orilla. Cerca de la orilla no había ni plesiosaurios ni ictiosaurios, que preferían las aguas más profundas. En cambio, entre los bajíos abundaban los peces pequeños, al amparo allí de los carniceros, que en otros sitios del mar los exterminaban sin piedad. En algunos lugares, el fondo del mar estaba cubierto de frondosas y variadas algas que proporcionaban al botánico y al zoólogo un abundante botín. El zoólogo se interesaba sobre todo por los erizos y las estrellas de mar y los moluscos, braquiópodos, gastrópodos y lamelibranquios que pululaban en las matas submarinas.
Por fin terminaron los arenales de la orilla, dando paso a una estrecha franja de colas de caballo, helechos y palmeras. Nuestros investigadores hicieron allí alto para la comida y luego reanudaron la travesía. Los bajíos se multiplicaban y surgieron incluso islas anegadizas, cubiertas de pequeñas colas de caballo y de juncos. Las dunas continuaban retrocediendo y sus crestas rojizas desaparecían ya casi detrás del bosque de la orilla. Las islas eran cada vez más numerosas y el mar recordaba ahora un ancho y apacible río dividido en varios brazos. Incluso el agua no era ya apenas salada.
— Se conoce que desde el Oeste desemboca en el mar un gran río y hemos entrado ya en su estuario — observó Kashtánov.
— En efecto, no hay resaca ya por aquí; de modo que tampoco hay playa, tan cómoda para montar la tienda — dijo Makshéiev.
— Tendremos que dormir en la espesura, entre nubes de insectos — lamentóse Pápochkin.
Efectivamente, los insectos habían aparecido en abundancia. Sobre el agua y la vegetación de las islas revoloteaban las libélulas multicolores, perseguidas a veces por pequeños pterodáctilos. Entre las colas de caballo y los juncos zumbaban unos mosquitos gigantescos, emitiendo un ruido que se escuchaba a varios metros. Por los tallos trepaban enormes escarabajos, negros, rojos y bronceados, que a veces caían sal agua, donde se debatían tratando de aferrarse a las hojas pendientes.
Los viajeros navegaron todavía unas horas entre la costa baja meridional, erizada de un bosque inextricable y un laberinto de pequeñas islas que tampoco ofrecían un sitio adecuado para acampar.
No quedaba más remedio que descansar un poco en las propias lanchas amarradas a la orilla y tomar un bocado en frío, ya que carecían enteramente de combustible.
A todos abatía la perspectiva de la lucha interminable a sostener con los mosquitos.
Un pequeño incidente reanimó a los viajeros. Navegaban muy cerca de la vegetación de un islote, que inspeccionaban atentamente con la esperanza de encontrar algún tronco seco entre el verdor interminable de las colas de caballo y los pequeños helechos.
— ¡Qué bien! — exclamó de pronto Gromeko cuando, después de doblar un cabo, descubrieron un nuevo trozo de la orilla-. Miren qué hermoso tronco, asoma sobre el río, como si lo hubieran preparado para nosotros.
Era cierto. Un grueso tronco de color verde pardusco sobresalía más de los metros por encima de la espesura: sin duda, el tronco de una gran cola de caballo derribada durante la tormenta. Los hombres remaron con energía y dirigieron las embarcaciones hacia el borde de la vegetación.
Makshéiev estaba de pie en la proa con un bichero y Gromeko con una cuerda para lanzarla al tronco y tirar de él hacia la barca. En efecto, arrojó hábilmente la cuerda, a la que había fijado un peso, y que fué a enrollarse varias veces en torno al tronco. Pero el tronco describió entonces una elegante curva y desapareció en la espesura con la cuerda que, de la sorpresa, había soltado el botánico. Las colas de caballo y los helechos crujían y se agitaban lo mismo que si un cuerpo voluminoso pasara por entre ellos.
— ¡Valiente tronco! — exclamó riendo Makshéiev, que había tenido tiempo de distinguir la pequeña cabeza que remataba un largo cuello. Gromeko quería agarrar un reptil con lazo. ¿Por qué ha soltada la cuerda? Había
que tirar de la presa hasta la barca.
