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La baronesa recibía a la nueva doncella en el salón rizado de cornucopias doradas, relojes de bronce, cascos y panoplias con espadas. Bajita y rechoncha, cubierta de pieles y alhajas, sentada en el diván, apoya los pies calzados con zapatillas escarlata en el reborde de un gran brasero de cobre bruñido. En un sillón frailero dormita su marido, las gafas y la revista Vértice resbalando en su regazo, la mano sonámbula espantando una sombra de digestión pesada a la altura de los cabellos canosos cortados como un cepillo.

La baronesa mira la boca pulposa de la muchacha.

– ¿Te envía la Casa de Familia?

– Sí, señora baronesa. La señora Galán y la directora…

– Ya hablé con ellas. Dicen que eres una buena chica. ¿Cuántos años tienes?

– Dieciocho.

– ¿Tienes experiencia como doncella?

– Pues sí, señora.

Ve entrar en el salón a los dos hijos de la baronesa con batines bordados y zapatillas. El mayor está pálido y tose encogiendo el pecho, el otro se pone a darle cuerda al reloj de pie con esfera de esmalte donde luchan dos ciervos. Tiene las uñas negras.

– ¿Cómo te llamas, hija? -dice la baronesa.

– Menchu.

– Te llamaremos Carmen.

Más abajo de los faldones del batín, las piernas de los señoritos son del color de la cera. Menchu observa roña en los tobillos.

– Pareces muy formal -dice la baronesa, mirándola

complacida-. Quiero que sepas que estoy enferma de los nervios. Más que una doncella, lo que necesito es una señorita de compañía, una enfermera. Tengo unos parientes en el campo que me traen mártir. ¿Te gusta ir en coche?

– Sí, señora -algo nerviosa de pronto, una uña entre los dientes. El lazo rosa en el pelo, la rebeca de punto, la faldita plisada, las hermosas rodillas todavía con polvo de reclinatorio. La muchacha de la blusa negra con cerezas dentro.

– No te muerdas las uñas delante de las personas, que hace feo.

El señor se levanta adormilado y deja caer la revista y las gafas.

– Voy a hacer de vientre, Elvira.

Al abrir la baronesa una caja de cigarrillos, sonaba lo de Isabel y Fernando el espíritu impera. Casi todo lo que había en esa casa fue comprado a bajo precio a dos amigos del señor, funcionarios de la Oficina de Recuperación de bienes requisados por el marxismo. Con el tiempo, Menchu también conocería a los parientes de la señora.

El Haiga grande y perfumado como un cuarto de baño era un Buick negro. Perlada su flamante carrocería de gotitas de rocío, está estacionado en la era frente a una masía, en las cercanías de Tortosa. Fuma Murattis el hijo mayor de la baronesa, los brazos cruzados sobre el volante. En el asiento trasero y a través del cristal empañado, Menchu contempla un paisaje de viñedos y olivos.

– Mamá y el payés tienen para rato -dice José María apeándose del coche-. Ven a dar un paseo, gatita, este aire es bueno para los pulmones.

Miraba ella con recelo las débiles espaldas del señorito, lo seguirá hasta el olivar, aceptará un ramillete de margaritas, unos achuchones y un beso en la boca con los ojos abiertos, tercamente fijados en quién sabe qué, en un camino polvoriento por donde se aleja un vagabundo con la abollada cantimplora balanceándose en su cadera y lanzando destellos de sol. De pronto Menchu mira su reloj y escapa corriendo hacia el coche, abre la puerta, coge el bolso, saca un frasco de comprimidos y con él en la mano se encamina presurosa hacia la masía.

No encuentra a nadie en el zaguán, gallinas picoteando panochas de maíz, voces tras un portalón lateral, empuja y entra. En medio del almacén conteniendo sacos de arroz, de alubias, de patatas y garrafas de aceite de oliva que llegan hasta el techo, la baronesa discute acaloradamente con el matrimonio de payeses. Bajo los bordes de su abrigo de pieles asoman las katiuskas enfangadas. Calla y mira con ojos furiosos a su doncella: ¿qué haces tú aquí? Y Menchu, temblándole las piernas y con el comprimido en la palma de la mano:

– Perdone la señora, su pastilla de las cinco.

