16

Deslizarse Escorial abajo en los carritos de cojinetes rebosantes de ginesta, era llevar alegría a las clases de catecismo de la señorita Paulina. Caída la flor del almendro, sus ramas reverdecidas asomaban aún más por encima de la tapia. Braseros inservibles aparecían tirados en las basuras de las esquinas. Los chavalines del Carmelo hacían serpientes de agua taponando con la mano el caño de las fuentes, y ponían en los raíles del tranvía vainas de bala y chapas de botellines que las ruedas laminaban. La flor de nieve vistió de blanco los senderos del parque Güell, y en la hondonada junto al Cottolengo, en las diminutas huertas de la tierra de nadie, los domingos se veían hombres cavando con chaqueta de tranviario y un clavel en la oreja. Nunca volvió a reír la primavera como entonces, nunca.

– Y dale con tu canción -bromeaban las mujeres de la limpieza, entonando-: Vamos a contar mentiras tra-la-rá. Dale, Ñito, dale.

Pasó entre ellas y sus baldes de agua con el hatillo de ropas y los frascos de formol en el capazo, abrió la jaula de la perrera y entró. Los ladridos se trocaron en gemidos casi humanos, en un resollar penoso. Dejó todo en el suelo, repartió las raciones y los perros se lanzaron a comer meneando los rabos pelados. Animalitos, dijo la más joven, mejor sería que los mataran de una vez en lugar de inyectarles microbios. Pasaron dentro frotando el piso con escobas empapadas en salfumán. Cuando el celador deshizo el hatillo y vieron las prendas de vestir, palmearon admiradas. Ñito acariciaba a los perros.

– Oye, a ver si te buscas un lío por hacernos un favor -dijo la mujer sobando las prendas -. ¿Lo saben las monjas, seguro?

– En las maletas se estaba pudriendo. Mejor que la aprovechéis.

– Pues sí. ¿Por qué no traes más?

Inmóvil, los ojos entornados, como si durmiera de pie, se pasaba largos minutos observando a los perros. Sucios, flacos, callejeros, sin edad y sin raza, tensos sobre sus patas despellejadas y llenas de pupas, las fauces entreabiertas y rezumando mucosidades. Veía sus golpes de cuello al engullir, los lengüetazos, el ojo que no gira, vigilando, esperando ver caer de lo alto otra ración o quizá un golpe. Más allá de las rejas, de la vibración de alambres que repercutía en el amplio local, ya veía mañana a Sor Paulina preguntando qué pasó, celador del demonio, y por qué. Ellas, las fregonas, habrían de contestar por él: que fue por hacerles un favor, que no era tan mala pieza después de todo; que estaba tranquilamente viendo comer a los chuchos mientras ellas revolvían blusas y faldas palpando admiradas la calidad, distraídas; que habrían llegado a olvidarse de que estaba allí, un poco más bebido que de costumbre pero sin que se le notara mucho, de no ser porque en cierto momento pidió un cubo de agua clara para dar de beber a los perros; recordarían también, si querían ser imparciales, que en ese momento ya había recogido el capazo del suelo por si acaso; y que ni siquiera luego, cuando quiso cerrar la puerta con una sola mano y no consiguió ni moverla, atascada en el desnivel del piso de cemento, consintió en desprenderse de su carga, el testarudo. Y entonces los perros se lanzaron a sus pies, casi le hicieron caer, y volcaron el capazo con los frascos de formol conteniendo las disecciones.

– Qué horror. Qué espanto -dijo Sor Paulina -. Hijo mío, hijo mío.

– No pude evitarlo, Hermana.

