A los pocos segundos se escuchó un estruendo ensordecedor, como si la montaña se hubiera partido en pedazos o saltado en el aire. La nube se precipitó cuesta abajo, hinchándose desmesuradamente hacia arriba y hacia los lados y convirtiéndose pronto en un cúmulo cárdeno (cárdeno = adj. Color amoratado)en el que varias nubes se arremolinaban, se mezclaban y se retorcían en volutas, iluminadas por relámpagos deslumbradores. Este cúmulo descendía la vertiente a la velocidad de un tren y, a los pocos minutos, su extremo tocaba ya el pie del volcán mientras el borde superior giraba mucho más arriba de la cima.
— ¡Esto me recuerda enteramente la horrible erupción de la Montaña Pelada de la Martinica que, en mayo de 1902, destruyó en unos minutos la ciudad de San Pedro con sus veintisiete mil habitantes! — exclamó Kashtánov-. Esta nube, llamada nube ardiente o abrasadora, se compone de gases y vapores de agua muy comprimidos y recalentados, llenos de cenizas calientes y arrastra no solamente piedras, sino también enormes pedruscos.
— Felizmente para nosotros, no se ha dirigido hacia aquí, sino hacia el lado contrario; de otra forma, habríamos sufrido la misma suerte que los habitantes de San Pedro — observó Gromeko.
— En efecto, ha debido salir por la misma brecha del borde del cráter que hemos utilizado nosotros y por eso se ha dirigido hacia el Sudeste, siguiendo el último raudal de lava.
— ¿Qué ocurrirá ahora? — preguntó Makshéiev.
— Estas nubes ardientes pueden repetirse a ciertos intervalos, horas o días, y luego surge la lava.
— ¿Y no pueden las nubes siguientes tomar otra dirección que la primera y venir hacia nosotros, por ejemplo?
— Si la terrible explosión causada por la salida de la primera nube no ha cambiado la configuración del cráter, es posible que las demás sigan el mismo camino. En caso contrario, elegirán otro.
— Entonces, ¿también pueden venir hacia aquí?
— Naturalmente. Pero esperemos que no ocurrirá y que, de momento, nos encontramos aquí en una seguridad relativa.
Mientras hablaban, la nube, dispersándose en todas direcciones, había ocultado parte considerable de la vertiente Este, pero progresaba ya más despacio y crecía sobre todo en altura. Los tres viajeros contemplaban en silencio aquel espectáculo terrible y majestuoso.
De repente surgió Pápochkin detrás de la cresta de la colina más próxima situada al pie del volcán. Corría a toda velocidad, destocado, con los cabellos al aire, saltando por encima de los bloques que le cortaban el paso. Los demás se precipitaron a su encuentro, abrumándole a preguntas. Pero la carrera y la emoción no le dejaban hablar.
Sólo después de haberse estado un rato tendido a la sombra de los árboles junto al lago y de haber absorbido unas tazas de té frío se recobró y pudo comenzar el relato:
— A pesar de sus consejos, había decidido ir a recuperar la escopeta al volcán, que me parecía poco peligroso. Esperaba dar con ella en alguno de los dos sitios donde habíamos hecho alto durante la ascensión o, por lo menos, en la cumbre. Aguardé a que estuvieran ustedes profundamente dormidos y a eso de las diez me puse en camino sin más equipaje que unos cuantos juncos. No encontré la escopeta en el emplazamiento de la primera parada y, como el volcán no acentuaba su actividad, seguí subiendo. Pero tampoco estaba la escopeta en él sitio del segundo alto. Había subido ya mucho y sólo me que, daría medio kilómetro hasta la cumbre. El maldito volcán apenas humeaba y no quería volver con las manos vacías.
Iba a llegar a la brecha del borde del cráter y me parecía ver ya la escopeta apoyada contra un bloque de lava, a unos cien metros delante de mí, cuando resonó de pronto un estruendo formidable y el volcán vomitó una masa de humo. Me detuve indeciso. Era peligroso continuar la ascensión, pero también me daba lástima volverme cuando una distancia tan escasa me separaba de la escopeta. Sin embargo, me sacaron de mi indecisión las piedras y las pellas de barro que se estrellaban contra el suelo. Llovían a mi alrededor, y una pella me dió en el hombro con tanta fuerza que lancé un grito. Ha debido hacerme un buen cardenal, porque apenas puedo mover el brazo. A cada instante era de esperar una nueva explosión y un bombardeo de piedras aún más grandes y más recalentadas. Me lancé cuesta abajo a toda la velocidad que permitía el suelo irregular. Al medio kilómetro se produjo una nueva explosión, después de la cual el cono del volcán quedó envuelto en humo. Un embate del viento se me llevó el sombrero. A mi alrededor volvieron a caer piedras, y yo continué la carrera sin pararme. La última y terrible explosión se produjo cuando estaba ya casi al pie del volcán y me precipitó contra el suelo con tal fuerza que casi me disloqué los brazos. Al levantarme vi ese espantoso cúmulo y, en un último esfuerzo, reanudé mi carrera por miedo a que se me adelantara y me asfixiase.
