Para acampar se eligió un sitio al pie de una elevada colina que separaba de la margen derecha del río una estrecha franja de altos árboles. Después de haber tomado un bocado con el té, los cuatro — exploradores se dirigieron hacia la colina. Dejaron a General cerca de la tienda, atado a un árbol por una larga cuerda.
Descubrieron a través del bosque un sendero, fuera del cual la espesura era tan inextricable que hubiera sido imposible dar un paso sin hacha: arbustos y plantas trepadoras formaban una masa verde compacta que flanqueaba el sendero. Arriba, la bóveda de vegetación no dejaba pasar más que algunos rayos rojizos.
Los cazadores avanzaban silenciosos, en fila india, con las escopetas en la mano, mirando hacia adelante y hacia arriba, donde podía aparecer de pronto una presa interesante o un enemigo peligroso. Pero no se veía nada más que aves pequeñas y ardillas.
Habiendo llegado sin novedad a la vertiente de la colina, comenzaron su ascensión. La hierba no les llegaba más que hasta las rodillas y Gromeko se quedó rezagado recogiendo plantas.
Mientras el zoólogo examinaba y describía una gran serpiente que acababa de matar, Kashtánov había arrancado no sin dificultad una muestra de una roca extraña, muy pegajosa, de color amarillo verdoso, con pequeñas motas de metal blanco plateado. Después de examinarla con la lupa, el geólogo exclamó perplejo:
— ¿Saben ustedes de que son estas rocas? Pues poseen la misma estructura que los aerolitos sidéreos semiferrosos, que contienen una masa inicial olivina con hierro y níquel.
— ¿Lo que significa?… — preguntó Makshéiev.
— Lo que significa que son justas las hipótesis de los geólogos en cuanto a la composición de las capas más profundas de la corteza terrestre. Nos encontramos probablemente en los límites del cinturón llamado olivino*, formado por pesadas rocas de mineral rico en hierro y cuya composición es análoga a la de los meteoritos rocosos o trozos de pequeños planetas que caen sobre nuestra tierra desde el espacio interplanetario. Es de esperar que aun encontraremos rocas — enteramente metálicas.
Gromeko se unió a ellos con una brazada de diferentes, plantas, y los exploradores reanudaron la subida, pisando con precaución la hierba donde podían ocultarse reptiles venenosos. En efecto, escuchaban a veces roces que se apartaban de ellos, pero los viajeros no experimentaban el menor deseo de perseguir a los fugitivos.
En lo alto de la colina había una cresta de granito y en los riscos se calentaban al sol multitud de grandes lagartos de color amarillo verdoso con manchas negras, tan parecidos a los salientes rocosos que Kashtánov puso incluso la mano encima de uno de ellos, pagando su error con un fuerte mordisco — en un dedo. Después de este incidente probaba con el martillo todas las fragosidades de la roca por miedo a equivocarse otra vez.
La vertiente septentrional de la colina, expuesta a los vientos húmedos, estaba cubierta de un espeso bosque en el que era difícil penetrar sin el hacha. La vertiente meridional, que los viajeros habían explorado ya, era una pradera con árboles aislados. Desde arriba abarcaba la mirada una vasta extensión de terreno: al Sur, al Este y al Oeste se alzaban hasta el horizonte colinas iguales o más altas; al Norte, en cambio, descendían y se dispersaban a lo lejos, dejando sitio a una llanura bordeada de una ancha franja de bosque que sólo cortaban en algunos sitios las cintas plateadas de los ríos.
Sentados en lo alto de la colina, los cazadores consideraban la lejanía, cuando una manada de jabalíes salió, a unos metros más abajo de la cresta, del bosque que terminaba en la vertiente septentrional. El jabalí que iba en cabeza, con la espina erizada de largos pelos y enormes colmillos blancos, se detuvo y alzó la cabeza de ojos pequeños, que brillaban furiosos. Olfateaba el aire moviendo la jeta. Le seguían en grupo hembras y jabatillos de diferente edad. Estos paquidermos no se diferenciaban sino por sus dimensiones mayores de los jabalíes conocidos del zoólogo.
— ¡Ahí viene a buscarnos la cena! — exclamó Makshéiev-. A mi entender, un jabato asado a la brocha debe ser un plato suculento.
— De momento, no tenemos necesidad de carne — intervino Gromeko, el encargado de las provisiones-. Todavía nos queda carne de ciervo.