No siempre hay que verles encapuchados y empuñando las pistolas, juntos y conspirando, consumiéndose en la llama de la clandestinidad. También pasarían mucho tiempo solos dedicados a hacer cosas normales sin riesgo alguno: el Fusam regando su docena de tomateras agobiadas de hollín junto a las vías del tren en Hospitalet, viendo saltar de algún vagón a una vieja enlutada endiabladamente ágil y con la barriga como de nueve meses; Palau duchándose en el lavadero de su casa del barrio de La Salud, cantando y son, y son unos fanfarrones con una voz que ahoga las quejas de su mujer en la cocina; el «Taylor» abrazando a su Margarita en el interior de un coche negro con visillos, un domingo soleado, perseguido por una nube de chiquillos; Navarro echado en un catre del piso de Bundó, engrasando la pistola si está solo, y si no charlando amigablemente con dos ancianas solteronas; Jaime con su cuñado el cerrajero haciéndose lustrar los zapatos en la boca del metro Liceo, viendo pasar mujeres meneando el trasero, y Guillén viajando por comarcas con artículos de perfumería, y Sendra con su mono de mecánico echado de espaldas debajo de un Ford en el garaje de Bundó, pero siempre de noche, él era el más prudente. Pacíficos ciudadanos.

Esos períodos de inactividad acaban por excitarles aún más y entonces las reuniones degeneran en discusiones hasta el amanecer. Inevitable, por otra parte: han militado en distintos partidos y se echan mutuamente en cara el haber sido de éstos o de aquéllos. Pasaría fugazmente por el grupo un madrileño formado en las juventudes libertarias de la Colonia Aymerich, un muchacho temerario que ya había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y que Sendra devolvió a Toulouse al cabo de tres semanas. Navarro lo lamentó:

– Era un buen elemento. Y su padre también, lo conocí en Montpellier.

– Un tontolculo -Palau riendo-. Su padre fue uno de los que fusilaron al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles. Ja. Una lumbrera, vaya. Como tú, Navarrete.

Riendo la broma el «Taylor», sudando bajo la luz de la bombilla, consultando un plano de las afueras de Barcelona, Palau sentado en la silla plegable, los pies sobre la mesa y engrasando la Parabellum especial de marina. Navarro hacía el recuento de la escasa munición. Al comienzo de este verano del cuarenta y cuatro la base de operaciones era una fábrica de hielo abandonada, en el Pueblo Nuevo. Gracias a Sendra, los contactos con Toulouse se habían intensificado, pero seguían sin enlace en la ciudad y sin consignas demasiado precisas. Aun así, Sendra volvía de Francia cada vez más animado: -Ni un tricornio por el camino. -¿Cómo está mi mujer? -preguntaba Navarro. -¿Vendrá por fin otro grupo? -decía el Fusam. -No creo que tarden, se están preparando muchos.

Esa noche que esperaban a Sendra en la fábrica, después de tres meses sin reunirse, hablando del madriles se encresparon otra vez los ánimos. A Palau le recordaron no pocas contradicciones: ya en el treinta y cuatro tú y Ferrán quisisteis impedir que quemaran la iglesia de tu pueblo, le dice el Fusam, el pobre Ferrán cayó y tú te salvaste por piernas, ¿vas a negarlo?

– Las monjas habían pagado ocho duros al incendiario.

– Eres un cara, Palau. Aún me acuerdo de tus follones en el SIM, emperrado en que soltáramos aquel viejo cura. ¿A cuántos más ayudaste, y por qué?

– Los curas que yo salvé habían votado la República -dice Palau-. ¿Sabíais eso, carcamales?

– Y a cuántos ricachos, cualquiera sabe -insiste Bundó tumbado de espaldas en un banco de madera, limpiándose las uñas con un palillo-. ¿Y cómo te lo han agradecido después?

– No quiero su agradecimiento, quiero sus carteras. Vosotros no podéis entenderlo porque sois unos faieros pegados a las faldas de la Federica.

– Palau, un día te van a arrear más hostias que las que hay juntas en todas las iglesias, ya verás.

– Todos los amiguitos del gran Durruti me la chupáis -Palau echando más leña, riéndose, invitando a soltar los nervios: quizá era bueno para todo-. Mejor estaríais en la covacha del marinero y que os dieran la sopa por la gatera.

