17

Que lo vieron entrar en el túnel, pero no salir; que fue la última noticia que se tuvo de él, palabra. Sin pitorreo lo digo, camarada, al contrario, con todo mi respeto por usted, yo admiro a los que triunfan en la vida. Cuando era chófer particular usted perdió un ojo, pero ha ganado una alcaldía de distrito, no está mal, si me permite opinar. Exactamente: Javaloyes, pero casi nadie me conoce por el apellido. Estoy molido, todo el día con el saco al hombro, tengo el Haiga escacharrado y la abuela con reuma. Lo veía a usted parando a los chicos por la calle y siempre me decía qué espera para preguntarme si también me gustaría ser flecha… No, no hemos vuelto a saber de mi hermano y es mejor así, la tierra o el mar se lo tragó hace años, palabra, y en cuanto a la pandilla, pregunte lo que quiera, pero sepa que no puedo apuntarme a campamentos, no puedo dejar sola a la abuela y además ahora tengo otros proyectos. ¿Ve esta sortija de plata? Es de fundición, repujada. No, ya no vendo aquellas porquerías de hueso. No señor, no estaban hechas por nadie escondido en ninguna parte, eran trabajos de artesanía que hacía el marido de la Trini cuando estaba en la Modelo, ella me pasaba el género y yo lo vendía, más que nada por hacerle un favor. Miseria, camarada, miseria y compañía. El trabajo de ahora es otra cosa, está al caer: en una joyería, pero no en plan como Mingo Palau, no jodiéndome en un sucio taller, sino a base de tienda de lujo y clientela de postín, en Las Ramblas, de momento haciendo recados pero con el tiempo seré viajante o encargado, por ésas, alcalde, lo juro. Deséeme suerte, la voy a necesitar; yo siempre he sido cumplidor pero esta vez voy a necesitar toda la suerte del mundo. Escuche esto, camarada: he de abrirme camino como sea, quiero sacudirme los piojos y la mugre de la trapería y perder de vista este saco y esta romana, olvidarme para siempre del barrio y las denuncias, las revanchas y los abusos, la intolerancia de unos y la sumisión de otros y el canguelo de todos, usted me entiende. Un día apilaré toda mi ropa harapienta en medio de la calle y le echaré alcohol y la quemaré y después tiraré las cenizas a la cloaca, para que no quede ni el recuerdo. Por la memoria de mi madre que lo haré, camarada. Y arrancaré las legañas de mis ojos enfermos y me largaré de aquí y me pondré camisas de seda y chalecos azul celeste y zapatos de gamuza y gemelos de oro. Es una promesa y que usted lo vea, señor, deséeme suerte.

Ya veo que habló con Sarnita, ese bocazas. Qué quiere que le diga, camarada. Películas. ¿Qué se puede decir de una aventi de Sarnita que empieza diciendo qué se puede decir de una puta roja que empieza diciendo qué decir del hombre que amo y vive oculto varios metros bajo tierra con su mecedora y sus crucigramas y que dice no volveré a ver el sol, Aurora, mi hermano nos traicionará? ¿Qué decir de un rosario de embustes que el roce de tantos dedos y labios acaba convirtiendo en un rosario de verdades, o al revés? ¿Qué puñeta tienen esas mentiras de Sarnita que en su boca se hacen más verdaderas que la verdad verdadera? ¿Qué decir de esos cuentos de miedo que hacen reír a los mayores, y de esas historias del malo que empieza a volverse bueno y del bueno que acaba siendo malo? ¿Acaso no se podría decir lo mismo de todo el mundo en el barrio, camarada, acaso usted mismo no empezó siendo un revolucionario de los luceros y no está ahora de criado y recadero y apechugando por conveniencia, acaso no se han rendido todos a la evidencia menos esos insensatos de los maquis?

Sí señor, estuvo en casa pero una noche se largó quién sabe adonde. Quitó unos cuantos ladrillos agrandando la gatera en la pared que él mismo levantó años atrás, y se echó a la calle con su boina, su chaquetón de marinero que nunca había visto el mar y aquellas gafas negras de ciego que camuflaban sus famosos ojos azules. Adiós, hermano, buen viento. Estaba allí como una rata asustada no desde que entraron ustedes, qué va, de mucho antes y por culpa de los bolcheviques y la misma República, ya conoce usted la historia: el otro, Artemi Nin, aún se estará pudriendo en la Modelo si es que no lo han fusilado ya; los que lo querían vivo sólo encontrarían un esqueleto, un hombre consumido y deambulando por la playa sin saber que va a morir, perdido el juicio, emperrado en caer con sombrero de copa; un anciano roído por la arteriosclerosis y la desmemoria que ni siquiera podría tenerse en pie frente al pelotón y que ya no valdría ni para el matadero… No tengo pelos en la lengua, no señor, y nada que ocultar, nada que no haya dicho ya.

