Así transcurrió media hora. La erupción continuaba, lenta, y las explosiones que se escuchaban en el cráter eran menos frecuentes y más débiles. Pero en esto, más arriba del sitio donde se encontraban los exploradores, se escuchó un ruido sordo y un crujido, semejantes a los que se oyen sobre un río grande cuando los hielos se ponen en marcha. En aquella parte se alzaba una cresta de enormes bloques de lava, sin duda el borde del antiguo torrente, detenido en aquel sitio.
— Me parece que ha llegado el momento de marcharnos — declaró Kashtánov levantándose-. La lava está ya cerca.
Todos descendieron la vertiente, hacia el sitio donde habían dormido al borde del arroyo, volviéndose a veces para lanzar una mirada al lugar donde el ruido se amplificaba sin cesar. Sobre la cresta del antiguo torrente asomaba ya el borde del nuevo. Sin embargo, no tenía el aspecto del muro de lava purpúrea que imaginaban los observadores, menos Kashtánov, que conocía las fases de este fenómeno. Aquel borde tenía el aspecto de un alud negro de bloques de diverso tamaño que avanzaba bajo el empuje de una fuerza misteriosa e irresistible.
Los bloques se arrastraban lentamente, se montaban los unos encima de los otros crujiendo y rechinando. Unos caían de la cresta, sustituidos inmediatamente por otros; algunos rodaban bastante lejos cuesta abajo, estrellándose y partiéndose ruidosamente contra los salientes y las rocas del antiguo torrente. Entre los bloques del alud escapaban sin cesar chorros y remolinos de vapor blanco; en algunos sitios surgían chispas azules o manchas de fuego, semejantes a las brasas de una hoguera moribunda, cubierta ya de cenizas. Pero aquella hoguera avanzaba, parecida a un monstruo gigantesco que se arrastrase bajo un caparazón movedizo de escamas negras, lanzando un hálito abrasador y vapores ponzoñosos.
Para huir de los bloques que rodaban por la vertiente, los viajeros corrieron hacia el cauce del arroyo, un poco más arriba del sitio donde habían acampado; el cauce ofrecía una superficie desigual, por la que corrían unos chorros de agua sucia. Los viajeros avanzaron resueltamente pero, a los dos pasos, se hundieron hasta las rodillas en el lodo. Todos lanzaron exclamaciones de contrariedad.
— ¡Demonios! ¡Sí que estamos bien! ¡No hay manera de sacar los pies de este cenagal! ¡Parece engrudo!
Gromeko, que cerraba la marcha, se hundió menos que los demás y logró sacar los pies de las botas, que dejó en el barro. Luego, una vez en la orilla, se subió a un bloque sólido y extrajo las botas no sin dificultad. Los otros seguían desvalidos, sin poder moverse para adelante ni para atrás, como moscas pegadas con liga.
Entretanto, el borde del torrente de lava avanzaba inexorablemente por la falda y se encontraba ya sólo a unos doscientos metros. La situación de los tres hombres se hacía trágica. No había por allí cerca ningún tronco, que Gromeko hubiera podido arrojar al lodo para ayudar a sus compañeros a levantar los pies.
Sin embargo, Gromeko no perdió la cabeza. Desde la orilla, lanzó rápidamente unos cuantos trozos planos de lava hacia Pápochkin, que era el menos pesado. Luego se despojó de la mochila, la escopeta y parte de la ropa y, subiéndose los pantalones hasta por encima de las rodillas, llegó al zoólogo y le ayudó a desprenderse de su carga. Después le agarró por debajo de los brazos y le sacó del barro poco a poco. Pápochkin no llevaba botas de caña entera, sino botas con cordones y, como no podían salírsele de los pies, no quedaron en el barro. Entre los dos hicieron una pasarela de bloques de lava hasta Makshéiev y le sacaron, pero sin botas. Kashtánov, el más corpulento y pesado de todos, hubo de ser sacado entre los tres, también descalzo.
Mientras tanto, el torrente de lava seguía acercándose, y los viajeros notaban ya su aliento abrasador. No quedaba, pues, tiempo para extraer las botas, hundidas a gran profundidad, y había que escapar cuanto antes de la lava.
Los desdichados exploradores recogieron su equipaje y descendieron corriendo el cauce del río, buscando un sitio más firme.
