13

Entonces era una gordita tímida de busto hierático, acartonado, empaquetado, que ya prefiguraba este de hoy bajo los hábitos. No olvidaría nunca la noche que descubrió casualmente el refugio y su correspondencia secreta con el teatro, un domingo que volvía a casa después de asistir a un baile particular en el piso de una amiga: aún traía en la sangre un hormigueo musical y unos inconfesables deseos de ternura que una vez más se habían frustrado.

Por timidez, desde el principio pidió ocuparse del tocadiscos y las bebidas, y cuando quiso dejarlo ya no pudo. Ponte guapa y ven, Paulina, le habían dicho las amigas, anímale, seguro que hoy pillas novio. Fue su último baile, ya en la recta final de la soltería, en un comedor de maltrecho empapelado y agrios olores conyugales donde habían arrinconado la mesa y subido la lámpara de flecos, y sólo sirvió para reafirmarla en su íntima y todavía secreta vocación religiosa. Las amigas ponían copitas de anís en sus manos sudorosas y flores de trapo en su cintura deforme, conspiraban juntas para alterar la realidad de una figura sin encanto, un vestido cursi y la indiferencia burlona que despertaba en todos. Pero tampoco esta vez encontró pareja y al final tenía los pies deshechos de no moverse y unas ganas incontenibles de llorar. Un poco mareada por el anís, no esperó que nadie se ofreciera a acompañarla y se fue sola por la calle Encarnación enfangada, sorteando los charcos y zigzagueando de un farol a otro para evitar la oscuridad.

No había un alma en toda la calle, hasta que apareció un mendigo. Venía por la misma acera, encorvado y sombrío, sujetándose la boina a la cabeza con la mano. Nada en él llamaba la atención ni había de qué asustarse: era simplemente un vagabundo que venía por la misma acera, sujetándose la boina. Pero veinte metros antes de cruzarse con él, vio que aflojaban el paso y tendía a dejarse caer hacia el lado del bordillo, doblándose despacio sobre el costado. No tendría más de treinta años, era alto y flaco y llevaba gafas negras de ciego, chaquetón azul y alpargatas rotas, sin calcetines. Se golpeó el pómulo en el bordillo. Paulina acudió presurosa, lo ayudó a recostarse de espaldas a la pared y con el pañuelo le limpió la sangre de la cara. El hombre respiraba como un fuelle. Sus dedos pálidos lucían cantidad de sortijas de hueso. No será nada, lo tranquilizó ella, es la debilidad. Él quería levantarse, llevaba algo asomando entre el pecho y la sucia camisa: un candelabro de plata. Paulina reconoció el candelabro, era uno de los cuatro que había en la cripta de Las Ánimas junto con otros objetos del culto, ella misma los guardó allí después de Semana Santa.

– ¿De dónde ha sacado eso, buen hombre?

El desconocido refunfuñó, esquivó sus miradas, se encasquetó la boina y quería irse, dijo que el candelabro lo había encontrado en un refugio antiaéreo donde a veces dormía, junto a la iglesia: allí estaba pudriéndose, alumbrando la calavera de unos chicos, no era de nadie y por eso lo había cogido, a ver si le daban unas pesetas por él.

Poco después, cuando el hombre seguía su camino, ella entraba en el refugio. Así pues han excavado un pasadizo hasta la cripta, se dijo asombrada, prolongando aquella excitación, ya verán cuando los pille. Ardía una vela en el recodo de la izquierda; pero no vio la llama hasta que dejó atrás el fango y el tablón; agonizaba en la hornacina, sobre la cera derritiéndose que cubría la calavera, iluminando los reducidos límites de una reciente conspiración secreta: aún se veían las piedras en semicírculo y encima las pelucas rojas de diablo, los tres candelabros, la lata con restos de pólvora. Oyó sus voces desde el pasadizo, pero al empujar el baúl no vio a nadie en el vestuario. Vaya, tan formalitos en el catecismo y mira, pues se lo contaré al mosén… Pasó por delante de un espejo, agua sucia encharcada que su propia figura cruzaba fantasmal: una mujer bajita y gorda con los zapatos en la mano y una ridícula flor de trapa en la cintura. Mañana se lo contaré al mosén, cuando vaya a confesarme. Había luz al otro lado de la arpillera, en el escenario:

– Tú vas vestida de hombre, con la túnica y el cinturón de oro de San Miguel, con la capa, la espada y el casco. Pero figura que eres una chica, ¿entiendes? Quiero decir que eres una chica de verdad, pero te haces pasar por hombre. Y nosotros no lo sabemos.

– Y éste lucha contigo y os caéis al suelo, y entonces pierdes el casco y se te sueltan los cabellos largos de chica, así, mira, como en La Corona de Hierro, ¿la has visto?

– No.

– ¿Y La Prisionera Desnuda , la has visto, niña?

– Tampoco. Amén dice que tus películas son mentira.

– ¿Cómo?

– Sí. Que las películas que cuentas no existen, nadie las ha visto nunca. Que tú te inventas esas pelis, Sarnita.

– Amén tiene una gotera en el coco, chavala. ¿Y Suez, la has visto?

– ¿Suez?

– Sí. Todo el mundo la ha visto. Tú eras Anabella y éste era Tyrone Power, ¿vale? Hay un ciclón sobre el desierto y tú salvas a éste atándolo a un poste, mira, aquí tienes la cuerda. Entonces figura que el ciclón te empieza a arrastrar, él se ha desmayado y se despierta atado al poste y ve que estás perdida, y te aprieta entre sus brazos porque además está enamorado de ti, pero el viento es muy fuerte y todo es inútil, una fuerza invisible te empuja y te arranca de sus brazos, te levanta del suelo y te lleva lejos…

– No -dijo María-. No me gusta el cine, casi nunca voy.

– Pues lo que te hicieron los moros, Fueguiña -dijo José Mari-. Ensayamos eso, ¿quieres?

– ¿Otra vez?

Su mirada pasmada penetraba hasta el fondo del escenario, sus ojos saltaban de un horror a otro: la silla con la cuerda colgada al respaldo, la Bota Malaya con el torniquete que rompe tobillos, la Campana Infernal con el martillo y el riel, el bidet con los regueros de pólvora… Había incluso una vieja radio en forma de capilla que, si funcionara, habría servido seguramente para ahogar las quejas de las víctimas, como en una cheka de verdad. Así que yo tenía razón, mosén, ya se lo dije, le diré: algo extraño ocurre, tienen a las chicas muertas de miedo y Dios sabe qué se traen entre manos, ya verá cuando se lo cuente mañana, no me va a creer: haciendo marranadas en el escenario, con este ojo lo vi, ellas medio desnudas y temblando de risa y de miedo, la gallega María Armesto y esa cochina de Virginia con sus trenzas rubias, los espié por uno de los agujeros de la pared, sentada a caballo en un tronco de árbol tumbado en el suelo, sin que me vieran. Hace tiempo que lo sospechaba, mosén, lo veía venir, le diré, se lo dije: hay que vigilar a esos chicos, ocurren cosas muy raras en la Parroquia, andan por ahí como los topos y el otro día una niña de la Casa tenía las muñecas marcadas por unos cordeles…

