Así transcurrió la mitad del día, y los viajeros empezaban ya a buscar con la mirada sobre la orilla un lugar provisto de combustible para hacer el alto de la comida. Por la mañana habían pescado muchos peces y querían freirlos los ahora.
— Miren: allí delante hay unos montones de troncos en la orilla — exclamó por fin Makshéiev.
Orientaron las embarcaciones para acercarse graduralmente a la orilla y remaron con energía en previsión de un sabroso almuerzo.
Pero cuando los troncos no estuvieron más que a un centenar de metros, Kashtánov exclamó al fijarse mejor:
— ¡No son troncos, sino unos animales enormes, muertos o dormidos!
— ¡Cuidado! Vamos a alejarnos de la orilla — gritó Makshéiev al ver que rebullía aquel montón.
Las lanchas se detuvieron a unos doscientos pasos y los remeros contemplaron con asombro y horror la orilla, donde cuatro monstruos estaban acostados el uno junto al otro sobre la arena. Los cuerpos sobresalían en la playa a cuatro metros de altura, semejantes a largos túmulos. Por el lomo corría una cresta estrecha y aplastada, pero sin placas ni pinchos como en el estegosaurio, sino absolutamente lisa y probablemente desnuda. Sus flancos, de color de arena y con largas y estrechas franjas paralelas, les hacían parecerse de lejos a un montón de troncos apilados.
Incluso desde tan cerca era difícil creer que no se tratase de cuatro montones de troncos, sino de unos animales gigantescos de lo menos quince a diecisiete metros de largo. Pero aquellos montones se hinchaban al respirar, a veces se estremecían y agitaban las colas en el agua, levantando un ligero oleaje en su superficie unida.
— ¿Qué haríamos para obligarles a levantarse? — dijo Pápochkin-. Habría que examinarlos detalladamente y hacer alguna fotografía.
— Mandarles unas cuantas balas explosivas no costaría nada — replicó Makshéiev-, pero la cosa podía terminar mal para nosotros. Si estos monstruos se enfurecen y nos atacan, pueden engullirnos en un instante.
— Pero, ¿son carniceros o herbívoros? — preguntó Gromeko-. De lo que se trata, indudablemente, es de reptiles colosales.
— No creo que sean carniceros — dijo Kashtánov-. Los carniceros no han alcanzado nunca semejantes dimensiones. Necesitarían una cantidad demasiado grande de alimento animal, y la naturaleza, en este aspecto, observa cierta economía. Recuerden ustedes que los animales más voluminosos de los tiempos modernos — los elefantes, los rinocerontes, los hipopótamos y las ballenas no son carniceros.
— ¡Entonces, se les puede dar caza! Fíjense ustedes cuánta carne: se podría alimentar a un batallón entero — declaró el botánico empuñando la escopeta.
— Aguarde un poco — intervino Kashtánov-. Aun suponiendo que no se trate de carniceros, no sería razonable enfurecerlos: pueden lanzarse sobre nosotros y hundir las embarcaciones como si fueran cascarones de nueces.
— ¿Y si disparamos al aire o les lanzamos una perdigonada para que se muevan? — insistía Gromeko-. A estos gigantes los perdigones no iban a hacerles más efecto que las cosquillas.
— Bueno, pero vamos a colocar primero las barcas frente a ellos, a cien metros por lo menos de la orilla. Si se trata de animales terrestres, no se adentrarán tanto en el agua.
Cuando las embarcaciones estuvieron frente a los monstruos, que continuaban tranquilamente acostados, Gromeko les soltó una doble perdigonada. El ruido del disparo, multiplicado por el eco del bosque o los perdigones, hicieron levantarse a los animales.
Los monstruos agitaron de una manera extraña sus largos cuellos, terminados por unas cabezas de dimensiones ridículamente pequeñas en comparación con el cuerpo inmenso, aunque alcanzaban los setenta y cinco centímetros de largó, y luego echaron a correr pesadamente siguiendo la orilla con torpota oscilación. Comparadas al cuerpo macizo, tenían las patas cortas y débiles.
— Creo que son brontosaurios, los reptiles herbívoros más grandes del período jurásico superior, desaparecidos muy pronto de la superficie de la tierra a causa de su estructura mal equilibrada y la ausencia de órganos defensivos — dijo Kashtánov.
— ¿Quién podría atacar a estos colosos que miden lo menos quince o dieciocho metros de largo por cuatro de alto? — preguntó Makshéiev.
— Pues se conoce que, a pesar de esas dimensiones, los carniceros, los ceratosaurios, por ejemplo; pueden degollar fácilmente a uno de estos monstruos, sin hablar ya de la destrucción de los huevos y de los pequeños.
— Al parecer, tampoco en Plutonia son numerosos — observó Pápochkin.
— Hemos visto ya muchos iguanodones, pterodáctilos, ictiosaurios y plesiosaurios, pero es la primera vez que encontramos animales de éstos. Y como son asustadizas, Propongo acercarnos más a la orilla para que la fotografía sea mayor.
Los reptiles huían hacia el Oeste, o sea en la misma dirección seguida por nuestros viajeros y, al cabo de medio kilómetro se detuvieron. Por eso, las embarcaciones volvieron a encontrarse pronto frente a ellos al acercarse a la orilla. Pápochkin sacó dos fotografías y, cuando preparaba la tercera, rogó al botánico que hiciera un disparo para retratarlos en su carrera torpota.
