Capítulo XXXI EL DESFILADERO DE LOS PTERODÁCTILOS

La boca del desfiladero era ancha, y un arroyuelo enmarcado de grupos de helecho serpeaba por el fondo. En las vertientes abruptas no había vegetación. Eran desnuda, rocosas, de color rojizo, negro o amarillo. Kashtánov y Makshéiev se dirigieron presurosos hacia las rocas. Gromeko se dedicó a buscar nuevas plantas a lo largo del arroyo y Pápochkin a cazar mariposas gigantescas.




El primer risco al que llegaron los geólogos era de color rojo oscuro. Kashtánov esperaba encontrar también en él mineral de hierro, pero, después de haber arrancado un pedazo y de haberlo examinado con la lupa, sacudió la cabeza murmurando:

— Esta es una cosa nueva.

Unos cuantos pedazos, arrancados en otro sitio, tenían el mismo carácter; pero las rocas, duras y lisas, no permitían arrancar una muestra más grande. Uniendo sus esfuerzos, los dos geólogos intentaron partir un bloque del mismo mineral que había en el suelo. Al fin se hizo una grieta y el bloque quedó partido en dos. En el interior brillaron pequeñas vetas y manchas de un metal blanco.

Kashtánov se inclinó y exclamó asombrado:

— Es plata nativa, encerrada al parecer en mineral argentífero rojo.

— ¡Más millones! — ironizó Makshéiev.

Después del descubrimiento del filón de oro, cuya importancia había denigrado tanto su erudito compañero, Makshéiev consideraba con cierta desdén los dones del reino mineral de aquel país encantado.

Continuando su camino al pie del risco, los geólogos llegaron pronto a un lugar donde el color rojo oscuro era sustituido por el color negro con manchas y vetas amarillas y rojas. Se trataba otra vez de imán natural. Luego, unas rocas erosionadas y salpicadas de hoyos eran de un color amarillo intenso o verdoso. Kashtánov reconoció en ellas molibdeno de plomo y cerusa en cuya interior podían ocultarse también galenas.

Más adelante, en una vertiente del desfiladero se alzaba una roca grande que llamó la atención de los viajeros por su color verde oscuro. Desde lejos parecía recubierta de musgo o de líquenes. El martillo rebotaba con ruido sonoro al pegar en ella y sólo a posta de grandes esfuerzos lograron los geólogos arrancar algunas partículas que aumentaron el asombro de Kashtánov.

— Es una masa compacta de cobre natural oxidada en la superficie — declaró.

— ¡Qué riquísimo es este país! — exclamó Makshélev-. Contiene todos los minerales que se quiera. Habría para instalar aquí una fábrica metalúrgica universal.

— Sí. Cuando el mineral no baste ya en la superficie exterior de nuestro planeta para la demanda creciente de la humanidad no habrá más remedio que venir a buscar minerales aquí. Y, entonces, ni los hielos ni la niebla ni las nevascas le importarán al hombre.

— Incluso es posible que se abra un túnel en la corteza terrestre para llegar por la vía más corta a estos enormes yacimientos — aventuró Makshéiev en broma.

En este momento una sombra grande pasó rápidamente sobre los geólogos, absortos en la observación de los minerales, y se oyó gritar a Gromeko:

— ¡Cuidado! ¡Un reptil volador!

Ambos empuñaron las escopetas y levantaron la cabeza. A unos veinte metros planeaba sobre ellas un animal enorme, de color oscuro. Por su manera de volar se notaba en seguida que el reptil pertenecía al grupo de los pterodáctilos. Era mucho mayor que los que habían visto ala orilla del mar y medía alrededor de seis metros de envergadura. Inclinada la cabeza provista de un pico enorme, el reptil buscaba una presa y contemplaba con sorpresa aquellos animales bípedos desconocidos.

Pero los cazadores no podían aguardar a que resolviera sus dudas ya que, al caer desde bastante altura sobre su víctima, el reptil podía matarla o herirla gravemente con las garras o los dientes. Makshéiev apuntó en seguida y disparó. El pterodáctilo dió una espantada, agitó precipitadamente las alas y fué a posarse sobre un saliente de la roca, donde empezó a mover la cabeza; abriendo y cerrando el pico dentado.

