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Y sólo avisan cuando no saben arreglárselas falsificando salvoconductos, por ejemplo, o cuando tienen dificultades con el plástico y los fulminantes. Envían de mensajero a la sobrina de Esteban Guillén, una niña llorona que monta una bicicleta de hombre con las faldas hasta arriba del todo. Sería el «Taylor» el encargado de visitar a las familias de los compañeros presos o exiliados, llevar a sus mujeres alguna ayuda. Una chabola del Guinardó agobiada de mosquitos, ardiendo sus paredes de cinc en la noche de julio. La mesa bajo la luz azulada del petromax, tazas de cale con sacarina y una baraja, y alrededor tres mujeres con sucias batas y zapatillas, rulos en el pelo y las caras embadurnadas de crema. A ver, Trini, dame el Flit, está esto de bichos que no se puede. Han interrumpido su partida de siete y medio y miran al «Taylor», tan pulcro con el pelo engomado y los ojos de hierro, el alto y duro cuello rayado de la camisa y el pasador de plata bajo el nudo de la corbata. Suena una radio, ladran los perros en las huertas cercanas. En la cama turca duerme Ramón con la boina apretada en el puño y la chaqueta de cuero cubriendo sus largas piernas. Meneses lo mira casi con envidia.

– No lo despiertes -se levanta la Trini -. Viene cansado del viaje. ¿Quieres una taza de café? Es lo único que hay en la casa.

– Gracias, rubianca -animándola el «Taylor», pellizcando su barbilla-. Arriba ese ánimo. Palau dice que mejor estaríamos de vacaciones forzadas como tu marido. Todos estamos cansados, no eres tú sola. Pero Luis ya estará libre para cuando vuelva Sendra. Anímate, mujer, ya falta poco. Traigo más octavillas, pero no las tiréis en el barrio. Y toma, con eso te arreglarás por unos días.

Desliza unos billetes en el bolsillo de la bata. La rubia se sienta al revés en una silla paticoja, los desnudos brazos rollizos colgando por el respaldo. Gracias, Meneses, si no fuera por vosotros. Y suspirando: ya sé que te has casado, ya, mira cómo presumimos, mira. Cogiendo su mano, mirando el escorpión colgado en el nomeolvides. ¿Regalo de bodas? Sí, de Palau, ese bocazas en el fondo es un sentimental y un pedazo de pan, hasta hizo grabar el nombre, ¿ves?, Margarita, aquí. El «Taylor» preguntaría luego por la niña y sobre todo por el chaval: este valiente sigue sacando café del tostadero, por lo que veo…

– Siempre le regalan cien gramos, después del trabajo. Ahora sólo va tres noches a la semana. Si vieras cómo me tose esta criatura. Quiero que se apunte a los campamentos juveniles, al menos allí le darán de comer y respirará aire puro. Pero cuando se entere su padre me mata.

– No, mujer, haces bien. Esto va para largo, quién lo habría dicho hace unos años.

Pobre rubianca, durmiendo con la cabeza sobre una almohada llena de octavillas. También ella cree que es inútil, que todo está perdido, habla como en sueños: esos tiros, esas bombas, esos maquis, para qué. Pasan ante sus ojos adormilados noticias leídas en los periódicos, oídas en boca de las vecinas, repetidas en las colas de abastecimiento, letreros ofensivos al régimen en los muros de Hospitalet, voladuras de postes de alta tensión en el Llobregat, una bomba en el monumento a la Legión Cóndor. Asesinato de un policía en la plaza Joanich. Otra bomba en la catedral, otra en el hotel Ritz. Asesinato del falangista don Bernardo Nogueras. Dos falangistas acribillados a balazos en la plaza de la Sagrada Familia al ser confundido su automóvil con el de un comisario de policía…

– Ojalá Luis no salga de la Modelo, ojalá no salga nunca

– gimotea la Trini -. Ojalá me lo traigan baldado a palizas y no pueda moverse de esta silla en la vida. Todo antes que verle empezar otra vez… Yo sabría traer a casa dinero para los cuatro.

