6

– Dije que esta noche no quería ver a nadie por aquí -Java se volvió a mirarle, giró con mucha energía y la capa roja revoloteó en torno a él reflejándose en el espejo-. Hola, no sabía que habías vuelto.

– ¿Qué puñeta haces vestido de Satanás? -dijo Sarnita.

– De Lucifer.

– ¿Te han dado un papel en la función?

– Todavía no. No toquéis nada -ordenó Java, probándose una perilla y unos bigotes puntiagudos que olían a pegamento.

Martín ya revolvía los cajones de la consola, y se probó un antifaz negro. El Tetas se ponía pelucas frente al espejo. Amén se ceñía un cinto plateado con una espada, la desenvainó, besó la cruz y luego ensayó una estocada. Mingo y Luis se disponían a tapar la boca del pasadizo, encajar los tochos y arrimar el baúl. Java los paró:

– No hace falta. Os vais a ir en seguida.

– Sarnita quería saludarte, hombre, sólo hemos venido para eso -gruñó Mingo-. Y para enseñarle el refugio.

– No deben veros aquí -Java nervioso, Amén paseando a su alrededor, observándole con sonrisa burlona, y él -: Tú qué miras.

Tiró los bigotes y la perilla sobre la consola. Amén le palpó los cuernos de la frente.

– Flojos, como salchichas -dijo-. No pareces el Demonio, Java.

– Pareces el Capitán Maravillas -dijo el Tetas-. La capa roja es fermi.

– Marchaos, puñeta.

– Lo que pareces es un obispo -dijo Amén.

– ¿Nunca os contó cómo conoció al obispo? -dijo Sarnita-. Por mi madre. Luego me recordáis que os lo cuente…

– Tetas, deja las pelucas en su sitio -irritado Java, empujándole-. Fuera todos, venga.

– Oye una cosa -dijo Sarnita, y la bombilla del techo iluminaba su cabeza, pelona, con sus costras verdes de azufre-. ¿Por qué no te deja hacer la función, el inválido?

– Yo sé por qué -de malhumor Java-. Pero me dejará.

– Te tiene manía -dijo Luis.

– No me tiene manía. Pero esta noche me dará el papel, por mi madre te lo digo. Tengo un plan, hice un trato con la Fueguiña y con Juanita.

– ¿Qué trato?

Java no contestó. La cabeza gacha como para embestir, la mirada remota en sus ojitos legañosos, le temblaban los birriosos cuernos de trapo y se paseaba embozado en la capa roja como un malo de película de mosqueteros.

– ¿Qué tal por tu pueblo? -dijo.

– Me han hecho pencar -Sarnita curioseaba el interior de una gran caja de madera, entre la paja y papeles de periódico envolviendo vajillas medio rotas. Oyó a Java bramando:

– ¡¿Queréis largaros de una vez?!

– ¿Y tú te quedas? -dijo Sarnita.

– Apaga las luces y se queda escondido en la sala, entre los bancos -dijo Amén-. Y cuando ensayan se sienta y se deja ver, como si acabara de entrar por la puerta principal, ¿entiendes?

– No.

– Sentí lo de tu padre -dijo Java muy serio-. ¿Dejó algo antes de colgarse, alguna carta, la dirección de alguna furcia de esas que él conocía…?

Ahora Sarnita se miraba en el espejo: escupió el suelo.

– No sabía escribir.

Java se desvistió, se quitaba la roja piel de demonio a tirones. Su ropa estaba tirada sobre el bidet. Sarnita vio el bidet y exclamó:

– ¿Por qué habéis traído aquí el lavapollas? ¿O no es el mismo?

Apartó la ropa y vio los regueros de pólvora quemada en la pulida taza: una tupida red de líneas color tabaco.

– Es el mismo -dijo Luis, sentado al estilo moro en el baúl-. Fue idea de Martín.

– Vale, bien hecho -dijo Sarnita-. Todas las huerfanitas deben tener el conejo sucio, se lo lavaremos aquí. ¿Cuándo pillamos una, Java?

– Tranquilos. Ya veremos.

– Ahora te habrás hecho amigo de todas.

– ¿Yo? Qué va. Venga, marchaos. Sarnita fisgaba entre los decorados.

– ¿Y los otros tormentos?

– Ahí detrás, bien escondidos -dijo el Tetas.

– ¿Y esa campana?

– La Campana Infernal -dijo Amén-. Algo nuevo, chaval, lo nunca visto. ¿Quieres probarla? -agarró el martillo-. Métete dentro.

– Animal, que te van a oír -dijo Java-. Suelta eso.

Sentado en el suelo, Java se calzaba las ásperas botas de racionamiento de suela claveteada y puntera de metal: ellos se las miraban con envidia. ¿Un regalito de la viuda Galán?, dijo Sarnita, y Java se levantó y le hizo una seña. Alzó la arpillera que cubría la pequeña abertura en la pared de ladrillo y pasó al escenario. Sin luz. Ven, dijo, y Sarnita le siguió. Bastaba la luz que se filtraba a través de la arpillera para ver el escenario de tablas, desierto, la diminuta concha del apuntador, forrada con una tela roja, las candilejas de cinc abollado, y más allá, la oscura sala con los bancos de misa en formación, sin pasillo central. Java le empujaba otra vez al vestuario: ya lo has visto todo, ya podéis largaros, y se situó junto al baúl, un ladrillo en cada mano y dispuesto a tapar el pasadizo en cuanto ellos salieran. El último en meter la cabeza fue Amén, Java lo paró para registrarlo: se llevaba una peluca de diablo entre el jersey y el pecho. Trae acá, cabrito, que tú acabarás en el Asilo Durán.

Me moría de ganas de quedarme, pero te obedecimos todos, legañas, te dejamos solo allí dentro, oímos cómo ilusionado taponabas la salida y arrimabas el baúl. Salimos por la boca del refugio a la calle Escorial. No hacía nada de frío y brillaban las estrellas, no era muy tarde: teníamos tiempo de contar una aventi sentados en la acera, debajo de una acacia. Vimos correr bajo la luz mortecina de una farola a dos mujeres enlutadas con sacos en la espalda, desaparecieron encorvadas tras la esquina de la calle Laurel. Luego, Amén se desprendió del cinturón de plexi y propuso echar un buchi: cuando nos faltaba Java caíamos con frecuencia en los juegos de críos.

Pero todo quedó en nada: lo que de verdad nos habría gustado esa noche era verte actuar, fullero. Así que nos separamos y yo acompañé al Tetas hasta su casa en la carretera del Carmelo; había ventanucos iluminados en las barracas, alguna radio encendida, el llanto de un niño. Me despedí del Tetas y regresé al refugio, a oscuras y a rastras volví a recorrer el pasadizo, un ratón se paseaba por mi pierna y de un manotazo lo lancé por los aires, quité los tochos y empujé el baúl.

Ya estaban ensayando en el escenario iluminado, vocalizaban despacio simulando una rabia infernal, reconocí la voz del director escénico: «¡La ira abrasa mi pecho, rayos mi incendio vomita; pues yo rabio, rabien todos!» Me moría de ganas de verte actuar. En la pared de ladrillo que me separaba del escenario había varios agujeros del tamaño de monedas: eran para sujetar los decorados el día de la función, escogí el más bajo y me senté a caballo sobre medio tronco de árbol de cartón y cerré un ojo: podía ver a Juanita la «Trigo» en plan de Virgen esperando su turno entre bastidores, con las manos juntas como si rezara pero bostezando, y a cinco pastores de Belén sentados en torno al fuego y la olla, con sus zamarras y panderetas, y a la apuntadora en la concha; era la mayor de la Casa y responsable de devolver a las huérfanas a la calle Verdi antes de medianoche y sin novedad. No se veía a la Fueguiña por ninguna parte. Rumiaba yo dónde se ocultaría el que daba las órdenes, cuando se movieron un poco las pesadas cortinas color miel y detrás se oyó con claridad el doble y agudo chillido de pájaro y asomó por la abertura la contera plateada del bastón, y detrás el alférez en su silla de ruedas, la espalda muy erguida y el cabello engomado y reluciente, el bigotito negro y la cara blanca como la cera. La sahariana impecable y tan ceñida, de esquinadas hombreras, le daba un aire de héroe frágil y obstinado, con el botón superior sin abrochar dejando ver una fina toalla color crema alrededor del cuello. Desde las sombras dirigía la función con firmeza y autoridad, y en ocasiones invadía bruscamente el escenario manejando su carrito con endiablada habilidad y rapidez, acudía compulsivo y solícito a situar bien un personaje, a corregir el detalle de un vestido, una postura, una peluca. Tenía el cuaderno en el regazo, sobre el mantón dorado que ceñía sus piernas, el bastón en una mano y en la otra la cañita de bambú. El retraso de Luzbel no era normal, dijo: Dónde se habrá metido, siempre llega tarde, pero hoy se ha pasado. Y su taco preferido: Jolines.