Pues aquella primavera que el padre de Luis Lage salió de la cárcel y corrimos a decírselo al chaval, que estaba haciendo cola en la panadería de la plaza Sanllehy y no quería creernos, que sí, Luisito, corre que ya está en casa abrazando a tu hermanita y a tu madre, ese día estaban Java y el tuerto sentados en un banco y charlando amistosamente, como haciéndose confidencias. Que se chivata, Sarnita, que nos quedamos sin pólvora y sin refugio. Que no, Java no puede hacernos eso, no es un soplón. Y salió Luis disparado de la cola, le reían los ojos corriendo loco de contento y todos le seguimos, incluso le pasamos porque el pobre a los cien metros ya estaba con la lengua fuera y tosiendo, este chico un día se nos muere.

Al doblar la esquina vio a su padre fanfarroneando en medio de los vecinos que acudían a saludarle, se exhibía con los brazos en jarras, provocador y violento, la cabeza pelona, los anchos pantalones del mono azul sujetos a la cintura con una cuerda. Luis corrió hacia él con los brazos abiertos, pero cuando le faltaban unos diez metros, su padre, sin duda para impresionar a su público, para consolidar aquel prestigio de tipo con agallas que siempre tuvo, clavó de pronto la rodilla en tierra con estilo impecable, contrajo fugazmente la cara empuñando una imaginaria metralleta y vació el cargador sobre Luis haciendo ta-ta-ta-ta-ta. Con sonrisas medrosas, los vecinos se echaron hacia atrás. Luisito se paró en seco, retrocedió y pegó la espalda contra el muro con los brazos en cruz. Quizá por seguir la broma, quizá porque las piernas realmente no le tenían, se dejó resbalar poco a poco hasta el suelo cerrando los ojitos en blanco, doblando la cabeza sobre el pecho, la cara blanca como el papel. Tan bien lo fingió, si es que lo fingió, que irritó a su padre: si es una broma, coño, dijo, caguetas, pero hablando más bien de cara a la galería, a los vecinos: ya verás cuando cambie la tortilla lo que haremos con algunos que conozco, ya verás, todos están en la lista. Luisito lo miraba fijo con sus ojos de fiebre. Riéndose, su padre lo alzó en vilo contra el cielo azul y lo besó, pero él había empezado a llorar silenciosamente y le echó los brazos al cuello diciendo no te vayas, padre, no vuelvas a irte. Ya debía estar muy enfermo.

Fue este mes o el siguiente que Luisito se apuntó a la lista del delegado para ir a campamentos juveniles, juraba que ya tenía la boina roja y el machete con su funda, pero nunca nos lo enseñó. El Tetas, los domingos, bajo el roquete de monaguillo, decían que también llevaba la camisa azul con la araña bordada. Y poco a poco todo estaba cambiando.

– Te ha crecido mucho el pelo, Sarnita, ya casi no se ven las costras.

– El tiempo lo cura todo, hasta la sarna.

– Oye, ¿tú eras de los alemanes o de los otros?

– ¿Lo dices porque han perdido, chaval?

– Son traicioneros y cobardes.

– Eso los japoneses, atacan siempre por la espalda con la bayoneta calada, ¿no habéis visto Guadalcanal?

– Tengo hambre.

Martín preguntó qué estarán tramando Java y Flecha Negra tan juntitos en ese banco, y el Tetas dijo ya no es el mismo, está encoñado de la Fueguiña y pasan las tardes juntos en el terrado de la Casa, haciendo manitas. Van a pasear al parque Güell y se dan el lote, añadió Amén, y también les han visto en los autos de choque de la plaza Joanich y en el Delis. Está enfigado, quién lo hubiera dicho.

Habían notado que Java empezaba a aislarse, a rondar los billares con los ganapias, a tumbarse en la hierba y a mirar el cielo, solo. Habían visto su misteriosa sortija nueva, una calavera de plata con llamas azules en los ojos, y conocían sus pretensiones de colocarse de dependiente en una tienda de joyería. Entrecerrados los ojos con exagerada malignidad, apurando los últimos vestigios de una percepción que se resistía a dejar de ser infantil, Sarnita escrutaba sus movimientos a través del sol que inundaba la plaza: Java recostado en el banco con su aire perezoso y felino, sin dejar de hablar, y a su lado el alcalde con los brazos cruzados y un poco inclinado hacia él, el ojo bueno entornado, amodorrado.

