Pero, cuál no sería su asombro cuando, al salir del bosque ala orilla del mar, vieron que la tienda había desaparecido.
— Hemos debido equivocarnos de camino y salir a otro punto — dijo Kashtánov.
— ¡No es posible! Acabamos de pasar la barrera que habíamos levantado ayer al arranque de la vaguada, cerca del campamento — contestó Makshéiev.
— Es verdad. Entonces, ¿dónde está la tienda?
— ¿Y toda la impedimenta?
— ¿Y General?
Pasmados, los viajeros corrieron hacia el sitio donde debía encontrarse la tienda. Pero no quedaba nada: ni tienda, ni impedimenta, ni el menor trozo de papel. Quedaban únicamente los restos apagados y fríos de la hoguera y los agujeros de las estacas arrancadas de la tienda.
— ¿Pero qué es esto?. — pronunció Gromeko cuando estuvieron los cuatro agrupados en torno a los restos de la hoguera donde contaban asar el iguanodón.
— No lo entiendo — murmuró Pápochkin desanimado.
— Pues está bien claro — lanzó Makshéiev-. Nos han robado todo cuanto teníamos.
— Pero, ¿quién, quién? — gritaba Kashtánov-. Hubieran podido hacerlo únicamente seres racionales, y no hemos encontrado ni uno solo desde que hemos abandonado elEstrella Polar.
— ¡No van a ser los iguanodones los que nos han robado!
— ¡Ni los estegosaurios!
— ¡Ni los plesiosaurios!
— ¿Y si esos malditos pterodáctilos se lo han llevado todo a sus nidos? — hipotetizó Gromeko acordándose de la historia de su impermeable.
— ¡No es verosímil! ¿Cómo han podido llevarse la tienda de campaña, los cacharros, la ropa de dormir y todos los demás objetos? Me parece imposible en ellos esta manifestación de inteligencia y astucia — contestó Kashtánov.
— ¿Y las barcas? — exclamó Makshéiev.
Los cuatro se precipitaron hacia el extremo del bosque donde, antes de emprender su excursión, habían ocultado entre la maleza las lanchas y los remos. Todo lo encontraron intacto.
— Pero ha desaparecido nuestra balsa, que habíamos dejado en la orilla del mar, frente a la tienda — declaró Gromeko.
— ¿Qué vamos a hacer ahora? — pronunció el geólogo, interpretando la confusión general-. Sin tienda de campaña, sin víveres, sin ropa y sin utensilios, ¡acabaremos muriéndonos al borde de este maldito mar!
— Estudiemos con calma nuestra situación — propuso Kashtánov-. Ante todo, vamos a descansar y a reponer fuerzas: el cansancio y el estómago vacío son malos consejeros. Hemos traído carne, conque vamos a encender una hoguera y asarla.
— Además, podemos beber agua con azúcar — añadió Gromeko señalando el bidón de agua y la brazada de juncos azucareros.
Así lo hicieron. Cortaron la carne en trozos pequeños que, ensartados en unas varitas, fueron puestos junto al fuego para que se asaran. Luego se sentaron los cuatro junto a la hoguera y, mientras tomaban unos sorbos de agua chupando el jugo de los juncos para endulzarla, continuaron discutiendo la misteriosa desaparición de la tienda.
— ¡Ahora estamos como Robinsón en la isla desierta! — dijo en broma Makshéiev.
— Con la diferencia de que nosotros somos cuatro y tenemos escopetas y cierta reserva de municiones — observó Kashtánov.
— Hay que contar los cartuchos y no emplearlos más que en los casos extremos.
— Yo tengo todavía en la cantimplora unos dos vasos de coñac — declaró Gromeko que, como médico, llevaba siempre algo de alcohol por si ocurría cualquier accidente.
— Pues en mi mochila hay una tetera pequeña, un vaso plegable y un poco de té — añadió el zoólogo, que nunca salía de excursión sin aquellas cosas.
— ¡Muy bien! Al menos podemos de vez en cuando tomar un poco de té — replicó Makshéiev-. Desgraciadamente yo no tengo en los bolsillos nada más que la pipa, el tabaco, una brújula y un cuadernillo de notas.
— Pues tampoco tengo yo nada aparte de los martillos.
— El asado está listo — anunció el botánico, que había cuidado de las varitas donde estaba la carne.
Cada cual tomó una y se pusieron a comer. Pero la carne no tenía sal ni se distinguía por su gusto agradable.
— Habría que buscar sal en la playa — observó Makshéiev-. Por lo menos debíamos haber mojado la carne en el agua del mar.
Mientras comían la carne hirvió el agua en la tetera del zoólogo y, por turno, se bebieron un vaso de té endulzado con jugo de junco.
Después de comer y de fumar una pipa, reanudaron la conversación acerca del plan que debían seguir. Todos coincidieron en que había que comenzar la persecución de los ladrones inmediatamente después de haber determinado la dirección que habían seguido con su botín.
— Empecemos por examinar detenidamente los alrededores del campamento — propuso Makshéiev-. Los ladrones han podido venir y marcharse por el aire como ha pensado Gromeko, aunque me parece inverosímil, o bien por el agua utilizando nuestra balsa o, en fin, por tierra. Sin embargo, para llegar hasta el agua han tenido que andar también por tierra. De manera que, si no han venido por el aire, han tenido que dejar huellas en una u otra dirección a partir de nuestra tienda.
— Lástima que no se nos haya ocurrido eso al principio porque, con nuestras idas y venidas, hemos podido borrar ya las huellas de los ladrones.