– No vendrá, mi alférez.

– ¿Quién ha dicho eso? -el director escrutando la oscuridad de la sala -. ¿Quién anda ahí?

Me moría por verte, camándula: cómo te levantabas del último banco en la platea, desde la penumbra que te había mantenido oculto hasta entonces, cómo avanzabas seguro y confiado por el pasillo lateral, cómo decías otra vez:

– No vendrá, señorito Conrado. Se ha roto un brazo.

– ¡Ondia! -exclamaron los pastorcillos a coro.

– Siempre le pasa algo, a Miguel -dijo la apuntadora-. Qué delicado.

– Es un chico muy esquifido -opinó Juanita la «Trigo».

– ¡Silencio! -tronó el director.

Ya estabas parado junto a las candilejas. El alférez hizo rodar la silla hasta el centro del escenario, frenó, los pastores se hicieron a un lado, la cañita silbó cortando el aire:

– ¿Tú qué haces aquí? -añadió el alférez entornando los ojos para verte mejor: cegato, nervioso, chaval, como siempre que te veía demasiado cerca y en público-. ¿Quién te ha dado permiso para entrar?

– Me envía su madre. Dice que Miguel se ha roto el brazo jugando al cavall fort en el parque Güell. No vendrá, no podrá hacer de Luzbel.

El director escénico reflexionó unos segundos.

– ¿Es verdad eso? -y sus finas manos empujaron las ruedas, resbaló de su regazo el cuaderno, bruscamente te dio la espalda, llamó a la Virgen y la mandó al teléfono de la sacristía para comprobarlo. Recuerda, en casa de Miguel tenían teléfono y bidet. La Virgen volvió diciendo es verdad, las manos fervorosamente juntas, tiene el brazo escayolado y está en cama, mintiendo con humildad de Purísima: tal como le habías ordenado a la chica, pillastre.

El inválido ni te miró al decir:

– Está bien, puedes irte.

– La señorita Paulina me ha dado permiso para ver los ensayos. Me gustaría mucho ser del Cuadro Escénico, mi teniente.

– Yo no soy teniente de nadie. Y ya te dije que estamos al completo…

– Me gustaría hacer de Luzbel, señorito Conrado. Me lo sé de memoria. Déme una oportunidad, por favor -insistes en tono quejica y como bromeando, pero todos sabíamos que ese tono ocultaba una amenaza-. Le gustará como lo hago.

Ya subías al escenario, ya tus pasos resonaban en el tablado y te encarabas al alférez sonriendo, seguro de ganar: le sobabas mentalmente, puta, a que sí. Las piernas abiertas y firmes, los pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, el pañuelo rojo al cuello y la bufanda colgada al hombro: estabas soberbio, Java.

– Creo que le conviene, mi alférez. Hágame una prueba, verá qué satisfecho queda.

– No -sin mirarte a los ojos, pero mirándote-. No insistas -y manoseando las ruedas, retrocediendo, frenando, girando la silla como si buscara una salida-. Miguel es insustituible… Aunque bien pensado… Bueno, no perdamos más tiempo, tenemos la Navidad encima. Le suplirás, pero sólo en los ensayos. No esperes otra cosa, él hará ese papel cuando vuelva.

– No volverá en mucho tiempo, señorito Conrado. Y yo me sé el Luzbel de corrido.

– A ver, recítame algo.

Un carraspeo, balanceándote un rato y cargando el peso del cuerpo en una pierna, luego en la otra, por fin alzando el brazo ante el alférez, firmes como en el cine cuando tocan el himno, dijiste en tono vibrante:

– Tú ocupas con altivez y soberbia un trono regio que no te corresponde, desventurado. ¿Contra quién te rebelaste, de las tinieblas caudillo? De traidores vasallos tienes un sinnúmero, un ejército que obedece tus mandatos y ejecuta tus proyectos. Pues este trono y vasallos, este ejército, este imperio, de qué sirven si has de verte, ¡oh vergüenza!, ¡oh vilipendio!, humillado y confundido, hasta llegar al extremo de que una débil Mujer, una Doncella sin mácula, una Aurora radiante, con valeroso denuedo estampe en tu altiva frente de su osada planta el sello…

– Bastante mal -te amonestó-. Hay que declamar. Que es verso, no lo olvides. Que no es un discurso. Pero vale, venga, a trabajar todo el mundo -palmeando, haciendo silbar la cañita en el aire, llamando a gritos al Arcángel Miguel: lo había enviado a por un vaso de agua y tardaba-. ¡Venga, cuadro octavo, escena diez, bosque, dichos y San Miguel! ¡¿Adónde fue por el agua, a un pozo?!

Revuelo en el escenario: los pastores acomodándose en torno al fuego, sonar de panderetas, risas, Juanita la Virgen corriendo a buscar a San Miguel, tú suplicando al director:

– ¿Puedo vestirme de Luzbel? Hará más efecto.

– Pero rápido.

Y ni siquiera me viste, ni una sola vez miraste en torno mientras te vestías precipitadamente en la oscuridad, casi a mi lado: musitabas parrafadas de versos, bisbiseabas como una vieja beata pasando el rosario. Y corriendo al escenario otra vez con tu soberbia capa roja, tus cuernos, tu perilla y tus fieros bigotes. Te miró y remiró el director.

– Demasiado ajustados los calzones… Aquí. Pero tiene un pase. Tú empiezas. Final escena nueve. ¿Te lo sabes, te acuerdas?

Y de pie en medio del escenario, brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza como para embestir el mundo, tú, Luzbel, recuerda:

– ¡Si queréis saber quién soy,

escuchad y lo sabréis!

Yo soy aquel gran privado

que el rey de su casa echó

y a que viva le ordenó

al abismo condenado…

– Alto -cortó el director-. No es necesario que empieces tan atrás, di sólo el final para empalmar con los pastores. Java Luzbel:

– … sabed pues que en mí tenéis

vuestro enemigo Luzbel!

Pastorcillos:

– ¡Huyamos todos, huyamos!

Arcángel San Miguel apareciendo con la espada en alto:

– ¡Pastores: no huyáis, tened!

La mismísima Fueguiña pero esta vez de bandera, chaval, con un cuerpo de rechupete: casco de plata con penacho rojo, túnica de seda blanca que le llegaba a la mitad de los muslos y ceñida al vientre por ancho cinturón fulgente, botas altas doradas y capa azul y blanca sobre los hombros, y, rematando tan cegadora visión, el brazo desnudo en alto y empuñando la llameante y retorcida espada. Y declamando:

– ¡Y tú, dime, monstruo horrendo,

¿el mundo en fuego encendido

quieres que apague tu sed?

¡Huye, villano, de aquí!

Java Luzbel:

– ¡Detén, Miguel; no levante

tanto tu voz la victoria,

que no es razón patentoria!

Director:

– ¡Perentoria!

Java Luzbel:

– … perentoria, perdone.

Silbó en el aire la cañita de bambú. El lapsus lo aprovechó el Arcángel Miguel para sacarse del cinto una barra de carmín y repintarse furiosamente los labios, manteniendo la espada en alto y las soberbias piernas abiertas. Entre las mejillas arreboladas su boca era como un clavel rojo y sobre ese clavel pareció que te lanzabas de pronto con tanto ímpetu y sin avisar, obedeciendo una soterrada orden del inválido, que la chica se asustó y dejó caer el pintalabios. Cuando te rendías a sus pies con estrépito de tablas, levantando nubes de polvo, tus manos crispadas buscaron asidero en sus piernas, arrastrándote entre maldiciones y azufre del averno, bribón, clavando los dedos en sus muslos morenos, tirando de su faldita y echando miraditas al director con el rabillo del ojo, astuto marrajo.

Arcángel Fueguiña:

– ¡Soberbio, atrevido aliento

¿tú contra el cielo te opones?!

¡Detén tu voz, no blasones

aclamando vencimiento!

Java Luzbel:

– ¡Mi rabia no sofoques!

Arcángel Fueguiña:

– ¡No me toques!

Y subías, te encaramabas a ella como a una cucaña, resbalando y resoplando sobre sus formidables piernas de Arcángel, subías y sobabas con manos y rodillas y codos, y ella tan firme y poderosa, tan seria, hasta que aplastaste la cara entre sus pechos y resbalando otra vez llegaste a su entrepierna y entonces ella, ¡qué bien ensayado debíais tenerlo en el terrado de la Casa!, se agitó y culeó como para arrojarte lejos al tiempo que ponía los ojos en blanco y alzaba la cabeza y la llameante espada al cielo, extraviándose en el diálogo:

– ¡Soberbio, atrevido aliento…!

