Capítulo XLVI LAS TRAVESURAS DEL GRUÑON

Sin embargo, el Gruñón no les dejó dormir a gustó. A las pocas horas, los exploradores fueron despertados por un estruendo horrible y se levantaron asustados.

— ¿Es posible que también este volcán arroje nubes ardientes? ¡Fíjense! — gritó Gromeko.

El Gruñón estaba envuelto en tupidas nubes negras que descendían la vertiente, extendiéndose hacia todas partes. En el aire se notaba un olor a azufre y cloro. Las nubes se arremolinaban, surcadas de relámpagos brillantes, y el estrépito que se escapaba de las entrañas del volcán se confundía con el redoblar de los truenos.

— No — declaró Kashtánov-. No es de temer ninguna nube ardiente. Esta erupción tiene otro carácter; es del tipo de las erupciones del Vesubio. El volcán arroja ahora cenizas y bombas y luego aparecerá la lava.

— Podemos despedirnos de la ascensión.

— Naturalmente. Sería una locura subir al volcán en este momento.

— ¿Qué hacemos?

— Vamos a estarnos aquí todavía un rato o a reanudar el sueño interrumpido y luego volveremos hacia el mar.

— ¿Y por qué no ahora?

— Porque es interesante ver una erupción desde tan cerca.

— ¿Y si empiezan a llovernos bombas encima?

— Es poco probable. Estamos al pie mismo del volcán y no llegan hasta tan lejos.

— Pero, ¿y si nos alcanza la lava?

— La lava fluye lentamente y siempre se puede escapar de ella incluso a pie.

— Bueno, entonces, quedémonos aquí contemplando al Gruñón. Entretanto, siempre podríamos ir desayunando.

Encendieron una hoguera, pusieron a hervir la tetera y, mientras comían, observaron el volcán.

Las nubes 1e ocultaban enteramente y hasta el cielo estaba velado por una bruma gris, a través de la cual Plutón parecía un disco rojo sin rayos que lanzaba una luz fúnebre y opaca sobre los tristes alrededores del volcán.

Pronto empezó a caer una ceniza negra, menuda como polvo, primero en partículas aisladas y luego más densamente, hasta el punto de que los exploradores tuvieron que beber el té cubriendo los jarros con la mano para no tragar al mismo tiempo polvo volcánico. Poco a poco se ennegrecieron la hierba, los juncos y las hojas de las palmeras; el agua del arroyo parecía tinta.

— Menos mal que se nos había ocurrido llenar de agua el bidón — observó Makshéiev-. De lo contrario, nos habríamos quedado todo el día sin agua dulce. Pero, ¿qué ruido es ése?

Como el rugido del volcán se había atenuado, se escuchaba, en los intervalos que dejaban los truenos, un ruido sordo semejante al rugido de la resaca, que iba en aumento. Los viajeros se miraron sorprendidos.

— ¿No será la nube ardiente? — preguntó inquieto Pápochkin.

— ¡Hay que subir en seguida a la meseta! — gritó Kashtánov-. Un torrente de agua o de barro baja por el arroyo. Se me había olvidado por completo esta posibilidad. A recogerlo todo y a subir cuanto antes.

Después de vaciar rápidamente los jarros y de reunir sus efectos y las escopetas, los viajeros subieron a toda prisa por el torrente de lava, trepando a los bloques, tropezando, presurosos de alcanzar una altura suficiente sobre el cauce del arroyo.

Cuando se detuvieron al fin para recobrar el aliento, unos cincuenta metros más arriba del sitio donde habían acampado, y echaron una mirada hacia atrás, descubrieron un cuadro que les demostró lo oportuna que había sido su fuga precipitada. Por el cauce que descendía la vertiente del volcán se precipitaba un torrente furioso de agua negra que arrancaba de sus orillas grandes bloques de lava condensada. A los pocos minutos, la impetuosa tromba, que tendría unos tres metros de altura, llegó hasta el sitio donde los exploradores habían estado desayunando tranquilamente y, en un instante, sus aguas sucias sumergieron los arbustos verdes; las palmeras oscilaron y cayeron, rotas o descuajadas, y desapareció toda aquella superficie.

