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Visitaba regularmente a la viuda Galán en su piso del Ensanche para hablarle del reuma de la abuela y la medicina que necesitaba, o para informar sobre la marcha de las pesquisas, y siempre le sacaba alguna peseta o una tableta de chocolate. A cambio tenía que ofrecer patrañas. Un día a mediados de diciembre ella lo recibió acompañada de varias señoras devotas que empaquetaban alimentos destinados a la Navidad del Pobre, la gran fiesta parroquial que este año se celebraba por vez primera. Presidía la viuda en el salón una larga mesa llena de rollos de papel de embalaje y botes de leche condensada, y adornaba con lazos de cinta azul los lotes ya preparados. Acércate, hijo, ¿quieres un poco de turrón? El trapero, de pie entre aquellas vitrinas con miniaturas y aquellos lentos relojes musicales, rendía cuentas ambiguamente, procurando que su voz se confundiera entre los afables cacareos de las damas benefactoras: estoy sobre la pista, doña, ahora sí. Eran patrañas inventadas por él y por Sarnita al alimón, en la trapería: he sabido que estuvo haciendo la mala vida en una casa de ésas, podemos decirle de momento, me lo dijo la criada de la baronesa el otro día que me vendió un saco de revistas viejas, trabajaba en la Madame Petit, perdone la señora, pero así se llama la casa de meucas, parece que allí la chica era muy popular por lo bien que hacía el baño María, ¿se lo explico?, como quiera, a lo que iba: que luego la vieron de camarera en un bar del Paralelo, le dices, quería regenerarse, sí, bueno, para que luego se fíe uno: resulta que la dueña del bar acababa de echarla a la calle a patadas, ¿sabe por qué?, no por robar, no, no por gandula ni por piojosa, que parece que lo es un rato, tampoco por vender jabón de estranquis a las artistas del Cómico: por liarse con su marido, ésa no pierde el tiempo, doña, le dices, aunque la verdad, la dueña y su marido tampoco es que sean marido y mujer, al parecer viven reajuntaos, con perdón, pero qué cuadros se ven yendo de casa en casa, doña, qué líos. Esa no respeta nada y se da buena maña para engatusar y escurrir el bulto, es una elementa de cuidado, de todos modos ya tengo otra pista, lo malo son los gastos, doña, se me va todo en tranvías y cafelitos y propinas…

Fue aquel diciembre helado que tantas veces arrojó a los niños kabileños al brasero de la trapería, al calor animal que persistía en los rincones donde trabajaba la vieja Javaloyes con sus tufos de caliqueño y rodeada de sacos y pilas de trapos. Muchas tardes, al entrar, veían a Sarnita casi enterrado en la montaña de papel y en plan de confidencias con Java, instruyéndole: esta vez atacas a fondo, vas y le dices: doña, sé de buena tinta que podría ser una que ahora vive en el Ritz en plan de fulana de un concejal, eso me han dicho, se hace llamar por otro nombre y se ha teñido el pelo, asunto delicado y pies de plomo por respeto a la autoridad: que estás a punto de pillarla pero tienes muchos gastos esperando siempre la ocasión de verla salir sola plantado en el bar frente al hotel, o al seguirla en taxi, y no hablemos de los invites a la furcia amiga suya que es la que me ha puesto sobre la pista, le dices, la que me advirtió cuidado que ahora está muy bien relacionada y recibe a gente de postín, nada menos que al empresario del Tívoli y a un coronel y a la vedette Carmen de Lirio. ¿Que si es verdad que se entienden?, todo el mundo en Barcelona lo sabe, doña, hasta los estudiantes, él le manda joyas cada semana y entra y sale de amagatotis, y no te cuento más, nene, que no es apto. Así le dices que te dijo, no seas tonto, legañoso, tú procura alargar el cuento y que no se acabe, ir tirando de la rifeta. Y que es mucho el gasto y no me iría mal un anticipo, doña, ahora sí que tengo una buena pista, pero veremos, la muy zorra se las sabe todas, yo hago lo qué puedo…