Java Luzbel:

– ¡Maldición, maldición!

Inválido:

– ¡No, no! ¡Vencido estoy, vencido estoy!

Java Luzbel:

– ¡Ah, sí, perdone! ¡Vencido estoy, Miguel…!

Arcángel Fueguiña:

– ¡Abrásate, infiel!

Inválido:

– ¡Más brío!

Pastores:

– ¡Ay, ay, ay!

Virgen Juanita:

– ¡Virgen!

Cortó el director golpeando las tablas con la puntera del bastón. Y avanzando en su silla con la boca abierta y ansiosa, como si le faltara el aire, pasó entre los despavoridos pastorcillos amonestando dulcemente:

– Te has perdido, Luzbel. Aquí venía eso de… a ver -hojeó el cuaderno, rápidos los dedos, jadeando todavía-. Sí, eso: Áspid seré vengativo. Otra vez por el principio, venga, y menos rabia en ese Miguel, niña, más dulzura, ¿eh?, con firmeza pero con mucha dulzura, que tú eres una guerrillera celestial, ¿entiendes? Es la eterna lucha entre el Bien y el Mal, entre la Belleza y la Fealdad, digamos, ¿entiendes?

– Sí, señorito.

Regresó el director a su puesto entre las cortinas del fondo.

– Y tú sí, Luzbel: con furor, con rabia, con verdadera saña. No temas hacerla daño, entra decidido.

– Sí, mi alférez -aprovechando la pausa, Java había encendido un cigarrillo y lanzaba rosquillas de humo al techo.

– Pues vale. Empieza por: calla, atrevido mortal. Alerta, pastores. Abrid la escotilla. San Miguel preparado… ¡Suelta ese pintalabios de una vez!

La cortina estaba corrida tres palmos y dejaba ver el telón de fondo, una puerta de cuarterones. Agazapado entre las dos ruedas niqueladas, mirándoles por encima de las manos cruzadas sobre el puño de bastón, el inválido apretaba las flacas y temblorosas piernas, agazapado en un nido bermellón de sombras. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Sus ojillos amodorrados y húmedos semejaban dos puntos de luz corroídos por un ácido y la sangre golpeaba sus sienes con urgencia. Había algo inhumano en su inmovilidad de maniquí roto. Golpeó el aire con la barbilla, un gesto que denotaba hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: fuera cigarrillos. Java obedeció transpirando un sudor insensible, una humillación asumida y ensayada fríamente.

Java Luzbel a un pastor:

– ¡Calla, atrevido mortal,

que aquí te rompo algún hueso!

Pastor:

– Hombre, no, no haga usted eso.

– ¡Habráse visto animal!

Java Luzbel:

– ¡Seréis, en estos parajes,

pasto a las fieras salvajes!

Arcángel Fueguiña blandiendo su espada:

– ¡Detente, monstruo del averno!

Java Luzbel:

– ¡Vano intento, Miguel!

Llevo una pena mortal,

tal, que el alma se suspende

y aunque mi mal no se entiende

yo sé que es grave mi mal.

Mientras esto decías vi al Arcángel levantar una bien torneada pierna y rascarse la rodilla con aire distraído. Se oyó el chillido de pájaro tras la cortina, el golpe imperioso del bastón. El aburrimiento o la indiferencia, nada angélica, de la muchacha rascándose la piel, crispaba los nervios del inválido.

Arcángel Fueguiña:

– ¡No acaudilles la locura, maligno,

no te rebeles contra el poder Divino!

Java Luzbel:

– ¡Áspid seré vengativo!

¡Furias abrasan mi pecho,

iras, despecho, furor,

y una desazón eterna

inquieta mi corazón!

De nuevo el Arcángel, con un desdeñoso mohín, alzó la rodilla para rascarse, cuando ya te lanzabas contra su pecho obedeciendo el oscuro mandato que llegó desde la cortina. Blandió ella soberbiamente la espada sobre tu cabeza, pero eso le costó perder el equilibrio momentáneamente, y entonces los pastores, boquiabiertos, vieron rodar sobre las tablas a Miguel y a Luzbel enlazados y rabiosos en medio de un revuelo de capas que encendió una llama roja y azul. Pataleando en el suelo y boca arriba, con Luzbel montado a horcajadas en su vientre, el Arcángel aún consiguió gritar:

– ¡Ay de ti, Luzbel,

que en torpe maldad confías!

¡Rabia, monstruo criminal,

arde en vituperios,

mas respeta estos misterios

sin pecado original!

Y acto seguido te golpeó furiosamente con la pelvis hasta que saliste catapultado por los aires, legañas. Entonces el Arcángel se incorporó con la espada en alto y, cuando arremetías de nuevo, exclamó:

– ¡Mira el brazo de Dios

cómo te arroja a mis pies!

Y caíste rendido, bramando, escupiendo fuego por los ojos y por la boca, ella puso el pie sobre tu cabeza y tú ibas arrastrándote, tanteando con tus garras sus botas altas, la faldita ya hecha jirones y el ancho cinturón de púrpura, buscando un asidero en medio de la agonía y de cuando en cuando echando ojeadas a la cortina, donde el bastón volvía a golpear el suelo.

Encogido en la silla, ronroneando como un gato, el alférez Conradito achicaba los ojos para captar mejor los detalles. Por su jeta de señorito instruido, por la mueca de asquito que se dibujaba en su boca, uno habría jurado que aquello no le gustaba y le hacía sufrir, pero la mirada, vidriosa, se había colgado de un punto en el vacío y sus largos dedos sobaban con rapidez increíble la toalla-bufanda. Era como si mirara sin ver, agotando su rara ceguera hasta el fin. Podía hacer pensar que estaba incluso indignado, que algo le enfurecía, contemplando la lucha entre el Bien y el Mal, y transpiraba, trémulo y rígido en su silla, mudo, cegato, atenazado como por un repentino ataque de dolor en las piernas.

Caído de espaldas y con el pie de San Miguel en tu pecho, aún te incorporaste un poco para aferrarte a su cintura y decir:

– ¡Maldición! ¡Vencido estoy!

De hoy más, contrario Miguel,

yo me confieso vencido.

¡A tu poder ya rendido

queda por siempre Luzbel!

Y a rastras, como un cocodrilo de fuego, dando zarpazos y dentelladas al aire, te hundiste en la trampilla. Qué bueno, legañas, qué bueno fue. Y el director te dio el papel, porque te lo habías ganado. Aunque te lo hizo sudar; yo me fui a casa, ya era muy tarde, pero más adelante lo supe: cinco veces más tuviste que repetir la escena con el Arcángel Fueguiña, enroscado en sus muslos de guerrillera celestial.

El Tetas gimió, golpeándose el oído con la palma de la mano:

– ¡Ay! Me se ha metido una pipa en la oreja.

– ¡Vale! No te laves por siempre jamás y te nacerá un girasol como al capitán Blay -dijo Amén.

– Al capitán se le metió una lenteja, capullo -dijo Luis.

– ¡Callaros, hostia! -ordenó Sarnita-. Sigue, Martín.

¿Cómo podían jugar con las mentiras, intercambiar tantos embustes, qué les incitaba a ello, dónde estaban ese día? No lo sé, Hermana. En tantos sitios. Les veo sentados en corro en la escalinata del parque Güell, o cabalgando todos juntos el Dragón de cerámica, agarrados de la cintura, descalzos y lanzando gritos de guerra; deambulando por los terrados del barrio como gatos tiñosos y famélicos; tumbados en las aceras entre sus improvisados tenderetes de tebeos y novelas baratas de segunda mano; mendigando calderilla para el Cottolengo del Padre Alegre, o unas pastillas para la tos en el Dispensario del Centro Parroquial…