— A lo largo del acantilado no se puede andar mucho hacia el Este, como vimos ayer — prosiguió Makshéiev-. Por la vaguada tampoco es posible que se hayan marchado: está atajada y, además, no nos!hemos cruzado con nadie ni hemos visto ninguna huella sospechosa. Por consiguiente, debemos buscar las huellas de los ladrones al borde del mar o hacia el Oeste, a lo largo de esta orilla.
— Tiene usted mucha razón — observó Kashtánov-. Esas son las dos direcciones más probables.
— Empecemos pues las búsquedas. Como yo tengo mucha más experiencia que ustedes para seguir pistas — concluyó Makshéiev-, les ruego que permanezcan aquí mientras yo examino los alrededores del campamento.
Makshéiev se arrodilló para examinar cuidadosamente el suelo alrededor del sitio donde había estado la tienda; luego fué hacia la orilla del mar e inspeccionó el sitio donde había estado la balsa, volvió sobre sus pasos y se dirigió al Oeste a lo largo de la orilla. A unos doscientos — pasos clavó una rama seca en el suelo y volvió!hacia sus compañeros.
— Los ladrones no son hombres ni siquiera reptiles. A juzgar por las huellas de patas que se ven en casi todas partes, se trata de grandes insectos. Son muy numerosos: varias decenas. Al principio me había parecido que habían arrastrado las cosas hacia la balsa para llevárselas por mar, pero las huellas no llegan hasta el agua y ningún indicio hace suponer que la balsa haya sido echada al agua. Ha desaparecido de unja manera absolutamente incomprensible. En cuanto a la tienda y los demás objetos han sido transportados unos y arrastrados otros por la arena hacia el Oeste a lo largo de la orilla. Los ladrones tienen seis patas y el cuerpo debe medir alrededor de un metro de largo, a juzgar por las huellas que han dejado en la arena.
— ¡Vaya unos animalitos! — exclamó Pápochkin.
— Bueno, pero, ¿qué ha sido de General? — preguntó Kashtánov-. ¿Lo han matado, se lo han llevado vivo para devorarlo o ha huido asustado por los ladrones?
— En torno a la tienda hay muchas huellas del perro, pero en su mayoría recubiertas por las de los insectos, más recientes por lo tanto. En ninguna parte se ve sangre ni restos de insectos muertos por el perro. Yo me inclino a pensar que General ha huido ante unos adversarios desconocidos tan numerosos y está oculto en la espesura. Además, todavía debemos examinar el suelo a lo largo del lindero del bosque.
Con estas palabras Makshéiev reanudó sus pesquisas desde el lugar de la tienda hacia el lindero del bosque. Una vez allí, fué de un lado a otro observando cuidadosamente el suelo y, por fin, se detuvo y llamó a sus compañeros.
— General ha pasado por aquí para esconderse en la espesura. Pero antes le había ocurrido algo porque arrastraba las patas traseras.
Makshéiev se abrió un camino en la espesura cortando las ramas inferiores de las colas de caballo con su cuchillo de caza y se adentró por aquel paso silbando al perro y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Al fin se oyó un ladrido débil y, poco después, por entre las ramas salió General, arrastrándose y en un estado lamentable. Tenía todo el cuerpo hinchado y la parte trasera como paralizada.
— ¿Qué te ocurre, General, pobre chucho? — decía Makshéiev acariciando la cabeza del animal, que le lamía las manos quejándose. El ingeniero se deslizó fuera de la espesura seguido del perro; cuyo aspecto suscitó la compasión de todo.
— ¿Le habrán partido el espinazo? — preguntó Pápochkin.
— No lo creo — contestó Gromeko examinando al perro-. No, no es eso — continuó-. Lo más probable es que hayan herido a General con flechas envenenadas. Tiene en el lomo unas cuantas pequeñas heridas donde la sangre se ha coagulado ya. Pero el espinazo está intacto.
— Pero, ¿cómo van a ser flechas — sorprendióse Makshéiev-, si los ladrones son insectos?
— Se me había olvidado. En este caso es que le han picado o le han mordido con las mandíbulas o los aguijones venenosos.
— ¿Qué hacemos con el perro? ¿Se le podrá curar?
— Supongo que sí. En caso de que el veneno fuera mortal, el perro no existiría ya. Desgraciadamente, nuestra farmacia de campaña ha sido robada con el resto de las cosas. No queda más remedio que probar las compresas frías.
Makshéiev tomó en brazos al perro, que se quejaba lastimeramente, y lo llevó hacia la orilla del mar. Gromeko fué rociándole el cuerpo con agua. Al principio, el perro trataba de escapar chillando, pero pronto se aplacó bajo el efecto calmante del agua. Entonces lo metieron en el agua de cintura para abajo.
Mientras el botánico se ocupaba de General, los demás sacaron de la espesura las barcas y los remos, echaron al agua las embarcaciones y metieron en ellas los pocos objetos que les quedaban por habérselos llevado durante la desgraciada excursión. Dos de ellos volvieron luego hacia el lago de las rocas para completar la reserva de agua potable, mientras los demás asaban el resto de la carne de iguanodón a fin de que la preparación de la comida no les hiciera detenerse en la persecución de los ladrones.
En la hora que precisaron para los preparativos disminuyó sensiblemente la hinchazón del perro y ya pudo tenerse de pie. Quedó decidido meterlo en una de las barcas, ya que dos de los exploradores irían bordeando la costa en las embarcaciones cargadas mientras los demás seguirían las huellas de los ladrones en tanto no se alejasen de la orilla. De esta manera, los remeros podían acudir en auxilio de los que iban a pie en caso de necesidad o bien embarcarlos. Los que iban a pie podían a su vez detener a los otros en cuanto las huellas se apartasen hacia el interior de la región.