5

Las tres mujeres avanzaban de rodillas por el corredor, iban a su encuentro arrastrando las piernas envueltas en paños deshilachados.

– El doctor Malet te anda buscando, Ñito -dijo la más vieja escurriendo la bayeta en el cubo -. Que dónde te metes.

– No le importa.

– Verás qué bronca. Que cuando no estás en el bar mamando, que dónde te metes.

– En la castaña de su tía -el celador pisoteando lo fregado, saltando como un mono -. Díselo, anda.

– Muy bien. Tú verás lo que haces.

– Eso.

– Ay, viejales, qué mal te veo -terció la otra fregona, acomodando las rodillas en el cojín podrido-. Pisones. Podrías tener más cuidado.

El celador siguió su camino entre lívidas paredes de losetas blancas, salió a una galería y luego enfiló un pasillo lateral hacia la salida del Clínico. Iba con la cabeza gacha, sobándose las mejillas malafeitadas, bostezando. Estudiantes corriendo le palmeaban la espalda al pasar, monjas y enfermeras presurosas le adelantaban. En la escalinata de la Facultad de Medicina, el sol le cegaba los ojos: nunca se fijaba en nada hasta llegar al bar, la calle y el mismo bar no eran más que una prolongación de los corredores interiores, los invisibles pasillos del tiempo.

Escogió una mesa frente al televisor mudo y vio el final de un borroso partido de fútbol bajo la lluvia, en un campo enfangado de un remoto país. Los tacones de las enfermeras resonaban en el piso de madera, las mesas estaban ocupadas por celadores comiendo bocadillos y estudiantes de palique, y las paredes lucían una decoración fantasmal, una arboleda calcinada en medio de una neblina verde-gris. Acabada la transmisión deportiva, en los ojos de Ñito persistía el barrizal dificultando el movimiento, figuras grotescas debatiéndose en una pesadilla de silencio, y sus dedos torpes y sanguíneos, sobre la mesa plastificada, rasgaron el papel de seda que envolvía el pedazo de pastel birlado por Sor Paulina en la cocina; entonces volvió la cabeza al mozo del mostrador con la muda súplica en la cara: Sólo una, Paco. También aquí, igual que en los pasillos, lo abordan los estudiantes: Celador, un impreso de exámenes, y su mano saca el folleto del bolsillo y recibe la propina, y si es una muchacha su mano se mueve lentísima y distraída, amansada y expectante, para dar tiempo a los ojos: esas rodillas, esa faldita, esos pechos oprimidos por los libros de texto, ¿quieres una pastilla juanola, niña?, son de buenas para besar al novio…

Mordió el pastel con expresión compungida.

– Un coñaquito, no seas capullo, Paco.

– Que no, que no te fío más.

– Sólo uno.

– El doctor Malet y el doctor Albiol te andan buscando.

– ¿Iban juntos?

– No.

– Cuervos -masticando un frío de nevera, una desolación de gran cocina de hospital metida en la entraña helada del pastel -. Que se vayan al infierno.

Se ensimismó mirando el televisor, los ojos arrasados por una agüilla estática: tendré que volver a Sor Paulina y a sus brebajes, peor es nada, a éste deberían llevarle a Lourdes… Se adormeció ante las grises imágenes de policías y maleantes, viendo al otro inválido en la otra silla de ruedas: la misma manera de avanzar, soltando codazos al aire, estirando el cuello y cabeceando como una tortuga sedienta, treinta años atrás, ansioso de llegar ante él y clavar los ojos en su bragueta, preguntarle: -¿Cómo te llamas, muchacho? -tal vez oler su bonita muñequera de cuero repujado y su romana colgada al cinto-. Pues escúchame, Java; si el señor.obispo sale por aquella puerta en vez de ésta, me das la vuelta a la silla. Pero rápido. -Sí, señor -y aún podía ver al Tetas orinando interminablemente bajo las estrellas, arrimado al tronco de una acacia en la calle Escorial: -Qué bien inventas, mariconazo, es igual que una peli. -Hay pelis que son verdad -era la voz de Martín-. ¿Qué pasó?