– Dicen que se hace traer una ninfa de vez en cuando, pero sólo para charlar -Bundó bostezando al techo-. El que se las tira se ve que es su hermanito…

– Animal -protesta Palau-. Lo peor para Marcos no fue el frente, sino aquí, con el viejo Artemi, con vuestras patrullas.

– Alguien tenía que limpiar la retaguardia, ¿no? -el Fusam.

– Demasiada responsabilidad para un chico tan joven. Un trabajo demasiado sucio para él. Animales.

– Si todos hubieran hecho bien ese trabajo -Navarro mirándole torvamente-hoy no estaríamos aquí conspirando y sin un real.

– Yo no hice la revolución por un real, faieros. Y basta de charrameca, va.

Cuando llega Sendra se acaban las discusiones. Tras él viene Jaime con una pesada maleta y un traje nuevo a rayas. Sendra aplasta la colilla en el cenicero triangular de metal en cuyos costados se lee Bar Alaska. ¿Quién ha traído eso?, chasqueando la lengua. Pero cambia de tema cuando ve a Jaime bajar los ojos, y dirigiéndose al «Taylor»: se llama Bernardo Nogueras, podéis picarlo en la misma puerta de su casa, tú verás. El otro es un comisario, cada día cruza la plaza Sagrada Familia a la misma hora, con un ayudante. Yo me ocupo de él. Si Palau no puede, o no quiere, que venga Bundó.

– Si no es eso -refunfuña Palau-. Es que es perder el tiempo. ¿Habéis oído ayer la BBC?

– A ti lo único que te gusta es echar clavos en la carretera de la Rabassada y parar coches -dice Navarro-. Porque es más rentable. Yo voy contigo, Sendra.

– Quieto, pavero -entona Palau-. Voy yo, que no se diga.

Muchachos revolcándose en la hojarasca de plátano amontonada en la acera de la calle Sicilia. Cae una fina llovizna. El Studebaker marrón con parches de pintura calabaza viniendo de la calle Córcega se dispone a cruzar la plaza Sagrada Familia. Una vieja frota las narices de un niño con su delantal, bajo un paraguas negro, retrocede asustada, levanta la vista al rugir a su lado el Ford tipo Sedán con cuatro puertas, que gira trabajosamente bordeando la acera.

Al volante el Fusam, Sendra y Palau en el asiento trasero. De prisa, silba la voz de Sendra, venga, que se te cala. Al pasar el Studebaker, el Ford acelera girando y el vapor que suelta el radiador cubre un momento la visión de Palau a través del parabrisas. Apenas distingue a los dos ocupantes: uno conduciendo tranquilo, hablando, el otro a su lado husmeando repentinamente el peligro. Le crece de pronto la joroba al Fusam al dar un golpe de volante y pegarse al flanco del otro coche, chirrían las ruedas, Sendra se asoma a la ventana con la metralleta y dispara. Saltan rotos los cristales del Studebaker, mientras Palau agazapado en el asiento trasero vacía la Parabellum en las cabezas ya abatiéndose a menos de un metro.

El Studebaker se dispara sin dirección trotando sobre el bordillo, zigzaguea ganando velocidad sobre la alfombra de hierba y estrella el morro contra el tronco de un árbol. Una puerta delantera se abre sola, en los asientos yacen dos hombres con la camisa azul empapada de sangre.

Dormía hasta muy tarde la baronesa. Su marido había hecho instalar un teléfono blanco en el cuarto de baño y cada mañana despachaba algún asunto urgente sentado en la taza del water. Su voz congestionada de placeres intestinales salía por un ventanuco cruzando el patio interior y llegaba a oídos de la doncella que preparaba los desayunos en la cocina. Después, el señor se iba a la imprenta con el lujo mayor. Ganaba mucho dinero imprimiendo en exclusiva las cartillas de racionamiento, pero doña Elvira nunca quiso renunciar a sus trapicheos con artículos intervenidos. Aquel otoño regaló sus katiuskas a la doncella.

Al mediodía la baronesa se aburría e inventaba actividades.