La verdad, nunca la dijo. Ni el mismo Java la sabía. La verdad era todavía, lo mismo que en sus aventis, aquella turbia materia que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo de la historia. La señora Galán lo miraba fijo, sonriendo con un poco de tristeza pero muy fijo, como una serpiente encantada: daba la impresión, mientras escuchaba el enrevesado informe del trapero, de esperar un descuido del chico y al mismo tiempo no creer en absoluto que se produjera: si bien debía intuir que Java no decía la verdad, de algún modo también sabía que no mentía, quizá incluso que se quedaba corto. Su mano sonrosada y olorosa abría el bolso negro antes que él terminara, mucho antes que se le trabara la lengua, y sus ojos cansados parpadeaban en su remoto azul, decía está bien, hijo, la mano buscaba nerviosa unas monedas, toma y no lo malgastes, dáselo a tu abuela.

Así que vida de mantenida y por todo lo alto, por ejemplo: una fulana instalada en una habitación del hotel Ritz con perritos de lujo y salto de cama transparente, con chófer y peluquera y joyas, pasando de los brazos de un estraperlista adinerado a los de otro, y luego más tarde por ejemplo: un pisito en el Paseo de San Juan con cortinas de cretona, biombo, bidet y mueble-bar, ¿de acuerdo? Alternando con nuevos ricos en los palcos del Liceo y del campo del Barca, seguramente liada con el presidente del club: siempre en lo más alto, con los que tienen cogida la vaca por la mamella… Mentira, tenía que ser todo mentira: cada vez más tirada en el arroyo, más famélica, más podrida de sifilazos, más solitaria y enferma de aquel terror, una triste meuca de barriada pobre que nunca haría carrera, seguro. Verdaderamente una puta vida la suya, dondequiera que se esconda y esté en la cama de quien esté, decía Sarnita, pero ojo, así no hay que presentarla nunca porque entonces no hay color, chaval, no hay historia. Incapaz de alejarse totalmente y para siempre del barrio y de su vida pasada, aunque mil veces se lo prometió a sí misma, vuelve algunas noches para deslizarse como una sombra en el cine Verdi o en el Roxy, porque no puede evitarlo, porque ella creció en estas calles y ese rumor de vecindad es lo único que debe quedarle, ese prehistórico chirrido de tranvías y esos silbidos de afilador; tal vez por nostalgia de la inocencia perdida, por estar de vez en cuando cerca de la Casa de las huerfanitas de donde salió un día para no volver. Así hay que pintarla ante la doña: vivita y coleando, siempre al alcance de nuestra mano pero sin pillarla nunca, y así podrás ir tirando de la rifa, no seas tonto. Y que esa noche por fin diste con ella tirada en la acera del bar Continental, borracha y con la cabeza rapada, desconocida, hecha un callo, venérea del todo, chico. Pero se te escapó: aún tienes que encontrarla dos veces más y volverla a perder, no te me pongas nervioso, legañas, todo está calculado para que resulte confusa la historia y clara la pena.

Antes, en el otoño, cuando los niños kabileños empezaron a frecuentar la Parroquia siguiendo el ejemplo de Java, cuando ya iban siendo amigos de las catequistas e incluso de Susana, que se había apuntado al Cuadro Escénico, y todo el mundo era bueno con ellos y podían jugar al ping-pong y cantar en el coro, les pareció de pronto que sus salvajes aventis se deshacían en una bruma de ensueño. El cariño y la generosidad que les dispensó la Parroquia fue como descubrir un nuevo mundo. Pero aquella piadosa semilla de bondad no podía fructificar en la tierra baldía. El Tetas estrenó un jersey de Auxilio Social, a rombos negros y marrones, pero le seguían supurando los oídos. Luis escupía sangre. Con los primeros fríos llegaban siempre las guerras de piedras, la primera de la temporada fue una de las más sangrientas que hubo nunca en el barrio y coincidió con noticias frescas de Ramona.

