Kashtánov volvió al estudio de las rocas mientras Makshéiev y el zoólogo despedazaban el jabalí y los jabatos y Gromeko descendió lentamente la colina por la vertiente meridional absorto en la recogida de plantas, entre las cuales encontró muchas especies y géneros desconocidos. Una sombra gigantesca se proyectó de pronto sobre la colina como si una nube hubiese ocultado el sol. El zoólogo y su compañero levantaron la cabeza estremecidos. Vieron un pájaro oscuro, de enormes proporciones, parecido a un águila, que giraba sobre el calvero.
Súbitamente el ave se dejó caer a plomo, agarró por la espalda al botánico inclinado, y se remontó con él. Pero la carga era demasiado pesada incluso para un pájaro de aquella fuerza. Agitando precipitadamente las alas, volaba a cuatro metros del suelo sin poder alzarse más, aunque sin querer tampoco soltar la presa inerte que llevaba entre las garras.
Pápochkin y Makshéiev echaron mano de sus escopetas, pero el primero dejó en seguida la suya diciendo:
— La tengo cargada con postas y podría herir a Gromeko.
Makshéiev, que había cargado la escopeta con una bala destinada al tigre, apuntó y disparó cuando el ave llegó a su altura. El pájaro se desplomó, soltó al botánico y fué a caer, después de un breve aleteo, sobre unas rocas próximas.
Los cazadores corrieron a Gromeko, que yacía sin conocimiento boca abajo en la vertiente. Su gruesa chaqueta de punto estaba rota por las garras del ave. Pero, como no le estaba ajustada, sino amplia, las garras se habían clavado únicamente en ella, limitándose a arañar el cuerpo. Todos se apresuraron a reanimar al botánico y vendarle las heridas y, cuando hubo recobrado el conocimiento, Pápochkin y Makshéiev subieron a la cresta en busca del ave. Era un grifo de tamaño descomunal: más de cuatro metros de envergadura y casi metro y medio desde el pico hasta el extremo de la cola. El plumaje, de color pardo oscuro en la espalda, era por debajo más claro y con pequeñas rayas negras. El nacimiento del cuello, casi desnudo, estaba rodeado de un collar de plumas grisáceas y en — el arranque del pico enorme se alzaba una gran carúncula.
Aquel ave podía fácilmente levantar un cordero, una cabra o un cerdo de talla mediana, pero una persona de setenta kilos era carga superior a sus fuerzas. El botánico agachado le había parecido, sin duda, algún cuadrúpedo pastando.
El grifo fué medido y fotografiado con las alas abiertas sobre las rocas, adonde trepó también Gromeko para examinar de cerca a su enemigo. El médico explicó a sus compañeros que cuando el grifo había caído sobre su espalda, produciéndole un choque violento, pensó que era atacado por un tigre y había perdido el conocimiento.
— ¿Y si volviésemos sal campamento? — propuso Pápochkin-. Hoy hemos sido atacados por jabalíes y un grifo y hemos visto a un tigre de cerca. No hay que jugar demasiado con el destino.
Cansados por la marcha y las emociones, todos emprendieron con placer el camino de vuelta llevando los jabatos, los cuartos traseros y el tocino del jabalí, así como muestras de minerales y plantas.
Cerca ya de la tienda, los cazadores oyeron los ladridos frenéticos de General y corrieron en su auxilio. Al desembocaren una pradera bañada por el río vieron que el perro ladraba desde detrás de la tienda contra un hipopótamo metido hasta medio cuerpo en el agua. El monstruo tenía probablemente el propósito de pacer o de estarse un rato tendido en el prado, pero le había desconcertado el escándalo del perro: clavaba unos ojillos estúpidos en Raquel inquieto animal desconocido y, de vez en cuando, abría unas fauces horribles de dientes largos y escasos y enorme lengua rosa. Aquellas fauces hacían aullar de espanto a General.
Al ver llegar a los hombres corriendo, el monstruo dió pesadamente media vuelta, se sumergió en el agua y descendió la corriente, dejando sobresalir el lomo ancho y grasiento, salpicado de pequeñas verrugas.
— Menos mal que hemos llegado a tiempo — afirmó Gromeko mientras desataba a General-. Ese monstruo hubiera podido causarnos un montón de trastornos: desgarrar la tienda, pisotear las cosas, agujerear o hundir las barcas…
— Ahora que habla usted de las barcas, adónde están? — exclamó Makshéiev corriendo hacia la orilla, donde se le oyó gritar: ¡Una sigue aquí, pero la otra ha desaparecido! ¿No habrá roto la amarra el hipopótamo?
— Hay que alcanzarla antes de que se haya alejado demasiado — dijo Kashtánov, que había llegado también a la orilla.
Ambos subieron a la embarcación que quedaba, llevándose a todo azar las escopetas, y descendieron el río en persecución de la otra barca. Pronto la vieron, balanceándose en el centro del río en lugar de seguir la corriente. Se acercaron a toda prisa y Kashtánov se disponía ya a engancharla con un bichero cuando pareció animarse de pronto, dió una espantada y se deslizó mucho más de prisa que la corriente. Hubo que reanudar la persecución: Makshéiev remaba con todas sus fuerzas y Kashtánov iba de pie, empuñando el bichero.
