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Asoman el tabaco y el librillo y poco después el vino y el ranchillo, patatas con lentejas o un tazón de malta con pan migado, a veces la sorpresa de un plátano, dos si hay visita. La boca se hace agua cuando oyes apartar los papeles que tapan la gatera. Dos plátanos pinzando el periódico, por fin, a ver qué embustes lleva hoy.

Leyendo cuatro elementos subversivos que habían cruzado clandestinamente la frontera muertos a tiros en las cercanías de Sant Llorenç de Munt por fuerzas de la guardia civil. Durante el tiroteo una bala perdida hirió de gravedad a un muchacho del campamento del Frente de Juventudes instalado en las proximidades. Iban seis… Y entre las páginas de información gráfica extranjera, un mensaje de Palau citándole donde siempre pasada la medianoche.

– Iban seis, Marcos, y sólo dos consiguieron escapar -Palau en el bar Alaska-. Fue al día siguiente de cruzar la frontera, en un camino poco conocido que bordea el monte. Se lo dije a Sendra, se lo repetí: no lleves a tanta gente que toparás con los civiles… Y mira. Vaya panorama, ahora. Meneses con la muñeca agujereada desde hace dos meses, Navarro enfermo, Lage todavía en la Modelo, Sendra liquidado y seguimos sin noticias de Ramón.

– Hostia, le dije. Hago bien en cuidarme. Tranquila, come cuando quieras pero no te hagas ilusiones, nena: conejo no es. Pásame el vino.

– Y así estamos, esperando -Palau hurgando sus dientazos con el palillo, los labios floridos de cerveza -. Algunos se han dedicado exclusivamente a pasar aviadores ingleses y polacos.

– ¿Lo pagan bien?

– Tengo buenos amigos en el consulado inglés.

– ¿Cuánto?

– Trescientas por cabeza. Pero eso también se acaba. ¿Viste que han desembarcado en Normandía? -Pero entonces Juan Sendra aún estaba vivo, ¿no?, aún no se veía el fin de la guerra, ni siquiera te habían avisado para participar en lo del meublé, ¿de qué estás hablando? ¿De cuándo? -No recuerdo, nena, debió ser antes pero le dije: ¿Tú crees que vendrán, Palau, vale la pena resistir? -Yo no espero nada ni creo nada, yo no sé nada, dijo.

Estaba el carota muy excitado y con ganas de darle al gatillo, de modo que tienes razón, debió ser antes del atraco al meublé, una de aquellas noches mías con ganas de estirar las piernas, de paseo nostálgico por el puerto o por el barrio, asustando a niños sin querer, para recalar en el bar a última hora: que no se diga que estoy enterrado, que me olvido de los amigos. Pero ya no había nadie en el Alaska, sólo una borracha encaramada al taburete con su abrigo de pieles, esa rubia que no tardaría en hacerse tan amiga de Viñas jugando a los dados, trompa perdida, tan sola y aburrida y buscando siempre conversación, sorda a las súplicas del camarero que no veía la hora de cerrar, que ya bajaba con estruendo la puerta metálica pero ella ni caso: bromeando con el tatuaje y las sortijas de hueso, te las compro todas, marinero, le hizo tanta gracia que se empeñó en invitarme a pipermints hasta pasada la madrugada, a puerta cerrada y sacándose billetes hasta de las orejas, habría organizado un escándalo si no acepto. Y estuvo contando su vida interminablemente, desde los catorce años que se la tiró un soldado debajo de una manta, dice, hasta yo qué sé, la biblia en pasta, hasta los treinta cumplidos en el lujo y el fulaneo y aún hasta más allá, hasta que habría de diñarla de aquella insospechada mala manera, una noche de invierno de principios del cuarenta y nueve: la cabeza machacada por un mazo de madera en el fondo de un automóvil y enterrada medio palmo bajo tierra en un solar ruinoso, seguramente con este mismo abrigo que resbala de sus hombros desnudos y roza las patas del taburete, con esta misma boca sensual de color violeta y estas rodillas de seda irradiando a la misma altura y un poco excesivamente separadas, quién lo hubiera dicho.