– Menos prisa. Todavía no han hecho la autopsia -gruñó el celador.

El mozo le observaba con las manos en el fregadero, calibrando aquella persistente sonrisa de ido: Si ya lo está, mamado, qué más da, y agarró la botella y la copa, dejó ésta rebosante de coñac en la mesa y regresó al mostrador sin decir nada. Pero captó el parpadeo feliz, el agradecimiento tras las legañas. Qué pasó, cuenta.

Pasó que ya estamos en Lourdes y empujando la silla de ruedas, llevando al Provisional vestido de uniforme hasta el centro mismo de la intriga y de un follón de puta madre. Al final no hubo milagro… Pero no empieza ahí la cosa, sino antes del viaje a Lourdes, en el palacio episcopal de Barcelona, allí se conocieron: van los dos integrando una delegación de feligreses de la Parroquia que organiza la peregrinación a Lourdes y esperan ser recibidos por el señor obispo en una sala alfombrada. Qué silencio en este palacio, qué siseo de preces y qué murmullos de terciopelos, qué sedosos rumores. A ratos empuja la silla de Conradito esa catequista gordita, hija de un sargento, en la cabeza una mantilla blanca de brocado… -La señorita Paulina, sí -precisa la impaciente voz de Amén sentado en la cruz de la acacia, sosteniendo la noche estrellada con su grave cabeza de adulto llena de mugre y con ronchas de calvicie. En la acera, Mingo y Luis ya se habían enredado preguntando: ¿Qué hacía él allí, Sarnita, cómo pudo colarse en el palacio? ¿O es que ya se conocían, él y el inválido?

Para inspirar confianza a las beatas, no hay como desgraciarse, escoñarse; por ejemplo, cojear y mirar bizco y cazar moscas con una mano retorcida, tonta, agarrotada, así: un pobre tullido, una criatura tarada y desvalida y digna de lástima. Pero es que, además, el puto de Java acompañaba a la catequista, la ayudaba a trasladar la silla del alférez vestido de gala: botas relucientes, calzón de pana acanalada, la estrella dorada prendida en la elegante sahariana. -Entonces, ¿se conocieron allí? -dijo el Tetas pegado al tronco del árbol, sacudiendo antes de abrocharse-. ¿Que no fue en un bar, la primera vez que se vieron, un día que le invitó a empanadillas de atún, que no te acuerdas? -Cállate ya, guripa, no interrumpas más -dijo Martín.

No, lo de Lourdes sería antes que lo de las empanadillas, sería un día que se dejó caer por la Parroquia porque había visto pegados en la calle unos papeles amarillos con el aviso: Peregrinación a Lourdes con enfermos. Y él quería escapar de aquí, ir a Francia y pensó: si me ven tullido, igual me llevan. Y se presentó en el Centro Parroquial cojeando y con la mano loca que no podía sujetar, que se le disparaba de pronto con el telele, un Quasimodo, chicos, un jorobado de Nuestra Señora, un meningítico como los del Cottolengo. Causó muy buena impresión pero le dijeron no puede ser, hijo, plazas limitadas, estaban al completo, otro viaje. Fue esa catequista. Y cuando ya se iba, desilusionado, ella lo llamó, ¿quería ganarse unas pesetitas?, ven mañana por la mañana a las diez, serás camillero, llevamos enfermos al obispado y siempre hace falta una ayudita. Por lástima, como un favor para que Java se ganara unos céntimos: así fue.

– Vale, vale -dijo Luis -. Ya estamos en el palacio del señor obispo. Sigue.