— No está mal tener una reserva, porque la caza no es siempre fructuosa.
— Además — advirtió Pápochkin —, ya saben ustedes que disparar contra estos animales tiene su peligro: un jabalí irritado es un enemigo temible.
— No tenemos más que subir a unos riscos donde no puedan alcanzarnos y matar un par de jabatillos — propuso Kashtánov.
Así lo hicieron. Makshéiev cargó su escopeta con postas y disparó contra los jabatos. La manada, a excepción de tres jabatos que quedaron debatiéndose entre la hierba, se dispersó en diferentes direcciones; pero pronto arremetieron el jabalí y las jabalinas contra los riscos y empezaron a girar a su alrededor haciendo vanas esfuerzos por trepar a las rocas lisas, con lo cual aumentó su furor. Este asedio permitió a los cazadores examinar a los jabalíes desde muy cerca. Una vez satisfecha la curiosidad del zoólogo, empezaron a preguntarse lo que más les convenía hacer.
— Les advierto que pueden hacernos estar así todo un día. Ellos tienen la comida aquí mismo, pero nosotros no. Además, se está muy incómodo — declaró Kashtánov-. Tendremos que ahuyentarlos con algunos disparos.
Pero en eso, Makshéiev, que llevaban un rato observando el lindero del bosque, exclamó:
— Hay un animal muy grande que se acerca hacia nosotros o hacia los jabalíes por la orilla del lindero; no veo más que el lomo amarillo.
— ¿Dónde, dónde?
— Miren, allí se ve el lomo, delante de ese arbusto que hay en el calvero. Fíjense ahora, más a la derecha.
Las miradas de todos siguieron la dirección indicada y, en efecto, a lea derecha del arbusto descubrieron, avanzando lentamente, un bulto de color pardo amarillento, en el que se veían unas franjas transversales más oscuras.
— Será otro oso? — hipotetizó Makshéiev.
— Esta vez podría ser un tigre — replicó Pápochkin —, Tiene los aires de un felino.
— Me parece que ya es el momento de disparar — declaró Kashtánov.
— ¿contra quién? ¿Contra la fiera o contra los jabalíes?
— Mejor será contra los jabalíes. Si huyen en dirección al bosque, tropezarán con ese carnicero que los perseguirá. Si tuercen hacia otro lado, el animal cambiará de postura y podremos entonces examinarlo — en detalle y disparar contra él cuando nos sea más cómodo. En este momento no se ve más que el lomo y podemos fallar.
— Vamos a hacer primero un disparo contra los jabalíes y las tres otras escopetas apuntan a la fiera.
El zoólogo, que estaba en un saliente de la roca, apuntó al jabalí cuando, erguido sobre las patas traseras, intentaba clavar los colmillos en una bota de Makshéiev. El disparo a quemarropa abatió inmediatamente al jabalí y, los restantes, asustados, huyeron hacia el bosque.
Habían llegado casi hasta el lindero cucando, a la izquierda de ellos, surgió un cuerpo amarillo pardusco y, de un salto de varios metros, cayó en medio de la manada. Dos animales quedaron entre las garras de la fiera mientras los demás escapaban gruñendo al bosque.
— No es un oso, ¡es un tigre! exclamó Pápochkin, que no había dejado de observar a la fiera durante su salto.
— Naturalmente — confirmó Kashtánov-. Y probablemente de la raza de los macairodos, a juzgar por los enormes colmillos de la mandíbula superior. Esta raza estaba muy difundida en el período terciario, y desapareció quizá al terminar dicha época.
— Desgraciadamente, éste se nos escapa. Fíjense: se ha adentrado en el bosque con su presa, notando sin duda que nuestra vecindad es peligrosa — gritó Makshéiev.
— ¡Qué importa! Por hoy hemos recogido bastantes datos — dijo Pápochkin, que había estado midiendo al jabalí muerto-. ¿Nos llevamos a este monstruo hasta las embarcaciones o nos conformamos con los jabatos?
— Si tiene bastante grasa, no estaría mal llevárnoslo — observó Gromeko-. Así podríamos hacer carne frita. Bueno, ustedes lo despedazan mientras yo recojo algunas otras plantas.
* El cinturón olivino, según hipótesis de los geofísicos, se encuentra a gran profundidad de la corteza terrestre, bajo una capa de rocas ligeras. Compuesto de minerales más pesados (principalmente de olivina o peridoto), separa las capas superficiales ligeras del núcleo metálico de la Tierra.