Pero esta vez la perdigonada disparada desde muy cerca produjo otro efecto. En lugar de reanudar su carrera a lo largo de la orilla, los monstruos se precipitaron al mar atropellándose y levantando enormes olas y verdaderos surtidores de salpicaduras que llegaron hasta los imprudentes navegantes. Gromeko, que estaba de pie en la lancha, fué inundado de pies a cabeza, perdió el equilibrio y cayó al agua con escopeta y todo. Pápochkin apenas tuvo tiempo de esconder el aparato fotográfico bajo la chaqueta, presentando valerosamente la cabeza a la ducha fría. Kashtánov y Makshéiev, que iban sentados en la Arca de las embarcaciones y felizmente no habían soltado los remos, tuvieron que hacer enormes esfuerzos para mantenerlas de proa a las olas que acudían a ellas, amenazando con llenarlas de agua y hundirlas.
Si los monstruos se hubieran dirigido en línea recta hacia las barcas, la muerte de los viajeros habría sido inevitable, quedando arrollados y ahogados con toda su impedimenta bajo el empuje de los cuerpos gigantescos, ya que en aquel sitio la profundidad era de dos metros; pero los reptiles corrieron en línea oblicua, como si no advirtiesen a los hombres, y sólo se detuvieron cuando el agua recubrió sus cuerpos y parte considerable del cuello. Sobre la superficie del mar agitado no asomaban más que cuatro horribles cabezas, que giraban hacia todas partes como si tratasen de descubrir a sus extraños adversarios o la causa de todo aquel ajetreo.
Mientras tanto, Gromeko había emergido ya y se dirigía a nado hacia las lanchas, que las olas habían hecho derivar un poco del lugar de la catástrofe. Al caer no había soltado la escopeta, que ahora mantenía sobre su cabeza, aferrándose al borde de una de las barcas hasta que sus compañeros le ayudaron a salir del agua.
Naturalmente, estaba empapado, igual que el contenido de sus numerosos bolsillos: el cuaderno de notas, el reloj, el instrumental médico, la tabaquera; había perdido la pipa y juraba contra los culpables de la aventura.
— Tenemos que atracar — declaró al fin, cuando hubo exhalado toda su indignación-. Por mucho calor que dé Plutón, los instrumentos se pondrán roñosos si no los enjugo inmediatamente y todas las notas se perderán si no seco el cuadernillo cerca del fuego.
— ¿Y los brontosaurios? — dijo Pápochkin asustado-. Cuando nos instalemos en la orilla pueden salir del agua para entablar con nosotros relaciones más estrechas.
— Pues seria una ocasión para fotografiarlos de cerca.
— ¡Muchas gracias! Como se les ocurra ponerse a jugar cerca del campamento, tendríamos que escapar al bosque y buscar refugio en los árboles…
— Yo pienso — observó Kashtánov— que estos monstruos son muy miedosos y bastante estúpidos. No constituyen ningún peligro para nosotros, siempre que tengamos más precaución. Vamos a atracar y preparamos el almuerzo mientras los observamos.
Desembarcaron en la orilla, recogieron combustible en el lindero del bosque y se pusieron a preparar el almuerzo con miradas desconfiadas hacia los brontosaurios, que continuaban en el mismo sitio, metidos en el agua, sin atreverse a salir a tierra.
— Se conoce que estos animales no saben nadar — observó Pápochkin-. Se refugian en el agua para escapar a sus enemigos terrestres, y probablemente no saldrán mientras estemos aquí.
En tanto se freía el pescado, Gromeko extendió su ropa sobre la arena cara que se secase a los rayos de Plutón y, con el traje de Adán, se dedicó a secar los instrumentos y el cuadernillo de notas. Después del almuerzo se acostaran sobre la arena, observando a los monstruos, que no se movían de donde estaban. Luego, reanudaron la travesía en la misma dirección. A los pocos kilómetros, la orilla meridional empezó a desviar sensiblemente hacia el Sur, pero un cabo bastante largo, cubierto de bosque, que se encontraba delante de ellos, interceptaba la vista. Después de doblar el cabo quedó defraudada su esperanza de que el mar se prolongase hacia el Sur y les permitiera continuar en las barcas el viaje al interior de Plutonia. El mar formaba sólo un gran golfo, cuya orilla se divisaba a pocos kilómetros.
Como era posible que algún río considerable desembocara en el Sur, decidieron remar en aquella dirección. Una hora más tarde llegaban a la costa meridional y vieron que, en efecto, había allí un río aunque pequeño. Sin embargo, podía intentarse por él una excursión al interior de la región que una tupida muralla de árboles separaba aquel lugar de la costa. Por eso eligieron un sitio para el campamento en la desembocadura del río. Quedó decidido que solamente dos de ellos harían la excursión mientras los otros dos se quedaban al cuidado de la tienda, ya que la triste aventura ocurrida al borde del mar de los Reptiles había demostrado que era peligroso dejar la impedimenta bajo la sola guardia de General. En aquellos parajes de la orilla meridional podía también haber hormigas, aunque estuviese bastante alejado del hormiguero destruido.