– No llores, rubianca. Parece que ya no le pegan en la cárcel.

Pero sí. Al final de cada sesión le pondrían un cigarrillo encendido en los labios tumefactos, el preso no podía sostenerlo y lo dejaba caer. Derrumbado en la silla, bajo el cono de luz vertical en los sótanos de la quinta galería, se inclina a un lado y con la mano machacada y ensangrentada tantea el suelo orientándose hacia el pitillo como un ciego. Un zapato negro aplasta nuevamente su mano, el puño se estrella contra su rostro.

Presos que se llevan al amanecer en coches celulares, rumor de olas en la rompiente del Campo de la Bota y el pelotón de fusilamiento formando sobre la arena, y en la Modelo un hombre alto y flaco con mono azul paseando por el patio recién regado. Tendría la cara hinchada y gris de hematomas. Apoyándose en el muro, se agacha a recoger una colilla. Una voz ronca y autoritaria en la galería:

– ¡Lage Correa! ¡Visita!

Entraban a empellones en el locutorio común, clavaban los dedos como garfios en la reja, en medio de un griterío ensordecedor la Trini contestando a sus preguntas: el chico mal, aire puro es lo que necesita, yo como siempre, cosiendo y fregando, la casita se nos cae de vieja, quién va a reparar el tejado si tú no estás, amor mío, qué tienes en la cara, qué te han hecho, nano…

– No es nada -y tendría que evocar la boca sin dientes de su compañero revolcándose por el suelo, dos hombres en mangas de camisa pateándole las costillas, y la furgoneta que de madrugada se lo llevó a la playa, dicen que los mismos civiles tuvieron que sostenerlo por los sobacos frente al pelotón: allí lo fusilaron, entre cantos rodados forrados de musgo, algas y cáscaras de mejillones pudriéndose en la arena manchada de sangre. Tenía que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque dicen que se sentó en un charco, dicen que las piernas no le tenían, rediós qué trago, hasta me parece oír el rumor de las olas, veo la espuma rozando los pies de los caídos en el primer turno-. Yo nada, pronto saldré. Pero al Artemi ya lo enterraron, díselo al tío Juan, Trini, dile que le compre a Luisito de mi parte aquel payaso pelirrojo que vimos un día en el Paralelo, él ya sabe, ya entenderá lo que hay que hacer.

Fue aquel mes tan movido, con bombas en los consulados de Brasil, Bolivia y Perú. Avanzaba sobre la ciudad desde poniente una nube como de fósforo, el sol hundiéndose detrás de Montjuich. La

torre-almacén de la baronesa, en Sarria, la sala empapelada con flores de lis y las contraventanas clavadas con listones; la doncella caída de espaldas sobre unos sacos de harina, las faldas en el vientre y José María sobre ella con un fuego en las ingles. Los ojos de Menchu ven bajar el techo lentamente sobre ella, con la araña negra y sus cuatro bombillas fundidas. Aún debían resonar en aquel pavimento los culetazos de fusiles, habría un eco de chirrido de cerrojos por toda la casa y un redondel de sombras cercándoles, fantasmas de ayer mismo, figuras descarnadas y gimientes: una anciana con los pechos quemados por cigarrillos, un hombre desnudo y con gorro de miliciano paseando entre ladrillos de canto, un joven colgado a unos palmos del suelo encharcado, las manos traspasadas con garfios sujetos a la pared.

– ¿No te gustaría más pagar sueldos que recibirlos, negra? -el señorito José María y su ansiedad que acababa en tos-. Contesta.

Retenía ella la rabia con los dientes apretados, el salivazo destinado a la cara del tísico. Reflexiona lo que le conviene más allá de su asco, cierra los ojos.

– Sí. Me haces daño.

– Pues entonces despídete de mi madre porque ya tengo un apartamento en la calle Casanova. Vamos a poner en marcha un negocio, nena, somos tres socios, nos vamos a forrar.

– Me haces daño, me haces daño.