— ¡Qué manera de arrasarlo todo! — exclamó Pápochkin-. Nos hemos marchado a tiempo.

En su fuga, los exploradores habían subido más arriba del torrente de lava y, desde donde estaban, se veían bien las dos cumbres. El torrente de fango había pasado por la cumbre derecha; ahora todos se volvieron hacia la izquierda para ver lo que allí ocurría. A los pocos minutos, por el estrecho valle de la cumbre izquierda, echó a rodar un segundo torrente de barro. Avanzaba más lentamente porque el agua estaba saturada de ceniza y piedrecillas, formando una papilla negra en la que giraban arbustos descuajados y troncos de palmeras.

— Los arrastra del borde del lago donde estuvimos ayer — dijo Pápochkin.

— ¡Ahí tiene usted el. apacible e idílico refugio para un ermitaño! — observó Kashtánov-. El lago no existe ya porque lo ha recubierto el barro.

— Es cierto: los volcanes de aquí son unos vecinos muy inquietos — afirmó Gromeko-. Satán nos ofreció una nube ardiente y el Gruñón un torrente de barro.

— De todas formas, hemos logrado salvarnos allí y aquí y hemos asistido a estos terribles e interesantes fenómenos de la naturaleza — dijo Kashtánov.

— Pero ahora estamos aislados del mar y de nuestras lanchas — exclamó Pápochkin abatido-. Fíjense: a derecha e izquierda corren unos torrentes impetuosos, y detrás tenemos al Gruñón, que puede prepararnos alguna otra sorpresa.

Efectivamente, como los viajeros habían buscado refugio de los torrentes de barro sobre una roca del volcán, ahora se encontraban cercados y no podían bajar por el valle hacia el mar. Detrás, el volcán continuaba gruñendo.

— Si ahora, además, empieza a descender la lava, nos encontraremos entre el fuego y el agua. ¡Bonita perspectival — declaró Gromeko.

— Es verdad; el Gruñón no ha dicho todavía su última palabra — observó Makshéiev.

— Yo pienso que nuestras inquietudes son prematuras — dijo Kashtánov tratando de tranquilizarles-. Los torrentes de barro se agotarán pronto y volveremos al mar artes de que la lava, si es que se dirige hacia este lado, llegue hasta nosotros.

— Y entretanto, nos vamos a calar hasta los huesos, porque aquí no hay donde cobijarse — refunfuñaba Pápochkin.

El zoólogo tenía razón. De las nubes que despedía el volcán había empezado a caer desde algún tiempo atrás una lluvia fina, a la que no habían hecho caso los viajeros, preocupados por los torrentes de barro. Ahora arreciaba la lluvia y todos empezaban a mirar a su alrededor buscando algún refugio. Confiando en el buen tiempo, que duraba ya muchos días, los viajeros habían emprendido la excursión sin los impermeables y la tienda, y ahora no tenían nada para protegerse.

— Me parece que algo más arriba, donde hay tantos grandes bloques de lava, encontraremos más fácilmente un sitio donde cobijarnos — dijo Makshéiev, indicando la pendiente.

— ¡Y estaremos más cerca del volcán! — suspiró Pápochkin.

— Allá usted si le apetece quedarse bajo la lluvia; nosotros subimos — declaró Gromeko.