– Están fumando la pipa de la paz -dijo-. Las cosas que hay que ver: Flecha Negra y Caballo Loco tan amigos.

– Conozco a un legionario -dijo Martín-que a esa distancia podría leer lo que dicen por el movimiento de los labios. Mejor que la abuela Javaloyes.

– Yo también -dijo Sarnita-. Eso está tirado. Fíjate, me concentro en sus bocas y ya está. Silencio… Ahora se muerde el labio, se relame y dice más o menos: el túnel, camarada, el túnel largo y negro donde mi hermano se perdió un día huyendo bajo la lluvia…

– ¿Y eso qué quiere decir?

Entonces, ¿qué año era ya?, habían mejorado mucho las basuras que la nueva criada del chalet de Susana tiraba en la esquina, ya se encontraban huesos de pollo y cabezas de pescado, latas de mermelada y hasta alguna botella de champán. Un día apareció el plumier rosa de Susana entre diminutas mandarinas podridas. De los servicios de beneficencia de Las Ánimas o de la propia viuda, Java seguía recibiendo de vez en cuando algún lote de comida y medicinas para él y la abuela, pero dinero ya no le sacaba a la doña desde hacía tiempo. La última vez que la visitó, ella le dio las gracias por todo y dijo que ya no le necesitaba, que la Congregación había resuelto no ocuparse más de esas pobres descarriadas; que otros organismos ya las controlaban y gracias a Dios la moral y la decencia volvían al país. Java se iría confundido y despechado, y seguramente decidido a contar la verdad en la próxima ocasión: comprendería que ya no eran rentables los tapujos, y que no tenía sentido mantener en secreto el domicilio de la antigua criada de la doña, suponiendo que la doña aún estuviera interesada en ello; ni siquiera estaría seguro que fuese un secreto para nadie o que lo hubiera sido alguna vez; además, tenía proyectos más urgentes, en función de los cuales sin duda pensaría que lo mejor era liquidar honradamente el asunto dejando buena impresión, diciendo la verdad verdadera.

Tres días más tarde, sin haber cumplido aún aquel propósito, llegó con retraso a la cita del segundo piso de la calle Mallorca. Al igual que los desechos tirados en la esquina, las meriendas en el saloncito verde mejoraban de día en día: ya no eran resecas empanadillas y vasitos de leche fría, sino humeantes tazas de espeso chocolate y rebanadas de pan blanco, mantequilla de la buena y mermelada. Pero ese día no recaló en el saloncito para ser presentado a la que había de ser su compañera, sino que fue introducido directamente al dormitorio. Pensó que era por llegar tarde, pero ya en el pasillo, flanqueado por el sordo fragor de espadas chocando y caballos encabritados, una sospecha se apoderó de él.

– Hoy no sé quién es, hijo -dijo la mastresa -. A última hora me han avisado que no viniera con la Beni. Que tenían a otra. Parece que ya está aquí.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Lo único que puedo decirte es que cobrarás el triple.

– ¿Y eso por qué, mastresa?

– Tú cobra y calla, tonto.

Lo primero que vio, al cerrarse tras él la puerta del dormitorio, fueron las joyas emitiendo cariñosos destellos sobre el velador: un nomeolvides de oro, una medalla de pulido bisel y una sortija con una calavera de plata y dos aguamarinas por ojos. Luego, sobre la cabeza canosa de Torrijos en la alfombra, sus zapatos color trigo, lustrosos, elegantes, con los calcetines rojo cereza al lado. En el respaldo de la butaca colgaba la camisa de seda azul, el traje marrón a rayas blancas, cruzado, y la corbata amarilla. Y al volverse le vio en la cama con la sábana hasta la cintura, brillando a la luz de gas su torso lampiño, una mano bajo la nuca y la otra en alto con el cigarrillo, mirándole con una indiferente complicidad. Era su vivo retrato: la misma piel morena y sedosa, el mismo pelo ensortijado y los mismos ojos estirados hacia las sienes como los de un gato, además de aquella otra relación felina que establecían los hombros con la nuca: cuando se inclinaba un poco hacia adelante, una cualidad de pantera al acecho.