Se quedó en que el Alaska era un sitio bastante seguro para cambiar impresiones jugando al dominó, o haciéndolo ver, siempre de noche. Envuelto en el chaquetón azul, la cara lívida entre las solapas alzadas y la boina y las gafas negras, cambia de silla y ponte de espaldas a la puerta, don musarañas, creí que no vendrías esta noche.

– ¿Qué me quieres ahora, Palau?

– Tranquilo. Hoy vamos toda la plana mayor, estarás bien cubierto -Palau consulta su reloj, se levanta, apura la cerveza y se limpia los labios con el dorso de la mano-. Vámonos.

– ¿Adonde?

– Al meublé. Es la hora de los tortolitos.

En el vestíbulo alfombrado, cuatro camareros con los brazos levantados al techo y encañonados de cerca por Bundó y el Fusam. El reloj de pared en conserjería señala las cuatro y media de la madrugada. Mientras el «Taylor» se embolsa el dinero de la caja, Viñas vigila en la puerta de entrada y Palau bloquea el ascensor. El Fusam golpea los riñones de los camareros con la metralleta empujándoles hacia la salita de espera, pequeña como una bombonera, y entra con ellos. Los demás se juntan al pie de la escalera, suben corriendo y nos dividimos.

A la voz de ¡policía, abran! el cliente de la 110 daría un brinco en la cama soltando las caderas de la pelirroja ajamonada. Tanteando los pantalones, la puerta abriéndose le golpea la cara y lo arroja violentamente al suelo. Navarro tendría tiempo de ver las nalgas de la fulana trotando hacia el cuarto de baño y corre tras ella mientras Bundó encañona al tipo, quieto y no te pasará nada, aparta la cortina de la ducha y la ve acurrucada, cubriéndose la cara con las manos. Arranca de su cuello la cadena y la medalla de oro, luego vuelve a la habitación para vaciar la cartera de él y se embolsa dos sortijas, un broche, los pendientes y el reloj de pulsera. El cliente está de pie junto al radiador de la calefacción, por no moverse no se ha puesto ni los pantalones y en sus hirsutas cejas canosas se acumulan las gotas de sudor.

La puerta 206 entreabierta con sigilo, ¿quién?, el «Taylor» introduce el pie y empuja, mete por delante la mano y el revólver. Algo golpea sordamente la alfombra detrás de la puerta y al entrar Pepe como una tromba sus pies tropiezan con un hombre grueso y bronceado en calzoncillos, arrodillado, temblando. En la cama, cubriéndose con la sábana, hay una muchacha con pelo de caramelo y labios lívidos, casi azules, y a su lado una caja de bombones abierta. Que nadie se mueva o lo mando al otro barrio. Registrando las ropas, el «Taylor» descubre dos americanas, dos camisas, dos pantalones… Cambia una fulminante mirada con su compañero en el instante que un frasco se hace añicos en el cuarto de baño. Pepe se vuelve cambiando el revólver de mano y sacando otro de la sobaquera. En la puerta del baño asoma la cabeza arrugada y los ojos desorbitados de un viejo, luego su cuerpo totalmente enjabonado. Tiene manchas rojas en la pelambrera del sexo y unos hilos de agua rosada corren por sus flacas piernas. Apartándole de su camino, Pepe entra en el lavabo. En la bañera hay otra muchacha acurrucada, cubierta a medias por el agua levemente teñida de rojo, gimiendo asustada con los brazos cruzados sobre los ojos. Pepe clava el revólver en la espalda enjabonada del fulano y lo obliga a sentarse en el bidet con las manos en la cabeza. En el suelo hay una botella de champán y cuatro copas, y dentro del lavabo un ramo de gardenias con los tallos envueltos en papel de plata. El atracador corta una gardenia, la huele y la prende en el ojal.