Aquel invierno había por todas partes un olor dulzón y persistente a fango y a hojas podridas, a zapatos mojados secándose junto al brasero. Las lluvias y los fríos intensos propiciaron las mejores aventis de Martín en la trapería de Java. Ellos le escuchaban comiendo pipas y altramuces, hundidos hasta el cuello en la montaña caliente de trapos y papeles y cercados por el estrépito del agua cayendo de los canalones rotos: la trapería era el ombligo del mundo. Los zapatos de Sarnita echaban humo junto al brasero, pero él ni caso, de bruces sobre la pila de diarios y rascándose las junturas infectadas de los dedos. Las aventis de Martín le dejaban turulato. Salió la abuela de la cocina con medio caliqueño apagado en los labios y un cazo con el potaje, pero al verles allí, volvió a esconderse. Esa tarde Mingo llegó corriendo, muerto de frío y con los mocos colgándole hasta el labio; venía del taller con su guardapolvo de aprendiz y su gran bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas, y llevaba el encargo de entregar unas joyas muy valiosas a la querida de uno, dijo, una rubia platino que vivía a todo tren en el Ritz con dos perritos pekineses. Había ido otras veces y era el recado que más le gustaba hacer, la fulana siempre le daba un duro de propina y dice que un día le abrió la puerta en camisón transparente y se le veían unas medias negras con liguero y unos pezones de color rosa. El mismo Java decía que era una fulana de fábula, aseguraba que un estraperlista de los gordos se enamoró de ella cuando la vio y tuvo la idea de deslizar en su escote un talón bancario en blanco con la firma, y que ella había escrito un nueve y detrás 69 ceros, todos los que cabían. El 69 es el número de la suerte para las fulanas de lujo, dijo el Tetas. Entre las joyas que traía Mingo había un brazalete de oro macizo del que pendía un pequeño escorpión, también de oro y montado con articulaciones. Casi andaba. Mingo les permitió tenerlo en la mano un rato cada uno, y fue cuando Java explicó una vez más aquello de que los escorpiones, cuando se ven cercados por el fuego y sin posibilidad de escapatoria, se revuelven contra sí mismos y se suicidan clavándose el aguijón envenenado de la cola. Dijo también que el escorpión es un bicho maléfico que trae mala suerte y representa el odio entre hermanos, la capacidad de autodestrucción que hay en el hombre, ¿recuerdas el rollo, legañoso?, nos prometiste una aventi a propósito de todo esto. Esos primeros tanteos con las pajilleras del Roxy, esa visita como espía al bar Continental, entrando con el saco de tela de colchón al hombro y la romana colgada al cinto, cantando: papeles, botellas, con ronca voz de adulto; ese primer encuentro con el tuerto que resultó que también buscaba a la furcia, esas primeras chispas de la Fueguiña que habían de acabar en incendio, legañoso, ¿de verdad nos divertían? ¿De verdad podían parecemos tan emocionantes como las pelis del cine Rovira o del Delicias o del Roxy? Día tras día tirando del carrito, haciendo sonar por las calles tu campana adornada con una tira de trapo rojo y una reseca piel de conejo, la mirada atenta en los balcones y ventanas, a veces en compañía de la abuela que caminaba detrás vigilando la carga, sordos los oídos al interminable grito: ¡yacapeeeelldecuniiiiill…!, que se metía en todas las casas, en todas las tiendas, talleres y tabernas del barrio, juntamente con el nombre: Ramona.

– ¿Ramona? No he vuelto a verla, hijo, ya no viene por aquí -dijo la dueña del Continental, desayunándose con una gran taza de malta negra y espesa como alquitrán. Le echó coñac al brebaje y, al devolver la botella al estante, de espaldas a Java, lo miró por encima del hombro sonriendo con la boca torcida-. Te gustó y quieres repetir, ¿verdad, pillín?

– No es por eso, mastresa. Tengo que darle un recado. ¿Por dónde anda? ¿Dónde vive?

– No lo sé -y otra vez la sonrisita -. ¿Qué te hizo que no la puedes olvidar, rey mío?

Java se acomodó el saco al hombro y gruñó contrariado, acodado al mostrador con aquella gandulería simpática enroscada en los riñones y en las largas piernas. La mastresa lo miraba fijamente, ahora preocupada:

– Oye, ¿te ha pegado alguna mierda?

– No, no.

– Ah, me extrañaría. Porque es muy limpia, eso sí que lo tiene.

– ¿Sabe si estaba fija en alguna casa?

– Que yo sepa, no. Precisamente ayer se lo decía a mi hermano: meses que no la vemos el pelo. Como si la tierra se la hubiese tragado. Pareces cansado, hijo. ¿Quieres una cerveza? Ya que has venido, te llevarás una piel de conejo, espera.

Era por la mañana temprano: una tenue ceniza enredada en la luz, sillas patas arriba sobre las mesas, el pringoso suelo sembrado de huesos de aceitunas y serrín a medio barrer. El hermano de la dueña, la escoba en la mano y sentado en un rincón, hablaba con el señor Justiniano, que hoy vestía la guerrera negra. Por encima de sus cabezas, en el sombrío altillo, una puta muy joven, casi de bruces en el mármol de la mesa, desayunaba pan con sardinas de lata, la mirada aún suspendida en los afanes de la víspera.

– Qué raro que no haya vuelto por aquí -dijo Java colgando en su cinto la sanguinolenta piel de conejo.

– ¿Se llevó algo de la habitación? -dijo la mastresa.

– No, no.

– Con éstas nunca se sabe.

– ¿Dónde la encontró?

– Aquí. Solía venir a empezar la noche. Comía algo y casi no hablaba con nadie. Si no le salía pronto un cliente, se iba por ahí a buscarlo. Termina tu cerveza -añadió bajando la voz, al notar de refilón la negra mirada del tuerto-, éste no quiere que entren menores.

– Estoy trabajando, yo, tengo el Haiga fuera. ¿Quién es? Se volvió a mirarle y vio el parche en el ojo, las sienes canosas, la boca amarga bajo el bigote-mosca. Su gran mandíbula, un monumento cuadrado a la voluntad de mando, se irguió un poco al devolverle la mirada por encima del hombro.

Java le volvió la espalda ostensiblemente. Bajando aún más la voz, la mastresa: ¿No le conoces?, pues es amigo del pagano, te interesa estar a buenas con él, no le plantes cara nunca, no le discutas nada, hijo, y si por casualidad te lo encuentras un día sentado a tu lado en el cine, cuidado, levántate y arriba el brazo cuando toquen el himno, bien arriba, créeme, sin pitorreos y mantén la boca cerrada, ahora mandan éstos. Ya lo sé, mastresa. Y ella, en un susurro: él es quien me avisa cuando hay trabajo para ti, siempre con muchas exigencias sobre el día y la hora y que no falle la chica, gasta malauva. Debe ser una especie de secretario del inválido.

– ¿Pero usted no hace los tratos directamente con él?

– Nunca lo he visto. Me entiendo con éste.

Y señaló al señor Justiniano sentado en la mesa: el delegado local, dijo, el mandamás que le dicen, el alcalde de barrio, pero en el fondo un jefecillo, uno de tantos. Le verás por ahí reclutando chavales, ¿a ti nunca te ha parado en la calle para hablarte de ir a Campamentos Juveniles? Te tendrá algún respeto. Bastante mal parido, la verdad, cada mes nos pasa a cobrar la cuota de Auxilio Social y la contribución de la Falange del distrito, no se deja ni un bar por el camino, a cambio me deja vender rubio de estraperlo, ya me entiendes, hijo: es uno de ellos, de esos que se dedican a chuparte la sangre, qué le vamos a hacer. Con lo que me sacan, alguno se estará haciendo una torre.

– Paciencia, mastresa -dijo Java-. Son malos tiempos.

– No, si ya nos entendemos, éste y yo. Porque si yo le debo favores, él a mí también. Y me callo porque me callo, que yo me entiendo.

Java había alzado la cabeza para mirar a la meuca en el altillo: comía con su cachaza noctámbula, la mirada descreída en el vacío, los morritos de hastío brillantes de aceite.

El trapero notó en el perfil el único ojo del delegado, negro, insistente. Se había levantado y caminaba hacia la puerta, seguido del hermano de la mastresa.

– Yo a lo mío -dijo la mastresa viéndole salir con el rabillo del ojo-. Me dicen: tal día a tal hora traes a la parejita, éste me da la llave y el dinero, yo voy al piso y os doy acomodo, y cuando el trabajo está hecho os pago, limpio un poco, cierro y a casita.

– ¿Allí no vive nadie? ¿Nunca vio a la madre?

– No. Creo que vive en otro piso más arriba o más abajo, no sé, todo el edificio es de la viuda y tiene todos los pisos alquilados menos dos. En el que tú vas, sólo duermen de vez en cuando el hijo y una chica que le cuida. Ahí es donde vivían antes, pero se mudaron al morir el padre, creo. ¡Y mira que aún hay cosas de valor en este piso, vamos, que está puesto!

– Y hablando del asunto -dijo Java-, ¿nada por ahora, mastresa?

– Nada. Ya te avisaré, prefiero que no vengas por aquí -de nuevo la malicia risueña en sus ojos pintarrajeados-. Te gustaría que la próxima vez fuera con esa Ramona, ¿eh, sinvergüenza?

– Pues sí.

– Una cosa tiene la chica, es limpia. Se le nota -apuró el

café-malta, metió la taza en el fregadero -. Espera a ver… ¡Balbina!

– mirando a la chica del altillo-. ¿Has visto a Ramona?