Todo empezó una tarde que Sarnita montaba su parada de tebeos usados en la plaza del Norte, en la acera de Los Luises donde un ciego vendía cupones sentado en una silla de tijera. Los chicos de Los Luises le daban a una pelota de trapo y levantaban mucho polvo. Era un día de viento y él buscó piedras para sujetar los tebeos. Al poco rato llegó Luis con la merienda bajo el brazo y un montón de Merlín y Jorge y Fernando: Java tiene otra pila de Tarzán, dijo, acaba de conseguirlos a peso de papel, que vayas por ellos ahora mismo. Parecía muy cansado y respiraba mal, Sarnita le prestó sus juanolas, luego se fue a la trapería y Luis quedó vigilando la parada de tebeos, sentado con la espalda contra la pared. Empezó a toser, abrió la cajita de juanolas y se echó cuatro a la boca. Vendió un almanaque de Jorge y Fernando por veinte céntimos y cambió un Flash Gordon viejo por dos novelas de La Sombra sin cubiertas. La Sombra le gusta a Sarnita, pensó, estará contento. Algunos sólo se acercaban a curiosear, salían de los Hermanos y del colegio Divino Maestro. Sentados en un banco de la plaza, unos hombres con boina conversaban mirándose obstinadamente los pies, vistos de espaldas parecían no tener cabeza. Uno de ellos, apretándose el vientre como si acabara de recibir el impacto de una bala perdida, se dobló repentinamente sobre sí mismo y cayó de bruces sobre el polvo. Dos Hermanos que jugaban al fútbol con las sotanas arremangadas lo atendieron. Veinte iguales para hoy, cantaba el ciego, sale hoy. Cruzó por el centro de la plaza una mujer con turbante blanco y gafas negras meneando las caderas. El viento silbaba entre las ruinas de la fábrica de tintes de la calle Martí y azotaba el laurel asomado a la tapia de los Salesianos. Rodando entre el polvo, la portada azul de la revista Signal con aviones Messerschmitt cayendo en picado se enredó en los pies de Luis, que tosía con la merienda en la mano y sin haberla probado: media barrita de pan partida y dentro un taco de membrillo duro y negro como la pez. Cuando se disponía, suspirando, a hincarle el diente, vio a tres elementos que avanzaban hacia él con aire de pistonudos. Llegaron y manosearon los tebeos pero no compraron ninguno. Se juntaron dos más de Los Luises esgrimiendo raquetas de ping-pong, y luego otro que Luis reconoció: era del Palacio de la Cultura y llevaba una caja de zapatos con gusanos de seda y hojas de morera. Desbarataron la parada y rompieron una cubierta de X-9. Luis dejó a un lado la merienda. El de los gusanos, de pie, las piernas muy abiertas, le desafió:

– ¿Quién le rompió el brazo? ¿Quién de vosotros le dio la paliza, kabileño de mierda?

– ¿De qué me estás hablando, capullo?

– Lo sabes muy bien.

– Vete a la mierda, mamón.

– Sois la purria.

Sentado sobre los talones, oscilando, Luis empujó al que tenía más cerca y le arrebató el tebeo de las manos. Chaval, dijo, se está rifando una hostia y tienes todos los números.

– Acaba de pasar tu madre camino del cine Bosque -sonrió el otro aviesamente -. ¿Sabías que trabaja en la última fila del gallinero?

– Esta furcia no es mi madre.

– Lo es, y hace pajas y tiene una cicatriz en la teta. Luis parpadeó sorprendido, olvidando momentáneamente las ganas de follón del enemigo.

– ¿Una cicatriz? -dijo-. ¿Estás seguro? ¿Ésa que acaba de pasar tiene una cicatriz en el pecho…?

No le escucharon. Le pisotearon la parada. De un manotazo, Luis tiró al suelo la caja con los gusanos, llévate esa porquería, mariquita, dijo, largo o te hostio. El otro avanzó un poco más, sus secuaces le siguieron.

– No tienes derecho a hablar, tuberculoso de mierda. Y tu padre está en la cárcel

Una sonrisa primaveral afloró en la pálida boca de Luis, su pecho se infló.

– Porque se puede.

– Por rojo. Por eso está. Y tu madre hace pajas en el cine por una pela, todo el mundo lo sabe.

Luis se levantó apretando los puños. Una mueca dolorosa sustituyó la sonrisa.

– Repite eso.

– Tu madre es una pajillera.

– La tuya, hijoputa.