— ¿Era un cuello de reptil lo que le ha parecido a usted un tronco? ¡Ja, ja, ja! — gritaron riendo Pápochkin y Kashtánov.
— Como estaba completamente quieto y el cuerpo oculto en la espesura… — trataba de justificarse el botánico confuso.
Los demás seguían riendo a carcajadas.
— No debían ustedes reírse de mí — acabó enfadándose Gromeko-. Puedo recordarles que también ustedes han sufrido confusiones semejantes. Ha habido quien ha confundido a los mamuts con colinas basálticas y quien ha cabalgado a un gliptodonte, al que había tomado por una roca y al que se disponía incluso a taladrar con un escoplo.
Estos recuerdos aumentaron la alegría general y, finalmente, también Gromeko se echó a reír.
Habían olvidado el cansancio, los mosquitos y la falta de combustible y evocaban todos a la vez las curiosas aventuras vividas durante su viaje.
Cuando se aplacaron las risas, Makshéiev prestó oído tu dijo:
— Delante de nosotros debe haber un mar libre, por que escucho la resaca.
Los remeros se inmovilizaron para escuchar también: en efecto, del Oeste llegaba un rumor confuso.
— Pues vamos a darnos prisa. Donde hay resaca encontraremos también un sitio adecuado para acampar y combustible para el fuego.
— Pero antes debemos llenar de agua los bidones, puesto que aquí es potable. De lo contrario, tendremos que buscar otra vez algún arroyo — observó Gromeko.
Siguiendo este sabio consejo, los viajeros llenaron de agua todos los recipientes vacíos, luego empuñaron animosamente los remos y, a la media hora, desembocaban del laberinto de islas a una vasta superficie de agua. Las orillas se separaban y, al Oeste, el mar iba a perderse en el horizonte. En la orilla meridional volvió a aparecer la ancha playa desnuda en la que montaron la tienda.
Este segundo mar, unido al primero por un angosto y largo estrecho con islas y bajíos, era idéntico al anterior.
En la orilla septentrional no se veía más que la franja verde del bosque, mientras en la meridional, detrás de la vegetación, se extendían los oscuros precipicios de la meseta. Las libélulas revoloteaban sobre las aguas y los pterodáctilos giraban con silbidos y gritos estridentes; de vez en cuando asomaban el cuello y la cabeza de algún plesiosaurio.
— ¿No nos habremos extraviado en el laberinto de islas y estaremos otra vez en el mar de los Reptiles? — preguntó Pápochkin cuando empezaron a hablar de la asombrosa semejanza de ambos mares.
— El parecido, desde luego, es muy grande. Pero no olvide usted las dunas de la orilla meridional. Si por equivocación hubiésemos vuelto hacia el Este, porque orientarse por este Plutón, siempre en el cenit, es imposible, habríamos tenido que navegar bastante tiempo a lo largo de las dunas — dijo Kashtánov.
— Pero al Sur no se ve ningún río que pudiésemos remontar para adentrarnos más en esa dirección — se lamentó Gromeko.
— ¡Paciencia! No sea usted pusilánime. No hemos hecho más que entrar en este mar, y ya se está usted quejando.
Efectivamente, la paciencia de los exploradores fué puesta a prueba. A la mañana, siguiente, navegaron varias horas sin que cambiase el carácter de la costa meridional: el mismo bosque ininterrumpido y, detrás, los mismos precipicios de la meseta. El viaje se hacía aburrido. Los plesiosaurios, los pterodáctilos y las libélulas eran ya fenómenos tan corrientes que no les hacían más caso que a los cisnes, los cuervos o los escarabajos encontrados sobre un río de la superficie terrestre. Unicamente los ictiosaurios rompían a veces la uniformidad y obligaban a los remeros a empuñar las escopetas cuando el ancho lomo verdoso o la horrible cabeza de este espantoso carnicero surgían de pronto demasiado cerca de las embarcaciones.