Irguiéndose como si despertara, Balbina meneó la permanente: nanay, frunciendo la boca sin pintura. Java ya subía la escalera de madera, vio el tomate de la media en su rodilla, sus gruesas caderas forradas de raído satén rebasando el taburete, unas manos pecosas y una cara bonita a más no poder. Se quedó de pie delante de ella.

– ¿Es usted amiga de Ramona?

– ¿Qué quieres?

– Tengo que darle un recado y no sé dónde para.

– Vivía en una pensión. Pero se ha mudado. Y debiéndome quince duros.

– Pero, ¿dónde?

– ¿A ti te lo dijo?, pues a mí tampoco -alzó los ojos y ahora miró a Java con ojos de chunga-. No sabía que le gustaban los guayabos…

– ¿Hace tiempo que la conoce?

Ella hizo un gesto vago con la mano, acompañándose de una mueca de inseguridad: y tanto, fíjate qué suerte, chico, de cuando eran vírgenes las dos, riendo y masticando a dos carrillos, ya ves si hará tiempo, Sarnita, atragantándose del gusto de engullir, qué suerte encontrarla allí en el Continental y con su risa plena de mamona al recordarlo: de cuando las dos tenían otro nombre y otro coño, hijo, menos gastado, y también otro trabajo: criadas en un chalet de Gracia, dos marmotas como dos pimpollos sirviendo a un matrimonio con una hija y unos abuelos muy ancianos. El merdé de la guerra ya duraba un año, el terror ya se había metido en todas las casas de señores y un buen día los suyos deciden irse a vivir definitivamente al pueblo, y cierran el chalet. Ellas se quedan sin trabajo. La Ramona por segunda vez: ya había servido en otra casa poco antes de empezar la guerra y algo le pasó allí con el señorito que hacía las milicias, la Balbina se figuraba el qué aunque su amiga nunca se lo contó: entonces aún vivía intensamente su primer amor, la Ramona, un buen chico que luego murió en el frente de Aragón, pero no de la metralla sino del frío, eran novios desde los trece años y se querían con verdadera pasión, una historia para llorar, chicos. Así que estos primeros días sin empleo, perdidas en el centro de un tumulto civil del carajo, a las dos raspitas sólo les queda un novio en primera línea de fuego, si me quieres escribir ya sabes mi paradero, pero muy pronto ni las cartas llegan, ellas no tienen trabajo ni dinero, y la trampa se cierra: todo parece haber sido dispuesto para que las dos se abran de piernas, tanto si les gusta el tomate como si no, y ellas se abren. La Balbina empezará mucho antes que la Ramona pero de eso ella ya no se acuerda, lleva a los tíos a la torre donde había servido de criada, tiene una llave y una clientela de alucinados soldados con permiso, libertarios, percutantes, engatillados, agazapados soldaditos en su entrepierna, como niños asustados. Antes que la torre sea confiscada por los anarquistas, queda embarazada y una noche de bombardeo del treinta y ocho encuentra a la Ramona durmiendo en la estación del metro con un hombre: es mi tío Artemi, le dice, y la Balbina, que siempre creyó que no tenía familia: reina, no me hagas reír que aborto aquí mismo, seguro que tú también lo tienes ya más abierto que un paraguas. ¿Y esa cruz de rubíes que llevas al cuello, me dirás que la has ganado a cambio de nada? Es noche de alarmas y presagios, entre la muchedumbre que yace desquiciada y semidormida en el andén, una niña orina en cuclillas y a calzón quitado, y la culata de una pistola asoma entre las solapas de una americana a rayas sobre un mono de mecánico. Ninguna de las dos tiene ya salvación. Volverán a encontrarse después de la guerra y compartirán una habitación alquilada y algunos clientes de lo más tirado, pero por poco tiempo: la Balbina pesca un novio formal, cree que puede casarse y la Ramona se va a vivir a una pensión. Ya no parecía la misma, Sarnita, dijo: teñida de rubio, oxigenada, tan flaca, tan triste y esmirriada y con sus cicatrices, con su tío en la cárcel y los nervios destrozados por aquel extraño miedo, aquellas pesadillas de sangre que no la dejaban dormir. Últimamente nos veíamos poco, concluye la Balbina, alguna vez aquí o en el bar Alaska, siempre anda en las últimas.

– ¿Una torre en la calle Camelias que estuvo cerrada, con rosales blancos y una palmera en el jardín? -dijo Sarnita parpadeando cara al sol, haciendo visera con la mano-. ¿Con una niña que entonces tenía ocho años y que ahora tendrá trece? Pues es ésta, Java, la misma torre y la misma niña que huele a mandarinas dulces, el mismo cacharro negro con gasógeno que suelta pedorros como la abuela.

– Hum. No hay que fiarse mucho de lo que dice una furcia

– meditó Java.

– Cuando los dueños volvieron a abrir la torre, aún comían butifarra que se trajeron del pueblo: recuerda las pieles que encontramos, y la escarola y las mandarinas -insistió Sarnita -. Es verdad, esa fulana no te engañó.

– Puede ser -Java se hurgaba los dientes con un palillo-. ¿Todo eso lo ha lavado tu madre?

– Todo -dijo el Tetas.

Estaban tumbados al sol en el terrado del Tetas, la colada aleteaba sobre sus cabezas esparciendo un fresco olor a lejía. Se oían trabadas voces de mujeres abajo, en el patio. Java escupió el palillo.

– Hay que avisar a los demás -dijo-. Que vengan esta noche. Traeré a la Fueguiña para que haga de Virgen.

– ¿No sería mejor esa niña del chalet? -dijo Sarnita-. Si es verdad que conoció a la criada, te puede interesar…

– Otro día -Java desmenuzó tres colillas con parsimonia, el papel de fumar pegado al labio por una punta-. Susana es una lela.

Cuando salía a trabajar con la abuela y el carrito comían juntos sentados en el bordillo de cualquier calle, donde les pillara el hambre: potaje de garbanzos o de lentejas que se traía la vieja en la fiambrera. Ella disfrutaba mucho cuando iban a vender el papel: comían en una taberna del Paralelo y después la abuela se compraba una faria, era una fumadora empedernida. Cuando salía a la busca solo, Java planeaba el trayecto de forma que la hora de la siesta lo pillara cerca de la casa de Sarnita o del Tetas, en el Cottolengo: diminutas azoteas con sábanas mojadas que batía el viento, que soltaban trallazos de lejía en la cara, un cielo azul de primavera donde se bamboleaban pesadas cometas de papel de periódico.

– Todo el santo día en la calle, sólo se acerca por casa a la hora de comer -las quejas de las vecinas subiendo desde los fregaderos, enredándose en el aire con la canción que emitían las radios al unísono, alegres estribillos como lentejuelas al sol, como pescaditos plateados mordiéndose la cola. -Ya puedes decirlo, ya. Pero así dan menos guerra, mujer. Ese ganapias del trapero hace con ellos lo que quiere

– voces apaleadas al mismo tiempo que la colada, que los chillidos de pájaros como flechas en el cielo y el griterío de chiquillos y perros en las cercanas colinas. -Y el otro, el hijo de la «Preñada», vaya elemento. Parece que ahora frecuentan algo más la Parroquia, pero no será para aprender el catecismo, no te hagas ilusiones.

– Hostia -gruñó el Tetas-. Cotorras.

– ¿Cuál es tu madre, Tetas?

– La que chilla más.

– Pues el mío, desde que es monaguillo, por lo menos sé dónde está cuando no le veo.

– Ésa -dijo el Tetas.

– Vámonos -Sarnita se levantó-. ¿Hay que avisar también a Luis? Está muy chingado con la tos, se le oye desde un kilómetro.

– Las juanola que tú le das -dijo el Tetas bajando las

escaleras-. Cuantas más pastillas juanola tome, más toserá. Vienen infectadas, chaval, dicen que ahora en los laboratorios trabajan tísicos, los cogen porque cobran menos jornal…

– Esto es una trola.

– A las diez -dijo Java al despedirse-. Tetas, no te olvides del trozo de riel y la cuerda.

Esa noche, cuando Sarnita llegó al vestuario, la Fueguiña ya estaba preparada de Virgen, sentada muy rígida en una silla. Los cabellos sueltos, los pies desnudos y juntos, la túnica blanca y el manto azul, y debajo nada, se le notaba. Habían encendido candelabros y los repartían estratégicamente. Java apagó la luz del techo y puso dos candelabros en el suelo, uno a cada lado de la Fueguiña, que no parecía tener miedo, nunca se quejaba. Sólo dijo: ¿aquí, por qué aquí?, mejor en el escenario.

– Primero ensayaremos un rato aquí -dijo Java-. Figura que te llamas Aurora.

– Me habías dicho que ensayaríamos tú y yo solos… -y recelando de los demás, mirando los preparativos, la caja de cerillas en las guarras manos de Amén-: ¿Ellos también tienen un papel?