Se lanzó de cabeza a la bragueta, el otro aulló a las nubes. Rodaron por el suelo. Los demás se abalanzaron sobre él y le hicieron soltar la presa, la carne en la que ya clavaba las uñas y los dientes, y le patearon las costillas, le retorcieron el brazo y lo acogotaron de morros en la acera. Con el canto de las raquetas le dieron en la nuca y los flancos. El ciego orientaba su cara de palo en la dirección de los golpes, sale hoy, decía. En el centro de la plaza el partido no se interrumpió. Los hombres sentados en el banco miraban la pelea con húmedos ojos de pólvora, y ninguno se movió, ninguno fue a separarlos.

– Esto por lo que le hicisteis a Miguel -decía el que llevaba la voz cantante, pateándole-: Y esto, Y esto.

Cuando lo soltaron quedó a gatas, sorbiéndose el labio partido con la lengua, tosiendo. Recogió los tebeos destrozados y los restos de la merienda. Le vino el vómito y se tapó la boca con la mano, la sangre caliente se escurrió entre los dedos.

Se fue corriendo a la trapería, quería decírselo a Java: la han visto en el cine Bosque, han tocado su cicatriz, tiene que ser ella. Antes de llegar, en la fuente de la calle Camelias esquina Escorial, metió la cabeza bajo el chorro de agua, le volvió la tos y le dolía tanto el pecho que tuvo que apoyar la espalda contra la pared. Su respiración era como un fuelle, y pálido, con los ojos desorbitados, no vio ni pudo responder a alguien que se paró a preguntarle qué tienes, hijo, por qué no te vas a tu casa. Era una vieja desgreñada con zapatos de hombre. Una flor de sangre emborronaba los labios de Luis. Con los ojos cerrados se dejó acariciar la cabeza por aquellas manos anónimas, se dejó reñir dulcemente, han insultado a mi madre, dijo, hasta que la vieja lo dejó y siguió su camino mascullando roncas contrariedades. Luis llegó a la trapería y contó lo ocurrido en la plaza del Norte a Java y a Sarnita. Estaba también Amén, al que Java envió corriendo en busca de los demás: primero ajustaremos cuentas con esos mariquitas, luego veremos si es verdad que era ella. Media hora más tarde estaban todos en la plaza del Norte con las bufandas cruzadas sobre el pecho como dos cananas y los bolsillos llenos de piedras, pero ellos ya se habían ido al solar de Can Compte en busca de municiones. Allí los pillaron. Atacaron a pedradas y los vieron huir sin poder coger ni uno; reaparecieron más tarde con refuerzos de Los Luises y la batalla se prolongó hasta la noche por las calles Alegre de Dalt, Balcells, Paseo del Monte y Martí, junto a la clínica del Remedio, cuyas altas tapias estaban erizadas de afilados cristales de botella. Los vecinos cerraron ventanas y balcones, fue una de las guerras de piedras más sangrientas que se recuerdan. Sarnita recibió una pedrada en la frente y llevó la cabeza vendada durante un mes. Amén se descarnó una rodilla y Martín se torció un tobillo. El que salió peor librado fue Mingo: al saltar la tapia de la clínica resbaló, se le enganchó el pantalón en los vidrios y quedó un instante colgado, agarrándose donde pudo; pataleó, dio un tirón para soltarse y le vieron quedar colgado con la muñeca clavada en un trozo de vidrio como un estilete, que al fin se partió. Brotó tanta sangre que pensaron que se había cortado las venas. Lo llevaron a un dispensario y en el taller de joyería donde trabajaba tuvieron que darle de baja, ahora iba con el brazo en cabestrillo y la frente vendada: una jeta de chico de película, unos aires de El prisionero de Zenda herido. Se aburría fuera del taller y por hacer algo acompañaba a veces a Sarnita en su recorrido por las tabernas vendiendo sortijas de hueso y postales de artistas de cine.