— Le he debido tocar — observó Makshéiev, sin decidirse a tirar una segunda vez porque el animal estaba demasiado lejos.

En esto un grito seguido de una detonación se escucharon en el pequeño prado donde habían quedado el zoólogo y el botánico.

Detrás de las colas de caballo y de los helechos que separaban el arroyo de las rocas remontaba el vuelo otro pterodáctilo llevándose entre las uñas un gran objeto oscuro. Pensando en el primer momento que el reptil volador se había apoderado de uno de sus compañeros, Kashtánov disparó a su vez. El rapaz agitó las alas, dejó caer su presa y se desplomó como una piedra detrás del muro de los árboles.

Los geólogos corrieron a toda velocidad hacia aquel sitio con la idea de prestar auxilio a su compañero, precipitado desde una altura de varias metros. Pero, después de haber atravesado la espesura, tropezaron con Gromeko y Pápochkin que acudían en sentido contrario.

— ¿ Pero no les ha pasado nada a ninguno? ¿Cuál de ustedes acaba de caer de entre las garras del reptil?

Sus compañeros se echaron a reír.


— El reptil se llevaba únicamente mi impermeable, que yo había dejado en el calvero envolviendo las plantas recogidas. Y se conoce que le había parecido alguna carroña — explicó el botánico.


— Yo había disparado contra él, pero he debido fallar

— añadió el zoólogo.

Tranquilos en cuanto a la suerte de sus compañeros, los geólogos fueron con ellos hacia el sitio donde aun palpitaba el reptil abatido. Al ver acercarse a los hombres, se puso en pie y corrió a ellos agitando un ala y arrastrando la otra, probablemente rota.

Corría, contoneándose como un pato, croando furioso, con la cabeza enorme adelantada y el pico abierto. La carúncula que le crecía en el nacimiento de la nariz, inyectada en sangre, era ahora de color rojo intenso. El reptil alcanzaba la talla de un hombre y, aunque herido, podía ser un enemigo peligroso. Por eso hubo que rematarlo de otro disparo.

Mientras Kashtánov y Pápochkin examinaban el pterodáctilo, Makshéiev y Gromeko fueron en busca del impermeable robado. Registraron el calvero hasta el pie de las rocas y penetraron en la espesura, pero sin ningún resultado.

— ¡qué cosa tan extraña! ¿Dónde ha podido ir a parar? — rezongaba el botánico, enjugándose el sudor que le bañaba el rostro-. Porque, vamos, no creo que se haya tragado el impermeable.

— Yo he visto perfectamente que el reptil lo ha soltado después del disparo — confirmó Makshéiev.

Entretanto, el segundo pterodáctilo, que hasta entonces había estado posado en un saliente de la roca, se remontó, planeó sobre las copas de las colas de caballo, recogió en ellas un objeto oscuro y prosiguió su vuelo.

— ¡Demonios! — profirió el botánico-. ¡Pero si es mi impermeable! Nosotros estábamos buscando en el suelo y se había quedado en los árboles.

Makshéiev apuntaba ya al reptil, que pasaba volando, cuando el impermeable se desenvolvió de pronto. Las plantas cayeron dispersadas y el animal soltó sobrecogido su presa. El cazador dejó a un lado la escopeta.

— Estos pterodáctilos no deben ser muy inteligentes, puesto que roban cosas no comestibles — dijo Gromeko yendo a recuperar su impermeable,

— O quizá sean más listos de lo que usted piensa. ¿Quién sabe si no han querido apoderarse de su impermeable y su forraje para construirles a sus pequeños un nido más confortable? — opinó Makshéiev en broma.

— ¿Ha dicho forraje? ¡Qué falta de respeto para mis colecciones de plantas! ¿No irá usted a explicarnos, para demostrar la inteligencia de los reptiles, que se llevaba mi impermeable a fin de revestir con él a sus pequeños desplumados?


Makshéiev se echó a reír.