El zoólogo no quiso quedarse rezagado del grupo y todos escalaron la vertiente abrupta. Como las piedras estaban humedecidas y el calzado también, avanzaban difícilmente, resbalando. Sin embargo, pronto llegaron a una gran barrera de bloques de lava amontonados: eran el extremo de un torrente menos antiguo, que había corrido por encima del anterior. Entre algunos bloques quedaban espacios suficientes, para cobijar a un hombre. Cada cual buscó refugio en uno de aquellos agujeros y el perro, empapado, se hizo un ovillo junto a Makshéiev, nada satisfecho de tal vecindad. Los hombres, bastante mojados, encogidos en posturas incómodas sobre las piedras angulosas, estaban pasando unos momentos desagradables y, para conservar su buen ánimo, se interpelaban de refugio a refugio cuando el estrépito del Gruñón cesaba un poco.

La lluvia no amainaba. Al poco tiempo, también por el torrente de lava empezaron a fluir chorros de agua sucia mezclada de cenizas, causando nuevos contratiempos a los viajeros.

Uno recibió una ducha fría en un costado; otro en la espalda. Pápochkin, que se había tendido boca abajo en una cavidad larga y estrecha, notó que corría el agua debajo de él. Abandonó su refugio y se lanzó en busca de otro, saltando de bloque en bloque.

Makshéiev soltó la carcajada al ver aquella escena: había logrado instalarse con General en una pequeña cueva que formaba la lava.

— ¡Pues vaya un Gruñón! — gritaba el zoólogo, trepando por las rocas, bajo la lluvia-. Esto es todo lo que se quiera: un Llorón, un Regador, un Llovedero.

— ¡Vamos a llamarle Aguador! — propuso Makshéíev.

Pero Pápochkin no le escuchaba ya. Había descubierto una pequeña grieta, en la que se había metido de cabeza. Como la grieta era demasiado corta, las piernas le quedaban fuera, bajo la lluvia.

De pronto, un estruendo formidable estremeció el aire. Los viajeros tuvieron la impresión de que las rocas iban a aplastarlos como ratones en una ratonera. Todos se precipitaron fuera de sus refugios.

— ¡Un terremoto! — gritó Gromeko.

— ¡El volcán ha estallado, y cae sobre nosotros! — rugió Pápochkin.

— ¿Será de verdad una nube ardiente? — murmuró Kashtánov, palideciendo.

El cendal de la lluvia y las nubes no dejaban ver nada; por eso, pasados los primeros instantes de pavor, todos se calmaron un poco. Pero en esto, una bomba del tamaño de una sandía, cubierta de surcos en espiral, se estrelló muy cerca de ellos y empezó a chisporrotear, crujir y humear bajo la lluvia. Ahora se escuchaban también a los lados, a derecha e izquierda, arriba y abajo, unos más próximos y otros más lejanos, los golpes y los crujidos de las bombas que caían.

— ¡A esconderse pronto! — gritó Makshéiev-. El Gruñón ha empezado a disparar con proyectiles de grueso calibre.

Todos volvieron presurosos a sus agujeros, desde donde observaron, sobrecogidos e interesados, la caída de las bombas. Silbaban y eran de tamaño distinto. Algunas, al estrellarse contra una roca, volaban en pedazos como granadas. En cambio, la lluvia cesó pronto. Un soplo de viento ardiente descendió rápido por la falda del volcán con un olor a azufre y a chamuscado. Las nubes empezaron a disiparse y a subir más. Dejaron de caer las piedras. Makshéiev se aventuró a salir de su cueva.

— ¡El Gruñón se ha quitado el gorro y nos enseña la lengua colorada! — gritó.

Los demás salieron también de sus refugios y levantaron la cabeza.

Arriba, entre las nubes negras, aparecía de vez en cuando la cima del volcán, que dejaba colgar por un lado una lengua corta de lava purpúrea como si se burlase de los hombres que habían osado alterar la soledad secular de la montaña.

— Sí; eso ya es lava — declaró Kashtánov.

— ¡Pues se van arreglando las cosas! — intentó bromear Gromeko-. Primero quería ahogarnos en barro, luego sumergirnos en agua, luego machacarnos con las piedras y, como de nada le ha servido, ha puesto en juego el último recurso y quiere recubrirnos de lava.