Pero en todas partes encontraban el mismo fango gris y pérfido, en el que no se atrevían a meterse.
En aquellas búsquedas infructuosas llegaron hasta el sitio donde habían acampado. En el cauce se había formado un verdadero pequeño lago. Tenía poca agua, pero su fondo estaba recubierto de una capa del mismo fango, cuyo espesor ignoraban.
Y, tras ellos, el raudal de lava seguía avanzando, lenta, pero inexorablemente.
El roce y el crujido de los bloques que se desplazaban rodando y los silbidos del vapor no cesaban ni por un instante. Olía a azufre y a cloro. El calor iba en aumento…
Cerca del lago, donde se juntaban los dos cauces del arroyo, los viajeros cruzaron el borde del antiguo torrente para dirigirse hacia el cauce de la izquierda. Pero también se había convertido en una franja de barro viscoso. Aun quedaba otro camino: remontar, como el día anterior, aquel cauce hasta el lago del Ermitaño paria evitar el segundo torrente de lava, exponiéndose a tropezar con el primera. Este cauce iba encajonado entre los muros verticales de la meseta y el flanco del volcán y quizá se pudiese encontrar en él un lugar bastante estrecho para hacer un paso con trozos de lava o incluso para cruzarle de un salto. Pronto dieron con lo que buscaban, pero en la otra margen del cauce se alzaban unas rocas a pico de varios metros de altura. Era imposible escalarlas y también era imposible contornearlas hacia arriba o hacia abajo por la base, porque la bordeaba el mismo fango.
Agotados por la carrera y la angustia, los exploradores se sentaron, con la cabeza gacha, sobre unos bloques de lava al borde del barro. No les quedaba más que esperar una muerte inevitable: ahogarse en el fango en el intento de atravesar el cauce o ser achicharrados en la orilla cuando el torrente de lava les alcanzase. Las dos perspectivas eran igualmente horrorosas y, en esta situación desesperada, la idea del suicidio acudía a la mente de cada uno de los hombres si no había otra salida.
Después de descansar un poco, Kashtánov se dió cuenta de que la lava avanzaba más lentamente y gritó, poniéndose en pie de un salto:
— ¡Vamos a remontar pronto por esta orilla del arroyo! Nos dará tiempo a pasar evitando el extremo del torrente de lava, porque se ha inmovilizado casi.
— Pero, cuando hayamos evitado éste, tropezaremos con el otro, que ha sumergido el lago del Ermitaño y ha vuelto, naturalmente, por el cauce abajo — declaró abatido Pápochkin.
— ¡Sin embargo, es la única posibilidad que tenemos de salvarnos! — insistía Kashtánov-. En primer lugar, más arriba quizá encontremos un vado para atravesar el fango en un sitio donde las rocas de la orilla opuesta sean accesibles. En segundo lugar, es muy posible que los dos torrentes de lava no se fundan, y entonces…
— ¡Entonces — exclamó Makshéiev concluyendo su pensamiento —, entre ellos debe quedar un espacio más o menos ancho libre de lava!
— Y en ese espacio podremos esperar a que la superficie del fango se consolide bastante para soportar nuestro peso.
— ¡Hurra! — gritaron Gromeko y Pápochkin.
Se levantaron y reanudaron con nueva energía su marcha hacia el Sur a lo largo del cauce, siguiendo el camino del día anterior, trepando por los restos de los viejos torrentes. A la izquierda, a cien o doscientos metros más arriba de ellos, se extendía la orla(orla = borde, orilla)de lava que exhalaba un hálito(hálito = 2 Vapor que una cosa arroja.)de fuego. Pero avanzaba lentamente y la distancia entre los exploradores y aquella mortal barrera negra aumentaba sin cesar. Pronto pudieron ver que la barrera contorneaba la falda del volcán: habían dejado atrás el torrente de lava.
— De un peligro hemos escapado ya — dijo Makshéiev con un suspiro de alivio.
El cauce se estrechaba en varios sitios suficientemente para poder saltar por encima del fango. Pero, en la orilla opuesta, el muro perpendicular cortaba el paso en todas partes. Había que proseguir la marcha. Pronto iniciaron los exploradores 1a ascensión del más alto torrente de antigua lava condensada en la falda occidental del volcán. Luego estaba la depresión del lago. Una vez arriba, vieron que sus probabilidades de salvación habían aumentado considerablemente.
