Después de descansar tres días en la colina, emprendieron la marcha, primero hacia el Sudeste, en dirección al río donde Kashtánov y Pápochkin habían encontrado por primera vez mamuts, y luego bajando la corriente.
Al segundo día, los exploradores llegaron a un calvero(calvero = m. Calva en lo interior de un bosque)de la orilla izquierda del río donde había estado el campamento de los hombres primitivos. No quedaba de él más que unas veinte armazones de chozas cónicas de pértigas, semejantes a las tiendas de los jantis y de los evenkos de Asia.
En una de las pértigas había sido fijado un papel con este texto:
«Aquí hemos estado prisioneros hasta salir hacia el Sur. La tribu se marcha hoy. Por el camino quizá logremos es…
El papel se había roto en aquel sitio..
Los exploradores decidieron descender el borde del río, examinando minuciosamente los calveros cada quince o veinte kilómetros, recorrida probable de una jornada de marcha de la tribu que, cargada con todos los utensilios domésticos, debía avanzar lentamente. Al borde de estos calveros podía haber quedado alguna nota de los prisioneros.
Efectivamente, al final de aquella misma jornada llegaron a un vasto calvero, donde encontraron, atada a una rama con un hilo, la siguiente nota:
«Recorremos unos veinte kilómetros diarios, unas veces por los senderos del bosque cerca del río y otras por el agua, que está muy fría y en algunos sitios sube por encima de la rodilla. A esta gente no le hace el menor efecto nada de esto. Nos han devuelto parte de nuestra ropa, pero nos la quitan cuando hacemos alto, dándonos a cambio unas pieles de animales para protegernos del frío. En los altos duermen debajo de los arbustos, sin montar las chozas. A nosotros nos salvan las hogueras que alimentamos por turno mientras acampamos.
Borovói».
Al día siguiente recorrieron unos cuarenta kilómetros sin encontrar la menor nota. Quizá habría sido barrida por el viento o arrancada por algún animal.
Anduvieron un día más y, después de haber hecho alto para el almuerzo, encontraron un billete con este contenido:
«Los hombres primitivos arrancan nuestros papeles de los arbustos en cuanto los advierten y se los guardan como talismanes. Piensan que los ofrendamos al espíritu malo que trae el frío y la nieve. Por eso lograremos dejar notas muy pocas veces. Sin embargo, fijaremos a todo lo largo del camino, en los arbustos de la orilla, papeles indicándoles que hemos pasado por allí. Cundo lleguen a un sitio donde no haya nieve y el río no esté helado, pongan más atención todavía. Pensamos que la tribu se detendrá allí mucho tiempo.
Borovói».
Así anduvieron seis días, encontrando de vez en cuando una nota con algunas palabras, pero con más frecuencia simples papeles prendidos en los arbustos de la orilla. Al décimo día la capa de nieve era ya muy fina y el hielo del río crujía a veces bajo los pies. La temperatura se mantenía a uno o dos grados bajo cero. Al día siguiente tuvieron que abandonar el lecho del río porque el hielo era ya demasiado frágil y en algunos sitios aparecían grandes charcos de agua. Los exploradores siguieron un sendero que iba unas veces por el bosque y otras a lo largo de la orilla. Al final de la jornada la capa de nieve no tenía más que cuatro centímetros de espesor y, en el río, sólo había hielo junto a las orillas.
Finalmente, al duodécimo día de camino, subsistían nada más que pequeños montones de nieve debajo de los arbustos y en el bosque, de manera que fué preciso tirar de los trineos por la alfombra de hojas secas que cubría el sendero. Después del almuerzo volvieron a encontrar una misiva diciendo que, a una jornada de marcha, debía haber un vasto calvero donde la tribu se disponía a invernar si la nieve no la empujaba más lejos.
Ahora tenían que redoblar la atención para no tropezar casualmente con los hombres primitivos que andaban sin duda alrededor del campamento. Uno de los viajeros marchaba con General delante de los trineos, como explorador.
Hicieron alto para dormir en un pequeño prado próximo al río. Después de la cena, Makshéiev y Kashtánov emprendieron un pequeño reconocimiento. Habrían recorrido tres kilómetros cuando oyeron rumores y algunos gritos. Se deslizaron con mucho cuidado hasta el bordo de un vasto calvero: en él se alzaba el campamento de los hombres primitivos.
Componíase de doce chozas cónicas de pértigas recubiertas de pieles de animales y dispuestas en círculo, bastante cerca las unas de las otras, y con las aberturas dirigidas hacia el interior del círculo. En el centro se encontraba otra choza, de dimensiones más pequeñas, delante de la cual ardía una hoguera. No cabía la menor duda de que aquélla era la vivienda de los compañeros prisioneros. Por las dimensiones de las demás chozas Makshéiev calculó que la tribu debía componerse de unos cien adultos.
En el círculo que formaban las chozas no se veían más que niños, que casi siempre corrían a cuatro patas y parecían monos negros sin rabo. Jugaban, saltaban y se peleaban lanzando gritos agudos. A la entrada de una de las chozas estaba sentado un hombre adulto, también con aire simiesco. A través de los prismáticos podía verse que tenía el cuerpo cubierto de pelos oscuros. De cara se asemejaba a un australoide, pero con las mandíbulas más marcadas todavía y la frente muy baja. El color de la piel era pardusco terroso. En el mentón le crecía una barba negra, testimonio de que era un hombre.