— Ha evitado usted felizmente un horrible peligro — dijo Kashtánov cuando el zoólogo terminó su relato.
— Y, en castigo a su tozudez, ha perdido el sombrero y está rendido como un caballo de carga — añadió Gromeko.
— Alegrémonos de que haya vuelto nuestro compañero y veamos lo que nos conviene hacer ahora — observó Makshéiev.
— ¡Hay que alejarse lo más posible de este horrendo volcán! — exclamó Pápochkin.
— Pero, ¿es usted capaz de andar ahora? Sin haber reposado del cansancio de ayer le ha añadido uno nuevo. Acuéstese y duerma, que un par de horas siempre podemos esperar.
— ¿Y no sería, efectivamente, mejor alejarnos del volcán dos o tres kilómetros por lo menos? — propuso Makshéiev-. Su proximidad empieza a ser peligrosa, y nos encontramos justamente al pie del volcán.
Gromeko opinaba lo mismo. Quedó decidido retirarse por el desierto negro hacia la garganta donde la hondonada del lago daba nacimiento al valle del arroyo. Desde allí podrían asistir al desenvolvimiento de la erupción. Llenaron de agua un bidón y se echaron a la espalda el azufre y los víveres. Dos sacos fueron cargados sobre General, que primero protestó e intentó desprenderse de aquel fardo, pero luego se conformó y echó a andar lentamente junto a los hombres en vez de corretear de un lado para otro buscando alguna presa.
Desde la hondonada del lago, los viajeros subieron por los salientes de roca a la superficie del desierto negro y, al cabo de dos kilómetros de marcha, se detuvieron junto al sitio donde la garganta se ensanchaba para desembocar en el valle. La erupción parecía haberse calmado: la primera nube ardiente se disipaba, la cumbre de la montaña había quedado limpia de la humareda, y del cráter ascendía solamente una fina columna de humo negro. Al examinar el volcán con los prismáticos, Kashtánov advirtió que la cumbre había experimentado ciertos cambios durante las primeras explosiones: el borde del cráter había descendido por la parte oriental y la cumbre parecía cortada al bies.(bies = m. Oblicuidad, sesgo.)
Acostados en torno a los sacos de azufre sobre la superficie desnuda del desierto, los viajeros se quedaron dormidos. A las tres. horas les despertó una detonación formidable que les hizo fijar los ojos en el volcán. Otra nube siniestra brotó del volcán y se lanzó cuesta abajo, pero esta vez en dirección al Sudeste, hacia la hondonada del lago. Reloj en mano, Kashtánov medía la progresión de la nube, que se había convertido, igual que La primera, en un cúmulo cárdeno. Cuatro minutos después de la explosión, el cúmulo había llegado ya al lago, que disimuló a los ojos de los observadores.
— Avanza a la velocidad de un tren rápido: unos sesenta kilómetros a la hora — exclamó Kashtánov.
— ¡Menos mal que nos habíamos marchado de allí!
— Sí. La dirección del cúmulo ha variado casi ochenta grados, sin duda porque los bordes del cráter se han desmoronado.
— ¿Qué hubiera ocurrido si nos hubiésemos quedado junto al lago? — preguntó Pápochkín.
— Según las observaciones de la expedición enviada por la Academia de Ciencias Francesa para estudiar la Montaña Peleada en la Martinica, puedo asegurar que habríamos sido abrasados y asfixiados por el vapor saturado de cenizas que constituye la masa fundamental del cúmulo o aplastados por las piedras que transporta en gran cantidad. Incluso acarrea bloques de cuatro y hasta seis metros cúbicos a varios kilómetros de distancia. El cúmulo destruye todo a su paso — animales y plantas— y no deja más que un desierto, una extensión de cenizas ardientes, de piedras grandes y pequeñas, de troncos de árboles v cadáveres carbonizados.
— ¿Qué habrá sido del lago?
— Debe estar lleno de cenizas y de piedras; se habrá desbordado, convirtiendo por algún tiempo, probablemente breve, el arroyo que fluye de él en un torrente sucio y abrasador.
Justamente entonces, la nube ardiente que había pasado ya por encima de la hondonada del lago trepaba hacia el desierto negro a unos dos kilómetros del sitio donde se encontraban los viajeros. A pesar de la distancia, percibieron su hálito abrasador, poderoso torbellino de aire caliente, que les obligó a tenderse en el suelo tapándose la cara con las manos y la ropa. Así permanecieron alrededor de media hora empapados en sudor, hasta que se restableció el equilibrio en la atmósfera.
Cuando levantaron la cabeza, vieron sobre el desierto una larga y alta muralla de vapor blanco y gris que se extendía hacia un lado unos diez kilómetros desde el sitio donde estaban y alcanzaba una altura de mil quinientos metros. El aire continuaba siendo asfixiante y abrasador.
— Alejémonos sin más historias de este espantoso volcán — exclamó Gromeko-. ¿Quién sabe si no va a lanzar la descarga siguiente contra nosotros?
— Efectivamente, acabamos de ver lo difícil que es respirar incluso a dos kilómetros del cúmulo. ¡Me imagino lo que debe ser cuando le envuelve a uno por completo!