Pasos mullidos, murmullos bajo el rico techo artesonado, los rojos cortinajes, las sillas antiguas, las fantásticas arañas de cristal pero con bombillas apagadas: ardían los cirios pascuales, ondia, ¿el palacio de un obispo también con restricciones de la luz?, parece mentira, Sarnita. Vuelves la cabeza a un lado y a otro del salón y miras todo, intrigado y de pie en el centro de la gran alfombra que huele a cera de la buena, en el mismo centro de unas fuerzas, unos poderes que aún desconoces. ¿Cómo vas vestido? Los sobados pantalones de siempre y la cazadora azul desteñida, el pañuelo de colores anudado al cuello y la muñequera de cuero negro. Otros grupos esperaban también audiencia: media docena de monjas, dos curitas de pueblo, Hermanos del babero con alumnos, un niño primera comunión vestido de almirante, con chorreras y zapatos de charol y toda la pesca, con sus papás.

Se abre una puertecita y aparece un cura alto y sonriente, decidido, señalándonos con el dedo: ¿Parroquia de Las Ánimas Expiatorias del Purgatorio?, por aquí, y le seguimos, y otro pasillo alfombrado, otra antesala y otra sala más pequeña con sillas altas, rojos cortinajes y puertas forradas de terciopelo. Lámparas de cristal, grandes cuadros de santos y olor a cera perfumada. Todavía Las Ánimas no es Parroquia, mosén, aclara la señorita catequista, qué más quisiéramos, pero sólo es capilla, todavía. Y el cura sonriendo: ya lo sé, hija, pero pronto reemprenderemos las obras, Su Ilustrísima tiene gran interés en ello, pronto veréis satisfecho este santo anhelo vuestro. Y que ahora tuviéramos la bondad de esperar aquí, en esta sala, Su Ilustrísima saldría en seguida. Y se va braceando y campanudo con el fru-fru de su amplia sotana de seda, desaparece por una puerta. Todos quedamos con los ojos clavados en esa puerta y apretujándonos en una esquina de la alfombra, susurrantes y atemorizados, como si nos cercaran las aguas de una inundación. Qué emoción y qué canguelo, chavales. Cojeando, ayudas a la catequista a mover la silla del inválido encarándola a la puerta, pero hay otras puertas y quién sabe por cuál entrará el señor obispo. Entonces, por primera vez, el alférez cambia una mirada con él, unas palabras de agradecimiento, y luego ya no le quitaría ojo. Así, mirad, con las manos ateridas entre los muslos, bajo la manta que cubre sus piernas enfermas, así lo mira…

– ¿Qué quieres decir? ¿El alférez se había dado cuenta que no era bizco ni tullido, había descubierto su truco?

– Puede. Pero no era por eso que lo miraba tanto.

Y Java se da cuenta del peligro. Y se apresura a mostrar un tembleque repentino de la mano, unos tics nerviosos en el ojo, en la mejilla: hace su papel de Quasimodo, el campanero de Notre Dame. Pero el otro ojo, zorrero, no deja de calibrar esa insistente mirada del Provisional.

– Pistonudo -dijo Amén -. Java se las sabe todas.

– Callaros la boca -protestó Luis-. Sigue, Sarnita, que está chachi.

Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante enmarcada la figura purpurada de Su Ilustrísima: bajita, barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho, una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la púrpura de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despacho: ahí sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligreses se ha alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de este pobre meningítico.

El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado?

Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente.

– ¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? -dijo Amén-. ¿Y que a Java se le curarían las legañas? ¿Por eso lo recomendó al obispo?

– Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas -dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote.

Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos.

Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor.

Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano.

– ¿De qué parroquia eres, hijo mío? -por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua.

– Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia…

– Por eso.

– Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el Guinardó.

– La conozco. Parroquia de misión -una pausa y, más suave-: ¿Cómo te llamas?

– Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima.

– Llámame Gregorio.