Al poco tiempo apareció otro individuo a la entrada de la misma choza. Para salir, pegó un rodillazo en la espalda del primero, que osciló y luego se puso en pie, encontrándose al lado del primero. Entonces pudo verse que el segundo era más alto y mucho más ancho de hombros y de cadenas, de forma que el primero daba a su lado la impresión de un adolescente débil. El rostro del segundo no era tan feo; los cabellos, más largos, caían sobre los hombros. El cuerpo estaba cubierto de una pelambrera menos espesa, sobre todo en el pecho, cuya forma denotaba a un ser femenino.
La mujer se dirigió hacia la choza del centro. Marchaba un poco inclinada hacia delante y contoneándose. Sus brazos, caídos, le llegaban casi a las rodillas. Tenía los músculos de los brazos y de las piernas muy desarrollados. Se acercó a la choza de los prisioneros, hincóse de rodillas ante 1a hoguera, tendió las manos hacia ella como rogando y luego entró en la choza a cuatro patas.
— ¡Ha ido a visitar a nuestros compañeros! — dijo Kahstánov.
— ¿Y si aprovechásemos que hay poca gente en el campamento para anunciarles nuestra llegada? — propuso Makshéiev.
- ¿De qué manera? No podemos acercarnos sin que nos vean.
— Vamos a hacer un par de disparos en el bosque y nuestros amigos adivinarán de lo que se trata, puesto que ellos mismos nos propusieron esta manera de anunciarnos.
— ¿Y si se alarman los salvajes?
— Como desconocen las armas de fuego, no comprenderán de lo que se trata.
— Pueden lanzarse en nuestra persecución.
— No lo creo. El miedo se lo impedirá.
— Bueno, pues vamos a probar.
Los exploradores retrocedieron un poco en el bosque y dispararon dos veces con cierto intervalo. Luego volvieron a su puesto de observación en el lindero.
El campamento estaba en efervescencia. Junto a cada una de las chozas había ahora varios adultos, mujeres en su mayoría, y niños de diversas edades. Todos miraban hacia el sitio de donde había llegado aquel ruido desconocido y hablaban entre ellos. Delante de la choza central, cerca de la hoguera, se encontraban los prisioneros, desnudos de cintura para arriba y con los pantalones hechos harapos. Tenían la piel bronceada, los cabellos enmarañados y una larga barba enmarcaba su rostro.
También miraban hacia el lindero con los rostros resplandecientes de alegría.
Súbitamente, habiéndose puesto sin duda de acuerdo, los dos se volvieron hacia donde habían restallado dos disparos y levantaron los brazos. Los salvajes cayeron en seguida de rodillas y se prosternaron. Se hizo el silencio. Igolkin se irguió entonces y gritó hacia el bosque, haciéndose un portavoz con las manos:
— Casi todos los hombres de la tribu se han marchado hoy de caza muy lejos y mañana se irán las mujeres para ayudarles a despedazar y traer los animales. Sólo quedarán los viejos y los niños. Entonces, pueden venir a liberarnos. Tráigannos ropa interior y ropa de abrigo. ¿No han tenido ningún contratiempo? ¿Han regresado todos? Si me han comprendido, hagan otro disparo en caso de que todo marche bien y dos en caso de que haya ocurrido algo.
Makshéiev retrocedió a rastras inmediatamente y disparó. Al escucharse la detonación, Igolkin volvió a levantar los brazos; y los salvajes, que se habían incorporado mientras gritaba y le consideraban sorprendidos, volvieron a prosternarse.
Igolkin les dejó permanecer así un rato y luego, volviéndose de cara al fuego, se puso a cantar a voz en grito una alegre canción de marineros. Arrastrándose, los hombres primitivas se acercaron más y formaron un ancho círculo en torno a la hoguera, intercambiando algunas exclamaciones de asombro. Se conoce que los prisioneros nunca habían hecho hasta entonces nada semejante.
Makshéiev contó unos cincuenta adultos, en su mayoría mujeres. Los niños y los adolescentes eran mucho más numerosos. Estaban de pie o sentados, fuera del círculo de los adultos, y por sus rostros podía verse la enorme satisfacción que les causaba el canto de Igolkin. Los adultos parecían sorprendidos e incluso asustados por él.
Después de cantar unos diez minutos, Igolkin levantó otra vez los brazos y se dirigió hacia la choza con Borovói que, durante el canto, había permanecido inmóvil junto a la hoguera. Los oyentes volvieron también a sus viviendas. Sin embargo, dos mujeres se acercaron a la choza de los prisioneros y se instalaron a la entrada, sin duda con el propósito de velar su sueño.
Pronto quedó el campamento envuelto en silencio. Sólo crepitaba lea hoguera moribunda en medio del círculo vacío.
Kashtánov y Makshéíev volvieron adonde estaban sus compañeros y les refirieron cuanto habían visto y escuchado. Luego discutieron juntos el plan que habían de seguir para librar a sus amigos.