Por su parte, Java fue varias veces al cine Bosque con la esperanza de encontrar a Ramona, pero sin resultado. Un domingo a media mañana, Mingo llegó a la trapería muy excitado: ayer en el bar Viadé, explicó, un tipo que se conoce a todas las furcias de todos los cines le había comprado una postalita en color, aquella de la rubia alemana con katiuskas y corpiño, dijo que le hacía gracia que se pareciera tanto a una pajillera del Bosque que él conocía. Tuve una corazonada, dijo Mingo, y le pregunté cómo se llama. Ramoneta, dijo, se sentaba siempre en lo más alto del gallinero pero no vayas que no la encontrarás, chaval, últimamente se hace las matinales del Roxy. Entonces ocurrió que en el bar estaba el delegado de Falange, el tuerto, siguió contando Mingo, y me hizo la cusqui: tuve que devolver la calderilla y él se quedó con la postal. ¿Quién te dio eso?, dijo, ¿no sabes que no quiero que andéis por ahí vendiendo postales pornográficas? No hago nada malo, camarada, le digo yo, son postales de la trapería, artistas que no enseñan nada, sacamos unas perras para un boniato. Pero el cabrón del tuerto me dice embustero y me suelta una hostia que todavía estoy dando vueltas. Así por las buenas. Me quitó todas las postales y me dijo no quiero verte más comerciando con esa porquería en las tabernas o te hago encerrar en el Asilo Durán. Eso fue anoche. Esta mañana voy a la matinal del Roxy, y ahora viene lo bueno, Java, ¡porque allí está ella, en la penúltima fila!

– ¿Seguro?

– No la he visto bien la cara y lleva la cabeza liada con un pañuelo, creo, pero, te lo juro, es ella. Con esta mano acabo de tocar sus pechos bajo la blusa, la cicatriz.

– ¿En el izquierdo o en el derecho?

Mingo se quedó pensando, el brazo en cabestrillo, a ver, dijo, se sentó sobre las revistas como en una butaca, alzó el brazo libre y movió la mano en el aire sin mirar, como si removiera a ciegas en un saco de manzanas, a ver, sí, era el izquierdo.

– Una pela me ha cobrado -añadió-. Y lo hace de lo más bien. Dame el pañuelo, me ha dicho, y al devolvérmelo, ¿cuánto?, le digo. Una peseta. Y corriendo a avisarte, ni he visto la peli, acababa de empezar.

Al sumergirse Java en la penumbra plateada vio a Arsenio Lupin manejando una linterna eléctrica en el salón oscuro de una lujosa mansión: guantes blancos, pañuelo de seda al cuello, chistera ladeada sobre una ceja. La gran platea estaba casi vacía; algunas parejas que se hacían arrumacos con las cabezas juntas y algunos hombres diseminados, solitarios, envueltos en raídos chubasqueros y bufandas. Hacía más frío en el cine que en la calle. Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, de pie en lo alto del pasillo, buscándola. En las últimas filas, varios pares de ojos brillaban como ojos de gato hambriento, recibiendo el resplandor intermitente de la pantalla; una que comía un bocadillo le siseó, otra se había dormido con la cabeza sobre el pecho: el pelo muy corto, gafas oscuras, una blusa lila con hombreras torcidas, como mal colgada en una percha. Se sentó a su lado con silenciosos movimientos de felino y se deslizó la mano en el escote de la blusa. Ella respiraba pesadamente como en un mal sueño, una bolsita de caramelos en el regazo. Conservaba bajados los tirantes del sostén y una ternura caliente entre pecho y pecho. La mano de Java ciñó el izquierdo, pequeño y tibio, y los dedos buscaron la cicatriz, aunque no hacía falta: acababa de reconocerla a pesar del nuevo corte de pelo, el turbante y las gafas.

– Qué sueño, hijo -murmuró despertando, todavía sin fijarse en él pero ya depositando en su bragueta una mano que parecía tener vida independiente de su voluntad y de su cuerpo, ingrávida, solícita, viendo a Arsenio Lupin inclinarse muy gentil y elegante ante una dama de luminosos hombros desnudos. Entonces se volvió y lo miró: un sobresalto-. Vaya.

Retiró la mano pero Java se la volvió a coger, atrayéndola. Ramona se quitó las gafas negras para verle mejor.

– Espera -miró en torno con ojos de pantera acorralada mientras su mano permanecía sobre la sensible carne de él, que ya percibía los golpes de la sangre.