Habiendo recogido todo el equipaje, los viajeros se dirigieron hacia el Norte, aproximándose poco a poco al valle del río, con la idea de descender a él en cuanto encontrasen un lugar adecuado. Pero cuando se acercaron al borde y miraron hacia abajo vieron que el apacible y límpido arroyuelo se había convertido en un torrente impetuoso de un color blanco sucio que, desbordado de su cauce, galopaba como loco por el fondo del valle destruyendo la vegetación de sus orillas.
— ¿Merece la pena bajar? — preguntó Kashtánov a sus compañeros-. Es más fácil andar por el desierto liso que por el fondo arenoso del valle. Y ahora, de todas formas, no se puede ya beber el agua sucia del arroyo.
Todos coincidieron en que más valía continuar andando por el desierto y no bajar hasta cerca de la desembocadura del valle, donde las vertientes estaban surcadas de barrancos. Marchaban junto al borde del precipicio y de vez en cuando se acercaban a él para mirar hacia abajo. Una o dos horas después de la segunda erupción, el impetuoso torrente comenzó a consumirse y, poco después, se agotó por completo. Sólo se veía el cauce desnudo, árboles y arbustos descuajados, hierba pegada al suelo y recubierta de limo blanquecino.
— ¡El volcán se ha vengado de nosotros por haberle robando el azufre! — dijo en broma Makshéiev-. Ha destruído el arroyo para que nos muramos de sed.
— Es verdad — observó Gromeko-. Ahora vamos a pasarlo mal con el agua y tendremos que economizar nuestra reserva hasta encontrar otra fuente en los alrededores del hormiguero.
— Este puede ser un obstáculo para proceder inmediatamente al asalto del hormiguero.
A pesar de lo cargados que iban y del calor tórrido del desierto negro, los viajeros hicieron una marcha forzada y sólo se detuvieron para dormir cuando bajaron al valle, cerca de su desembocadura y del hormiguero. Kashtánov y Makshéiev salieron de reconocimiento para estudiar minuciosamente la fortaleza de sus enemigos. Volvieron a subir a la superficie del desierto y tiraron hacia el Este por el borde del barranco desde donde se podía observar muy bien el hormiguero.
Era una especie de enorme túmulo de ramas y troncos secos compuesto de varios pisos. A ras del suelo se encontraban las entradas principales, orientadas hacia los puntos cardinales. No eran muy altas, pero sí bastante anchas para que pudieran pasar cuatro o cinco hormigas de frente. En aquellas entradas la animación era constante: unas hormigas salían en columnas para dirigirse hacia diferentes lados en busca de alimento; otras volvían, por parejas o solas, trayendo troncos y ramas, insectos muertos o vivos, larvas, ninfas, tallos de junco, y se metían con su botín en lea fortaleza.
Los pisos superiores tenían también orificios en lugares distintos y a diferente altura. Pero sólo debían servir para la ventilación y quizá también para la salida de los defensores en caso de ataque enemigo. Estos eran ya más estrechos y más bajos que las entradas principales, de manera que las hormigas sólo podían pasar por ellos de una en una. En aquellos orificios aparecían igualmente de vez en cuando hormigas que salían a recorrer las cornisas del hormiguero, sin duda para inspeccionar si todo marchaba normalmente.
— ¿No será un obstáculo a nuestro plan esta abundancia de orificios? — preguntó Makshélev-. Si el aire circula demasiado libremente por el hormiguero, el gas sulfuroso no tardará en salir sin producir su efecto.
— El gas sulfuroso es más pesado que el aire y sólo irá desplazándolo paulatinamente — contestó Kashtánov-. Además, los lugares más importantes del hormiguero, o sea, los depósitos de larvas, de huevos, de ninfas y de víveres se encuentran sin duda abajo y es posible que incluso en cámaras subterráneas. El gas sulfuroso penetrará allí primero, y únicamente después empezará a extenderse a los pisos superiores. Por otra parte, si vemos que el tiro es demasiado fuerte, siempre estamos a tiempo de obstruir parte de los orificios.
— ¿Y si pusiéramos azufre encendido en las aberturas superiores?
— Corremos el riesgo de incendiar el hormiguero. Porque, no teniendo ningún recipiente incombustible como braseros o sartenes, habríamos de colocar el azufre sobre la madera seca.
— Podríamos utilizar la cáscara del huevo de iguanodón con la que hemos confeccionado nuestros platos y nuestra fuente provisionales.
— No tenemos más que cinco y los orificios son mucho más numerosos.
— Hay que procurar descubrir hoy otro huevo o un par de ellos y así podríamos fabricar una docena de tazones para quemar el azufre.
— ¡Es una idea! Como tenemos mucho tiempo por delante, haremos una excursión ¡a los arenales donde las hormigas roban estos huevos.
Terminado el examen del hormiguero, Makshéiev y Kashtánov volvieron al campamento, donde expusieron el plan a sus compañeros.
Todos aceptaron trasladarse al día siguiente a las dunas de arena en busca de huevos, mientras Makshéiev y Kashtánov se dedicaban a triturar el azufre.