— No, no llegaré hasta ese extremo. Pero no olvide que los reptiles voladores fueron los reyes del jurásico y se distinguían por un alto nivel de desarrollo, Además, por qué había recogido usted tantas plantas iguales? — añadió al ver que el botánico volvía a juntar unos tallos parecidos a juncos que, al caer se habían dispersado por el calvero.

¿A qué no sabe usted lo que es esto? — replicó Gromeko, presentando a su compañero uno de los tallos.

— A mi entender, un junco grueso y bastante punzante. Me imagino que sólo los iguanodones pueden alimentarse de ellos.

— Está usted en lo cierto. Los iguanodones lo comen muy satisfechos y tampoco estará mal para nosotros.

— ¿De verdad? ¿Puede servir para la sopa?

— Para la sopa no, pero sí para el té. Parta usted este tallo.

Makshéiev obedeció y un líquido transparente fluyó del tallo.

— Ahora, pruebe usted la savia de este junco desdeñado.

El jugo era espeso y dulce.

— ¿Será caña de azúcar?

— Si no es la caña de azúcar que crece actualmente en la superficie de nuestro planeta, es por lo menos una planta azucarera.

— ¿Cómo ha adivinado usted que era dulce?

— He visto un tallo como éste en la boca del joven iguanodón matado por el ceratosaurio en el calvero. Me ha parecido pegajoso. Me he puesto a buscar donde crecen, los he encontrado en abundancia a lo largo del arroyo y, naturalmente, he probado el jugo. Como nuestras reservas de azúcar se están terminando, podríamos sustituirla por el jugo de este junco e incluso fabricar con él azúcar verdadera. ¡Ya ve usted cómo mi forraje es a veces muy útil!

Al volver cerca del pterodáctilo muerto, Gromeko mostró a los otros viajeros el hallazgo al que se debía la aventura del impermeable. Todos aprobaron su plan y decidieron arrancar a la vuelta la mayor cantidad posible de juncos para intentar la extracción de azúcar.

Los cazadores siguieron por el desfiladero en cuyo fondo corría un arroyuelo entre una franja estrecha de rala colas de caballo y hierba áspera.

La garganta se convirtió al poco tiempo en una auténtica grieta oscura y húmeda con el fondo enteramente cubierto de agua. Los cazadores avanzaban en fila india: delante Makshéiev con la escopeta en la mano y detrás Kashtánov, probando las rocas con el martillo.

Al fin aumentó la luz y reapareció la vegetación. La grieta se ensanchaba rápidamente, convirtiéndose en una depresión bastante grande rodeada de rocas que, abajo abruptas, se escalonaban luego en todas direcciones formando anfiteatro. El fondo de la depresión estaba recubierto de una hierba jugosa y verde y en el centro se encontraba el lago del que fluía el arroyuelo.

— ¡Qué peste hay aquí! — exclamó Gromeko en cuanto se aproximaron al lago.

— Efectivamente, huele muy mal, como si hubiera carroña — confirmó Makshéiev.

— ¿No será éste un lago mineral con fuentes sulfurosas, por ejemplo? — aventuró Pápochkin inclinándose sobre el agua.

Los cazadores miraron a su alrededor porque les había llamado la atención un extraño silbido que alternaba con un chirriar semejante al que produce un trozo de corcho frotado contra un cristal. Estos sonidos llegaban desde arriba, desde los muros de la depresión, pero no se veía a nadie.

En aquel momento una gran masa oscura voló sobre el calvero y fué a posarse en uno de los salientes, donde la acogieron silbidos y chirridos más acentuados.

— ¡Un pterodáctilo! — exclamó Makshéiev.

— Se conoce que están por aquí los nidos de los reptiles voladores — calculó el zoólogo.

— Esa es la razón de que huela tan mal. Los animales estos no deben Ser muy limpios.

El reptil que se había posado en el saliente volvió a salir volando al poco tiempo, pero, al observar a los hombres en la depresión, se puso a girar encima de ella emitiendo gritos entrecortados. Los silbidos y los chirridos cesaron inmediatamente en las rocas.

— ¡Hombre, se han callado los pequeños!

