Al día siguiente, los cuatro se dirigieron hacia el volcán principal, llevándose por si acaso una escopeta, algo de carne asada y juncos azucareros. El resto quedó cerca del lago, bajo la guardia de General, ya que la ausencia absoluta de animales en aquel desierto suponía una seguridad.
El camino atravesaba primero unos montículos negros y unas cadenas de lava endurecida, luego trepaba por la vertiente del volcán principal a lo largo del enorme torrente de lava que comenzaba en la brecha del cráter. Llegaron a ella al cabo de media hora y comenzaron el descenso por unos bloques de lava condensada que formaban una especie de escalera de gigantes.
El descenso duró media hora y les condujo al fondo del cráter, la una plataforma de barro seco, negro y resquebrajado, que antes debía estar recubierto por el agua de un lago desaparecido. Al otro lado de la plataforma se alzaba un muro perpendicular, profusamente veteado de blanco, amarillo y rojo. Fácil era reconocer en los depósitos amarillos azufre natural, cuyos cristales grandes y pequeños estaban incrustados en los intersticios de la lava o se extendían en fina capa sobre su superficie.
Con sus cuchillos de caza, los viajeros empezaron a raspar los depósitos y a desprender los cristales más grandes, guardando su botín en las mochilas. Cuando estuvieron llenas, habría en cada una alrededor de dieciséis kilos de azufre.
— Dieciséis kilos de azufre dan más de once mil litros de gas sulfuroso — declaró Kashtánov-. Por lo tanto, sesenta y cuatro kilos dan casi cuarenta y cinco mil litros. Creo que será bastante para el hormiguero.
— No podríamos llevar más — dijo Pápochkin-. Aun tenemos las escopetas y los víveres, y habremos de acarrearlo todo durante dos días.
— Algo se podría cargar sobre General — propuso Makshéiev-. Ahora está curado, lleva descansando hoy todo el día y es muy capaz de cargar con unos treinta kilos. De aquí al lago, cuesta abajo, ya nos arreglaremos para llevar esos treinta kilos. Conque, vamos a recoger más para tener bastante.
Después de tomar un bocado y de descansar un poco, los viajeros recogieron todavía treinta kilos de azufre, que Makshéiev metió en su camisa, anudada en forma de saco. En una de las grietas rasparon un puñado de sal común.
Mientras descansaban, Kashtánov se había recostado contra la pared del cráter y notó de pronto unos golpes recios que llegaban de la profundidad de la montaña.
«¿Será posible que no esté apagado el volcán?», pensó.
Pero, como no había hecho estudios acerca de los volcanes en actividad, no dió gran importancia al fenómeno y ni siquiera habló de él a sus compañeros.
Terminada de recoger la segunda porción de azufre, los cuatro hombres volvieron a sentarse para reposar un poco antes de trepar fuera del cráter y descender luego la pendiente del volcán con su fardo a cuestas. Kashtánov se acordó de los ruidos que había escuchado y pegó el oído a la roca. Los golpes eran ahora más netos y se notaba incluso un ligero temblor de las rocas.
— Quizá me equivoque — exclamó levantándose de un salto —, pero me parece que cuanto menos tiempo estemos aquí, mejor. Algún trabajo está efectuándose en el seno del volcán. ¿No preparará una erupción? Escuchen ustedes.
Los exploradores pegaron el oído a la pared del cráter y pudieron convencerse de la justeza de sus palabras.
— Es posible que la erupción no tenga lugar, o que se produzca dentro de un mes o de una semana, pero no respondo de que no ocurra hoy — declaró el profesor.
— Es cierto — aprobó Gromeko-. Conque no tenemos por qué estarnos en el fondo del cráter, sobre todo considerando que nos espera una subida bastante difícil.
Habiéndose echado los pesados macutos a la espalda, los viajeros emprendieron la subida de la escalera gigante. Con el fardo, no fué tan rápida como la bajada y sólo al cabo de una hora se encontraron arriba. Al volver la cabeza se convencieron de que su apresuramiento había sido muy oportuno: del fondo del cráter ascendía una fina columna de humo al mismo tiempo que un olor a azufre y a cloro se extendía en el aire.
El estremecimiento de los muros del cráter se había acentuado tanto que se notaba bajo los pies. Había que apresurarse porque de un momento a otro podía comenzar la erupción haciendo volar el tapón de lava que obstruía la boca del cráter. Sin pérdida de tiempo, los exploradores emprendieron el descenso por el mismo camino que habían seguido en la ascensión y, a las dos horas, se encontraban ya al borde del lago, donde General, después de haber pasado tanto tiempo solo, les acogió con ladridos y gritos de alegría.
Lo cierto es que el volcán no parecía tener prisa por iniciar su actividad. Sobre su cumbre se veía sólo una fina columna de humo pardusco que se alzaba verticalmente a enorme altura para dispersarse allí. Junto al lago no se escuchaban las sacudidas subterráneas y todo estaba en calma.