Debería confesarme también del baile, no, es decir, es lo mismo, va muy junto un pecado con el otro y será como si confesara los dos a la vez: verá usted, mosén, le diré, yo volvía de la fiesta algo mareada y así llegué al refugio, en ese estado de pecado lo vi todo. Era como si ensayaran una función pero no, primero eran trozos de películas y lo demás inventado, luego aquella tortura que habrían ensayado cientos de veces con la gallega forzada a desnudarse a punta de fusil, hasta hacerla reír y llorar a la vez. Empujándola, agitándola cogida por los hombros, hacían saltar como de un árbol su risa podrida, su llanto florido y abyecto, qué vergüenza, mosén. Al ir ella vestida de Arcángel creí que ensayaban de verdad, pero en seguida me extrañó no ver al señorito Conrado. Eran cuatro moros harapientos y de cara renegrida, esgrimían cinturones forrados de monedas de cobre y tenían a Virginia amarrada a la escalera de mano, abierta de brazos y piernas como una equis. Vi su espalda desnuda y teñida de rojo, Dios sabe que no miento, mosén, parecían correazos de verdad. Entonces oí un ruido en el vestuario y me volví: una calavera cenicienta, flotando en el vacío y mirándome, ese pobre enfermo de Luisito vestido de flecha con sus ojos de fiebre en medio de dos círculos morados como un antifaz, ¿o era un antifaz de verdad?, y oí un alarido y volví a mirar por el agujero a tiempo de ver a los moros apretando el cerco, cayendo sobre ella en el fango negro del corral de la casita de labranza. Ya había perdido los zuecos y el pañuelo de la cabeza, ya los moros le subían las faldas, no sé si le habrán contado que los Regulares abusaron de ella después de fusilar a sus padres, y que a su hermanito que quiso defenderla le retorcieron las partes y le azotaron la espalda, parece ser que después se los cortaron y se los pusieron en la boca, y que a ella los falangistas le raparon la cabeza: pues eso representaban, mosén, la galleguita se interpretaba a sí misma con lágrimas de verdad y esa atrevida de Virginia hacía el papel del hermano amarrado a la escalera con la espalda despellejada, y ellos con ramajes en los turbantes y negras barbas y fusiles encañonándolas, tres regulares y un oficial cercando a María Armesto que pataleaba y chillaba, cuando su hermano se volvió a escupirles.

– Tiniente, terminemos primero con su hermano -dijo un mójame-. Que no nos dejará pichar en paz.

– Eso. Je, je. Y mientras, que ella nos prepare un té caliente, tiniente.

– Unos pinchitos, paisa.

– ¡Silencio! -dijo el teniente acercándose al azotado con los brazos en jarras, provocándole-: No volverás a escupir. No tienes huevos.

– ¿Que no? -mirándole por encima del hombro, esa descarada-. Agárrame la bragueta y verás, fascista de mierda, toca: grandes, duros y agarraditos al culo.

– Tú misiano, paisa -dijo un moro-. Pero no tener hüivos.

– Prueba, moranco asqueroso.

– Espera y verás -dijo el teniente, y le dio una bofetada y

luego-: Tú, amárralo mejor. Con esa cuerda.

Cumplió la orden el mójame que se reía. Y otro aún más negroide, retinto, con barbita de chivo, se acercó y plantó las garras en los desnudos pechitos amarillo limón, enfangados, mordidos lirios de luz. Quedó entonces la niña aún más abierta de piernas, crucificada en la escalera, dando alaridos mientras el oficial hurgaba en las ingles con su manaza.

– Suai-suai -decían los moros riendo-. ¡Jaudulilá, que pronto se desmayará!

Se retorcía como una serpiente, gemía y lloraba y se reía, y el oficial, con los dientes apretados, dio un paso atrás y ordenó al moro que siguiera él: aprieta, mójame, retuércelos que parecen de goma, así, apretaditos en el puño y ahora tira fuerte hacia abajo como si los ordeñaras, así, y él se puso a golpearlo con las rodillas y con los pies, mientras esa descarada hacía que se desmayaba de dolor o de risa. Entonces todos se volvieron a mirar a la gallega caída en el suelo, y en cuyos ojos había el espanto y el horror de verdad, mosén, el mismo de entonces con toda seguridad, y una ansiedad vengativa, sanguinaria. Tienes que pararles, pensaba, levántate y échalos de aquí, pero las piernas no me obedecían. Volví la cara cuando tres de ellos sujetaban sus brazos y sus piernas y el otro se sentaba sobre su vientre, busqué a Luis a mi espalda con ojos de auxilio pero ya no estaba en el vestuario, y una oleada de calor me envolvió, cuando noté algo moviéndose debajo de mí, en el tronco de cartonpiedra donde me sentaba…

Pero eso nunca tendría el valor de confesarlo, cómo podría si no estaba segura de que hubiese ocurrido, si debió soñarlo: que el niño se había deslizado dentro del tronco como una serpiente, que estaba enroscado allí desde hacía rato, conteniendo la tos y ardiendo de fiebre como dicen que arden los tuberculosos junto a una mujer; soñó incluso su boca morada y su lengua quemante, su aliento envenenado que traspasaba el cartón buscándola. Sin poder reaccionar, paralizada por lo que veía en el escenario: la más sucia porquería que unos moros degenerados pueden hacerle a una chica en las afueras de un pueblo devastado por la metralla y el pillaje, le diré, eso sí, pero cómo confesar lo otro si fue una ilusión de los sentidos, un desvarío, a caballo del tronco áspero y rugoso, descalza y con los zapatos en la mano, extraviada la conciencia y el corazón en un puño… Se levantó y escapó del refugio y de aquella visión atroz y de su propia vergüenza, me fui corriendo a casa y pensaba decírselo en seguida, mosén, hay que hacer algo con esos golfos, fue el último baile de su juventud tan triste y aburrida, castigarlos o expulsarlos de la Parroquia y no volverá a ocurrir, lo están corrompiendo todo pero mi vocación es firme, mosén, que el Señor me guíe, unos niños y a mis años, qué vergüenza.

Y el Tetas y Amén siempre con la torta: vestidos de monaguillo iban de acá para allá tras de entierros y misas, parando a ratos en la trapería para enterarse de todo con retraso y mal. Y Mingo ya era el colmo del despiste, sobre todo los días que se quedaba a comer en el taller de joyería. Luis iba algunas noches a un tostadero clandestino de café, allí le daba vueltas a una esfera de metal sobre unos leños encendidos, y estaba siempre en la luna, con sueño y el buen olor a café y azúcar tostado en sus ropas; pero al menos de día era libre igual que Sarnita y Martín y se iba con ellos a vender postales o al cine. Veían a Java con más frecuencia y por lo tanto estaban al corriente de todo, no tenían que andar jodiendo con preguntas como Amén:

– ¿La encontró por fin, Sarnita, de verdad? Que no me he enterado, hombre, que tenía un funeral, cuéntame -siguiéndole al trote, pisándole los talones camino de la plaza Rovira-. Venga, ¿qué pasó?