La puerta 333 no tiene el seguro echado y Palau sólo precisa girar la manecilla. La luz azulada cayendo como polvo del techo baña a una rubia que yace desnuda en la cama. A la altura de su sexo se agita y porfía la negra y rizada cabeza de un joven, en el lecho hay un espejo y en las paredes sátiros persiguiendo a ninfas. Las piernas de ella se cierran bruscamente, el joven endereza la espalda como sí le hubiesen pinchado y balbucea qué pasa, los brazos en alto. Su amiga tiende la mano hacia la colcha. Quieta como estás, hija mía, ordena Jaime, y con un gesto de la cabeza me indica la ropa colgada en la percha. Palau echa un vistazo al cuarto de baño, vuelve y vacía el bolso, luego los bolsillos del abrigo de astrakán. Lanza un silbido mostrando las pieles a Jaime, que dice déjalo, qué haríamos con esto.

Registrando la ropa del fulano, tiro lejos unos sobados pantalones, una maltrecha gabardina y una chaqueta de camarero de la Parrilla del Ritz. Este macarra no lleva ni cartera, digo mirando al muchacho. Mientras, sentada en la cabecera de la cama, sin cubrirse y aparentando serenidad, ella no aparta los ojos de la pistola que Jaime empuñaba unos centímetros de su frente. Jaime impaciente, ansioso: rápido, marinero, estamos perdiendo el tiempo, pero su mirada recorriendo despacio los senos, el tenso vientre con el ombligo, los muslos. Arrodillado en la cama, el mozo ha bajado las manos poco a poco. Al cruzarlas pudorosamente sobre el sexo, Jaime descubre la pulsera en su muñeca. Se la arrebata de un manotazo y observa el escorpión de oro. Palau se lo quita, mira por dónde sale esto, dice y se lo embolsa. Jaime golpea al tipo con el arma, tú quieto, obligándole a levantar las manos otra vez.

– ¿Quién te lo ha regalado, chato?

– Dile: alguien más amable que tú -dice ella.

– También puedo serlo, guapa -Jaime sonríe y empuja

al chico con la pistola-. Y tú no tengas miedo, ricura.

– Di no tenemos miedo -ella otra vez-. Díselo. Jaime la mira hosco, fingiendo desprecio.

– Pareces muy valiente. ¿Cómo te llamas?

– Adivínalo.

– ¿Y ese camarero?

– Un amigo.

Palau ve la sortija en la mesita de noche, el camarero se da cuenta e intenta cogerla anticipándose a él, pero el cañón de la Parabellum le golpea la mano. Suelta, mocoso, dice Palau. El chico se duele cabizbajo y ella lo mira con pena, pasa la mano por su pelo rizado. ¿Tanto te gusta?, susurra Jaime sentándose en la cama, bajando el arma. Pero ya Palau y yo alcanzamos la puerta. Va, caliente, dice Palau abriendo, déjalo para otro día.

Bajando las escaleras de cuatro en cuatro, Jaime reclama el escorpión. No, que te veo venir, dice Palau, quieres devolvérselo a la tía ésa. Y Jaime: tú quédate con el broche y reparte con Marcos. Bien, dice Palau, pero ni una palabra al «Taylor» y procura desprenderte del escorpión en seguida, trae mala suerte. Abajo en el vestíbulo, el «Taylor» y Jesús apuntando a los camareros, que ahora son cinco, y delante de la puerta el Wanderer con el motor en marcha y el Fusam al volante. El último en subir sería Pepe, y poco antes de cerrar la puerta le ciegan los faros de un coche bloqueando la salida. Conduce un hombre elegante, a su lado una mujer oculta la cara entre las solapas del abrigo.

Pepe ha saltado del estribo desabrochándose la gabardina, el hombre avanza hacia él con cara de qué pasa aquí, súbitamente comprende, retrocede, corre hasta su coche y metiendo la mano por la ventanilla toca el claxon, una y otra vez. Luego se vuelve, pero sólo tiene tiempo de ver a Pepe abriendo la gabardina.

Disparando a pie firme con la metralleta, parecía un epiléptico. El otro cayó como un abrigo desprendido de una percha.

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