– Hoy no vamos a ensayar Los Pastorcillos -dijo Java corrigiendo la posición de los candelabros -. Es una función nueva que se ha inventado Sarnita. Verás, queremos darle una sorpresa al señorito Conrado. ¿Has entendido, niña? Función nueva.

– ¿Cómo se titula?

– Aurora, la otra hija de Fu-Manchú -dijo Sarnita.

– Seguro que al director le gustará mucho -dijo Java-. Primero dame las manos, déjate, no tengas miedo.

– ¿Y todo el rato así, amarrada?

– No -Sarnita suavecito como un guante, acercándose con la cuerda al hombro-, todo el rato no. Depende de ti, chavala.

Verás, es una función muy especial, decía el puta: aquella cabeza rapada y, dentro, aquella imaginación endiablada, legañoso, ¿te acuerdas? Mira en qué ha ido a parar. No está escrito, le explicó a la Fueguiña, ni tu papel ni el de ninguno de nosotros, son cosas que aún tienen que pasar pero las sabemos de memoria y tú las aprenderás, Fueguiña. Empieza así: tú figura que tienes las manos atadas a la espalda y quieren hacerte cantar, ya están preparando el tormento. Levántate.

La llevó al rincón, la hizo sentar a caballo en el bidet, en medio de un fortísimo olor a meados, la hizo juntar las manos a la espalda y se disponía a atarle las muñecas. Entonces ella lo miró con ojos repentinamente furiosos.

– Tú no -dijo, y apartó los ojos de Sarnita para mirar a Java-: Que nadie me toque más que tú.

Sabe Dios cómo conseguía escapar de la Casa de las huérfanas. Ellos pensaban que podía ser así: hacían la colada de Las Ánimas y de otras Parroquias, manteles de altar y sotanas, a veces era tan grande la colada que a las niñas se les hacía de noche antes de terminar el planchado, tenían dos planchas de carbón y una de ellas se la pedían prestada a una vecina, la Fueguiña bajaba a la calle a devolverla y ya no volvía a la Casa.

– ¿Preparada, Aurora?

Arrodillado, Java le ató las muñecas a la espalda, la despeinó con cuidado, separó sus rodillas y dobló su espalda hacia atrás, y ella cerró los ojos: cabalgaba contra la noche y el viento de un recuerdo. Así está bien, dijo él, acerca más los candelabros, Sarnita. Diez velas escalonadas, cinco por banda, que arrojaban resplandores sobre sus mejillas de manzana y sus ojos de arena. ¿Qué figuro que hago?, preguntó, ¿por qué estoy sentada en eso?, mirando con asco el bidet, y Luis riendo: figura que cabalgas, tonta, y confórmate, ¿de dónde quieres que saquemos un caballo? Asistido por Mingo y Amén, el Tetas trajo la lata de pólvora con alguna solemnidad, como si fuera el viático. Java tomó la lata, hizo levantar un momento a la Fueguiña y vertió cuidadosamente un fino reguero de pólvora a lo largo del borde semicircular del bidet. La hizo sentar de nuevo con las piernas abiertas, rozando con la cara interna de los muslos los dos extremos del reguero de pólvora, una negra culebra con dos cabezas. Así está bien, ¿no, Sarnita?, dijo Java, y encendió el cirio pascual adornado con la cinta de plata y lo paseó ante los ojos de la prisionera. Todos se sentaron silenciosamente en el suelo. ¿Ya vale?, dijo ella, ¿qué tengo que hacer ahora?, siguiendo la llama con los ojos que no revelaban miedo ni curiosidad, solamente desdén o asco, ¿qué tengo que decir? Lo que quieras, dijo Sarnita con la voz agrietada y misteriosa, pero figura que has sido secuestrada por los moros y te harán la vaca si no hablas. Y se echó de bruces al suelo como un perro viejo, sujetándose el mentón con las tiñosas manos rosadas, mirándola semidormido, ronroneante: dale ya, legañoso, interrógala, qué emocionante tenerlas así, muérdele una teta, méate en su espalda, que cante. Otra furiosa mirada de ella especialmente dedicada a Sarnita: ¿ése es tu papel, sarnoso pelado, azuzarles contra mí? Sí, Aurorita, ése es siempre mi papel, hacer que los malos sean más malos, me gusta. Y ahora contesta todas nuestras preguntas si no quieres ver marcada con fuego tu delicada piel. Entonces se llamaba Aurora.

¿Aurora?, dijo ella, ¿de la Casa, y hace años? La misma, dijo Java, recuerda, canta, vomita, dijo Sarnita. Esto no vale, yo era muy pequeña, pregunta otra cosa. No, tiene que ser eso, trabajaba en lo mismo que tú ahora, marmota del mismo señorito, dijo Java esgrimiendo el cirio pascual, acercando la llama a la pólvora. Igual no, ella sólo iba a hacerle la cama en su piso de soltero, nunca fue al piso de la calle Mallorca, que es mucho más grande y da más trabajo. Pero ya me acuerdo, no me achuches, dijo la Fueguiña entrando en juego, pero con dudas: ¿debo contestar ya o debo resistirme un poco más? Habla, maldita, desembucha: ¿qué pasó cuando él terminó las milicias? Sonriendo ahora maliciosamente, la muy zorra, adaptándose al papel de heroína dura que no teme que la chinguen, no sé nada, jolines, no me acuerdo, entonces yo era una cría. Y Sarnita: vomita o te ponemos la Bota Malaya que machaca el pie. Y Java: ¿qué puedes contarnos de ella? Nada. Tú la conociste. Sí, pero nada, insistió ella, sólo me acuerdo un poco de su cara tan guapa y sus zapatos verdes de tacón alto.

Java acercó la llama al borde del bidet, a un centímetro de la pólvora, y ella ni parpadeó, pero sus muslos se pusieron tensos. De bruces en el suelo, ellos la miraban conteniendo la respiración. Primero quémale los pelitos del conejo, legañoso, los pezones, márcale una tetica, enséñala a vivir. Ella irguió el pecho y su maligna sonrisa mellada planeó un instante por encima de las cabezas abatidas. ¿Es verdad que te rompió los dientes un moro, chavala? Sarnita agarró sus cabellos y de un tirón le echó la cabeza atrás y ordenó: tienes que decir otra vez yo no sé nada, y así yo te estripo el vestido. ¿Ah, sí, también eso, marranos?, dijo ella. Déjala, que hable ya, propuso Java. No te asustes que no miramos mucho, Aurora, no te rajes ahora que lo estás haciendo muy bien. Bueno, estripa pero sólo un poquito y no por arriba, ¿eh?, mejor la falda que ya está hecha una birria, dijo ella, de todos modos ya me lo veis todo, sois unos listos vosotros, pero no penséis que me chupo el dedo, así, basta, ya está bien, ¿eso también figura en la función, gorrinos, no podría llevar unos calzones rojos de demonio? Veremos, pero ahora canta, vomita todo lo que sepas de la raspa, venga, ¿no es emocionante?: todos admirándote tumbados en el suelo alrededor del bidet, a un palmo de tu túnica desgarrada, con las jetas boquiabiertas y los ojos encendidos, los fieros bigotes de Martín despegados y colgando torcidos, Luis embozado en la capa roja y sacudido por la tos.

– Habla, desgraciada, sabemos que erais muy amigas, que ella te quería mucho y a veces te dejaba dormir con ella en su cama.

– Yo era tan pequeña, tenía tanto miedo de las bombas. Os juro que me moría de miedo.

– ¿Ahora no tienes miedo? -dijo el Tetas.

– Nunca más volveré a tener miedo.

– Ja. ¿No sabes que la guerra no ha terminado, que quedan los maquis? ¿Quién puede decir no tengo miedo?

– Lo dice menda -replicó la Fueguiña.

– Ja. Una pobre huérfana sin padre ni madre, una murciana boba que cada día se la tiene que sacar cien veces a un inválido para que mee.

– ¿Es verdad eso, Fueguiña? -dijo Sarnita.

– Sólo le sostengo el orinal.

– Mentira -el Tetas.

– Y no soy murciana. Soy de Lugo y me llamo María Armesto.

– Mentira.

– Cállate ya, Tetas -Java sin mirarle-. Basta de chorradas. Sigamos -acercando de nuevo la llama a la pólvora-. ¿Hablarás, Aurora?

– No.

– Canta si no quieres morir quemada, niña.