– No seas pelma. A Java no le gusta ventilar eso. ¿Cogemos el treinta? -indicó al tranvía que iniciaba la curva frente al cine-. ¿Ya viste Sendas Siniestras, de los hermanos Dalton? ¿O vamos al Delis?

– Vale. Pero oye, jolín, a mí nunca me contáis nada. ¿Es verdad que Java ha ido al barrio chino?

– ¡Corre!

Se colgaron del enganche trasero cuando el tranvía enfilaba la recta del Torrente de las Flores. Durante un buen trecho oyeron el tintineo de la campanilla y los chispazos del trole en el cable, luego el chirrido de las ruedas en la curva frente al cine Delicias: abrazados y con los ojos cerrados recibían en la nuca y la cabeza los puñados de arena que les arrojaba el cobrador, sus insultos y sus manotazos. Salta cuando te avise, dijo Sarnita, ¡ahora! El impulso les hizo correr varios metros con el cuerpo doblado hacia atrás, los brazos como ventiladores y las suelas de las botas percutiendo en el empedrado como pistones, hasta el mismo vestíbulo del cine. Martín y Luis ya estaban allí. A ver si hay tomate, porque si es una de amor yo me las piro al Iberia, que dan Aventuras de Marco Polo. Nos colamos juntos, ¿eh?, dijo Amén, no me dejéis el último, siempre me toca a mí.

Disimularon mirando los carteles. El portero leía el periódico sentado en su silla. Tras la cortina marrón ya se oía la sintonía del

No-Do. Luis compró un cucurucho de altramuces y lo repartió. Vieron al vagabundo Mianet rastreando colillas entre los pies de las chicas que miraban las fotos de reclamo del programa doble. Siempre guipando, el viejo Mianet. ¿Fue aquí, Martín?, preguntó Amén. Sí, se ve que el Mianet dijo algo mirando las fotos, estaba ahí mismo igual que ahora y Mingo lo cazó al vuelo y salió pitando a avisar a Java: ya sé dónde está, legañoso, la han visto. ¿Y fue a verla llevando mucho dinero, le sacó dinero a la doña?, dijo Amén. No, pero estuvo a punto, dijo Sarnita, verás: fue Java y le dijo, doña, esta vez sí que es ella, supe que salía con un policía armada y al principio me extrañó, luego resultó que el policía es mariquita, igualito que ella y hasta tiene una cicatriz en el pecho, qué cosas, doña, hasta se hacía vestiditos con una máquina de coser que le alquiló a ella. Ya no salen juntos, no ha vuelto a verla pero sabe dónde para y por decírmelo pide dos duros. Es un pobre sarasa muerto de hambre, los días que está libre de servicio hace horas en un taller mecánico. Es pariente lejano de la mujer del dueño del taller, que era marmota y dicen que tiene un hijo de un cura. Este cura era el confesor de las huérfanas de la Casa de Familia antes de la guerra, hasta que la Aurora se enteró que hacía manitas con las niñas y se lo dijo a un tío suyo anarquista, que echó al cura a patadas de la Casa, lo vio toda la calle Verdi y todavía lo recuerdan. Lo he sabido en un bar de furcias que frecuentaba el gris vestido de andaluza, qué elemento, ya lo expulsaron del cuerpo, doña, si es que no podía ser… Bueno, dos duros me pide, doña, son muchos cuartos pero yo que usted se los daría, no debemos perder la ocasión.

Sarnita se interrumpió, sus ojillos como bellotas reventonas espiando al portero: doblaba el diario, se levantaba, iba a charlar con la taquillera. ¿Y qué pasó?, dijo Amén, ¿le dio los cuartos? Nanay, no salió bien. Sarnita hundió de pronto la cabeza entre los hombros como si fuera a embestir y empujó a Martín y éste a Luis: ¡Ahora, va, que no nos guipa…! No, esperad, quietos, ordenó Sarnita. Y los clavó muertos de risa. Pues no lo entiendo, aprovechó para decir Amén, ¿por qué se inventó al poli mariquita? Tontolculo, replicó Sarnita, ¿cuándo entenderás de negocios?, el plan era volver otro día y decir nada, nos engañó, los mariquitas son traicioneros, doña, se quedó los dos duros y todo mentira, no era ella, no se puede uno fiar… ¡Ahora, adentro!

Se colaron, pero antes de finalizar el No-Do hubo un apagón. Silbidos y pataleo en el gallinero. El acomodador puso dos velas encendidas al pie de la pantalla. Martín y Luis tiraban pellejos de altramuces y cerillas encendidas a la platea, barrida de vez en cuando por el cono de luz de la linterna del acomodador. Amén fumaba e incordiaba sin descanso: ¿y dónde dijo el Mianet que vio a Ramona? No lo sé, pelma. ¿Pero Mingo lo oyó decir y se fue corriendo a avisar a Java? Sí. ¿Y qué pasó?

– ¿Dices que la han visto? ¿Quién? -dijo Java.

– El Mianet.

– No hay que fiarse del viejo. ¿Dónde está?

– En el Delicias -dijo Mingo-, mirando cuadros.

Llevaba el sol en sus viejos zapatones de vagabundo, destellos cegadores. Rondaba los vestíbulos de los cines del barrio con su mugrienta guerrera sin color y su macuto, arrimándose a las muchachas que cogidas del brazo leían en voz alta los diálogos escritos en las fotos color sepia clavadas con chinchetas en el panel, frases de amor o de risa mecidas por el ruido de la proyectora en la cabina, que se oía incluso desde la calle. Destacaba en medio de las muchachas su cabeza de tortuga, calva, arrugada y negra, que desprendía un metálico olor a conservas, a lata vacía. Su simpática cara de viejo simio simulaba un franco interés por la tragedia de guante blanco que expresaban las fotos y leía en voz alta, porque siempre había alguna chavala que se quedaba a su lado a escucharle un rato más: la experiencia le había enseñado que no todas sabían leer. Sólo un observador muy agudo podía captar la tierna maniobra; primero su cabecita infectada de miseria oscilaba sobre el largo cuello, y había un suave y reverendo parpadeo al mirar de reojo a la presa; en seguida el lento, cauteloso desplazamiento del pie hasta rozar el de ella; bajaba entonces los ojos con humildad, ladeando un poco la cabeza, se inclinaba con cierta prevención, como si estuviera al borde de un precipicio, y el espejito semioculto entre los cordones flojos del zapato le devolvía desde el fondo de un pozo aquellos pálidos fulgores blancos, rosados o celestes, en medio de los muslos.

Entonces una sonrisa beatífica endulzaba la cara de Mianet. Alternaba la fijación del difícil encuadre con la lectura susurrante y fervorosa de los diálogos en las fotos del panel, arrastrando a su joven presa de una escena a otra, de un beso de amor a una mirada de celos, de un duelo de espadas a un peligro en la jungla, sin descomponer nunca la figura de espontánea y gentil deferencia hacia la analfabeta. Y con precisos desplazamientos del pie, según exigiera el vuelo de la falda o la postura de ella, mejoraba pacientemente la perspectiva, tanteaba aquella suerte de claroscuro que alguna vez debió pararle el corazón ante el feliz hallazgo: alguna vez debió ocurrir.