Un automóvil gris estirado como una oruga. Soplando Palau la brasa del puro, su rostro se ilumina fugazmente en la oscuridad del asiento posterior. Al volante Navarro y el «Taylor» a su lado, parados en el Paralelo, a unos treinta metros del teatro Cómico. El retrovisor ha fijado los gigantescos muslos de cartón de Carmen de Lirio abriéndose sobre la puerta de entrada, dejando fluir riadas de gente entre las pantorrillas. El contacto era Ramón y esperaba un poco más lejos, en la puerta del cine. Ahora, dice Navarro dándole con el codo al «Taylor», que se apea del coche pensando: podían haber escogido otro momento y otro lugar más seguro, con su nuevo traje marengo muy holgado y su torcido y negligente caminar, que parecía dejarse el trasero atrás. Embestía al viento de marzo con la cabeza gacha, la mano en el sombrero gris. De pronto, a su lado, un matrimonio endomingado echa a correr empujándole, luego una muchacha que chilla y en seguida la gente huyendo en todas direcciones. Sonó el primer tiro y ve a los grises saltar de la camioneta, pero no corriendo hacia él sino en dirección a donde le esperaba el contacto. Retrocede el «Taylor» mirando por encima del hombro, ve a los inspectores refugiándose en un portal, sube al coche.

– Aguarda -le dice a Navarro-. No nos han visto. Van por el grupo del Quico.

– ¿Llegaron hace nada y la bofia ya se enteró? -Palau chasqueando la lengua-. ¿Qué hacemos, tú? Ramón ha desaparecido.

A través del cristal trasero ve a Pepe retrocediendo junto a la fila de coches con la metralleta baja, parapetándose en la esquina del cine. Otro del grupo le cubre, es Larroy. La gente que salía de la sesión de tarde se había tirado entre los coches con las manos en la cabeza, dificultando la acción de la policía, que Quico trata de distraer disparando desde la entrada de una cafetería. El agente pelirrojo y corpulento que más ha conseguido profundizar en la zona, se ve repentinamente encañonado por Pepe, que se escuda en su cuerpo y sigue tirando con la pistola, antes de descerrajarle un tiro en la cabeza y dejarlo tendido junto al bordillo. Con el Colt 42 humeando en su mano corre hacia el coche de su hermano Quico después de quitarle al muerto la placa y el carnet.

Pero Larroy quedó al descubierto. En la tierra de nadie giró sobre los talones apuntando al cielo gris y ventoso con un revólver negro, buscando desesperadamente la recta más corta que lo llevara hasta la puerta abierta del coche que ya emprendía la huida. Frenó su carrera al recibir la bala como una imprevista cachetada en la frente y se dobló violentamente hacia atrás con una nube roja en las pupilas. Navarro, que lo miraba de lejos con la mano en la llave del contacto, revivió durante un segundo su flaco cuerpo desgarbado en mangas de camisa irguiéndose contra la comida infecta y los malos tratos de los senegaleses, en aquel verano interminable del 39 que sufrieron juntos agobiados de pulgas y roña y alambradas de espinos. Con la muerte ya reflejada en los ojos, Larroy dio tres pasos antes que un abanico de balas le segara las piernas; saltó y se revolvió en el aire, agarrotado, sus dedos como garfios soltaron el revólver y cayó de espaldas. Antes de morir, mientras parpadeaba apoyado en un codo, tuvo tiempo de ver asomada a la esquina a una peluquera de bonitas piernas y labios color rosa sujetándose con ambas manos la blanca falda que le alzaba el viento, indefensa y asustada y preciosa: al menos se fue de este mundo en buena compañía, pobre Larroy.

Ellos a distancia y sin intervenir, Navarro poniendo el motor en marcha.

– Vámonos -el «Taylor» con el sombrero sobre los ojos.

– Juraría que el bofia que han picado era el nuestro -Navarro pisando el acelerador-. Ese que Ramón tenía que señalarte, ¿no?

– Seguro. ¿No viste su maldito pelo de panocha? Nos han ahorrado el trabajo. Luis se alegrará cuando lo sepa, y sobre todo Artemi, desde el otro barrio. Pero lo siento por Larroy.

– Pronto criará malvas -concluye Palau.

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