Java escrutó de reojo la cortina, que se movió un poco. No rehuyó esta nueva e imprevista situación ni lo que se esperaba de él, fuese lo que fuese. Lo único que hizo fue desnudarse detrás del biombo de querubines anacarados, y dejarle al desconocido la iniciativa.

La cabeza colgando fuera de la cama, mordiéndose el labio a un palmo de la alfombra, debió entonces pensar en los kabileños del barrio y la negra distancia en que quedaban, tal vez insalvable, muchachos tan dispuestos que nunca conocerían incidentes como aquél, que nunca tendrían una oportunidad. Así, sentiría más hondamente el vértigo del despegue, la emoción anticipada del adiós a tantas cosas. Sobre la luz de gas derramada en la playa ficticia de la alfombra, intentaría concentrarse en el caprichoso poder del que dispuso la espectral escena y en el rumor expectante del mar, en la arrogante aceptación de la derrota mirando más allá de la muerte, en la crispación de los puños maniatados y de las lívidas caras donde asomaba la sequedad del hueso, una carne yerta que mucho antes de sonar la descarga ya había dejado de recibir el flujo de la sangre. Uno de los condenados parecía que no se tenía en pie. La playa se repetía en sus ojos como una desolación sin nombre. Cantos rodados forrados de musgo, cáscaras tal vez de mejillones pudriéndose y manchas de sangre desvaída en la arena. No era capaz de mantenerse en pie ni a la de tres, las piernas se le doblaban y acabaría por sentarse en un charco de agua espumosa que las olas, en su vaivén, renovaba constantemente. Viejo de años o envejecido de golpe, alelado, hablando solo, una ruina coronada por la nieve de los cabellos y el sombrero de copa del cual no quería desprenderse, quién sabe por qué. Por todos los medios tratarían los civiles de mantenerlo erguido, pero él se dejaba caer. El pelotón se puso nervioso. El oficial ordenó que lo sostuvieran por los sobacos. Pero al soltarlo, en el último momento, volvía a caer, y el oficial desistió. La primera descarga lo pilló sentado, la cabeza sobre el pecho, las manos atadas chapoteando en el charco, como un niño jugando a la orilla del mar.

Una hora después, mientras el desconocido aún se vestía, Java ya estaba en el pasillo recibiendo el sobre de manos de la mastresa. El triple, en efecto. ¿Qué tal?, preguntó ella. Bien.

¿Quieres comer algo, hijo?, no tienes muy buena cara. No, estoy bien. Al comentar que el precio era justo, ella dijo que sí, pero que la otra había cobrado el doble que él: me ordenaron echarle el sobre por debajo de la puerta, dijo, pero antes de hacerlo conté el dinero. Java guardó silencio un rato, luego dijo: ¿Cómo se llama, mastresa?, y ella: ¿No se lo has preguntado? En el sobre ponía Ado, Adoración será.

