Después de un sueño reparador, los viajeros cargaron todo el equipaje en los trineos y se prepararon para ponerse en marcha inmediatamente. Luego se dirigieron hacia el campamento de los salvajes llevando ropa y calzado destinados a los prisioneros, sus escopetas y regalos para los salvajes. Al llegar cerca del calvero escucharon gritos y ladridos. Se conoce que la gente no se había marchado todavía. Por eso, los exploradores se acercaron con precaución hasta el lindero y se pusieron a observar desde detrás de los arbustos.
Vieron que todo el campamento estaba agitado. Los cazadores llenaban el círculo formado por las chozas.
Hombres y mujeres sacaban de sus viviendas lanzas, jabalinas, raspadores y manojos de correas. Los chiquillos se metían por todas partes, tocaban las armas, recibían pescozones, gritaban y chillaban. Los adolescentes probaban las jabalinas, verificaban la punta de las lanzas haciendo como si se pinchasen los unos a los otros. Unos quince perros, en los que se podía reconocer fácilmente a los perros de la expedición, aunque casi en estado salvaje, se mantenían fuera del círculo alejados de las chozas. Evidentemente se preparaban a acompañar a los,cazadores y, entretanto, se peleaban y se mordían.
Las armas estuvieron por fin reunidas, y los adultos, provistos de sus lanzas, se encaminaron hacia el Este. Les seguían los adolescentes llevando las jabalinas, los cuchillos y las correas. Se conoce que hacían de escuderos y portadores. Los chiquillos, unos de pie y otros a cuatro patas, corrían detrás y a los lados lanzando gritos. Los perros seguían de lejos. Al final del calvero, los pequeños aflojaron el paso y volvieron hacia atrás, mientras el grupo de calzadores, compuesto lo menos de cincuenta personas, avanzó en fila india por un sendero y desapareció poco a poco en el bosque.
Sólo habían quedado en el campamento los viejos, que se dedicaron a limpiar las chozas y sacudir las pieles que servían de camas y de mantas. Unas viejas encorvadas abandonaron sus chozas y se sentaron a la puerta. Los más pequeños salían a rastras y los niños de pecho eran sacados en brazos y acostados en unas pieles junto a las chozas mientras las limpiaban.
Pero tres mujeres adultas habían quedado cerca de la choza de los prisioneros, sin duda como centinelas. Una de ellas se puso a sacar correas de un trozo de cuero con un cuchillo de hueso. Otra tallaba varitas para las flechas con un cuchillo de la misma materia y la tercera partía unos grandes huesos para hacer con sus trozos puntas de lanzas y de flechas.
Al poco rato salió lgolkin de la choza, medio desnudo como la víspera. Echó más leña a la hoguera y se sentó junto a las mujeres. Después de intercambiar con ellas algunas palabras, sacó su gran cuchillo de marinero y les ayudó a cortar las correas, con lo cual el trabajo avanzó mucho más de prisa. Borovói salió a su vez, pero, en lugar de buscarse una ocupación, volvió los ojos hacia el sitio donde habían restallado la víspera los disparos de sus compañeros.
Al ver aquella escena de amistosa colaboración entre un marinero del siglo XX y unos seres de la Edad de Piedra, los observadores, ocultos entre los matorrales, no pudieron evitar una sonrisa. El escaso número de personas que habían quedado y lo primitivo de su armamento les infundía la seguridad de que lograrían liberar a sus compañeros, de buen grado o por la fuerza. De todas formas, había que aguardar todavía hora y media o dos horas para que los cazadores se alejasen bastante y no pudiesen oír las llamadas ni los disparos y tampoco consiguieran las mujeres de guardia darles alcance y volverlos a traer en breve plazo.
Los niños que habían acompañado a los cazadores iban regresando y se ponían a jugar dentro y fuera del círculo. Luchaban, hacían piruetas, se peleaban y algunos, los mayores, se ejercitaban a lanzar las jabalinas al aire o contra las techumbres de las chozas.
Cuando estuvieron hechas las correas, Igolkin sacó un pedazo de carne de la choza y lo cortó en trozos pequeños, que ensartó en las varitas preparadas pana las flechas. Luego clavó estas últimas en el suelo, junto a la hoguera, para asar la carne. Se conoce que los prisioneros no habían desayunado todavía y querían hacer una buena comida antes de la fuga. Cuando la carne estuvo asada, los dos se sentaron no lejos de la hoguera y se pusieron a comer el asado con buen apetito. De vez en cuando Igolkin ofrecía un trozo de carne a alguna de las mujeres que trabajaban junto al fuego, pero ellas volvían la cabeza riendo. Luego, una de ellas trajo de su choza un gran pedazo de carne cruda que se pusieron a comer cortándolo con sus cuchillos de hueso en lonchas largas y finas. También dieron carne a los chiquillos que se habían acercado corriendo.