La tos pedregosa de Luis la distrajo, mientras Java, sin malauva en la voz, representando bastante mal su papel: cantarás incluso el raskayú, dijo, la llama rozando ya la pólvora y de pronto ¡ffffuuuu…! como un cohete que hace llufa, y el fogonazo azul surgiendo entre las rodillas de Aurora, dos nubecillas negras subiendo hasta su cara. Jolines, exclamó viendo avanzar las dos rabiosas llamitas por el borde del bidet hacia sus muslos: dos arañas veloces emprendiendo direcciones contrarias, soltando humo como dos veloces trenes diminutos y dejando un rastro color tabaco. No intentó levantarse, no forcejeó con las manos atadas, no movió ni un músculo, ni un cabello. La barbilla clavada al pecho, observaba en silencio el rápido avance de los dos fuegos y los vio llegar a la carne, y sólo entonces, cuando parecía que la iban a morder, se abrió un poco más de piernas y permaneció rígida, sin pestañear, viendo cómo se apagaban bruscamente a unos milímetros de la piel. ¡Qué huevos esta chavala!, el Tetas admirado, y hasta el mismo Java parecía impresionado.

Tranquilamente ella levantó la cabeza y se encaró con su inquisidor.

– Menda habla cuando quiere, para que te empapes -y añadió, después de sacudir su cabellera negra-: De verdad que no me acuerdo bien, supongo que os referís a la Menchu, otra que escapó de la Casa para hacerse de la vida, eso dicen. Ellas sí que se lo contaban todo, las mayores, yo aún no tenía edad para trabajar fuera de la Casa…

– ¿Menchu has dicho?

– Me contó que era muy buena con todas las chicas, que tenía un novio que se llamaba Pedro, y que iba a hacer faenas por horas. Cada día iba al ático del señorito Conrado para hacerle la cama, se la hacía desde los catorce años, cuando él estudiaba y aún vivía su padre, antes de la guerra. Luego toda la familia llegó a quererla mucho. Él aún no estaba paralítico y dicen que era muy bueno con ella, que le hacía regalos.

– ¿Y eso por qué? -dijo Sarnita-. ¿Por qué había de ser bueno con una marmota, por qué había de hacerle regalos?

– Sin chillarme, jolines.

– ¡Habla! ¿Por qué?

– Es un pecado, no lo digo.

– Tetas, trae las tenazas -dijo Sarnita-. Vamos a retorcerle los pezones.

– Pues que ella y su novio Pedro -dijo la Fueguiña -solían verse en secreto en aquel pisito del señorito Conrado que ella iba a limpiar cada día. Y que el señorito lo sabía. Sabía que allí se besaban y se tocaban, y a pesar de saberlo nunca los descubrió, nunca se lo dijo a la señora ni a la directora de la Casa. ¿Por qué…? ¡Ay, no me tires del pelo, animal! El novio iba por la mañana cuando el señorito ya había salido, la encontraba a ella barriendo o sacudiendo alfombras o cambiando las sábanas de la cama y allí mismo lo hacían todo. Y ella se dejaba a gusto, dicen. Y no sé nada más. ¡Ay, suéltame el pelo, bruto!

Un pisito confortable y juvenil, coquetón, con muebles de tubo niquelado y muchos libros, ceniceros de cristal tallado y almohadones con dibujos cubistas. Cuando Aurora se iba después de limpiarlo, él volvía de desayunar en el café más próximo y se encerraba a estudiar. Lo descubrió un día por casualidad, Hermana, como si lo viera: agachándose junto a la cama donde se tumbaba horas y horas a estudiar una carrera que nunca ejercería, tan ajeno todavía al glorioso uniforme y a la silla de ruedas y a la metralla que lo iría destruyendo año tras año como las termitas, le veo en cuclillas sobre la alfombra con la cabeza caída y absorto, hipnotizado por el fulgor metálico del mechero que pertenecía a Pedro y él lo sabía, mirándolo durante largo rato allí caído junto a la pata de la mesilla de noche, mirándolo sin tocarlo, con ojos maniáticos; soportando gozosamente aquella revelación quemante, aquel cielo que se abría en su vida y que le reservaba a su cuerpo un mañana de sombras; paseándose por el cuarto y mesándose los cabellos de alegría, hablándose, riéndose, rastreando una señal en la cama, husmeando las sábanas, la almohada, las toallas, olfateando como un perrito el olor de sus cabellos, de su piel, midiendo con la imaginación el hueco de sus cuerpos en el colchón, calibrando su peso, oyendo quizá sus gemidos. Con el cuerpo orillado en el lecho, llorando de felicidad, rezando las gracias.

– ¿Y qué más, Aurora? -susurró Amén junto al candelabro que chisporroteaba -. ¿Qué hizo entonces, por qué no se chivó a su madre?

– Porque él es bueno, porque él es todo un señor educado en los jesuitas y nunca andará por ahí contando los pecados de los demás

– dijo ella.

– ¿Aunque hagan los pecados en su casa, en su propia cama?

– Pues sí.

– No seas pánfila -dijo Sarnita entornando los párpados como un gato: escrutaba el paso elástico de Java en torno a la prisionera, su reflexivo silencio. Lo vio pararse ante ella, inclinarse con el cirio en la mano y dejar caer unas gotas de cera caliente dentro del bidet, entre los pálidos muslos, dejando el cirio pegado allí por su base. La llama arrojó sobresaltadas sombras en las paredes. Qué vas a hacer, dijo ella, el fuego sabes que no me asusta, pero que no me toque nadie más que tú o me voy.

Sarnita añadió:

– Sigue, canta si no quieres ser la Mujer Marcada.

– Sin amenazas, baboso.

Un ático en la calle Cerdeña con una terracita llena de geranios desde la que Pedro y Aurora, abrazados, veían el campo de fútbol del Europa y las pistas de ceniza del Hispano-Francés. Un piso de soltero rico, un nido para un cuerpo de veinte años que aún no había logrado encenderse con nada ni con nadie. Había trofeos de caza, raquetas de tenis, copas ganadas en concursos de tiro, mapas de campañas africanas enmarcados y una colección de botas de montar dispuestas en batería a lo largo de la pared, caprichos de hijo y nieto de militares. Flotando en esa euforia vengativa del indigente, Pedro se bebe su coñac y se fuma sus puritos, se sienta en el agua perfumada de su bañera horas enteras, se envuelve en sus toallas y albornoces, camina descalzo por sus alfombras y hasta se pone sus corbatas. Y él lo sabía en el mismo momento en que ocurría, sosteniéndose la frente ardorosa sobre un libro de texto en la Facultad, o en casa de su madre, o en las milicias. Si la República no se lo quita todo, decía Pedro desnudo ante la hilera de trajes colgados en el armario, se lo quitaré yo, señorito de mierda, lo joderé. Y él lo sabía, Hermana, y lo soportaba, nunca se quejó de las chorizadas de Pedro, es más: hasta llegó a poner el coñac en la mesilla de noche, al alcance de sus manos para que así pudiera beber en la cama, hasta llegó a comprarse un batín corto de color rojo cereza para que lo usara él, y hasta hizo colocar estratégicamente un espejo, y dejó unas revistas pornográficas como olvidadas en un cajón abierto, hay tipos así. ¿Pero por qué?

– Para excitar a la parejita, Hermana.

– Y eso es todo -dijo la Fueguiña -. No sé nada más.

– Nosotros creemos que sí.

– Si no hablas, te haremos apagar el cirio juntando las piernas

– amenazó Sarnita.

Obedeciendo a la señal de Java, Sarnita sopló una a una las velas de los candelabros. Sólo quedó la llama del cirio pascual ardiendo tranquilamente entre los pálidos muslos de Aurora. Figura que si eres capaz de dejarnos a oscuras, dijo Sarnita, alguien vendrá a salvarte. Ella lo miró con recelo. ¿Qué estás tramando ahora, piojoso, qué rumias mirándome así, comiéndome con los ojos? Canta o apaga el cirio, maldita, no tienes otra escapatoria. Aurora apresó el cirio con los muslos, por la mitad, sin poder aún alcanzar la llama; volvió a probar abriéndose de piernas muy despacio, sobre las puntas de los pies, tanteó el golpe, ensayó varias veces abriendo y cerrando los muslos y la llama oscilaba desplazando sombras detrás de ellos, que la miraban en silencio y suspensos. Al cabo de varios intentos ahogó la llama con la entrepierna temblorosa donde se escurrían gotas de cera caliente. No dejó escapar ni un gemido, ni un suspiro. Se encontró repentinamente a oscuras y cogida en brazos, transportada a otra parte, manoseada y de pronto besada en los labios, jolines, de pie, amarrada a un tronco rugoso con las manos a la espalda. Oía un rumor de pasos en torno, un frenético ir y venir, risas, tropezones, un dedo hurgándola abajo. La boca sorprendentemente dulce y experta volvió a ella otra vez, y otra, y a la tercera le entregó la suya, jolines qué dulce, la perdió, volvió a encontrarla, con sabor a regaliz y susurrando un ruego, por favor déjate, no diré nada, orientándose a ciegas, dejando que otras manos recorrieran sus muslos, subiendo…

– Basta. Basta.