– Cuando Java llegó, ya lo habían pescado -dijo Sarnita-. Ya lo estaban vapuleando.

El portero del cine y un espontáneo indignado, un fulano de gran papada, mandón y colérico. Lo empujaban de malos modos hacia la calle y él refunfuñaba, medio caído en el suelo, barriéndolo con la bufanda y el petate. En la pechera abierta de su guerrera asomaban hojas de periódico que le protegían del frío como una camisa. Le decían cerdo piojoso, baboso, rojo, aléjate de las niñas, lo patearon, hicieron añicos sus espejitos mágicos, tiraron lejos sus zapatos, abollaron su fiambrera y tropezó y cayó con un triste ruido de quincalla. Viejo indecente, gritaban, que lo encierren, escupiéndole mientras el portero y aquel fulano lo arrastraban hacia la calle. Java se interpuso y recibió tal bofetada del gordo que, encogiéndose en el acto como un felino, la mano se le fue como el rayo al bolsillo de la navaja. Pero no la sacó, no hizo falta: algo en sus ojos enfermos de legañas, pelones y rojos, mirando desde abajo, acojonó al tipo, que reculó y le permitió ayudar a Mianet, calzarle los zapatos, levantarlo del suelo y llevarlo a una taberna allí cerca.

Lo sentó y le dijo volviste a las andadas, viejo loco, no escarmientas y un día te matarán a palos, ¿por qué no vuelves a pedir por los pueblos, qué esperas de esta cabrona ciudad de chivatos, que te trinquen? Un día se sabrá todo y acabarás con la boca llena de arena en el Campo de la Bota, viejo tonto. El Mianet sacó la fiambrera y se puso a comer, le ofreció a Java un poco de carne en conserva y masticaba ligero con sus encías sin dientes, decía ja, ¿los pueblos dices?, ahora los payeses sólo te dan almendras y avellanas, nadie tiene un real y se pasa más hambre que aquí, el que crió un cerdo lo mata de noche y a escondidas, con la radio bien alta para que nadie oiga los chillidos, son unos agarraos, hijo. Y riéndose, más tranquilo: ¿qué, qué hace tu abuela, qué hay del marinero…? Nada. ¿Dónde duermes ahora, Mianet?, le preguntó, ¿ya tiraste el saco, no quieres traernos papel?, mira que la abuela siempre te daba algo. Y él ja, eso se acabó, ya tampoco estañaba ollas ni arreglaba paraguas, ahora hacía algo mucho mejor, vendía nomeolvides en el barrio chino y le iba bastante bien, tenía una clientela de putas que le encargaban hacer grabar el nombre y la fecha… Sí, allí la había visto la semana pasada, en un bar de Escudillers, no le compró nada porque andaba en las últimas, cómo está la pobre, hijo, quien la ha visto y quien la ve, claro que tú la conoces de hace poco, habrás ido de dormida con ella, pillastre, pero está de piojos y de miseria que da pena, hecha un fideo y tan asustada, desconocida, una cara todo ojos; pero si ni fuerzas deben quedarle para aguantar a un fulano encima, si apenas habla, si ni siquiera visitaba a su tío Artemi por no acercarse a la Modelo, eso me dijo; yo sí, era un amigo y le llevaba algo de comer cuando podía, estuvimos juntos con el Chepa en la ofensiva; va listo el pobre Artemi, no saldrá ni en treinta años. ¿Y qué bar era ése, Mianet?, dijo Java. Ah, pillastre, podrían ser tantos, éste o el otro a ella le da igual, mira en Escudillers, y si no acércate por La Maña: está pasando una mala racha.

Fue un sábado por la noche. El día tiene la desventaja del mucho trabajo para ellas, pero el mucho trabajo es precisamente la garantía de encontrarlas. Se pateó todo el barrio chino, todas las casas de putas, desde La Maña al Jardín y La Carola, y nada, en todas le decían lo mismo: aquí no queremos enfermas, esto no es un asilo, tuvimos que echarla porque hasta apestaba, de verdad.

– ¿Tan mal está, chaval, tan acabada? -decía Amén agazapado en la sombra del cine, apurando con avidez la pestilente colilla-. ¿Tuberculosa sin remedio? ¿Un vejestorio con bigotes y tetas caídas? ¿Ya no la quieren los hombres, Sarnita, ya no les da gusto?

Sarnita achicaba los ojos, rumiaba: no, dijo. ¿Te acuerdas de las momias que sacaron a la puerta del convento de las Salesas, en el Paseo de San Juan, que mi padre nos llevó a verlas de niños, te acuerdas? Pues así, una momia. Atiza. Y ya muy de noche la encontró por fin en una tasca de mala muerte, y chico, qué sorpresa: un fideo, sí, un pellejo que hedía a vinagre, una momia pero muy pintada y teñida, muy puesta y ni hablar de sentirse perseguida y con miedo: timándose con dos marineros en la barra, calentándolos aunque luego nada, porque se largaron y ella se quedó con las ganas. Algo de miedo: retrocedió al verle entrar, diciendo ¿otra vez, niño? De miedo: apenas si habría hecho dos chapas en toda la noche y era sábado, se le notaba el fracaso en la cara. ¿Será por la cicatriz, Sarnita? ¿Por lo aburrida y triste, una Magdalena? Java salió a esperarla fuera. A través del cristal la vio pagar un cortadito. Él no había podido sacarle aquellos dos duros a la doña, sólo tres pelas, más dos que ya tenía…

– Traigo el dinero -dijo parándola en la acera-. ¿Subimos, Ramona?

– ¿Dónde quieres ir, mocoso, dónde te dejarían entrar?

– No tengo los dieciocho, pero se lo creen. ¿Subimos? Ella suspiró cansada, cerró los ojos. El bolso colgado al hombro, las manos en los bolsillos de la gabardina, las katiuskas donde bailaban sus piernas que se le habían quedado como palillos. Déjame tranquila, por el amor de Dios, no me busques líos y olvídame, rico, no me hagas esta faena. De pronto él cogió su mano por sorpresa y se la puso ahí, sonriendo: mira cómo estoy de malito, Ramona, mira cómo me tienes. Quita, niño. Si quieres aviso a Maruja y subes con ella, es lo único que puedo hacer.

– No. Contigo.

– Si estoy para el arrastre, hijo. ¿Ya me has mirado bien? Por mí no quedaría, no es por falta de ganas, te lo digo francamente -y cerró otra vez los ojos, cerró su mano en la mano que ardía, cerró las piernas temblonas y acercó la boca abierta rozando la bufanda de él-. Pero es mejor que no. No quiero tratos contigo, así de clarito. Abur.

– ¿Por qué? Tengo el dinero -ella se iba, pero la retuvo por el brazo-. Espera, oye una cosa…

– Dile que se vaya a paseo, a ese que te envía. Díselo.

– No diré nada, no diré que te he encontrado.

Ramona volvió a subir a la acera, de un tirón se desprendió de su mano y lo miró fijo. Pero sólo dijo, con una voz desconocida, con la cara repentinamente de otra, una calavera pintarrajeada:

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué, rico? ¿Por qué habrías de hacer eso por mí?