Terminado el desayuno, los exploradores, ocultos en el bosque, consultaron el reloj y pensaron que había transcurrido bastante tiempo.
Salieron en hilera del bosque y avanzaron rápidamente hacia las chozas haciendo por turno disparos al aire con pólvora.
En cuanto se oyeron los primeros disparos todo quedó silencioso en el campamento. Los que estaban sentados se pusieron de pie, los que estaban de pie se quedaron inmóviles, volviendo la cara hacia los seres que llegaban produciendo aquel estrépito, semejante al trueno. Cuando los viajeros penetraron en el círculo de las chozas, los salvajes se prosternaron en silencio y únicamente los niños más pequeños se pusieron a llorar de espanto.
Los exploradores llegaron hasta la choza de los prisioneros, les entregaron la ropa y las escopetas, y siguieron disparando mientras sus compañeros se vestían. Makshéiev le dijo a Igolkin:
— Explíquele usted a esta gente que bastante han gozado ya de su hospitalidad y que ahora han venido a buscarles unos hechiceros todavía más poderosos. En señal de gratitud por lo bien que les han tratado, les hemos traído unos regalos para que se acuerden siempre de los visitantes extraordinarios venidos del país de los hielos perpetuos. Dígales que no se les ocurra perseguirnos; de lo contrario, sufrirán un terrible castigo, porque los dioses de los hielos tienen a su disposición, además de los truenos, los rayos que fulminan a los indómitos.
Cuando Igolkin y Borovói salieron vestidos de la choza, sus compañeros dejaron de disparar, y el marinero, que por su carácter sociable dominaba mejor la lengua de los salvajes, dirigió a los que estaban prosternados(prosternados = Postrarse para suplicar ante Dios)un discurso repitiendo a grandes rasgos lo que le había dicho Makshéiev. Para terminar, dijo a las tres mujeres que los habían guardado:
— Entregad estos regalos a los mayores cuando vuelvan de la caza para que ellos los repartan. También os dejamos el fuego, que podéis ahora utilizar, pero sin dejarlo nunca morir, alimentándolo, como hemos hecho hasta ahora nosotros. Los repito la orden de no seguirnos. Volvemos allá, al país de los hielos perpetuos, y cuando haga de nuevo calor regresaremos.
Pronunciadas estas palabras, dejó los paquetes con los regalos a la entrada de la choza. Luego los seis hombres atravesaron el círculo, siempre disparando por turno, entre los seres prosternados, que no se atrevían a moverse, y desaparecieron en el bosque.
En el lindero se detuvieron unos instantes para ver lo que iban a hacer los salvajes. En cuanto habían cesado los disparos, los salvajes empezaron a incorporarse y se pusieron a hablar a media voz comentando sin duda aquel acontecimiento extraordinario. Parte de ellos rodeaba la hoguera que habían dejado a su disposición y contemplaban el fuego, ahora sin dueños, como si pudiera explicarles todo aquello. Al poco rato, dos de las mujeres que habían estado de centinela, empuñaron sus lanzas y corrieron en la misma dirección seguida por los cazadores, probablemente con el propósito de informarles de lo ocurrido. La tercera mujer quedó junto a la choza de los prisioneros, sin duda para evitar que los niños y los adolescentes se apoderasen de los regalos, que ella no se atrevía a tocar.
Los exploradores llegaron hasta los trineos que habían dejada en el bosque y emprendieron el regreso hacia el Norte. Tenían que tirar de los trineos por la estrecha senda cubierta de hojas caídas.
Mientras se alejaban del campamento, Igolkin lanzaba de vez en cuando un estridente silbido, al que había acostumbrado a los perros. Obedeciendo a este subido, los animales habían permanecido siempre en los alrededores del campamento. Igolkin les repartía los restos de comida, pero los perros se habían vuelto de todas formas medio salvajes porque los hombres primitivos les tenían miedo y no les dejaban acercarse a las chozas. Algunos perros habían muerto luchando con diferentes animales, otros se habían marchado ahora a de caza con la tribu y al silbido del marinero sólo acudieron cinco, que rondaban alrededor del campamento. Seguían los trineos a cierta distancia, pero no se dejaban tocar y enseñaban los dientes a General cuando se acercaba a ellos. Había que volverlos a domesticar dándoles de comer varios días, a fin de disponer, por lo menos, de un tiro para uno de los trineos.
Después de doce horas de marcha, durante las cuales recorrieron alrededor de cincuenta kilómetros, los exploradores hicieron alto para dormir, convencidos de que los salvajes no podrían darles ya alcance.