— ¡Valor, porque esta vez ha llegado su fin! — dijo

Makshéiev riendo

— ¡Váyase a paseo! — replicó el zoólogo-. Si el peligro fuera tan grande, ya se habrían largado a la misma velocidad que delante del torrente de lodo.

— De la lava podemos marcharnos sin prisa — contestó Kashtánov.

Pero no tenían adonde marcharse. Los impetuosos torrentes de barro, imposibles de atravesar, corrían. por ambos cauces. Arriba, la lengua roja se alargaba rápidamente, desapareciendo a veces en los remolinos blancos de vapor que despedía su superficie.

— El Gruñón nos ha mojado y ahora nos quiere secar. Cuando la lava esté más cerca secaremos primero la ropa y luego… — empezó Gromeko.

— Y luego volveremos a mojarla al atravesar el torrente, si es que no nos hundimos en él — terminó Pápochkin.

Pero cuando el aire quedó limpio de cenizas y de nubes reapareció Plutón y empezó a secar rápidamente las faldas del volcán. Los negros bloques de lava humeaban como calentados por un fuego subterráneo.

Los viajeros se quitaron la ropa y, después de haberla retorcido, la extendieron sobre las piedras. Gromeko se había quedado incluso completamente desnudo y, calentándose a los rayos de Plutón, aconsejaba a los demás que imitaran su ejemplo.

— ¿Y si el Gruñón nos envía una nueva porción de bombas? No iba a ser muy agradable meterse desnudos en los agujeros — observó Makshéiev.

— Cuando aparece la lava, las explosiones y la erupción de materiales blandos suele cesar — explicó Kashtánov.

— Pero si hay que escapar de la lava no tendremos tiempo de volvernos a vestir.

En ese momento, una nube blanca de vapor escapó de la cumbre del volcán y un muro de fuego apareció en el borde del cráter, descendiendo con rapidez la vertiente.

— El primer torrente de lava ha ido al valle del lago

— observó Kashtánov-. Pero ésta quizá pueda llegar hasta nosotros.

— ¿Dentro de cuánto tiempo? — preguntaron los otros con i interés.

— Es posible que dentro de una hora y es posible que más tarde. Depende de la estructura de la lava. Si es pesada y fusible, resulta líquida y fluye con rapidez; pero si la lava es ligera, viscosa, abundante en sílice, resulta refractaria y se mueve con lentitud.

— ¿Y qué género de lava nos manda el Gruñón?

— Hasta ahora, a juzgar por los antiguos torrentes, ha vomitado lava pescada. Probablemente esta vez será la misma. En general, por el carácter de todas las rocas que encontramos en Plutonia, muy pesadas, abundantes en olivina y metales, no se puede esperar que estos volcanes lancen lavas ligeras y silícicas.

— O sea, que debemos largarnos de aquí lo antes posible.

— Sí, pero tengo la esperanza de que, antes de que la lava llegue hasta nosotros, los torrentes de barro se habrán agotado y podremos fácilmente atravesar el cauce de uno u otro.

Plutón, que las nubes no ocultaban ya, y el hálito abrasador que despedía el volcán, secaron muy pronto la ropa de los viajeros. Se vistieron y, esperando el momento de poderse marchar, continuaron observando el volcán. El extremo de la larga lengua de lava había desaparecido detrás de una arista de la vertiente, descendiendo sin duda hacia el valle del antiguo lago en la base occidental del Gruñón. Otras porciones de lava surgían del cráter y se vertían en parte en la misma dirección y en parte más al Norte, formando sin duda otro torrente que bajaba por la falda septentrional o nordoccidental. Un el último caso debía fluir hacia los exploradores. Pero los bloques de lava amontonados delante de ellos les impedían ver la dirección que seguía.

La cantidad de barro líquido de los dos cauces había disminuido sensiblemente, sobre todo en el de la izquierda. No era ya un torrente impetuoso, sino un riachuelo sucio y se podía correr el riesgo de vadearlo.


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