Cabeceaba complacido, sin descomponer su figura. Nuevo y largo silencio. Diríais que el palacio está dormido, no se oye ni una mosca. Pasan cinco minutos, quizá diez: muy tieso en la silla, mirándole fijo, arropadito en su amplia capa de seda, el señor prelado parece una figurita de porcelana. Java espera nuevas preguntas y sostiene su mirada, pero el silencio se prolonga. Sospecha que es urgente hacer o decir algo, no sabe el qué. Saca de nuevo el peine y se lo pasa rápidamente por los cabellos. Su Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo. Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante. Hinchando los carrillos sopla su Eminencia unas motitas de polvo en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad, ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya: porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo arreglaré.

Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué, Java rumia la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero qué, chavales, qué.

– Entrar en el seminario -era la voz chillona de Amén, sofocada por el rugido del automóvil negro que remontaba penosamente la calle Escorial: una niña rubia aplastaba la cara contra el cristal de la ventanilla y miraba a los trinxes sentados en la acera-. Decirle: quiero ser cura de almas.

– No, capullo. Pedirle una camisa azul y un machete de flecha -dijo el Tetas distraído, mirando de reojo el rojo resplandor trasero del gasógeno-. Pero es igual, sigue. ¿Qué pasó después?

Pasó que el señor obispo le pregunta: ¿te gusta la música, hijo mío?

– Ya lo creo. Mucho.

– ¿Qué clase de música?

Tarda unos segundos en contestar, el puta:

– Clásica. Sobre todo el vals.

Vuelve a levantarse el prelado, va a la gramola y escoge una placa, sopla el polvo, la coloca, roza la aguja con la yema del dedito y con sumo cuidado deja que la punta enfile el surco: La leyenda de los bosques de Viena. Y la música resuena fuerte, fortísimo y emocionante por todo el salón mientras Su Ilustrísima, de nuevo sentada ante él y muy quieta, lo mira a los ojos sonriendo con dulzura, lo mira y lo mira fijamente. Tengo que hacer algo, se dice Java, pero qué, Dios mío, qué. Y el vals endulzando el ambiente, cayendo sobre sus cabezas como una miel. Todo pasó como en un sueño. El disco seguía girando, y hasta el rasguño de la aguja en el surco, en los intervalos de silencio, tenía una solemnidad, una emoción, y Java diciéndose: has de hacer algo ahora mismo, pero ya. Y de pronto, fulminado por la evidencia, como si tuviera una revelación, Java comprende al fin, se le aclara todo. Y se levanta despacio, camina hasta el señor obispo y, ofreciéndole la mano, la palma hacia arriba, le dice:

– Eminencia Ilustrísima y Reverendísima, ¿me concede este baile?

En lo alto ya de Escorial, en el repecho de la Travesera, el gasógeno trasero del coche pedorreó y soltó chispas y carbones encendidos. No te distraigas, Sarnita, no te pares ahora.

¿Alguna vez habéis tenido a un obispo en los brazos, chavales? Huelen bien: a cera virgen, a parquet de casa de ricos, a nardos de entierro, a masaje Floïd. Nada más tocarlo, cruje como la seda. ¿Podéis imaginar por un momento lo que es eso, mamones? Pasando suavemente el brazo por debajo de la capa, enlazas su talle y, erguidos los dos sobre las puntas de los pies, cierras los ojos y a volar, a volar gloriosamente por todo el salón siguiendo los compases del vals hasta marearse, su amplia capa de Ilustrísima abriéndose como alas de fuego con los bordes ondulando y rozando las cortinas color miel, las butacas de terciopelo y el diván verde y el biombo y los fusilados al amanecer, vueltas y más vueltas hasta perder el sentido, hasta que la toalla amarilla se le desprendió y empezó también a flotar por su cuenta. Evolucionaba como sobre ruedecitas invisibles bajo los faldones de seda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados por el éxtasis. Murmuró con unción las palabras en latín: In te confído non erubáscam y recostó la frente sudorosa en el hombro de su pareja, desfalleciendo con el cabello engomado, el negro bigotito y la cara blanca como la cera…

– Pero no fue a Lourdes -dijo Sarnita-. El alférez Conrado sí, aunque no hubo milagro. Lo llevaron sentado en su silla y volvieron a traerlo sentado en su silla.

