Los exploradores sentían grandes deseos de conocer las dimensiones de aquel depósito y se preguntaban si no pondría fin a su viaje al interior de Plutonia, ya que hubiera sido desde luego imposible aventurarse sobre un mar inmenso en frágiles lanchas de lona.
Al cabo de una hora se divisó delante una franja azul al extremo del ancho río-lago de corriente imperceptible. La desembocadura estaba cerca. remando con redoblada energía, los navegantes llegaron media hora más tarde al nacimiento del lago o del mar.
La vegetación de las orillas del río no llegaba hasta el borde del mar, enmarcado por una ancha franja de arena desnuda. La resaca impedía probablemente que las plantas arraigasen al lado del agua.
Los viajeros acamparan para dormir en aquella playa de arena refrescada por la brisa marina y libre de agobiadores insectos.
Después de descargar la impedimenta en la orilla y de encender una hoguera todos corrieron hacia el mar para comprobar si se encontraban frente a un depósito cerrado de agua salada o frente a un gran lago de agua corriente. Además tenían muchos deseos de bañarse porque en los últimos días habían tenido que renunciar a hacerlo en el río al ver que en sus aguas habitaban grandes reptiles.
Se desnudaron rápidamente en la fina arena de la playa y metiéronse en el agua cuya profundidad iba aumentando de manera casi imperceptible: sólo a unos cincuenta pasos de la orilla les llegó el agua a la cintura: estaba salada, aunque no tanto corno en los océanos de la superficie terrestre; se la hubiera podido comparar al agua del mar Báltico.
Refrescados por el baño, los viajeros debatieron el itinerario ulterior. El mar no era ilimitado: en la parte meridional del horizonte se podía distinguir la orilla opuesta incluso a simple vista y con unas buenos prismáticos se divisaba netamente una vegetación tupida, grupos de árboles más altos y, en algunos lugares, unos macizos oscuros, violáceos, que debían ser rocas o acantiladas. Más allá del muro de vegetación, y gracias a la superficie cóncava del suelo, se discernía también, aunque menos distintamente, un terreno unido del misma matiz violeta y, en algunos sitios, grupos: de montañas más altas. Aquel relieve excitó en todos los exploradores el desea de llegar a la orilla meridional. La empresa no parecía imposible: la distancia sería de cuarenta a cincuenta kilómetros y, en un día de calma, con una ligera brisa propicia que permitiese el empleo de la vela, no era muy azaroso ponerse en camino.
Como la caza había sido últimamente mala en la zona de las pantanos y las lagos y la reserva de carne estaba agotada, sólo tenían pastas alimenticias para cenar. Pero Makshéiev y Pápochkin recurrieron a la pesca. Mientras se bañaban habían visto grandes peces, de manera que, provistos de cañas, remontaron la orilla hasta el sitio donde el río salía de las malezas y el agua era más profunda. Los flotadores permanecieron bastante tiempo quietos y los pescadores se disponían ya a cambiar de sitio cuando los peces empezaron a picar con fuerza en ambos anzuelos.
Makshéiev atrajo y sacó a la orilla un pez grande, pero el de Pápochkin era tan pesado que podía romper el bramante. Por eso fué tirando de él hacia la orilla para sacarlo allí con la red. Súbitamente, el agua se cubrió de burbujas, la caña sufrió una sacudida y una masa negra se llevó el pez y el anzuelo. El pescador sólo tuvo tiempo de ver un lomo cubierto de grandes escamas y una cola carta.
Makshéiev, ocupado en desenganchar su pez del anzuelo, oyó un fuerte chapoteo y exclamó:
— ¡Ha debido usted agarrar un pez de lo menos ocho kilos!
— A mí me parece que de ochocientos — contestó el zoólogo sobrecogido de espanto-. Ha roto la caña y se ha escapado.
Makshéiev se acercó corriendo para enseñarle su presa. Era un animal muy extraño, ancho y aplastada como una barbada, cubierta de ásperas escamas de un centímetro cuadrada, con la cola de una sola hoja, los das ojos en el mismo lado del cuerpo y largas espinas erizándole la espalda.
— ¿Será comestible este monstruo? — preguntó dudoso.
— Cloro, que sí. Se parece a una barbada, aunque en algo se diferencia de ella. Debe ser una raya. Además, todo pescado fresco es comestible, porque únicamente las huevas, la lecha y la película negra de la cavidad abdominal son venenosas en algunas especies. Una vez destripados, se puede comer los peces incluso de clases desconacidas, siempre que no tengan la carne maloliente o demasiado espinosa.
— Entonces, vamos a probarlo y trataremos de pescar otros. ¿Y qué aspecto tenía el que se le ha escapado a usted?
— Me parece que ha sido algún reptil grande que se ha llevado, el pez con el anzuelo y un troza de bramante.
— ¡Hombre, se conoce que también hay aquí carniceros de ésos! ¡Y nosotros bañándonos tan tranquilos en el mar!..
— Sí, habrá que tener más cuidado parque las mares del jurásico, y éste debe ser uno de ellos, estaban habitados por enormes ictiosauros, plesiosaurios y otros reptiles carniceros a los que no le hubiera costado ningún trabajo partir a un hombre por la mitad.
— ¿Y las tiburones? ¿No existían en esa época aún?