Java no resistió esa mirada. Pensó ¿qué pasa? Natural: no era ella, ese esqueleto no podía ser ella, Sarnita, se había equivocado de furcia; ésa no se escondía de nadie, así que no podía ser, ¿verdad? Sí que lo era, sí que tenía miedo, ahora, pero también ganas, pues acuérdate: un par de chapas solamente y tal vez con vejestorios, piensa lo que debe ser para ellas, tan acostumbradas a hacerlo cada día, un tormento, chico, iba como una perra, tú no entiendes de eso todavía pero así es la vida, Amén, así es el vicio. Y ya lo creo que era, porque en seguida añadió:

– ¿Y por qué iba yo a creerte? ¿Te crees que me chupo el dedo, que no sé que me denunciarías?

Se lo explicó cogiéndola del brazo, caminando: no me conviene, tonta, ¿no ves que si hablo te llevan a esas monjas de Gerona para regenerarte y se acabó el negocio para mí? Es matar la gallina de los huevos de oro, y no me interesa, ¿está claro?

– Entonces -dijo ella parándose- ¿qué buscas, qué quieres?

– Subir contigo. Sólo eso.

Lo pensó ella un momento y dijo: está bien, vamos. Pasaron dos borrachos alborotando y haciendo sonar palmas. Ya era muy tarde y cerraban los bares y los letreros luminosos se apagaban. ¿Tienes para una habitación?, nerviosa ella, dando traspiés: y cómo pasa el tiempo, chico, el mirón ni me reconoció, decía, fíjate, ¿tanto he cambiado, tan estropeada estoy?

– No hay mucha luz allí, y es de gas.

– No es eso. Han pasado ocho años, pero qué son ocho años…

– Debías ser casi una niña -dijo él para complacerla-. Ahora eres rubia y te pintas, y tan flacucha…

– Eso es, una buena birria.

– A mí me gustas.

– He estado enferma. Bueno, ¿tienes para la habitación, sí o no?

– Sí.

¿Que qué hay, Amén? Pues una cama, un bidet, una mesita de noche con un cenicero, nada más. Espejos en el techo, sátiros y ninfas persiguiéndose en las paredes, culos al aire, tetas. Luz roja, toallas, pomadas para el pito, nada más. Yo nunca he estado pero agárrate, que viene lo bueno: Java tampoco. No me lo creo, Sarnita. Como lo oyes, chaval, a lo mejor ni siquiera tenía roto el frenillo, el legañas. Y el caso es que no pudo hacer nada, no se le empinó. ¡Atiza!, ¿tan mal está la tía, tan jodida? No, parece un fideo pero se ve que desnuda está muy buena. Lo que pasa es que ésas siempre te cuentan su vida, ya sabes, una perra vida con hijos de padre desconocido y un chulo que las pega, siempre arrastrándose por los bares y las casas de meucas más tiradas, y eso te la baja, chaval, te la baja pero hasta los pies, si te descuidas acabas llorando, yo no he ido nunca con ellas a una habitación pero es así. ¡Ondia! entonces es mejor no dejarlas hablar. Eso precisamente haré yo cuando me estrene, Amén, pero depende de la tía y de todos modos si te tapas las orejas y cierras los ojos resulta fermi, tal como habías pensado antes de ir: estás tumbado en la cama con ella, fumando un cigarrito, hablando de la vida en general, tan a gusto, imagínate, no tienes más que alargar la mano y aquí está ella, a tu lado, desnudita, calentita como un pan.

– ¿Te dejan quitarles las medias?

– Si están enamoradas, sí. Y el sostén, y las braguitas.

Pero primero las katiuskas. Tumbado cara al techo, puestos los ojos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, se volvió un instante a mirarla arrodillada en el colchón, como la primera vez en el dormitorio del piso del Ensanche, mientras sujetaba sus cabellos en la nuca con una gomita. Mirando tranquilamente su cuerpo como una estatua antigua en medio de un jardín descuidado, en medio de una memoria frondosa que no era totalmente suya, mirando sus pequeños pechos castigados de cicatrices y mordiscos y sus ásperas caderas; pensando en el curioso destino de esta carne y la suya unidas en una cama ajena no por la casualidad, sino por el hambre o la necesidad: ese sentimiento de las cosas que ya son irreversibles, como el fracaso o la muerte.

Y si la tratas con dulzura te acaba cogiendo confianza, chaval, y entonces puedes preguntarle: ¿cómo te has hecho de la vida, nena? Y ella te cuenta cómo y cuándo empezó, quién fue el primero, dónde la desvirgaron, si la hicieron sangre, si le dio gusto, etcétera. Y es emocionante.

– Era mecánico de motores de aviación, trabajaba en Can Elizalde. Muy guapo, un poco echao palante, revoltoso, de los amigos de Durruti igual que tío Artemi, él me lo presentó cuando era capataz.

– ¿Ya eras directora de la Casa, entonces? -dijo Java-. ¿Ya hacías función con las huerfanitas en Las Ánimas?

– Eso fue antes, el primer año de la República. Iba a fregar y a barrer aquel ático pero dormía en la Casa. Cuando vino la guerra y la directora se las piró dejando a las niñas en la estacada, allí sólo entraban los cuatro reales que las mayores ganábamos yendo a fregar por ahí, alguien tenía que hacerse cargo y yo era la mayor. De hecho nunca fui directora de nada, tío Artemi y algunas mujeres del partido nos ayudaron mucho, aquello duró hasta que mataron a Pedro en Aragón.

Se había sentado en la cama y le esperaba. Él andaba ganduleando cerca del bidet, pensativo, amohinado. La vio levantarse, déjame que te lave, niño, la vio venir con unos ojos extraviados, una sonrisa que parecía una mueca, déjame hacer a mí.

– ¿Y las llevabas a misa, mandando los rojos? ¿Llevabas a las huérfanas a comulgar a Las Ánimas, a rezar y a cantar con el cura, en medio de aquel follón de los rojos? -dijo Java.

– A misa no, claro, no había, la capilla fue saqueada y quemada y no se abrió al culto hasta dos años después. No creas que era lo mismo que ahora, no nos pasábamos todo el santo día con el gorigori, sino jugando, aprendiendo solfeo o ensayando la función de teatro. Aquel invierno sirvió de alojamiento provisional a unos milicianos que regalaron varios pares de zapatos a las niñas, y ellas les ayudaron a instalarse en el jardín, aún me veo alrededor de las fogatas trajinando manojos de fusiles, haciendo equilibrios sobre los altos tacones… Todo fue bien hasta que perdí a Pedro.

Siempre dicen lo mismo: que el novio las engañó y abusó de ellas y después las abandonó. Y si insistes, si caes simpático, te cuentan cómo fue, llorando como Magdalenas al recordarlo, desconsoladas, chico, el rimel yéndose a la mierda con las lágrimas y el carmín también y el colorete; de pronto es otra fulana, es otra cara: una cara de pobre viciosa sin remedio.

– Quién tenía que decirme que me pasaría esto a mí, precisamente a mí, que ayudé a mi novio a recaudar para el Socorro Rojo y a pegar por las calles aquellos carteles que pedían a las putas que abandonaran su oficio, que era la hora de su libertad. Y mírame ahora.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo fue la primera vez, dónde?

