El fracasado incendio del hormiguero obligó a los exploradores a abandonar inmediatamente el borde del golfo: a cada excursión hacia el interior del país corrían ahora el riesgo de encontrarse con los insectos furiosos que, privados de su vivienda, andaban por todas partes y habrían tenido que consumir en la lucha contra ellos toda su energía y sus municiones, no muy abundantes ya. Además, en el propio campamento estaban expuestos a cada instante a un ataque de las hormigas, que habría podido terminar lamentablemente para ellos.
Durante el desayuno se discutió con mucho ardor, la cuestión de si se debía continuar navegando a lo largo de la orilla meridional del mar de los Reptiles, hacia el Oeste, o bien volver para atrás y dirigirse al Este. Al fin optaron por continuar en dirección al Oeste.
Reanudaron la navegación sin alejarse de la costa y pronto salieron del golfo. La orilla meridional continuaba siendo de una uniformidad abrumadora. Después de dos semanas, pasadas entre el reino vegetal y animal del jurásico, nuestros viajeros se habían acostumbrado tanto a él que les parecía bastante monótono. Hubieran querido ahora adentrarse más al Sur, con la esperanza de encontrar una flora y una fauna todavía más antiguas, vivir nuevas aventuras y recoger nuevas impresiones.
Pero el camino del Sur estaba cortado por el desierto y la navegación hacia el Oeste o el Este no les prometía más que el mismo cuadro del período jurásico. Y todos empezaron a pensar en la vuelta hacia el Norte.
En la orilla advirtieron varias veces hormigas, llegando a la conclusión de que aquellos insectos hallábanse extendidos por toda la costa meridional del mar de los Reptiles y eran, efectivamente, los reyes de la naturaleza jurásica.
— Menos mal que duermen una parte del tiempo — observó Pápochkin-. De lo contrario, no nos dejarían ni respirar.
— Sí; estos bichos son peores que los tigres macairodos y los reptiles carniceros — confirmó Makshéiev-. Ni los unos ni los otros nos han causado la centésima parte de los contratiempos que debemos a las hormigas.
Durmieron sobre la playa. Luego decidieron que aun navegarían una jornada hacia el Oeste y se volverían para atrás si no lograban adentrarse más al Sur.
Aquella última jornada les trajo el cambio tan ansiado. Pronto empezó a torcer considerablemente la costa hacia el Sur, conservando el mismo carácter. Al cabo de unas horas de navegación se vió que el muro verde del bosque iba a terminar pronto, dando paso a los acantilados.
— ¡Otra vez la meseta del desierto negro! — exclamó, con una nota de desencanto en la voz, Kashtánov, que examinaba la región a través de los prismáticos.
Sin embargo, cuando llegaron al lindero del bosque, los viajeros se dieron cuenta de que les separaba de los acantilados una vasta bahía, al fondo de la cual se abría un verde valle. En último plano alzábase un grupo de altas montañas cónicas oscuras.
— ¡Otra vez los volcanes! ¡Y ahora muy cerca de la orilla del mar! — exclamó Gromeko.
Las embarcaciones se dirigieron hacia la orilla meridional del golfo, hacia la desembocadura del valle, donde se extendía una playa lisa de arena.
Por el valle fluía un arroyo bastante grande, enmarcado de árboles, arbustos y pequeños prados. La tienda fué montada en la playa. En los prados que había cerca del arroyo se encontraban escarabajos, libélulas y moscas; veíanse igualmente huellas de iguanodones y de reptiles volantes, pero no había hormigas.
Después del almuerzo, los exploradores se dirigieron hacia los volcanes pero, por precaución, escondieron las lanchas, la tienda y los objetos superfluos en la espesura, colgando incluso algunos de ellos de los árboles. General participaba también en la excursión.
Remontaron el valle por la margen del río. Los sotos de las orillas no eran muy tupidos y los iguanodones habían trazado en ellos senderos. En los acantilados de las dos vertientes descubrió Kashtánov minerales que habían encontrado mucho más al Norte, en el río Makshéiev: olivina con vetas de hierro y de níquel. Pero las vetas se convertían aquí frecuentemente en nidos compactos de metal de medio metro a un metro de diámetro.
— ¡Qué espléndido material para la producción de acero! — lanzó el ingeniero, deteniéndose sorprendido y admirado delante de un alto muro vertical, donde abundaban los nidos grandes y pequeños de metal que lanzaban un brillo mate bajo los rayos de Plutón. Contemplaba aquella pared con la misma mirada ávida que un niño contempla un bollo de pasas.
— ¡Vaya una fábrica gigantesca que se podría instalar aquí! — decía con sentimiento.
— ¿A pesar de las hormigas? — preguntó Kashtánov con una sonrisa.
— ¡A pesar de todo! ¿Acaso no serían capaces los hombres de exterminar a estos odiosos insectos si se tratase de explotar semejantes riquezas? Un cañón y unas decenas de granadas bastarían para acabar con todos los hormigueros de esta orilla y sus habitantes.
Sobre el valle verde pasaban de vez en cuando gruesos pterodáctilos buscando una presa. Sus nidos debían estar cerca de allí, en las rocas inaccesibles. No se atrevían a atacar a los hombres, pero cuando General se adelantaba demasiado do a los viajeros o quedaba rezagado de ellos, algún reptil se ponía a girar en el aire, esperando un momento oportuno para atacarle. Gromeko disparó dos veces contra uno de los reptiles y le derribó a la segunda. El animal herido quedó aleteando en la copa de un gran helecho.