Cuando amontonaron los macutos de azufre con el resto de la impedimenta, Pápochkin descubrió que se había olvidado la escopeta en el cráter o en la cumbre del volcán, donde se habían detenido dos veces a descansar. Se lo comunicó a sus compañeros diciendo que iba a volver en seguida a buscarla.
— Aun tenemos tres escopetas y otra de repuesto en el hormiguero, de manera que podemos pasarnos sin la que se ha quedado allí y no hay por qué exponerse de nuevo a un peligro que hemos evitado — observó Kashtánov.
— Si el volcán no hace más que humear — insistió el zoólogo, que estaba encariñado con su escopeta, arma de dos cañones y tiro muy preciso, y al mismo tiempo se sentía molesto por su falta de memoria-. Mientras ustedes descansan, voy en una carrera.
— Ahora es imposible bajar al cráter del volcán humeante porque le asfixiarían los gases. Y como lo más probable es que se haya dejado usted la escopeta precisamente en el fondo del cráter, la empresa es de todas formas irrealizable — aseguraba Kashtánov.
— No. Según recuerdo, pienso que la dejé al borde del cráter antes de emprender la bajada a fin de no andar para arriba y para abajo con un peso inútil. Y, total, no es tan largo ni tan peligroso llegar de una carrera hasta el borde del cráter — repetía el zoólogo.
— La erupción puede comenzar de un momento a otro. Incluso no sé si es razonable que nos quedemos al borde de este lago hasta mañana, Quizá fuese mejor alejarse lo más posible del volcán.
Pero todos estaban rendidos de la subida y la bajada con aquel pesado fardo a la espalda. El aspecto del volcán no inspiraba grandes temores y el lago se encontraba a unos dos kilómetros del cráter en línea recta, o sea, a una distancia relativamente grande, de manera que se podía considerar sus orillas fuera de un peligro directo. Por lo tanto, quedó decidido dormir al borde del lago con la esperanza de asistir por lo menos al comienzo de un fenómeno tan grandioso como la erupción de un volcán.
Sin embargo, la calma no duró más que cuatro horas. Los exploradores fueron despertados por un horrible estrépito y sacudidas del suelo. Tenían la impresión de que habían sido arrojados al aire y volvían a caer en el lago.
Se pusieron en pie de un salto, lanzando a su alrededor miradas de espanto: el suelo temblaba bajo los pies y, al borde del lago, los árboles se doblegaban en todas direcciones.
La cumbre del volcán estaba envuelta en una tupida cortina de humo negro surcada, como si fueran relámpagos, por las piedras incandescentes que vomitaba el cráter.
Había comenzado la erupción.
— ¿Dónde está Pápochkin? — exclamó Makshéiev al advertir que no eran más que tres.
— ¿No le habrá arrojado al lago la sacudida? Es el que más cerca estaba de la orilla — dijo Gromeko.
Pero la superficie del agua estaba cubierta sólo de pequeñas arrugas, debidas sin duda al temblor del suelo. No se veían olas concéntricas que denunciaran la reciente caída de un cuerpo pesado al agua,
— ¿No habrá echado a correr, del susto, valle abajo?
— ¿Y no se habrá marchado, a pesar de todo, a buscar su escopeta al cráter? — sugirió Kashtánov.
Esta hipótesis pareció la más verosímil, porque el zoólogo se distinguía por ser bastante tozudo. Se conoce que había esperado la que sus compañeros estuvieran dormidos para subir al volcán.
Como las pesquisas y las llamadas en torno al lago no dieron ningún resultado, hubo que admitir que el zoólogo se había marchado a buscar su escopeta.
— Menos mal si no había llegado a la cima del volcán cuando ha comenzado la erupción — observó Kashtánov-. De lo contrario, habrá perecido.
— ¿Qué hacemos ahora? — exclamó Makshéiev-. A mi entender, debemos correr en su auxilio.
— Esperemos un poco más — propuso Gromeko-. Para ir y volver al fondo del cráter hay que contar de tres a cuatro horas de marcha. Si se puso en camino a las nueve, en cuanto nos quedamos dormidos, debe estar de vuelta dentro de media hora o una hora todo lo más.
— Y, entretanto, la marcha de la erupción del volcán nos dirá si es posible subir al cráter sin riesgo excesivo.
— ¡Pero es horrible esto de estarse aquí de brazos cruzados en lugar de correr a ayudar a nuestro compañero!
— En efecto, es horrible. Pero no podemos salvarle más que en el caso de que no haya llegado hasta el cráter del volcán y sólo esté herido por alguna piedra al caer. Ahora bien, si se encontraba en la cumbre o en el cráter en el momento de la explosión habrá perecido indudablemente, si no es a causa de las piedras, por efecto de los gases. Si intentamos llegar ahora hasta la cumbre no salvamos a nuestro compañero y, en cambio, ponemos en peligro el destino de toda la expedición. ¡Fíjense qué cuadro!
Kashtánov había pronunciado las últimas palabras al ver una inmensa nube de vapor que se escapaba del cráter.