– Carmen, vamos a hacer limpieza en el desván. Debajo de una densa trama de telarañas y polvo, detrás de un somier, había pilas de viejas revistas y la colección completa de Crónica hasta julio del treinta y seis. Hojeó una revista la baronesa con mueca de asco, le saltó a las narices el olor agrio de las páginas muertas, la vaharada plebeya de aquel Madrid republicano y ruidoso lleno de cafeterías, con populares bailes-taxi y concursos de mises chabacanas, modistillas vociferantes y obreros huelguistas, merendolas en la Casa de Campo, vedettes con los pechos al aire y Escuelas Socialistas de Verano.

– Al primer trapero que pase le das toda esa porquería.

– Sí, señora.

Contratados por los payeses de la masía de Tortosa, los proveedores transportan el género en tren, pero sólo hasta las cercanías de la estación de Hospitalet. Pobre gente necesitada, mujeres enlutadas que corren angustiadas a lo largo de los raíles empujando fardos que ruedan por el terraplén. De noche, en una vieja torre alquilada y convertida en almacén, Menchu sentada en una mesita anota las entregas en una libreta. Sacos portados por hombres y mujeres que cobran lo convenido: cincuenta pesetas por cada 150 kilos, más gastos de viaje.

Comprobaba el peso de las entregas el hijo tuberculoso de doña Elvira:

– Faltan diez kilos, Petra. Ya es la tercera vez.

Se lamenta la embarazada, tuvo que dejar abandonados los sacos varias horas junto a la vía, los niños se llevarían unos puñados, o los mismos civiles. Le digo la verdad, señor, apiádese de mí, son ocho bocas que me esperan en casa. Viajando peligrosamente en sucios trenes con fardos ocultos bajo los asientos, una pobre fregona viuda, con un hijo enfermo de sarna, compadézcase, señorito.

– ¡Mientes, bruja! -el revés del hombre deja una estrella de sangre en los morros de la mujer, la nariz como una cañería reventada salpicando el empapelado con flores de lis y la ventana clavada con tablas y listones. Menchu quiere interceder en su favor, pero el segundo manotazo levanta los negros faldones y deja el refajo al descubierto, las cuerdas enrojecidas casi invisibles entre los pliegues de la carne en la cintura, sosteniendo una barriga preñada de saquitos de arroz, harina y carne de cerdo. ¿A quién querías engañar, vieja puta?

– Por favor, José María -interviene Menchu bajando las faldas de la mujer-. Deja que se vaya.

– No consiento que me roben.

El roce de las cuerdas, después de tantas horas, había despellejado la cintura: de sus muslos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Caía blandamente entre sus piernas abiertas un bulto liado con una húmeda arpillera, que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos.

Secaba la baronesa sus lágrimas de risa en la espuma de un pañuelo de brocado, rodeada de señoras. Cierto rumor insistía en que no era baronesa ni lo había sido nunca, que era una lagarta escapada de una familia de medio pelo. El salón lleno de invitados, candelabros de plata con velas negras sobre el blanco mantel del buffet. Vestidos de seda, pieles, alhajas, labios y uñas de rojo púrpura. En profundas butacas de un violeta encendido, tres caballeros hablan de gasolina. Portando la bandeja airosamente la doncella circula entre almacenistas orondos y chistosos, agentes de la fiscalía de tasas, presidentes de gremio, fabricantes de papel, propietarios de fábricas-fantasma, funcionarios de Abastos, fulanas de lujo y proveedores de Hogares de Auxilio Social. Alaba una ajamonada vicetiple del Paralelo la originalidad de la anfitriona en todas sus cosas.

La felicitación de la baronesa a sus amistades en esta Navidad de 1944 ha sido una lata de cinco litros de aceite puro de oliva adornada con una cinta roja y gualda, los colores nacionales.

La doncella se aleja presurosa por el pasillo hacia la cocina, en los hoyuelos de sus altas nalgas se adhiere un cariño de satín negro mientras ríen en la sombra los amigos del señorito José María, ya un poco borrachos. Un brazo masculino sale disparado detrás de una armadura y enlaza a Menchu por el talle atrayéndola hacia el cuarto oscuro donde brilla la ceniza encendida de tres puros habanos y tres sonrisas socarronas. Feliz año, negra, susurra la voz en su oreja, aquí tienes un regalito, mientras el frío metálico de una cruz de rubíes se desliza entre sus pechos.