– En una cama ajena y sin hacer. Antes de limpiar el piso, porque Pedro no podía esperar ni un minuto más. Sobre unas sábanas que aún guardaban el calor de él, el asqueroso. Aprovechábamos todas las ocasiones que el señorito no estaba. Pero se enteró. Un día debió descubrirnos y el cerdo no dijo nada, no hizo nada, sólo mirar: meses y meses mirando, espiándome al desnudarme y al vestirme, viéndome allí en su cama abierta de piernas, el miserable, viéndome gemir y llorar de felicidad, hoy lo sé, como sé que nunca más volveré a ser feliz en esta vida. Yo idolatraba a mi Pedro, niño, le dejaba hacer conmigo lo que quería, no es como ahora, ¿entiendes?, era un amor de los grandes. De modo que ese desgraciado se fue pudriendo por dentro, agazapado detrás de una cerradura, y así sigue, pudriéndose cada día más y no sólo por culpa de la metralla que lleva en el espinazo, pudriendo todo lo que toca, a su pobre madre y a ti y a otros que vendrán detrás de ti.

– ¿Y tú no te dabas cuenta? ¿Cuánto tiempo duró?

– Desde un día que no pude entrar en el cuarto de baño. Estaba siempre cerrado por dentro y para fregar tenía que acarrear cubos de agua de la cocina. Qué extraño, me dije, pero tonta de mí no se me ocurrió. Y él estaba por aquellos días tan amable, por otra parte, tan atento conmigo y con las chicas de la Casa: nos regaló una mesa de ping-pong y por la noche había una muñeca en todas las camas de las huérfanas, y a mí empezó a regalarme ropa interior. ¿Entiendes?, prendas monísimas, las más caras y finas, para poner cachondo a cualquiera. ¿Te das cuenta qué cosa más rebuscada, venirme con aquellos sostenes calados, aquellas combinaciones de raso y camisones transparentes, aquellas ligas con puntilla…? ¿Y las botellas de coñac y de anís que dejaba a nuestro alcance en la mesilla de noche, para que nos emborracháramos, para que nos animáramos a hacer todo aquello que a él más debía gustarle? Hasta el día que se le olvidó echar el cerrojo.

Fue poco después de irse Pedro, dijo. Ella se había puesto la bata y empezó a vaciar ceniceros, sacudir la alfombra, barrer y fregar. Siempre que pasaba con el cubo y el estropajo junto a la puerta del cuarto de baño, la mano se le iba instintivamente a la manecilla por efecto de un reflejo condicionante. Y esta vez se abrió. Sorprendida, sin terminar de abrir del todo, vio luz y oyó las patas del taburete chirriando al retroceder él, luego un frasco de cristal estrellándose contra el suelo y la resistencia temblorosa detrás de la puerta. Abrió del todo, ya con el grito en la garganta. Y allí estaba, recostado contra la pared con el albornoz echado sobre los hombros, espatarrado para no caerse del todo, en medio de un sembrado de colillas y cristales rotos y un charco oloroso hasta la náusea, el cuartito lleno de humo de tabaco y sudores irrespirables. Y estrujando, sobando con dedos de maniático la toalla amarilla…

– ¿Qué hizo cuando se vio descubierto?

– Yo me asusté tanto. Quería irme pero él no me dejó, se empeñó en darme una explicación. Primero suplicó, se arrastró a mis pies implorando: que era como una enfermedad, dijo, que no lo podía evitar y que no hacía mal a nadie con eso, que lo perdonara, que por el amor de Dios no le dijera nada a su madre. Luego se dio cuenta que yo lloraba aún más que él, que estaba aún más asustada que él y que era casi una niña, y se calmó. Yo no sabía qué hacer. Quería irme a la Casa y meterme en la cama y llorar, recuerdo que esa noche una de las chicas me oyó y vino de puntillas a acostarse conmigo. Tenía que desahogarme con alguien y se lo conté todo. Muertas de vergüenza y de rabia, cortamos las cabezas de todas las muñecas de las huérfanas y al día siguiente se armó la gorda.

– ¿Se lo dijiste a tu novio?

– Lo habría matado. Pensaba decírselo, pero más adelante, aquellos días había tiros por las calles y sé que Pedro habría ido a matarle, a él y a Justiniano, que era el que me traía los regalos. Justiniano era el chófer de su padre y solía venir con el Hispano a recoger a Conrado los días que comía con la familia. A veces me lo encontraba abajo en la calle y al verme me sonreía, no puedo decir que se portara mal conmigo pero era su confidente y su cómplice, y creo que sólo por eso me juré joderle algún día. También solía encontrármelo en el ático, cepillando los trajes del señorito o lustrando su colección de botas de montar, y yo no sé por qué pero la gozaba viendo aquel hombrón haciendo esas faenas, parecía un perro feliz meneando el rabo, hasta habría jurado que lamía las botas. Aunque debía saberlo todo, nunca se había metido conmigo ni siquiera en plan de broma. Pero un día que trajo bebidas al ático por orden del señorito y me encontró sola, fregando el pasillo, me propuso tomar una copa de coñac. Fue la primera vez que lo vi con la camisa azul. Yo no acepté y se puso pesado, estaba muy eufórico y bromeaba, y al disponerse a descorchar la botella me quiso abrazar y con el forcejeo, sin querer, me clavó el sacacorchos aquí y aquí, mira. Entonces ya me urgía hablar con Pedro, pero de pronto no hubo tiempo para nada, vino la guerra y Pedro se marchó al frente y yo, al ser la mayor de la Casa y quedarnos sin directora, tuve que ocuparme de las chicas. El señorito Conrado se pasó a los nacionales con su padre, que ya estaba en Pamplona, y luego se marchó también la señora, y las milicias anarquistas confiscaron su piso del Ensanche y dicen, no sé, que durante un tiempo fue una cheka, yo nunca estuve. De cualquier modo sé que tío Artemi no permitió nunca que se tocara nada, ni un cubierto se tocó de aquel piso y mira cómo me lo agradecen. A ese desgraciado nunca volví a verle, y tampoco a su madre… Aún no me has besado en la boca, ¿es que te doy asco? Y tampoco he notado tu lengua, chato mío…

Y los abortos que han tenido: también eso te cuentan, chaval. Y el cuidado que ponen en no correrse, en que no les des mucho gusto, en distraerse con algo, por ejemplo contando mentalmente hasta cien. Por no gastarse. ¿No sabes que el nervio del gusto lo tienen muy fino y acaban estropeándolo de tanto darle gusto? ¿No ves que no podrían aguantar, con lo que trabajan, no ves que acabarían tísicas de tanto correrse?

– Pero a su padre sí -dijo Java notando la lengua en las ingles, cogiendo su cabeza con las manos, quizá con la idea de mitigar un poco aquella fiebre, aquella ansiedad que la consumía-. Espera… Al padre sí que volviste a verle, ¿verdad? Ramona se incorporó con una tristeza en los ojos, pellizcando con dedos temblorosos un pelito pegado a la comisura de los labios. Suspirando, se recostó a su lado.