Se encontraron con un grupo de iguanodones, que descansaban en un pequeño prado, al pie de las rocas, pero aplazaron la caza hasta la vuelta para no ir cargados con la carne.
Después de tres horas de marcha sin incidente, llegaron a un sitio donde el valle torcía bruscamente hacia el Oeste. A la derecha se alzaba la vertiente de los contrafuertes del grupo de volcanes. El camino se hacía más difícil: había que andar a cada momento por la lava y trepar a los negros bloques que formaba.
Los exploradores eligieron para descansar una pequeña pradera con unas cuantas colas de caballo secas: para la hoguera, y dejaron allí los víveres y los objetos superfluos a fin de visitar la región sin carga inútil.
Entre los extremos de dos anchos torrentes de lava que descendían del volcán había un pequeño lago de medio centenar de metros de diámetro, bordeado de grupos de pequeñas palmeras y colas de caballo y de una estrecha franja de juncos. Del lago nacía un arroyo que atravesaba el torrente de lava inferior. La superficie del lago era lisa como un espejo y reflejaba hasta en sus mínimos detalles el marco verde, los torrentes negros de lava y las rocas siniestras de la meseta.
— ¡Maravilloso lugar para un ermitaño que quisiera abandonar para siempre las vanidades de este mundo! — exclamó Pápochkin-. Se construiría una cabaña al amparo de la muralla negra y viviría entregado a la contemplación del cielo puro, del sol eterno y del majestuoso volcán a la orilla de este apacible lago sombreado de palmeras.
— Y un buen día moriría bajo una avalancha de piedras o un torrente de lava arrojada por este pérfido volcán — dijo Kashtánov.
— Si no se había muerto antes de hambre porque, a mi entender, estas palmeras no dan frutos comestibles y los juncos no son dulces — añadió Gromeko.
— Y no se ve nada de caza — dijo Makshéiev.
— ¡Qué desdichados realistas son ustedes! Ni siquiera le dejan a uno soñar. El ermitaño podría cultivar un campo, tener un huerto, plantar hortalizas; aquí hay agua, y la viña crece muy bien sobré la lava antigua..
No había terminado el zoólogo su frase, cuando un estrépito parecido a un trueno llegó del volcán, cuyo cono principal ocultaban unos amontonamientos de lava; a los pocos instantes cayó en torno a los viajeros una lluvia de piedrecillas negras.
— ¡Ahí tienen ustedes! Su Excelencia avisa que no permitirá al ermitaño cultivar viñas en la lava antigua… — dijo Makshéiev riendo.
— Vamos a dar la vuelta al lago y volveremos adonde hemos dejado el equipaje. El sitio es menos peligroso — propuso Kashtánov.
Mientras los viajeros descendían por el torrente de lava hacia el lago, se repitió el estruendo y otra vez cayó una lluvia de piedrecillas.
— El volcán se enfada con los visitantes importunos. Tiene miedo a que robemos los tesoros de su cráter como robamos el azufre en el cráter de Satán, antes de que pudiera despertarse.
— Vamos a llamar a este volcán el Gruñón — propuso Gromeko.
Aprobado el nombre por todos, se inscribió en el mapa que trazaba Kashtánov. Se dió al lago el nombre de lago del Ermitaño y el de Pápochkin al arroyo que fluía de él.
— Así hemos perpetuado ya nuestros castillos de naipes —.observó riendo Makshélev, mientras apuntaba los nombres.
El agua del lago era fría y dulce, recordando incluso por su gusto el agua de Seltz. En cuanto se calentaba un poco despedía burbujas de gas.
Mientras daban la vuelta al lago encontraron un sitio agradable y se bañaron con placer en aquel agua vivificante. Zambulléndose comprobaron que su profundidad no pasaba de los tres metros. En el lago no había peces ni plantas acuáticas ni insectos.
Como era demasiado pronto para volver al campamento, los exploradores decidieron subir a la meseta. La empresa no ofrecía dificultades, ya que el torrente superior de lava se apoyaba en la vertiente de la meseta y sus bloques formaban una especie de escalera gigantesca, de manera que, trepando de bloque en bloque, pronto llegaron los viajeros a la superficie.
A sus pies, al Este, se extendía el lago en una depresión muy profunda; detrás se alzaban los flancos sombríos y recortados del Gruñón, dominados por su cono abrupto. Una columna de humo negro escapaba de él, elevándose a enorme altura en el aire quieto. Al Sur, al Oeste y al Norte se extendía el desierto negro, idéntico al que rodeaba el macizo volcánico de Satán. Al Norte terminaba en el manto azul del mar y, por los otros lados, llegaba hasta el horizonte.
— El Gruñón es mucho más alto que Satán y sus vertientes son más abruptas — observó Kashtánov.
— Desgraciadamente, la erupción que comienza no nos dejará subir hasta la cumbre — dijo Makshéiev.
— Ya veremos mañana. Como ahora no necesitamos ya azufre, podremos marcharnos en cualquier momento.
Descendieron de nuevo hacia el lago por el mismo camino, a través de los torrentes de lava. Una hora después, se encontraban de nuevo en el campamento.