Este viejo raudal había dividido la lava nueva en dos partes y se alzaba entre ellas como un lomo aplastado. Desde su cresta, donde los viajeros se sentaron tranquilamente, podían ver delante, a sus pies, la depresión del lago apacible como un espejo enmarcado de verde que había suscitado el entusiasmo de Pápochkin. Ahora no había lago ni palmeras ni hierba, sino que se extendía un campo de fango gris con algunos charcos de agua negra. Hacia él avanzaba desde el volcán el extremo del segundo raudal de lava, y el contacto de los bloques de lava incandescente con el fango húmedo producía un redoble ininterrumpido de pequeñas explosiones que emitían nubecillas de vapores blancos.
Aunque desde el sitio donde se habían instalado los viajeros estaban separados por quinientos o seiscientos pasos de los raudales de lava ardiente, la vecindad de las superficies recalentadas se hacía sentir mucho. La temperatura era infernal, más aun porque abrasaban implacablemente los rayos de Plutón, al que las nubes no velaban en absoluto.
Los hombres, inmovilizados e inactivos, estaban aplanados de calor y se despojaron de las prendas superfluas. Empezaban a notar el hambre y el cansancio. Aquella noche habían dormido poco y se habían pasado el resto del tiempo corriendo inquietos.
— ¡Lástima que no podamos tomar por lo menas una taza de té! — se lamentó Pápochkin-. El calor es inaguantable.
— El calor será inaguantable, pero no tenemos ni una olla. Como no pongamos a calentar la tetera sobre lava reciente… — dijo en broma Makshéiev-. No tardará nada en hervir el agua.
— Y agua, ¿tenemos todavía?
— Queda bastante — afirmó Gromeko echando una mirada al bidón.
— Entonces, ya que lo del té es imposible, vamos a mar un bocado. Tengo un hambre feroz.
Todos se sentaron en círculo, sacaron el pescado seco las galletas y comieron con buen apetito, echando algunos tragos de agua.
— Esta mañana hemos hecho una soberbia tontería que estamos pagando ahora — declaró Kashtánov.
— ¿Cuál?
— Al ver que se acercaba el torrente de fango, debíamos haber pasado inmediatamente a la orilla opuesta del arroyo en lugar de remontar la vertiente. Ahora estaríamos al borde del mar, lejos de la lava y del fango.
— Es verdad, desde la otra orilla el acceso al mar estaba libre.
— No enteramente, porque el doble torrente de fango que ha bajado por el valle ha debido inundarlo todo.
— ¡Y allí nos hubiera sorprendido!
— Pero habríamos podido subir a la meseta del desierto negro y llegar por ella hasta el mar.
— Efectivamente, hemos hecho una tontería. Pero, ¿quién podía prever todas estas consecuencias? En aquel momento parecía lo más razonable subir apresuradamente todo lo posible para escapar al torrente de fango.
— De todas formas, si entre nosotros hubiera habido personas más enteradas de la conducta de los volcanes en actividad, habrían acertado mejor con la dirección a seguir.
— Pues yo creo — intervino Pápochkin— que hicimos ya una gran tontería ayer quedándonos a dormir al pie del volcán a pesar de los indicios precursores de una erupción.
— ¡Pero si precisamente nos quedamos para ver esa erupción!
— ¡Bien que la hemos visto! Yo, por lo menos, estoy satisfecho para todo lo que me queda de vida y, de ahora en adelante, procuraré permanecer lo más lejos posible de estas turbulentas montañas. He sacrificado mi escopeta al Satán, y al Gruñón…
— Al Gruñón le hemos sacrificado Makshéiev y yo nuestras botas, cosa mucho peor. Usted va calzado y todavía se queja, cuando nosotros tenemos que andar sin botas hasta el mar por las piedras recalentadas del desierto negro.
— Tiene usted razón. Mi situación es mejor, y debo callar.
— Bueno, ¿qué hacemos ahora?
— ¿Ahora? Pues volvernos a acostar y dormirnos, si es que lo conseguimos, sobre estas piedras duras y angulosas.
— Vamos a probar. Pero tendremos que turnarnos montando la guardia para observar el volcán. Todavía se le puede ocurrir cualquier fechoría.
— ¿Cuánto tiempo vamos a dormir?
— Todo el que nos permita el Gruñón.