— Sería curioso coger huevos y crías de los nidos — dijo el zoólogo.

— Pruebe usted a trepar a esos riscos y arrebatárselas a los padres. Me parece que iba a pasarlo mal.

— ¡Pero si hay muchos aquí! — exclamó Kashtánov, señalando a otro pterodáctilo asomado por detrás de las salientes mientras dos más planeaban ya en el aire.

— ¿Disparamos? — propuso Makshéiev, deseoso de hacer olvidar su fallo.

— ¿Para qué? Hemos, examinado ya a uno y debemos economizar las municiones — advirtió Kashtánov.

— Más vale que nos retiremos antes de que la alarma cunda a todos los nidos — declaró el botánico, a quien no le gustaba nada la estancia en aquel lugar apestoso.

Sobre el calvero volaban ya unos cuantos reptiles, y los cazadores consideraron más razonable seguir el consejo de Gromeko. Cuando se dirigían hacia la salida de la grieta advirtieron al pie del muro montones de huesos de diferentes tamaños, entremezclados con guano de los pterodáctilos.

— Hemos venido a parar al basurero de una colonia de reptiles — observó Makshéiev en broma.

— Han elegido un lugar seguro, una verdadera fortaleza.

— Se conoce que otros reptiles les roban los huevos y los pequeños — explicó el zoólogo-. Fíjense en que, aunque son reptiles, tienen ya costumbres de aves.

— Es verdad. Las alas les han permitido hacer otro modo de vida que sus antepasados.

— De todas formas, es una lástima que no hayamos podido ver cómo están hechos los nidos y el aspecto que tienen los huevos y los pequeños; sobre todo los huevos con el embrión.

— Yo pienso — dijo Kashtánov— que no empollan los huevos como hacen las aves, sino que los dejan calentarse al sol igual que los demás reptiles.

— No se apure, que todavía encontraremos en algún sitio huevos de iguanodón o de plesiosaurio — afirmó Gromeko para consolar al zoólogo.

— Si están frescos, nos haremos una tortilla colosal. Me imagino el tamaño que tendrán los huevos de esas bestias. Con uno bastaría para todos — observó Makshéiev en broma.

Después de haber vuelto por la grieta al calvero que se extendía al pie de las montañas y de haber recogido por el camino juncos dulces, los viajeros se encaminaron hacia el lugar donde estaba muerto el reptil carnicero.

Una gran animación reinaba en aquel sitio. Reptiles voladores de diferente tamaño iban de un lado para el otro por el aire. Los cadáveres del ceratosaurio y del iguanodón estaban cubiertos de aquellos animales. Después de arrancar trozos de carne a los cadáveres, unos los devoraban allí mismo y otros se los llevaban hacia el Sur, a las gargantas de las montañas, donde estaban sin duda sus nidos. Lanzaban silbidos, croaban y resoplaban con un ruido que desgarraba los oídos.

Al acercarse, los hombres turbaron el festín de la bandada. Unos animales remontaron el vuelo y empezaron a girar sobre el calvero; otros se apartaban un poco, contoneándose sobre las patas cortas y arrastrando las alas medio abiertas. Probablemente se habían hartado hasta el punto de no poder volar. Pápochkin tuvo tiempo de fotografiar dos momentos de aquella agitación.

Ahitos, los reptiles no atacaban a los hombres que habían interrumpido su festín, limitándose a atronar el aire con gritos diversos que, sin duda, expresaban su descontento.

Después de haber recogido en la espesura las patas traseras del iguanodón, los cazadores se adentraron en el bosque por la misma vaguada. Acercábanse ya a la depresión cuando Gromeko, que abría marcha, se detuvo súbitamente para enseñar a sus compañeros las huellas de unas patas enormes marcadas a gran profundidad en la arena húmeda.

— No es un iguanodón — observó Pápochkin-. Este animal anda sobre las cuatro patas. Miren ustedes: aquí están las huellas de las patas traseras con tres dedos y aquí están las de las patas delanteras con cinco.

— Además, las plantas tienen otra forma y son mayores que las del iguanodón — añadió Kashtánov.