Sendra exigiendo el control de todas las operaciones, prohibiendo cualquier iniciativa al margen del grupo. Terminantemente. Sin embargo, en este mismo momento, en el vestíbulo del cine Kursaal, en la Rambla de Cataluña, los ojos de Palau bajo el ala ladeada del sombrero siguen de refilón al hombre con traje cruzado azul marino que se dirige a los lavabos. El hombre camina balanceando los hombros mientras se quita unos guantes grises. Su mujer le espera espejito en mano, retocando sus labios brillantes con la barra de carmín. Lleva un casquete de perlas en la cabeza.

Clavaba en sus riñones el cañón de la Parabellum. A veces podía observar cómo se les encogía en la bragueta abierta, como se meaban del susto los pantalones al decirles chitón, no te vuelvas, no me mires. Siempre en su espalda, le quita el reloj, la cartera, el solitario, moviendo las manos con endiablada rapidez. Cuando me vaya espera cinco minutos, le dice, si no te jodo vivo, facha, que te conocemos, a cuántos has denunciado hoy. Y allí lo deja temblando, sale al vestíbulo abrochándose la bragueta de espaldas a la dama, simulando un rubor y un respeto, sonriéndose para sí con sus dientes de caballo.

– Empiezo a estar harto de fechorías de este tipo -Sendra en la base del Pueblo Nuevo, golpeándose la palma de la mano con el periódico enrollado, sin mirar a nadie pero sabiendo todos por quién habla-. Aquí nadie tomará iniciativas o acabará en la cuneta con un tiro en la nuca, yo no tengo manías, ya me conocéis. A mi lado no hay sitio para carteristas ni chorizos, ¿estamos?, y si alguno quiere arreglar cuentas con un facha, que espere tiempos mejores, como hago yo.

Jaime Viñas mira en silencio a Palau, que está sentado hurgándose los dientes con un palillo. Navarro y Bundó intercambian una mueca de aprobación. Y no vale la excusa, añade Sendra, de querer llevarle unos duros a la mujer de Lage o a la viuda de fulano o de mengano. De eso ya se ocupa la Organización. Palau se sonríe por debajo de la nariz aguileña: je, je, el Socorro Rojo paga más puntual y mejor, le dice Guillén en voz baja.

De pronto Sendra se vuelve y me mira, un poco abatido:

– ¿Y tú por qué has salido esta noche? ¿No quedamos en avisarte si hacías falta? ¿No sabes que al Artemi lo están apalizando cada día y si canta estás perdido? Anda, vete… Espera. Ya que estás aquí, come algo.

– No hay Dios que te entienda, Marcos -dice Guillén-, ¿Quieres que nos piquen a todos por tu culpa?

Palau parece pelearse con la Parabellum encasquillada: -Merda, mi santocristo gros ya no funciona. Un día nos van a freír a todos. Sendra, en la próxima excursión que hagas a Francia a ver si me traes una buena Thompson.

Piensa en un automóvil largo y silencioso como una oruga deslizándose lentamente junto al bordillo de la acera. A unos cincuenta metros, aquel obrero de cara renegrida que olerá a alpargatas viejas cuando suba al coche, maneja rápido la brocha sobre el muro exterior de la iglesia de Pompeya. A su lado hay otro que le sostiene el bote de alquitrán y un tercero vigila la esquina, la acera desierta de la Diagonal hoy mal llamada Avenida del Generalísimo Franco con las farolas que parpadean. Sobre la misma araña pintan el muera. El viento de febrero hace temblar las pantallas de luz sobre el asfalto, el monumento a la Victoria de la plaza Cinc d'Oros parece moverse. El Wanderer negro remonta velozmente la desierta Vía Augusta a las tres de la madrugada. Sus ventanas laterales arrojan a la noche cientos de octavillas blancas que se balancean antes de posarse en la acera. Casi a la misma hora estalló un plástico de escasa potencia en el monumento a la Legión Cóndor. -¿Qué? Pues nosotros no hemos sido -le dije, y ella no acababa nunca de quitarse las katiuskas, las medias, la blusa-. Sería el Quico, a lo mejor ya ha llegado. -Pandilla de locos. ¿Por qué vas, por qué no te olvidas de ellos y sus pistolas para siempre? -No llores, puñeta, no me arriesgo nada, sólo pinto letreritos de mierda y reparto octavillas.