— Eso como máximo. Como mínimo, hasta que el fango del cauce se seque suficientemente para poderlo atravesar.
Así lo hicieron: tres de ellos se tendieron mal que bien sobre los bloques de lava mientras el cuarto velaba, observando la actitud del volcán y el proceso de endurecimiento del fango. Dicho proceso transcurría lentamente, a pesar del calor despedido por los torrentes de lava y por los rayos de Plutón. Sólo al cabo de unas seis horas adquirió el fango la consistencia suficiente para hacerlo transitable.
Los exploradores recogieron el equipaje y se dirigieron hacia el cauce, que cruzaron, sin incidente, por turno. Luego se introdujeron en una grieta, que escalaron de bloque en bloque, de saliente en saliente, ayudándose los unos a los otros. Media hora después habían llegado al desierto negro, donde se encontraban ya fuera de peligro y podían respirar tranquilos. Pápochkin se volvió de cara al volcán, quitóse el sombrero, se inclinó y dijo:
— Adiós para siempre, viejo Gruñón. Gracias por el agasajo que nos has hecho y lo atento que has estado con nosotros.
Todos sonrieron. Kashtánov gritó:
— ¡Si tuviera mis botas, no me marchaba de aquí!
— ¿Y qué iba a hacer?
— Seguir por el desierto negro más hacia el Sur para ver lo que hay detrás del volcán
— ¡Pues el mismo desierto! Se ve desde aquí.
— Aparte de las botas también nos faltan víveres — observó Makshéiev.
— Y apenas nos queda agua — añadió Gromeko sacudiendo el bidón.
— ¡Tienen ustedes razón! Hay que volver pronto al mar. Pero estas piedras negras del desierto están horriblemente recalentadas. Tengo la impresión de andar sobre un hornillo encendido. Además, los calcetines gruesos se me han destrózalo casi al pisar por la lava.
— Tendremos que desgarrar las camisas y hacernos peales con ellas — indicó Makshéiev-. Porque andar descalzos es completamente imposible.
Mientras hablaban, tanto él como Kashtánov, no hacían más que saltar tan pronto sobre un pie como sobre el otro para dejar que se enfriaran un poco. Así, pues, se quitaron las camisas, las enrollaron en torno a los pies sujetándolas con las correas de las escopetas y, después de lanzar una última mirada al volcán, envuelto en negras nubes, echaron a andar animosamente por el desierto hacia el Norte. La marcha no ofrecía dificultades: la superficie del desierto estaba absolutamente lisa. En algunos sitios presentaba una masa desnuda de antigua lava de un color verde negruzco pulida por los vientos y, en otros sitios, estaba recubierta de escorias. Lo mismo que en el desierto que rodeaba al volcán de Satán, no había allí ningún indicio de vegetación. La llanura negra se extendía hasta el horizonte. El cielo estaba despejado y, en el cenit, el Plutón rojizo inundaba aquella llanura con sus rayos, que se reflejaban en la superficie pulida, encendiendo millones de fulgores verdosos. Los viajeros tenían que cerrar o entornar los ojos para que no les deslumbrara aquella masa de luz y de destellos.
Echaron a andar hacia el Nordeste para llegar al curso inferior del arroyo, único sitio donde era posible encontrar un punto adecuado para descender de la meseta. Al cabo de tres horas, ya al borde de la altura, se pusieron a buscar una grieta. El valle, que la víspera todavía formaba un oasis de verdura, hallábase ahora completamente arrasado por el torrente de fango. Los árboles habían sido derribados, los arbustos descuajados y arrastrados por el torrente, las praderas recubiertas de fango. Sólo al pie de la muralla abrupta se habían salvado algunos manojos de vegetación. Viendo aquel lamentable cuadro de destrucción, los exploradores recordaron que habían hecho el propósito de cazar iguanodones a la vuelta en el curso inferior del valle.
— ¡Habrán huido hacia el mar!
— O se han ahogado en el fango.
Esta última suposición era la cierta. Un poco más lejos se fijaron los viajeros en que muchos pterodáctilos giraban sobre el valle lo mismo que giran los cuervos sobre una carroña. Al acercarse más vieron que en el fondo del valle tenía lugar un sangriento festín. Entre el fango sobresalían, como grandes montículos, los cadáveres de algunos iguanodones, en los que se habían posado decenas de reptiles voladores. Con sus picos dentados arrancaban trozos de carne y de entrañas, se peleaban echándose los unos a los otros, remontaban el vuelo y volvían a posarse. Los gritos y los silbidos no cesaban ni por un instante.