En efecto, allí estuvo: qué lata, qué rollo, camarada. De espaldas sobre el colchón días y noches enteras, los ojos en el techo, puestos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, reconstruía las ruinas de este barrio piedra por piedra, olfateaba con la memoria el hambre y la miseria de estas calles, los sueños de los amigos que duermen bajo tierra preñados de engaños y de metralla, la esperanza de libertad todavía insepulta. Al revés que yo, él quería aún recuperar de algún modo la mugre y las barricadas, la sarna y el odio, quería nuevamente quemar los púlpitos y los altares, saquear las villas y los profundos pisos de los ricos y disponer por última vez de la pólvora y el fuego que había de salvarnos. Aquello no era mi hermano, señor, nunca pensé que podía ser mi hermano aquel sucio guiñapo: una voz hablando sola, una memoria en continua expansión, vasta y negra como la noche, retrocediendo en el recuerdo y también anticipándose a él, adelantándolo para verlo llegar desfigurado, desmentido, devorado por las musarañas del olvido y de la mentira en la medrosa memoria de la gente. Como el calendario de la abuela que repite la misma fecha día tras día, manipulaba un tiempo que no fluía desde el pasado, sino desde el futuro, un tiempo sepulcral que él veía venir y echársele encima como una losa de silencio. Quién sabe lo que será de esa voz el día de mañana, camarada, ojalá se pudra y mis hijos no tengan que oírla nunca, ojalá no quede ni rastro ni eco de ella para nunca jamás.

Sí señor, la vida vista por un agujero. Imagínese un cuartucho subterráneo alumbrado con una vela, las paredes rezumando un sudor lívido y el suelo cubierto de limaduras de hueso, crucigramas a medio hacer y pajaritas de papel; un colchón apestoso y toallas, montones de revistas y periódicos, colillas, una navaja y limas. ¿Se lo imagina, lo ve usted a oscuras y solo, tosiendo por sentirse, estrellando botellas contra el suelo por oírse, es usted capaz de imaginarlo envenenándose de imágenes reales y soñadas, día tras día y noche tras noche, rumiando qué?: silbidos de metralla, gemidos de amor, deseos quemantes acariciando la toalla con dedos de fiebre y envueltos los dos en el incendio de su propia impotencia y de sus ansias de venganza, olfateando el masaje derramado del frasco que siempre, cada vez, tenía que romper contra el suelo para que en su ratonera se conjugara la mezcla de pavor y deseo de ser descubierto, y que necesitaba para vaciarse en cualquier rincón oscuro, como un perro. ¿Compasión de él, dice? ¿Mala conciencia? Sí, cuando en sus noches de insomnio debía ver tantos muertos bocabajo en el fango, tantas trincheras igual que pozos de carne corrompida en el llano del Turia y tantas mujeres y niños aplastados bajo las bombas o ametrallados en las afueras de los pueblos, tantos amaneceres de fuego y esmeralda, campesinos asesinados con los testículos en la boca, muchachas con la cabeza rapada y un tiro en la nuca, cráneos chafados de aristócratas, curas acribillados en las cunetas y columnas de hombres harapientos cruzando la frontera, arrastrándose en la nieve, corriendo entre la alta hierba hacia la bomba que estallaría muchos años después; espiando sus cuerpos desnudos abrazados sobre la playa al amanecer, entre los fusilados, o afanándose todavía en la cama, sus bocas chocando y él agazapado detrás del agujero, siempre a salvo y seguro sobre ruedas: un repugnante futuro bajo palio-refugio envuelto en los tufos del incienso y los espejismos, la mentira y el terror, el hedor de sus propios orines y de su caca que al final ya no era capaz de controlar, una vida de triste párpado y de silencioso pus en la pupila y un agujero para mirar, para acaudillar las alegrías y las penas de los demás. Cada día pareciéndose más a ese retrato suyo que le reserva la memoria por venir, cada día más y más y sin remedio viendo su imagen conformarse a esta miserable imagen de mañana: un anciano pálido y abotargado entre dos ruedas, una momia, un artrítico parpadeando como una muñeca y balbuceando, empujado por una dama enlutada, enguantada hasta los codos y con la cara quemada. Una derrota sin fin, sin remedio, porque la metralla viaja inexorablemente por su cuerpo y aunque viva cuarenta años más vivirá podrido, despreciado, maldecido por la mayoría.