— ¿Y es posible determinar por las plantas si se trata de un animal carnicero o hervíboro? — preguntó Makshéiev.

— Debe ser un herbívoro. Los dedos no están rematados por garras, sino por una especie de cascos que no sirven para agarrar la presa.

— Y aquí está la huella del rabo, más corto y más fino que el del iguanodón — observó el zoólogo, señalando un surco que corría entre las huellas de las patas.

— En todo caso, el animal es muy grande y debe encontrarse cerca de nuestro lago, porque.no se ve la huella de que haya vuelto — dijo Gromeko.

— Entonces, hay que ir prevenidos y con las escopetas preparadas — advirtió Makshéiev.

Lentamente, paso a paso, los cazadores remontaron la vaguada inspeccionando con atención el camino que seguían. Pero nada aparecía. Unicamente las libélulas y los escarabajos revoloteaban sobre las colas de caballo y los helechos. Cuando hubieron llegado hasta las rocas por el estrecho pasillo verde, los exploradores se detuvieron indecisos.

Makshéiev dijo en voz baja a sus amigos que le esperaran, se adelantó por la vaguada y luego hizo una señal para que los demás se uniesen a él. Cuando llegaron al borde de la depresión todos se ocultaron detrás de los árboles y pudieron observar un curioso espectáculo.

En el calvero pacía un monstruo superior, por las dimensiones y por su extraño aspecto, a cuantos habían visto hasta entonces los viajeros en Plutonia, país de los fósiles gigantes.




El animal mediría ocho metros de largo por cuatro de altura. Las patas de delante eran mucho más cortas que las traseras y el cuerpo macizo, inclinado hacia adelante, terminaba en una cabeza pequeña de lagarto. Dos hileras de escudillos o placas se levantaban, un poco abiertas en forma de aletas, a lo largo de la espalda. Las ocho más grandes, en parejas, erizaban el cuerpo, seis pequeñas el cuello grueso y cuatro la cola que, menos maciza y más corta que la del iguanodón y del ceratosaurio, tenía además, a continuación de las placas, tres pares de largos pinchos. La piel, desnuda y fofa, del monstruo estaba salpicada de excrecencias verrugosas, más profusas y menudas en el cuello y la cabeza y más gruesas y espaciadas en el cuerpo y la cola. Manchas y chafarrinones parduscos resaltaban sobre el fondo verde sucio de la piel, acentuando el aspecto repulsivo del animal.

Pacía tranquilo al borde del lago, arrancando con sus poderosas mandíbulas, completamente desproporcionadas a la pequeña cabeza, ramos de juncos dulces y de menudas colas de caballo. Los movimientos del cuerpo hacían aletear las placas dorsales.

— ¡Parecen las alas de un cupido! — murmuró Makshéiev.

— ¡Sí que es hermoso este cupido del jurásico! — replicó Gromeko riendo-. Nunca hubiera imaginado que pudiesen existir semejantes monstruos.

Su aspecto terrible, las placas, los pinchos, las verrugas y las manchas tienen por objeto asustar a los enemigos de este apacible animal que debe ser absolutamente inofensivo — explicó el zoólogo, que había hecho ya varias fotografías-. ¿Cómo se llama este cupido? — preguntó al geólogo.

— Naturalmente, se trata del estegosaurio, el más original del grupo de los dinosaurios, que comprende también el iguanodón, el ceratosaurio y el triceratops, que hemos visto ya. En el jurásico superior existieron varios géneros de monstruos de éstos, cuyos restos han sido hallados en América del Norte.

Cuando hubieron contemplado suficientemente el animal, los cazadores hicieron desde su escondite un disparo que el eco repitió entre las rocas y luego lanzaron al unísono gritos salvajes.

Asustado, el animal huyó, haciendo recordar en su carrera el paso de andadura. Las placas dorsales se entrechocaban, castañeteando.

Cuando hubo desaparecido, los cazadores abandonaron su refugio, cogieron agua del lago y descendieron la vaguada en dirección a su campamento, saboreando de antemano el asado de iguanodón y el reposo al borde del mar tranquilo.


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