— ¡Ahí tienen ustedes a nuestra caza! — dijo Gromeko al ver aquel cuadro repugnante-. ¿Qué hacemos?
— Podemos matar a algún pterodáctilo — propuso Makshéiev.
— ¿Ahora que se han hartado de carroña? ¡Muchas gracias, hombre!
— Pero si ya hemos probado su carne.
— Cuándo no sabíamos que también se alimentaban de carroña. Y, además, porque no teníamos otra carne cuando las hormigas nos lo robaron todo.
— Tampoco ahora tenemos otra carne.
— Pero hay pescado seco en las lanchas y aun podremos pescar más en la desembocadura del río.
— Se olvida usted de que el río ya no existe — intervino Kashtánov-. Todo el golfo debe estar invadido por el fango que ha arrastrado el torrente, de manera que los peces se habrán muerto o se habrán adentrado en el mar.
— Temo que nos encontremos también sin agua potable — dijo Gromeko.
— Es verdad, puesto que ha desaparecido el río.
— Pues yo temo que hayamos perdido todo el equipaje oculto entre la maleza. Lo habíamos dejado cerca del río y en un sitio poco elevado. Si el torrente de fango era en la desembocadura del valle tan impetuoso como arriba, ha podido arrastrarlo todo al mar o, en el mejor de los pasos, inundarlo de barro.
La hipótesis de Makshéiev alarmó a los demás y, olvidando a los pterodáctilos, apresuraron el paso. De todas formas, Pápochkin hizo una fotografía de aquel festín.
Cerca de la desembocadura del valle había un barranco escarpado y estrecho por donde lograron los viajeros descender. Todos sintieron el deseo de echar a correr para llegar cuanto antes al mar, pero era cosa imposible: el fango, desparramado por todas partes, aunque en una capa fina, no se había secado suficientemente y los pies se hundían en él a cada paso. Desde lejos se veía ya que el torrente de fango había causado también estragos en la desembocadura. El curso inferior del río fluía antes por un estrecho pasadizo entre colas de caballos y helechos. En aquel sitio había ahora un ancho calvero donde los árboles descuajados estaban recubiertos de barro. Incluso fuera de la zona por donde había fluido la masa de agua fundamental se notaban daños: en la desembocadura del valle todo el bosque estaba inundado de un agua sucia que, al retirarse, dejaba en todas partes una espesa capa de fango.
Chapoteando en el barro, los viajeros acabaron por llegar a la orilla del golfo y lanzaron una exclamación de sorpresa. En lugar del agua límpida y azul, ante ellos se extendía una superficie pardusca sobre la que flotaban hojas, ramas, arbustos y troncos enteros arrastrados al mar por el torrente. Makshéiev y Gromeko corrieron hacia la espesura donde habían ocultado las lanchas y el equipaje, casi seguros de que todo habría sido arrastrado, porque en todas partes se veían trazas de devastación y hasta la playa próxima a la desembocadura del río estaba recubierta de una capa de fango.
— ¡Hurra! — gritaron al poco tiempo-. Todo está intacto. Vengan a ayudarnos.
Sus efectos se habían salvado porque estaban metidos en las lanchas y estas últimas recubiertas por la tienda de campaña y la balsa y, además, sólidamente atadas a los árboles. Todos lanzaron un suspiro de alivio. Desenterraron las barcas y las transportaron, así como la impedimenta, hasta el mar, a cierta distancia de la desembocadura del río, donde encontraron una pequeña superficie que no había invadido el fango. Pero, como el río se había agotado, era preciso abandonar aquel sitio que tanto les había encantado la víspera. Continuar la navegación hacia el Oeste resultaba arriesgado, ya que la costa meridional estaba bordeada por los áridos acantilados de la meseta del desierto negro y no había probabilidades de encontrar allí agua dulce.
— Sin una reserva de agua no podemos ir hacia el Oeste. En cambio sabemos que, al Este, hay una fuente cerca del sitio donde hicimos alto para dormir — pronunció Gromeko, poniendo fin al debate acerca de la dirección que debían seguir.