– Sí -dijo-. Entonces ya otra gente se ocupaba de las niñas y yo volvía a servir, esta vez en una torre de la barriada de La Salud que los señores dejaban largas temporadas a mi cuidado. Salía cada noche y me iba emputeciendo, es la verdad, no sé cómo pudo ocurrir pero así es. Me desesperaban los bombardeos, y no lo digo como excusa, me deprimía meterme en el metro y en los refugios. Balbina y yo frecuentábamos el hotel Falcón, en las Ramblas.

– ¿En busca de plan?

– En busca de compañía. Amigos de Pedro y de mi tío. El hotel siempre estaba lleno de milicianos con permiso y la paga aún caliente, y a veces invitábamos algunos a la torre de La Salud y se quedaban a pasar la noche. Balbina quedó embarazada y la señora la despidió. Pero yo seguí, me enamoré locamente de uno y después de otro, y no creas que estaba triste ni amargada, no, no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi tío se enteró y un día me dio una paliza. Entonces se lo conté todo: que me gustaba, que no podía pasarme sin eso, que nunca olvidaría a Pedro pero que necesitaba a un hombre y que la culpa la tenía el mirón. Mi tío no dijo nada, no quiso saber los detalles, sólo su nombre. Conrado Galán, le dije. Dos meses después me vinieron a buscar unos hombres de las Patrullas de Control y me llevaron al hotel Falcón en coche, recuerdo que era primavera y había tiros y barricadas en las calles, se veían ventanas protegidas con sacos terreros y aspas de papel engomado en los cristales, y los hombres de mi tío iban preocupados y callados con sus fusiles y granadas, sus pañuelos rojos y negros anudados al cuello, eran muy jóvenes. En las Ramblas no se veía un alma. En el hotel, una miliciana con el gorrito ladeado sobre los rizos fue en busca de tío Artemi. Se oían risas y canciones de soldados, en el pavimento resonaban culatazos de fusiles y había mucho trajín de chicas recaudando fondos para el Socorro Rojo. Mi tío no estaba, había ido al Comité, que estaba más arriba, junto al café Moka. Fuimos y allí nos dijeron ha ido a hablar con el inglés en la azotea del edificio de enfrente, sobre el cine Poliorama, ¿ves esa cúpula?, me dijeron, ¿ves al Paco que asoma la cabeza? Recuerdo el perfil alertado de un hombre flaco, con el fusil vertical rozándole la nariz, leyendo un libro. Mi tío apareció a su lado ofreciéndole una botella de cerveza y palmeando su espalda. Me enteré entonces del asalto a la Telefónica y me explicaron la situación: se temía un ataque a nuestros locales, había que defender el hotel. Ahora vendrá tu tío, me dijeron, pero lo esperamos en vano, ellos decidieron volver al coche y poco después corríamos por una carretera de las afueras. Tendrás que identificarlo tú sola, me dijeron. Paramos en una curva y bajamos, ya era de noche y yo tenía frío aunque estábamos en mayo. Nos esperaba otro coche y dentro unos hombres que fumaban, el chófer era jorobado, llevaban cazadoras de piel y boinas y caras de sueño. Hasta que se volvió no reconocí su cara detrás del cristal, no iba esposado y los agentes que lo custodiaban no le prestaban atención. Siempre tan bien peinado y con su bigotito recortado, me miró con pena, pero todo ocurrió tan de prisa que no me dieron tiempo a pensar. Le había visto muchas veces en Las Ánimas, en compañía de la señora, y entonces le hacía en Burgos o en cualquier otra parte con los nacionales, no sé cómo lo pescaron pero allí estaba y lo sacaron del coche a empujones; deslumbrado por los faros, nos miraba de pie al borde de la cuneta con las manos en los bolsillos de su abrigo de cuero y la bufanda amarilla colgada al hombro, tan pálido y demacrado, envejecido de pronto, tan repentinamente cargado de espaldas y hasta más bajito. Pero no le oímos suplicar. Ahí le tienes, dijo el Responsable mirándome, y sacó la pistola y otro de los faieros también, pero una voz dijo espera, cuando lo ordene Navarro, no antes. Entonces comprendí, y quise decirles que se habían equivocado pero el miedo me atenazaba la garganta, no conseguía decir no es éste, éste es el padre, aunque los muchachos de mi tío debieron notar algo porque pareció que dudaban un instante. Pero los agentes del SIM tenían prisa, acabemos, venga, dijo uno de ellos. El señor me miraba esperando quizá un milagro, no era un mal hombre, él y la señora siempre se portaron bien conmigo. No protestó, no hizo la menor resistencia. En el silencio de los preparativos se oía el viento nocturno silbando entre los pinos. Todavía hoy no sé si conseguí decir, con una vocecita, qué vais a hacer o algo así, se trata de un error, pero ellos ni me escuchaban ni parecían dispuestos a echarse atrás, todos son iguales cuando empuñan una pistola, crueles y sanguinarios, le ha llegado la hora y basta, decían, y mientras el señor me miraba seguro ya de morir y yo repetía que no, que no lo mataran y que al que había que prender era a su hijo, alguien me empujó diciendo vuelve la cara si no quieres verlo o mejor vete al coche, y allí me encerré pero lo vi todo a través del cristal. Le dieron orden de caminar y empezaba a moverse al borde de la cuneta cuando, el más decidido, alcanzándole de dos zancadas, le dio dos tiros en la nuca, tan seguidos que pareció uno. Le descargó la pistola en la cabeza, cuando ya estaba caído, y le quitaron el abrigo de cuero, el reloj y los zapatos. Con la punta del pie le movieron la cabeza agujereada. Luego pasaron sobre él con el coche, el jorobado al volante miró atrás y preguntó ¿cómo ha quedado el señor?, y otro dijo: bien, planchadito. Y lo dejaron tirado al borde de la cuneta.

Y todo te lo cuentan, todo, si consigues su confianza y su afecto: como una novia, pero más triste y necesitada de cariño del verdadero, ¿entiendes?, más jodida. Son unas sentimentales, te lo digo yo. Y entonces, en plan de queridos, os veis con frecuencia como en secreto y podéis ir al cine o a bailar, ella te invita a su piso calentito y os hacéis la comida compartiendo lo que haya, si tienes suerte es como una madre para ti. ¿Sabes que desde Can Compte, subido a la tapia, casi se la puede ver en la cama?

Java se levantó y fue a mirar por la ventana. Apartó los visillos rojos con lunares verdes y vio el solar ruinoso al otro lado de la calle Legalidad, una tierra embrionaria otra vez, después de haber pasado por ella a sangre y fuego. Se volvió con las manos en los bolsillos, balanceándose: no se atrevía a desnudarse ni a sentarse ni a tocar nada. Era la primera vez que ella lo invitaba a su casa, y tenía canguelo.

– ¿Y cómo te convenció la dueña del Continental para que fueras? -dijo Java-. ¿Cómo fuiste capaz de meterte en aquel piso, cómo no reconociste el portal…?

Ramona se cogió las rodillas con las manos entrelazadas.

– Yo nunca había estado en la casa de la calle Mallorca, sólo conocía su piso de soltero, el ático de la calle Cerdeña.