— También existían. Remontan casi al período devoniano y eran de dimensiones enormes. Se han encontrado dientes suyos de setenta centímetros. ¡Puede usted. figurarse lo que sería una boca correspondiente a esa dentadura!
Los pescadores volvieron a lanzar sus cañas y pronto capturaron unos peces grandes, parecidos a esturiones. Una vez limpios los echaron al caldero y, mientras se hacía la sopa, pescaron unos diez más.
Después de cenar se sentaron junto a la tienda a fumar sus pipas y a debatir su próxima travesía de aquel mar que expiraba, suavemente en la arena salpicada de conchas de diferentes moluscos que despertaron gran interés en el zoólogo.
Mientras sus compañeros estaban pesando había recogido toda una colección y determinado que eran amonitas*
Gromeko interrumpió la conversación exclamando:
— ¡Miren ustedes qué serpientes de mar tan enormes!
A unos cien metros de la orilla emergieron sobre el mar, primero una y luego otra, dos cabezas aplastadas como las de las serpientes rematando unos cuellos que ondulaban graciosamente. Hubiérase dicho dos enormes cisnes negros cuyas cuerpos: apenas sobresalían del agua.
— No son serpientes — declaró Kashtánov después de haberlas examinado con las prismáticos-. Estoy seguro de que se trata de plesiosaurios, cuya presencia es muy posible en un mar del jurásico superior.
— ¡Qué monstruos! — observó Pápochkin, que también seguía con unos prismáticos las evoluciones de los animales —, Me parece que el cuello tiene lo menos dos metros de largo.
— ¿No se les ocurrirá venir a hacernos una visita? — preguntó Gromeko, que no había olvidado todavía la aventura de la barca y el reptil.
— ¡Cualquiera sabe! Pienso que en tierra firme han de ser muy torpotes y podremos escaparles fácilmente. De todas formas, vamos a cargar las escopetas con balas explosivas.
Pero los monstruos marinos no parecían tener el propósito de salir a tierra. Se zambullían en busca de peces. Nadaban lentamente a lo largo de la orilla para espiar a sus víctimas y luego las agarraban doblando el cuello con movimiento rápido y las arrojaban al aire a fin de engullirlas de cabeza.cuando caían, en la dirección de las escamas y las aletas. Pero a veces se les escapaba la presa y entonces los monstruos las perseguían saliendo casi del agua que cortaban ruidosamente y adelantando el cuello.
La pesca de los plesiosaurios, que los exploradores observaban con gran interés, terminó.en una pelea: los dos animales se habían apoderado del mismo pez, sin duda bastante voluminoso, y procuraban arrancárselo el uno tal otro.
Uno de ellos lo logró al fin y se escapó. El otro salió tras él, le dió alcance y enrolló su cuello al cuello de su adversario para hacerle soltar el pez. Los cuellos enlazados ondulaban de un lado a otro, los cuerpos oscuros se empujaban, los rabos cortos y las paletas natatorias golpeaban frenéticamente el agua levantando verdaderos surtidores. Por fin, uno de los plesiosauros, enfurecido, soltó el pez y hundió los dientes en el cuello de su adversario, arrastrándole al fondo. El agua continuó mucho tiempo agitada en el sitio donde se habían sumergido los monstruos.
Una hora más tarde Gromeko y Kashtánov, que recogían en la orilla restos de árboles: traídos por las olas para alimentar la hoguera del campamento, vieron una masa oscura mecida por las olas. Flotaba a lo largo de la orilla, aproximándose gradualmente, hasta que se inmovilizó, varada sin duda en un banco de avena.
Cuando volvieron a la tienda con la leña, sus compañeros dormían ya. Entonces los dos hombres desengancharon una lancha y remaron en dirección a la masa oscura. Era uno de los plesiosaurios, cuyo cadáver estaban despedazando unas aves grandes, montadas en él. Otras más pequeñas giraban en el aire, aguardando probablemente su turno de regalarse, con unos gritos semejantes al croar de ranas enormes. En su vuelo se asemejaban a los murciélagos.
Hubo que dispersar con algunos disparos a aquella bandada para acercarse al cadáver, que tenía la cabeza y la parte superior del cuello colgando de unos jirones de piel desgarrada por los dientes de su adversario. El animal muerto flotaba con el vientre al aire; sus enormes paletas natatorias emergían fuera del agua. La piel del vientre era lisa, de un color pardo verdoso.
Era imposible sacar al plesiosaurio a la orilla: el cuerpo medía dos metros largos, la cola un poco menos y el cuello más. Las paletas posteriores alcanzaban casi metro y medio.
Las aves matadas por los cazadores eran reptiles voladores de dos especies: los mayores (pterodáctilos) eran de tamaño superior al de un águila y los otros alcanzaban las dimensiones de un pato grande.
Unos y otros tenían cabeza voluminosa, que remataba un pico dentado, el cuerpo desnudo y alas membranosas uniendo las patas anteriores y las posteriores como ocurre a los murciélagos. La especie más pequeña tenía una larga cola.
* Género de moluscos cefalópodos fósiles cuya concha, enrollada en espiral, está dividida por tabiques. Sus especies fueron particularmente numerosas en los períodos triásico, jurásico y cretáceo.