— ¡Pero si va a remolque! — gritó cuando, en el momento en que iban a dar alcance a la embarcación, la vieron alejarse de nuevo a sacudidas.
— ¿No será el hipopótamo? Ha podido enredársele una pata en la amarra, o quizá la lleve en la boca.
— ¡Pues claro que es él! — confirmó Kashtánov, al ver delante de la barca la ancha espalda y la cabeza del animal, que había emergido para respirar.
— Si disparamos contra ese monstruo huirá más velozmente o arrastrará la embarcación al fondo.
— No nos queda más remedio que darle alcance y cortar la cuerda si queremos salvar la barca.
Makshéiev Volvió a remar con todas sus fuerzas. Pronto lograron enganchar la embarcación con el bichero y deslizarse hasta la proa, remolcados por el hipopótamo. Kashtánov cortó la cuerda tirante, cuyo extremo desapareció en seguida bajo el agua.
— Me iba quedando sin fuerzas — confesó Makshéiev jadeante-. Si no fuera porque hay necesidad de economizar las municiones, ese monstruo merecía que le metiésemos un balazo para que aprenda.
— Nos hemos alejado mucho de la tienda — observó Kashtánov-. Ahora habrá que remontar la corriente. Déjeme los remos y descanse usted un poco.
Cambiaron de sitio y volvieron río arriba, remolcando la barca.
— Nuestro río va haciéndose más profundo — dijo Makshéiev después de haber intentado empujar la barca con, — el bichero, pero sin llegar al fondo, que debía estar a unos dos metros de profundidad-. No me extraña que anden en él animales de ese tamaño. Ahora, para mayor seguridad, nos convendría sacar las barcas a la orilla por las noches y durante las excursiones.
Las embarcaciones remontaban lentamente el agua oscura, entre dos murallas verdes de arbustos y árboles que formaban una espesura impenetrable. Algunos arbustos, con las raíces batidas por el agua, se inclinaban mojando sus ramas en el río. Sobre las flores escarlata de una planta trepadora desconocida se mecían unas grandes y bellas mariposas y bordoneaban las abejas.
El agua susurraba bajo la proa, los remos se movían cadenciosos y de la espesura llegaban el gorjeo y el canto de las aves. Inclinado por encima de la borda, Makshéiev contemplaba el agua, donde los peces surgían en algunos sitios para desaparecer en la profundidad.
— ¡Qué hermosa es esta naturaleza vista desde la lancha! — murmuró-. Pero,en cuanto se sale a la orilla, no hay manera de abrirse camino por la espesura, no se puede dar un paso sin encontrarse con algún animal venenoso o con alguna fiera. Cuesta trabajo pensar que, después de tantos días de lucha contra los hielos, la niebla y las nevascas, vamos ahora por un río de la superficie interior de nuestra tierra. A tan escasa distancia de esos hielos se encuentra una naturaleza que recuerda las selvas vírgenes de Africa o de América del Sur. Me gustaría saber a qué latitud de América del Norte corresponde el sitio donde nos encontramos ahora.
— La cosa es fácil: basta con marcar en el mapa el itinerario que hemos seguido desde la barrera de hielo. Debemos encontrarnos todavía bajo el mar de Beaufort, bajo latitudes muy altas o, por lo menos, bajo la tundra de la orilla septentrional de Alaska. Arriba hace un frío endemoniado, hay bloques de hielo y osos blancos mientras aquí nos encontramos con una vegetación exuberante y habitan tigres, hipopótamos y serpientes.
Makshéiev advirtió en ese. momento el reflejo neto
del sol en el agua y levantó rápidamente la cabeza exclamando:
— ¡Hombre! El sol rojizo se deja ver al fin en un cielo sereno. ¡Mírelo!
Los exploradores, acostumbrados a contemplar a Plutón a través de un cendal más o menos denso de niebla o de nubes, no tenían aún idea del color del cielo y del verdadero aspecto de ese núcleo incandescendente de la tierra. Ahora, el velo se había desgarrado, formando cúmulos entre los cuales se veía un cielo límpido, aunque azul oscuro y no celeste como en la superficie exterior de la tierra.
Plutón, cuyo diámetro parecía algo más grande que el diámetro visible del sol, estaba en el cenit.
Aquel astro subterráneo o, mejor dicho, «intraterrestre» se asemejaba al sol que brilla a la hora del poniente o del amanecer detrás de una gruesa capa de la atmósfera. En su disco podían verse manchas oscuras bastante numerosas de tamaño distinto.
— Este astro central, o sea, el verdadero núcleo de nuestra tierra, se encuentra en su última fase de combustión y constituye hoy una estrella roja en vías de extinción. Dentro de poco se apagará. La oscuridad y — el frío reinarán sobre la superficie interna y toda esta vida exuberante desaparecerá,gradualmente — dijo Kashtánov.
— ¡Menos vial que hemos llegado a tiempo de estudiarla! — exclamó Makshéiev-. Un poco más tarde, nos habríamos tenido que volver sin encontrar nada más que tinieblas.
— Bueno, he dicho «dentro de poco» en el sentido geológico. Estas palabras, traducidas a años terrestres, pueden significar milenios. De manera que nuestros lejanos descendientes podrán todavía estudiar esta superficie terrestre e incluso colonizarla.
— ¡Muchas gracias! ¡Sí que tiene gracia venirse a un país condenado a perecer en las tinieblas eternas!