Llevarle una furcia de vez en cuando, cuanto más tirada mejor, yo sé los sudores que me ha costado, camarada. A veces las invitaba a comer allí dentro, a la luz de una vela, y por ganas de hablar les contaba su vida y sus pasadas proezas. ¿Que por qué esos deseos locos de volver a verla, por qué a Ramona precisamente? Nunca me lo dijo, alcalde, pero puede figurárselo: debía ser como una necesidad, porque le gustan así de tiradas y sifilíticas, por vicio, quizá para ajustar cuentas con ella, como usted por lo del ojo ciego; quizá sólo por recuperar aquella falsa libertad de movimientos del ayer, verla desnudarse otra vez para su novio al pie del lecho. No sé. Yo siempre he sido un mandao, pero creo que de eso nada: esta fulana qué iba a ser del pum ni del pam, si fue una pobre raspa que ni siquiera sabe explicar lo que le ha pasado, una infeliz que perdió a su hombre en la guerra y se emputeció y hoy se siente sola y enferma. ¿Dónde vive?, cerca de aquí, pero qué le van a hacer, no la maltraten, no se ensañen ustedes con ella. ¿Citarla para un simple interrogatorio, un examen médico y luego la doña se ocupará de ella, la ingresarán en un centro de regeneración?, eso está bien, sí señor, no tengo nada que oponer. ¿Que qué me figuraba yo?, nada, confío en usted, camarada. ¿Cómo la conocí?, déjeme que recuerde: fue en la comisaría de policía de la Travesera, el día que me llamaron a declarar por lo de mi hermano, también ella estaba allí por lo mismo pero en su cabeza él ya sólo era un recuerdo borroso, un amor de juventud o cosa así, la encontré sentada en el banco de una salita y muerta de miedo, en medio de unos tipos malcarados, soplones de la bofia capaces de vender a su propia madre. Entre ellos creí ver al padre de Sarnita, que en paz descanse. Ninguno la reconoció, se marcharon y nos quedamos solos, ella tenía las rodillas cruzadas y me miraba recelosa, le dije es para un careo, ¿se dice así?, y sonrió, entonces todavía estaba muy buena, me dijo: no creí que sería con un niño, y sacó del bolso unas ricas empanadillas de atún y me invitó. Al principio nada me hizo pensar que fuese una meuca, llevaba zapatillas con borla de color rosa y la gabardina echada sobre los hombros y parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo. Propuso qué habláramos en voz baja porque seguro que había micrófonos ocultos en algún agujero por donde nos espiaba un mirón. Su idea era: quieren saber si nos conocemos de antes, así que disimula porque aunque tú no te acuerdes de mí yo sí me acuerdo de ti, creo, te pareces a alguien que un día amé mucho. ¿Ah, sí?, dije en un susurro, porque ella tenía los dedos en mis labios para que bajara la voz… Eso me excitó. Sus dedos olían a mandarina. Me avergüenza decirlo, señor, pero con usted quiero ser franco: nos hicieron esperar tanto, estábamos tan solos en aquella salita, con tanto miedo a que nos pegaran, y obligados a hablar en un susurro tan excitante, que nos arrimamos para oírnos mejor y ella empezó a ponerme cachondo con su faldita plisada y sus medias zurcidas, y venga a frotarnos, a sobarnos, y acabó haciéndome una cosa por simpatía, gratis, aunque luego le ofrecí una peseta porque me dio lástima. Sin chulería: creo que yo le gustaba un poco. Un día, tiempo después, me cogió la cabeza con ambas manos y me dijo: ay si pudieras irte y volver diez años antes, ay, creo que pensando no sólo en mí, sino también en el otro. Desde aquel día en comisaría, ya para siempre le quedó la impresión de que nos habían estado mirando por una cerradura, sería su manía. Pasó la primera a declarar. Ignoro si le dieron de hostias y patadas como a mí, no volví a verla. Tiempo después me la encontré una matinal en el cine Roxy, en las últimas filas y en plan de pajillera camuflada, no decidida aún, siempre con aquel miedo, aquella obsesión de la espionitis. Me pareció muy desmejorada, iba de mal en peor, no acababa de decidirse por el oficio y seguro que pasaba mucha más hambre que yo. Volvió a decirme que yo le recordaba a alguien a quien ella había amado mucho. Ese día me dio aún más lástima y quise invitarla a un vermut, pero no aceptó y volví a perderla de vista. Ya entonces la Congregación de la doña estaba interesada en saber su paradero y ella misma me había contado su historia de criada, de cuando usted era chófer de la casa y de su fidelidad a la familia Galán, que había de costarle el ojo en aquel chalet de San Gervasio convertido en cheka, cuando lo torturaron, camarada, se portó usted como un jabato: los Galán se habían pasado a la zona nacional y dejaron los pisos a su cuidado, una noche la Patrulla de Control de Artemi lo pilló a usted cargando cuadros y objetos de valor en el Hispano, seguro que intentaba usted reunirse con sus señores aunque en el barrio se dice otra cosa, que lo estaba robando, ya sabe: envidias y rencores. De cualquier forma se lo confiscaron todo y le detuvieron y luego los milicianos ocuparon el tercer piso y profanaron la capilla particular, hasta se hicieron una foto en el gran salón. Ya usted era falangista, ¿verdad?, ya era un jabato y en la cheka aguantó la tortura y hasta pudo escapar. Y en la retina del ojo que salvó de puro milagro se le quedó grabada la imagen teñida de sangre: Aurora Nin identificándolo, insultándole, escupiéndole a la cara y llamándole perro del señorito Conrado, lacayo de mierda azul, repugnante cómplice, recordándole no sé qué humillaciones, malos tratos y burlas. Pero yo sé que usted es bueno, generoso y sacrificado, y por cierto, camarada, aún no le han recompensado tantos servicios, tanta fidelidad a los luceros, con pérdida de ojo incluida, no es justo, si bien la alcaldía del barrio no está mal… Un juicio sumarísimo y cruel al que Aurora asistió junto con otros anarquistas, uno de los cuales podía muy bien ser mi hermano, ya ve usted que no lo niego. No sé; ¿por quién está usted interesado, en realidad, a quién persigue hace años, alcalde, a él o a ella? Bueno, qué más da, no me interesa el complot, aquí tiene su dirección pero no creo que sirva de nada interrogarla: está acabada, la pobre. No le hagan ningún daño, lo que necesita es que le den trabajo y confianza, deje usted que la señora Galán la ponga en manos de esas monjitas del patronato de Redención, señor, por favor, le juro que no es una roja…