– Ondia, ondia…

– Cerillas, pronto.

– No diré nada, Ramona, por favor… Por favor.

– ¿Cómo has dicho?

Y regalitos: empezó con chucherías para ella y acabó por regalarle medias negras, camisones transparentes y combinaciones de raso, ligas con puntillas, bragas y sostenes de película, qué tío. Acéptalo, Aurorita, para cuando te cases, es una manera de agradecer tus servicios aquí, le dice. Así fue, Hermana, como si lo viera: él preparaba el escenario, disponía sus «cuadros», cuidaba los detalles, decidía el vestuario, siempre ropa interior muy fina, y facilitaba las citas de la parejita: Aurora, el lunes tampoco estaré en casa en toda la tarde, podrías venir a cambiar los visillos. Sí, señorito, como quiera el señorito… Un día ocurrió algo que podía haberla hecho sospechar, pero ella no cayó. Y era que para fregar los suelos siempre había llenado el cubo en el cuarto de baño contiguo al dormitorio, pero a partir de cierto día, justamente poco después que su novio perdiera aquel mechero dorado que ella le regaló en su cumpleaños, el lavabo siempre estuvo cerrado por dentro.

Era como si el dedo explorara una flor húmeda: sedosos pétalos abriéndose uno tras otro. De pronto el dedo serpenteó en la zona más sensible, y ella culeó. No se libró de él, parecía una lapa enloquecida, y el estremecimiento oprimió primero su vientre y luego su corazón. Oyó por fin raspar la cerilla y la llama los rescató a todos de las tinieblas. Atada ahora al falso tronco del árbol que el Tetas sostenía por detrás, la cuerda se enroscaba por todo su cuerpo, subiendo desde los tobillos hasta el cuello. Sin miedo, con una mueca burlona, sus ojos buscaban la boca dulce y ansiosa, intentando reconocerlas. Has sido tú, aprovechen de mierda, dijo. Todos dando vueltas en torno a ella, una mano y otra mano, has sido tú, hasta que Java le apartó los cabellos de la cara y ella pudo ver a Martín encendiendo otra vez los candelabros. ¿Y ahora qué, gorrinos, aprovechones? ¿No tenía que salvarme alguien, embusteros? Todavía no, Aurora, canta si quieres librarte de los cien latigazos o de llevar para siempre la Marca de Fuego en la espalda. Más tirones a la túnica, las manos quietas, puerco, ¿quién te toca, bleda?, el antifaz resbalando sobre la nariz de Mingo, el cinto en la mano listo para azotarla y con la otra agarrándose los pantalones que se le caían:

– Te haremos saltar la piel, Aurora.

– No seas ridi. Tengo sed, dadme un traguito de agua de regaliz. Y soltadme ya, no quiero ensayar más esta tontería de función, se lo diré al señorito Conrado – la Fueguiña se debatía ahora de verdad, clavándose las vueltas de la cuerda en la carne-. Soltadme, malditos.

Java abrió la navaja ante su cara. Déjale la marca del Zorro, legañoso, dijo Mingo, y Martín: podríamos meterle un plátano a ver qué cara pone, y ella sin un parpadeo: mejor comérselo, bobo, los ojos fijos en la navaja. Java muy tranquilo: callarse todos y tú dime, niña, ¿llegó ella a comprender lo que de verdad estaba pasando en el cuarto de baño? ¿Nunca se dio cuenta que hacía «cuadros»? La Fueguiña se debatió entre las ligaduras. ¿«Cuadros»? ¿Y eso qué es, alguna marranada…? Java aplicó la punta afilada de la navaja en su mejilla, pero sonreía al decir: no te hagas la tonta, monina, eres el lazarillo del paralítico, conoces su vida mejor que nadie, sus manías, sus secretillos. Ay ay ay, que me pinchas, bruto, déjame ya, te digo que no sé nada más.

– Está bien -Java bajó la navaja hasta su pecho, introdujo la hoja bajo la cuerda y la cortó-. Estás libre, chavala. No le cuentes esto a nadie o te pincharé de verdad, ¿estamos?

– Bueno – la Fueguiña vistiéndose detrás del espejo, el Tetas espiándola agazapado, los demás apagando las velas-. Lo que me gusta es vuestro refugio.

– Te acompaño hasta la calle Verdi -dijo Java.

– Puedo ir sola, no tengo miedo. ¿Me regaláis la caja de cerillas?

Al llegar a la plaza Rovira se le escapó corriendo. Espera, ¿quieres que te acompañe o no? Era pasada ya la medianoche y Java tenía el hambre metida en el cerebro. Salían como ratas los últimos borrachos de las tabernas, sombras escoradas restregando las paredes, mascullando roncos reproches y confusos oprobios, vomitando un vino pestilente en las esquinas. Java la vio al cabo de un rato parada en un oscuro zaguán, haciéndole señas, ven, sonriendo, ven tonto, y él pensó: le ha gustado, sabe que era la mía y quiere repetir. Al llegar al portal, ella tiró de su mano atrayéndole hacia lo oscuro, pero de pronto se soltó y él no la vio más; tanteó a ciegas las paredes y la pringosa barandilla de la escalera, tropezó con cubos de basura y oyó muy cerca el ruido de papeles estrujados, las tapaderas metálicas bailando sobre el mosaico. Sus piernas se enredaron en el cuerpo de ella acuclillado cuando oyó raspar la cerilla y vio la llama prendiendo rápidamente en las hojas de periódico y las basuras apiladas en medio del zaguán. ¿Qué haces, loca?, dijo, y la Fueguiña riendo lo sujetaba, le impedía apagar el fuego, ¿qué te propones?, el resplandor encendiendo sus caras. Resonaba en los adoquines de la plaza el bastón del vigilante. Todas las sombras del zaguán retrocedieron de golpe hacia la garita de la portera empujadas por la gran llama, rescatando las paredes desconchadas, las escaleras de peldaños alabeados, la barandilla carcomida y las alpargatas azules calzando unos pies sin calcetines, grandes y pálidos. La Fueguiña ahogó un grito. Rodeado de un humo espeso y maloliente, Java vio que no podría apagar el fuego y agarró la mano de ella, inmóvil como una estatua mirando nada, y escaparon corriendo.

Ahora, la tensa piel de los hombros encogidos, como una gasa ciñéndolos arrogantemente, era lo único en el cuerpo que conservaba cierto velado esplendor de la juventud.

Le ordenaron dejar la manguera, encajar la cabeza en el madero y traer la sierra; él obedeció silbando y luego con mano temblorosa y solícita le apartó los negros, todavía rebeldes cabellos engarfiados sobre la frente, y antes que la sierra le tocara se los peinó precipitadamente hacia atrás. Fue en lo único que el celador se mostró diligente. No pudo o no quiso obedecer cuando el médico, mientras se lavaba las manos, le pidió que empezara a aserrar, y tampoco fue capaz de introducir la sonda acanalada en las arterias, no ayudó como otras veces en que estuvo quizá más borracho que hoy, pero siempre seguro y rápido y con una guasa que los estudiantes solían celebrar: se sabía el trabajo de memoria, lo habría hecho incluso mejor y más limpio que el propio forense. Y sólo cuando al terminar con los gemelos, tan idénticos en su pasmo delicado, tan vinculados a la madre por el fluido de sueños que sugerían sus yertas caritas grises, oyó gruñir cóselos y a ver si dejas todo bien limpio, que hoy estás para el arrastre, celador del diablo, empezó él a reaccionar, chapoteando en el suelo aquella turbia materia líquida desprovista repentinamente de pasado. Tras el forense salieron los últimos estudiantes. Los cuatro cuerpos yacían abiertos sobre el mármol. Los limpiaría bien, con el cazo sacaría toda el agua del tórax y del vientre, los cosería y luego los regaría por última vez, los dejaría como nuevos aunque nadie viniera a verlos, aunque nadie preguntara por ellos. Ya tenía preparados los frascos de formol. Introdujo la mano en el pecho frío y anegado y acomodó suavemente el corazón en la palma. Lo tuvo así un instante, en la palma de la mano, soñando sus latidos. Cambió el escalpelo por las tijeras y luego esgrimió la aguja y el hilo, mirando, ahora sí, la expresión serena del muerto, la tez morada y los ojos no cerrados del todo, aquel remoto hervidero de intrigas y patrañas. Estuvo mascullando gruñidos y tonadillas, por el mar corren las liebres, cosiendo la piel en sutura continua, furiosa, sin dar descanso a la mano, por el monte las sardinas, toda la piel de abajo arriba, del pubis al esternón.

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