– Letreritos, petarditos y pollas en vinagre, eso -se burlaba siempre Palau, esta vez acodado de espaldas a la barra del Cosmos -. Y mientras de qué se come, ¿eh? Mucho carnet y mucho viaje a Toulouse de Ramón y Sendra, ¿y qué? Eso les dije, Mianet, tú ya me conoces. Tómate otra leche con veterano, coño, te invito.

Cabeceaba el viejo sobre la caja de baratijas colgada al pecho. Una furcia barriguda, embutida en una falda estrecha con la cremallera del costado rota, mueve las fláccidas nalgas delante de ellos. Palau entrega al Mianet una cajita de cartón en forma de plumier.

– Mira si lo vendes todo. Menos el escorpión de oro. Me lo regaló una fulana de postín en el Ritz. Quiero que me lo cuelgues en uno de tus nomeolvides y hagas grabar el nombre de Margarita, será mi regalo de bodas.

– ¿Se casa el «Taylor»?

– Sí, abuelo. Cómo pasa el tiempo.

– Estaría bien que los casara Ramón, ¿no?

Palau se ríe fijando, parando y atrayendo la mirada risueña de la furcia.

Amasaban el plástico un poco a regañadientes. Actuaban como drogados, como juramentados, apretando los dientes con un sabor de hierro en el paladar. Sobre sus cabezas, la estatua de la Victoria recibía ráfagas de viento y llovizna. Luego, mientras el automóvil se aleja por la Diagonal hacia Pedralbes, a los pies del monumento surge una llamarada roja sin estruendo, un resplandor desdoblándose en el asfalto mojado seguido de un humo espeso.

– Llufa -diría Palau subiendo el cristal del coche-. Si es que esto no puede ser, collons, ¿que no lo veis que es una coña, esto?

Doce horas después, Sendra cubría en tren el trayecto

Barcelona-Berga. Pernoctaba en la masía donde el enlace tenía un depósito de ropas para montaña y armas. El enlace era un tipo con la cara marcada que Sendra no conocía. Estaba allí para recoger fondos y llevarlos a la Central de Toulouse. Pero esta vez Sendra no iba a entregar dinero, sino a pedirlo.

– Os estáis durmiendo, los de la ciudad -dice el otro-.

El dinero que se consigue aquí no se puede tocar. ¿Crees que nos jugamos la piel limpiando las masías para que luego vosotros os llevéis los cuartos?

– En Barcelona tenemos otras necesidades.

– Lo supongo. Te aconsejo que vayas a la Central y hables con Palacios. No puedo ir contigo, pero he oído decir que conoces la ruta mejor que nadie. No vayas por Andorra, La Molina está infestada de civiles, utiliza la ruta de Guardiola. En Perpignan verás a Martí.

Seguía camino al día siguiente equipado con botas de montaña, cazadora de cuero, camisa caqui, gorra, macuto, los prismáticos y la Thompson del 45. En Perpignan recibe el encargo de llevar a Toulouse unos papeles con el trazado de varias rutas a seguir desde Andorra y Perpignan cruzando los Pirineos, donde nuevas bases de masías y refugios quedaban ya señaladas. Bueno, y qué. Llevó también documentación falsificada con los datos personales en blanco, para los componentes del nuevo grupo que se prepara para venir a Barcelona…

Y qué, Sendra, le dije, qué esperas conseguir con todo eso, y me tronchaba al pensar en ello después, al entrar en la habitación del meublé. Ella, descalza, luchando con su cremallera atascada en la arqueada cadera, dijo de qué te ríes, moreno, cómo te llamas, y perdona, pero una nunca sabe a quién tiene entre las piernas. La pobre todavía me está esperando: le digo voy al pasillo a saludar al camarero que es amigo mío, y salgo, y oye: perfecto, chico, no puede fallar: son seis, más uno en conserjería y creo que otro para el servicio de bar. Y la clientela, forrada. Lo tengo planeado al minuto y no puede fallar. ¿Qué, te animas, marinero?

– Sendra te dirá que no, Palau.

– Te equivocas. Ya dijo que sí. ¿O pensabas que sería un idealista toda la vida?

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