Tuvo una corazonada que al anochecer le llevó al café Oro del Rin, a la tertulia del alférez. Y entre aquel rumor de conversaciones y tintineo de cucharillas en gruesas copas, ahí estaba Ado, sentado ante un batido de chocolate y junto al pagano, un joven de tez pálida y cabellos planchados, leyendo el periódico. Vio también, a su derecha, al alférez inválido charlando con unos amigos. Evolucionaba entre las mesas un enjambre de camareros flacos serviles y socarrones. Le hizo una seña sin que lo vieran los demás, y el chico se levantó, llegó hasta él y lo acompañó a la barra. Que no se entere Alberto, por favor, dijo, que no nos vea. Pues vamos abajo, dijo Java, tenemos que aclarar algo. Y en los urinarios añadió, chaval, has cobrado el doble que yo y no es justo, así que a repartir ahora mismo o sales de aquí en globo. ¿El doble? ¿Y quién me asegura que es verdad?, empezó a sonreír, pero Java lo agarró por las solapas del traje cruzado alzándolo a un palmo del suelo y lo arrinconó, tenía prisa: clavó la rodilla en su bragueta, pero no vio esfumarse la sonrisa hasta que le disparó el salivazo entre ceja y ceja, certero y compacto, que yo no bromeo, sarasa, dijo, tendrás que creerme. Ado farfulló una excusa, pálido, pestañeando conmovido: no nos conviene armar follón, aquí no, si se entera Alberto verás la que se forma. Explicó que su Alberto era joyero y gran amigo de Conradito, por lo que éste no quería que se supiera lo de esta tarde en el piso de la calle Mallorca; que cuando el alférez le dijo, Ado, por qué no vienes un día a tomar una copa en casa, pero no se lo digas a Alberto, él no sabía que sería para eso; que él nunca había engañado al joyero, es la primera vez y me matará si… Te mataré yo si no repartes ahora mismo, cortó Java. Otro rodillazo y Ado se estremeció, balbuceando espera, te regalo esta sortija, ¿te gusta? Java la guardó en el bolsillo sin mirarla pero no cedió en su acoso.

Oyó una tosecilla a sus espaldas: el joyero estaba de pie en el último escalón, doblando el periódico cuidadosamente. Java soltó al chico, que se acercó a su amigo con ojos mohínos. Éste ni le 'miró y Ado se escabulló escaleras arriba. Muy despacio, el joyero bajó el último escalón y avanzó desbotonándose. Lo que pides es justo, dijo, ven mañana por la tarde que todo se arreglará. Acércate, ¿no tienes pipí?, yo me moría de ganas.

Cuando al día siguiente volvió al café, pudo comprobar que allí la vida seguía como si tal cosa; apacibles tertulias de señorones y policías, parejas de nuevos ricos y maduras fulanas calentándose al sol tras los cristales que daban a la Gran Vía. Sin embargo, mientras esperaba, tuvo ocasión de ver cómo la palmaba un respetable cliente a causa de un fulminante ataque al corazón; parecía imposible estirar la pata en aquellos divanes de cuero, una clara tarde de abril, rodeado de putas caras y de serviles camareros, en aquel mundo tan sosegado y regalado. En medio de la confusión que se originó, llegó el joyero y le hizo tomar un coñac en la barra para que se le pasara la impresión, y luego lo llevó a su tienda de las Ramblas para discutir una posibilidad de trabajo.

Pues todo eso, que es tan fácil de suponer y no le cuento, porque no es para contarlo, no se supo hasta mucho después. Se volvió astuto y reservado, Hermana. No nos contaba nada, no era para contarlo.

– Tendría usted que haber visto en las maletas sus camisas entalladas y sus zapatos de ante -añadió-, sus gemelos de oro, sus corbatas de seda. Seguro que no se iba a casa con menos de setenta mil al mes…

– Trabajaría duro y honradamente -dijo la monja-. Se ganaría la confianza de sus superiores, ahorraría. Escogió una buena chica, se casó, y supo conservar y aumentar esos dones de Dios. Que tú hayas arruinado tu vida, no te da derecho a malpensar de los demás -y brillaron sus mejillas de marfil al ampliar una sonrisa o mueca, añadiendo-: Que el que ha querido prosperar y gozar de buena salud, lo ha hecho, en tantos años de paz y penicilina.

– Sí pero no, Hermana. Usted es demasiado buena.

– ¿Yo buena? Si supieras.

– Lo sé todo, chavales, desde aquí leo sus labios. Le dice: yo buscarte, Flecha Negra, yo fumar contigo la pipa de la paz, yo decir toda la verdad.

– Cuenta, Sarnita, cuenta…

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