– Pasaba por aquí y entré -dijo Java, ladeado en la butaca y besando su cuello-. Qué casualidad, ¿no? Me alegro de verte, en serio, me gustas, pienso en ti desde aquel día…

– ¿Con lo mal que lo pasamos? ¿Me has mirado bien, rico? ¿Qué te gusta de mí?

Pensó confusamente, excitado: aquellos temblores de la pelvis, aquel entrechocar de dientes, aquel acurrucarte a mi lado como un perro dócil y asustado.

– Tus pechos -dijo-. Me gustan mucho tus pechos.

Ella se rió suavemente.

– ¿Qué dijo de mí el mirón? Supongo que se le pasarían las ganas de volver a ocuparme.

– Ya te dije que nunca hablé con él.

– Me has seguido. Me buscas para llevarme otra vez allí.

– ¿De quién te escondes, por qué tienes miedo?

– ¿Quién, yo? Qué gracia. Ves demasiadas películas, niño.

– ¿Pues por qué no repetimos, en aquella cama…?

– No me acaba de gustar esa clase de trabajo.

– Tampoco has vuelto por el bar Continental. ¿Por qué?

– Me convenía un cambio de aires -estaba rígida, apresada en sus rápidas deducciones, pero su mano reaccionó en seguida-. Venga, no me entretengas. La película terminará pronto.

Su pensamiento estaba parado y lejos, seguramente mucho más allá de la pantalla, pero su mano seguía accionando con una precisión endiablada, movida por un mecanismo distante y a la vez afectuoso. Java notaba el corazón de Ramona latiendo bajo los costurones del pecho, y un leve cambio de ritmo en la respiración de ella, y durante un rato lo olvidó todo: que la perseguían con saña y odio y que él no sabía por qué, que no era una puta como las otras, que tenía dos nombres y un miedo antiguo, un sudor de desgracia inminente en la piel degradada.

En la pantalla unos chillidos de mujer, los faros de un automóvil en la noche, parado en la carretera, y un hombre asustado debatiéndose entre sus dos verdugos que lo sujetaban; un tercero sacando la pistola del bolsillo y la mujer chillando no le matéis, ése no es Arsenio Lupin, no le matéis. Y los tiros, dos, tres, cuatro y el pecho agitado de Ramona bajo su mano encendida, el corazón de la pajillera ahora retumbando. ¿Qué te pasa, mujer?, no es más que una peli, y sus manos repentinamente en la cara tapándose los ojos para no ver. Ya pasó todo, dijo él sonriendo, ¿no te gustan las de intriga?, pero ella siguió un buen rato ocultando la cara en las manos y temblando. Java se quedó parado, y sólo después, cuando ella reanudó las caricias, le dijo:

– De mí no tengas miedo, Ramona, quiero ser tu amigo.

– Yo no quiero amigos. Dame tu pañuelo.

– Todavía no… Mira, mejor vamos a tu casa, ¿eh?

– No tienes bastante dinero para eso.

– Por favor. Me gustaría. Desde aquel día sólo pienso en ti, y mira que he vuelto de veces con otras. No valen nada. Me he enamorado de ti, Ramona.

– Embustero. Que eres un criajo -sonrió ella con cierta dulzura por primera vez, mirándole a los ojos-. Con un cuerpo de hombre, pero un crío.

– Me estimas un poco, a que sí. Te di gusto, a que sí.

La besó en los labios y ella cerró los ojos, recostó la cabeza en el respaldo de la butaca con una mezcla de fatiga y condescendencia y le dejó hacer. Java le subió la falda, ella abrió las piernas. La música vibrante anunciaba el final de la película. Se encendieron las luces: una quincena de espectadores de pie entre las butacas, saludando la pantalla en blanco mientras sonaba el himno. Java guardó el pañuelo en el bolsillo.

– ¿Lo ves, tanto charlar? -Ramona mirándole de reojo, el brazo derecho en alto-. Abróchate.

– Te acompaño, me voy contigo.

– No hace falta.

– Mira cómo me dejas. Por favor, quiero ser tu amigo. Te gusto un poco, Ramona, no lo niegues.