Mingo se levantó de la acera bostezando y con el relente de la noche en las nalgas. Se quedó en cuclillas, sobándose el trasero helado y con el pelo encrespado apuntando a los luceros. Amén se había desprendido de su cinturón nuevo de plexiglás transparente y sacó el buchi del bolsillo y propuso una partida antes de ir a dormir. Martín, Luis y el Tetas propusieron distintos planes: a ninguno le interesaba la continuación de la aventi, pero Mingo aún dijo:

– Así que no consiguió ir a Lourdes. Mierda.

Consiguió algo mucho mejor -¿dijiste?-. Que Conradito se fijara en él -¿llegaste a decirlo?, pensó engullendo el último bocado de pastel, el último sorbo de coñac-: Y lo que le pasó días después en el bar Continental, comprando trapos viejos y papel, su sorpresa al oírle decir a la dueña: ¿quieres ganarte unas pesetas sin mucho trabajo? Pues pásate mañana por tal sitio a tal hora, te presentaré a una amiguita, en fin, así empezó casualmente su carrera, un día haciendo de camillero…

– Por fin te encuentro, rajatripas -la voz bestial del doctor Malet, la mano de carnicero en su hombro, su buen humor de siempre-. ¿Qué hay del encargo que te hice?

– Todavía nada.

El celador se levantó, le dio un último y experto lengüetazo al interior de la copita, cogió las sobras del pastel y un palillo y volviéndose al mostrador se despidió con la mano: vale, Paco.

– ¿Cómo nada? -dijo el doctor Malet-. ¿Y la autopsia? Los van a enterrar y tú sentado aquí tranquilamente, alimentando tu cirrosis, ja, ja, toma, fuma. Menudo elemento. Estuve esperándote en el laboratorio -y bajando el vozarrón-: No ha venido nadie, parece que no tienen familia… Ah, pillo, bien que repartes huesos entre las guapas estudiantes, ¿eh?

– Puede que aún venga alguien -gruñó Ñito alejándose hacia la puerta del bar, triturando el palillo entre los roídos dientes. Con una repentina viveza en las piernas alcanzó la salida y se escabulló sin oír la llamada del doctor Malet. Cuervos, escupió, cuervos.

Se encerró en el depósito y allí consideró por vez primera en mucho tiempo la indestructible suciedad y el descalabro de las baldosas, la sangre y los humores y el polvo de la muerte agazapada en los rincones. Ronroneaba el frigorífico con los cadáveres encajonados, y la macilenta luz de la bombilla del techo caía sobre las formas rígidas en las camillas. Siempre juntos, hombro con hombro, los gemelos muertos tenían los cabellos enzarzados y los sexos arrugaditos, negros como pasas. A ella le dedicó una distraída mirada que apenas se demoró un segundo en sus piernas antiguas, de pantorrilla grávida y tobillo fino. Guardó los restos del pastel en el cajón de la mesita, luego lavó unos calcetines, los colgó en la cuerda tendida entre el armario y la percha, y, descalzo, pisando una mugre sedosa adherida a las baldosas, tiró del cajón del frigorífico, acercó el taburete, se sentó y apartó el borde del lienzo: indagando con extraña porfía, bizqueando por la proximidad, sus amistosos ojos de agua recorrían el perfil tenso y anhelante del ahogado como si escudriñara corrupciones sin nombre en la turbia memoria de una vida. Alzando con el dedo los párpados yertos y amoratados, podía ver, podía leer: en todos los ojos de los muertos había aquella cenagosa profundidad de pantano, aquel paraíso infantil anegado por las aguas. Cuervos, más que cuervos.

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