– ¿Desde cuándo vives aquí?

– Hace un mes -quitándose el sostén, sentada en el camastro, con el pie arrojó la katiuska contra la máquina de coser-. Ven.

– ¿Y por qué no me has traído hasta hoy?

– No quería que lo supiera nadie -tenía frío en los pies: dejó para el final los calcetines, las medias, la braguita negra -. Lo comparto con otra que pronto se irá, y entonces me pondré a trabajar.

Corriente, Amén: un cuartito de paredes ocre con mucha humedad, dos camas turcas, una mesita con hule, tres sillas, un brasero, un palanganero y tiestos con geranios en esa ventana. Y la Singer, seguramente alquilada. Para Java mucho mejor que la mejor habitación de la calle Robadors, aquella en que estuvieron la primera vez. Si te fijas bien, aunque la habite la fulana más pervertida y viciosa, aunque el colchón esté podrido de sifilazos, siempre rastrearás un calorcito de hogar, un detalle de hermana o de madre hacendosa.

– ¿Trabajar has dicho?

– Sí. ¿Ves esta máquina de coser? Todavía la estoy pagando. Pero ven, rey mío, acércate.

Java esquivó sonriendo su reclamo, aquella turbia urgencia en sus ojos y en sus pechos. Ella se abrazó el vientre: ven, hazme daño.

– ¿Y si primero comemos algo? Tienen buena pinta estas judías, y están calentitas. ¿Tienes por ahí unas gotas de aceite?

– Luego. Anda, verás qué bien se está en la camita, fuera hace un frío que pela -sonriendo insegura, retorciéndose, apretando los muslos como si fuera a escapársele el pipí, el vicio es algo que pone los pelos de punta, chaval-. ¿Qué te pasa? -tumbada de espaldas, reclamándolo con los brazos y las piernas abiertas, viéndole allí de pie, todavía vestido, mirándola con las manos en los bolsillos -. ¿No tenías tantas ganas? ¿No decías que llevas meses y meses buscándome sólo para eso? No te cobraré nada, va, te regalo el polvo. Aprovéchate antes de que me arrepienta… No te pongas colorado, hombre, parece mentira. Claro, no es lo mismo que hacer cuadros para el paralítico, aquí nada de fingir gusto y ni siquiera llevarás tú la iniciativa…

Eso, decía Amén, volvamos a la calle Robadors, a la primera vez.

– Va, no me salgas ahora con que tienes vergüenza, no es posible, hijo.

– No es eso…

– Vaya -riéndose casi maravillada-. Vaya, vaya. Anda, ven que te lave.

– Ya me lavé, no hace falta.

– Por si acaso.

– Que no -furioso de pronto-. Lávate tú, puta, que lo necesitas más que yo.

– Está bien, insúltame cuanto quieras -vio que Java bajaba los ojos, se mordía los labios -. Porque te mueres de vergüenza, mírate, un niño casi y ya tan maleado. Pero yo te ayudaré, chatín, anda ven con tu Ramona, así, deja que te desnude, así…

Su cabeza brillaba, sudaba en la efervescente penumbra del cine llena de puntas rojas de cigarrillos, y a su lado Amén seguía rígido y tenso como un ave de presa, escuchándole. Pero se cansaron de esperar y se fueron, tardaba demasiado en volver la luz.

Salieron del cine armando follón y subieron como una guerrilla por Escorial hasta Legalidad, saltaron al solar y allí buscaron, una vez más sin resultado, las balas y las bombas de piña enterradas. Miraban de vez en cuando la ventanita con visillos rojos de lunares verdes donde dos sombras inquietas se paseaban. Tenían frío, hicieron una fogata y esperaron que oscureciera para reunirse con los demás en la trapería. Desde este mismo sitio, junto a la tapia y casi a la misma hora, dos años después, traspasando sus ojos el turbio cristal de la verdad verdadera, les pareció verla desnuda en la ventana: vestida solamente con un rayo de luna y una sonrisa enigmática, caminaba con los brazos abiertos hacia alguien que no alcanzaron a ver. En cuclillas ante el fuego, Amén seguía preguntando y asombrándose: ¿y la cicatriz? ¿No le preguntó cómo se la hizo? La marcaría algún chulo. Los ojos fijos en la lumbre, Sarnita contaba y no acababa, hasta que Martín se acercó a decirle oye, ¿no ves que es un crío, un monaguillo? Pues por eso, porque aún es pequeño, ¿qué quieres que le diga, la verdad y toda la verdad y nada más que la verdad? ¿Que no son tan finas ni cariñosas, las putas, que se burlan de uno y no tienen vergüenza ni alma, que la chupan y la rechupan, que le pidió a Java que la diera gusto por el culo una y otra vez y que llorando le pasó la lengua desde las uñas de los pies hasta la punta de los cabellos, llorando como una pobre loca y como muriéndose de pena, llorando y chupándosela con desespero para retenerle, para no quedarse sola otra vez, perdiendo el mundo de vista de tal manera que él llegó a asustarse y se le quedó como un higo en la boca, y entonces ella abandonó el intento y acurrucada al borde del lecho fue resbalando hasta dejarse caer en la alfombra, entre los pies de los que iban a ser fusilados, botas y zapatos negros y las alpargatas del catalán con barretina, el sombrero de copa y la venda ensangrentada del joven caído, ella un fardo sacudido por los sollozos sobre la arena fría al amanecer, confundida con los maniatados en ringlera, como aguardando ella también la descarga del pelotón…? ¿Qué quieres, la asquerosa verdad, que es una viciosa perdida, una degenerada y que está podrida, venérea hasta las cejas, acostumbrada a todo por delante y por detrás, un pellejo lleno de pus que ya no encuentra clientes, que apenas tiene qué comer y que Java por lástima le compra cucuruchos de judías cocidas…? Y de qué te extrañas, tú también, pues qué te creías. Has de saber que toda historia de amor, chaval, por romántica que te la quieran endilgar, no es más que un camelo para camuflar con bonitas frases algunas marranaditas tipo te besaré el coño hasta morir, vida mía, o métemela dentro hasta tocarme el corazón, hasta el fin del mundo: cosas que no pueden ser, hombre, ganas de desbarrar, y más en el caso de una furcia asustada que la han vaciado por dentro, que ya no le quedan ni sentimientos ni ovarios. ¿Y sabes qué te queda al final?, pues un regusto a bacalao y unos pelitos de recuerdo en la boca, y menos mal si son rubios. Así es la vida: amor y purgaciones, Amén. ¿Eso querías que le dijera al chico, esa sucia verdad? No me habría creído, a mí no me cree nadie y tampoco me creerá el tuerto el día que me pare en la calle y me interrogue con la excusa de apuntarme gratis a campamentos, como hizo con el Tetas. Ya verás cómo viene, ya le estoy esperando…

– Te preguntará qué hacemos en el refugio -dijo Martín-. Alguien se ha chivado.

– Yes, hay mar de fondo. Pero es igual. Yo tengo mi mentira verdadera y pim pam fuera, camarada, le diré, lo coge o lo deja. Yes, coño, sé cómo tratarle, que venga cuando quiera y pregunte lo que sea.

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