¿Pena yo de denunciarla?, no es una denuncia, no se ría, es una obra de caridad, camarada. Es lo mejor para ella, podrá curarse, le quitarán el miedo, los recuerdos, podrá dormir al fin. Le extirparán esa voz maldita, esa cantinela vengativa de algo que fue suyo y perdió un día, esa voz escondida que a mí, en cambio, si no me sonríe la fortuna, me acompañará hasta que muera. Ya ve que no lo hago por dinero, no quiero recompensas, pero recuérdeselo al señorito Conrado y a su madre, son amigos del dueño de la joyería donde iré a trabajar y mi ayuda desinteresada de ahora podría ser un aval, ¿no?, debemos hacernos favores en estos tiempos que corren… No señor, no me la quito de encima porque ya no valga nada y esté podrida de sifilazos, tampoco es eso: peores pendejos me he tirado. No, es que estoy harto de lágrimas, señor, de miedo y de miseria. No soporto a la gente derrotada y apaleada, a la gente que ha perdido en la vida, que ha caído y no es capaz de levantarse, de adaptarse al paso de la paz y ocupar el puesto que todos tenemos aquí: que la paz les resulte peor que la guerra, ¿cómo puede entenderse, camarada? Así que no me recuerde más a mi hermano, no nos parecemos en nada, señor, él siempre llevaba un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y hasta en eso soy diferente, mire el mío, señor, de muchos colores, soy la mismísima primavera que vuelve a sonreír, camarada, míreme…

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