Brazo en alto, con la mano abierta y extendida y formando con la vertical del cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al terminar el himno, ella lo miró un segundo a los ojos como si quisiera decirle algo. Luego se ajustó las gafas y alisó su falda.

– No tienes para pagar una habitación.

– Contigo no quiero ir a una habitación, quiero ir a tu casa.

– Es una pensión, y allí no puede ser.

– Entraré sin que me vean.

– Que no.

– Por favor.

La siguió por el pasillo y en la puerta del cine se juntaron con la gente, iban apretujados y amodorrados, Java avanzaba tras ella abrazado a su cintura, arrimado a sus nalgas, enardecido, la boca pegada a su oreja: ¿verdad que trabajabas en un chalet de la calle Camelias, hace años? Ella le devolvía el calor, el roce, la necesidad de compañía: ¿por qué lo preguntas? Fue entonces cuando Ramona apretó su mano en silencio y se volvió para besarle el mentón. Eres un buen chico, dijo. Salieron a la plaza Lesseps bañada por el pálido sol dominguero, Java quiso cogerla del brazo pero ella no se dejó y estaba triste y contrariada. Repentinamente el hambre le hizo a Java levantar los ojos al reloj de la iglesia, al otro lado de la plaza: las doce y media. En la parada del tranvía, una amiga de Ramona hizo señas con la mano y ella dijo me voy con ésa.

Java no sabía qué hacer.

– ¿Por qué no te pasas un día por el Continental?

– Porque no -dijo ella-. Adiós, me esperan.

– Deja a tu amiga. Te invito a un vermut.

– No seas pesado. Otro día.

– ¿Vienes cada domingo al Roxy?

Discutiendo aún, ella dejó pasar dos tranvías, pero el siguiente lo pilló en marcha, se colgó del estribo dejando a Java con la palabra en la boca. Él siempre creyó que quería deshacerse de su presencia, peligrosa en algún sentido. No podía sospechar la visión fugaz que había provocado su rápido y temerario salto al estribo: una camisa azul junto al quiosco de periódicos. Java no se dio cuenta hasta que el tranvía desapareció calle Salmerón abajo, con ella iniciando un tímido saludo con la mano tras el cristal de la plataforma trasera. Entonces, al volverse, le vio, pero no llegó a relacionarlo con ella, oscuramente pensó ahí está el tuerto otra vez reclutando chavales para los campamentos juveniles, y lo olvidó en seguida: su mandíbula cuadrada y su parche negro en el ojo, su libretita donde anotaba los nombres y los domicilios de los chicos que lo rodeaban y lo escuchaban con mal disimulada impaciencia por reanudar su interrumpido partido de fútbol.

No olvidaría, en cambio, el final de la conversación con Ramona, poco antes de verla saltar al tranvía: ahorra un poco y vuelve a buscarme, ahora no puedo permitirme hacer favores. Y también: comparto la habitación con otra chica y empiezo a estar harta del barrio chino, alquilan una en la calle Legalidad pero de momento no me conviene. Y él: ¿no te conviene? ¿De qué tienes miedo?, haciéndose el longuis, ¿por qué, has hecho algo malo?, y como ella parecía sorda o se hacía la sorda, Java volvió a lo otro: qué buena estás, cuándo te veré otra vez y no puedes dejarme así con esta calentura… Pero me mudaré pronto, aún dijo como si no hablara con él, y todo cambiará, esto no puede durar, alquilaré una máquina de coser y probaré a trabajar de nuevo. Podrías probar, sí, deberías probar, dijo él.

De momento seguía en el barrio chino: eso fue lo que más se le grabó. La había tenido en las manos y se le había escapado. Pero ¿no era mejor así, si quería seguir sacándole los cuartos a la doña, como quería Sarnita? Se tomó su vermut, solo y pensativo, y de vuelta a la trapería aún seguía mareado por el furtivo olor del cuerpo de la puta roja en la tiniebla del cine.

En la calle San Salvador se cruzó con el «Taylor» y su novia, salían riendo de una pastelería, él llevaba orgullosamente su cara de piedra roída por qué aventuras, su revólver en la sobaquera y su Margarita bonita con la cabeza apoyada en el hombro.

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