21

Aquel verano las cigarras chirriaban enloquecidas entre los polvorientos rastrojos de Can Compte. Nunca el pestucio de basuras y charcas fue allí tan intenso. Las cuatro palmeras mordidas por las balas dejaban caer dátiles podridos y amargos. Las ruinas se poblaron de lagartijas amodorradas que se dejaban atrapar con la mano. Un sol de castigo se apoderó del barrio entero y en las calles parecía oírse un crepitar de papeles grasientos y a ratos una suave trituración de huesecillos, como si un gato deshiciera el espinazo de un pajarito. No había agua en las casas, las colas en las fuentes públicas eran interminables y no se sabía si eran humanos o de rata los ojos que desde las cloacas espiaban a los niños que jugaban descalzos en la calle.

Al atardecer de uno de estos días agobiantes del mes de agosto se oyeron tres explosiones seguidas en el solar de Can Compte.

Fue el mismo día que se llevaron a Mingo al Asilo Durán. Hacía una semana que el Tetas ya no era monaguillo y exigía que se le llamara José Mari, y Martín estaba a punto de irse a vivir a Sabadell con su madre. Anochecido ya, subían Escorial arriba hacia los billares, donde esperaban encontrar a Sarnita.

– Tengo hambre de chavala -dijo José Mari-. ¿Cuándo iremos a La Paloma, Martín?

– Bah, es un baile de raspas -dijo Amén -. Lo que yo tengo es hambre de hambre, de jalar. ¿Habrá traído Sarnita butifarra del pueblo?

Tres muchachas enlutadas les rozaron al pasar, corriendo alborotadas. Despacio, sintiéndose por vez primera extrañamente pesados y torpes, derrotados de antemano, fueron tras ellas, tras el vuelo fúnebre e intocable de sus faldas, y al llegar a la calle Legalidad vieron la aglomeración de vecinos al borde del solar y oyeron comentar la desgracia, palabras sueltas: fulana muerta, cabeza destrozada, rubia platino. Las madres retenían a sus niños pegados al regazo y un guardia las empujaba hacia la acera. Había un coche de la policía y una ambulancia con los faros encendidos alumbrando el sector más ruinoso de la tapia, el que utilizaba el vecindario para tirar basuras. Vieron a Sarnita entre el corro de mirones que rodeaba al Ford, cuyos cristales y asientos estaban salpicados de sangre. Pegado al manillar se veía un mechón de rubios cabellos.

En el solar, la luz de las linternas rasgaba la noche. De golpe supieron que era ella y recordaron aquel domingo que se encaramaron a la tapia y la vieron por última vez: una figura borrosa paseando inquieta tras la ventana de visillos rojos y verdes, una sombra que no permitía precisar si lo que llevaba en la cabeza era un turbante o un vendaje, si ya la habían rapado al cero después de interrogarla. Sarnita había insistido en eso: la han atrapado, les dijo, de momento le han dado una paliza y la han soltado, pero ella sabe que volverán, sabe que está perdida, acorralada, recordándoles que Java y Flecha Negra estuvieron dándose el pico en un banco de la plaza Sanllehy, y hablaron de ella.

– ¿Qué ha pasado? dijo Martín.

– Acabo de llegar -dijo Sarnita-. Pero lo sé todo. Venid.

Se miraron entre sí cambiando muecas escépticas, pero le escucharon: se había enterado, dijo, pegando la oreja a los corros de vecinos, parece que un hombre lo ha visto todo desde el terrado, mismamente encima de la ventana de Ramona. Cuando el señor Justiniano apareció en la esquina acompañado de dos agentes, hacía escasos segundos que ella había salido del portal de la casa, corriendo con un desconocido que tiraba de su mano y con el cual saltó la tapia. Se habían internado juntos en el solar y corrían hacia el otro extremo, desapareciendo a ratos entre las matas altas cerca de la empalizada, hundiéndose en las zanjas y reapareciendo sobre montones de cascotes y ladrillos, tropezando, corriendo siempre cogidos de la mano contra el fondo de fachadas bombardeadas y arañas negras de la calle Encarnación, y que estuvieron a punto de conseguirlo; ya habían dejado atrás las alambradas y el almendro, ya llegaban a las palmeras pero entonces, de pronto, saltaron en el aire, debieron mover una piedra que hizo estallar las granadas, se levantaron varios palmos del suelo sin soltarse de la mano y pareció que seguían huyendo juntos pero en el aire, dijo, en medio de un abanico rojo y verde de llamaradas y hierba.

– Hostia.

– Seguidme -dijo Sarnita.

Rodearon la manzana para burlar a los guardias y corrieron en la oscuridad y silenciosamente hacia el hoyo. La estaban desenterrando y pudieron verla antes de que les echaran: boca arriba y con los ojos abiertos llenos de tierra, fulminada entre círculos de polvo como ondas de agua, la cicatriz abierta en el cuello y la rodilla un poco alzada, la cara interna del muslo aún con un temblor, una carne más pálida que el resto, casi luminosa. El turbante desgarrado y manchado de sangre, los zapatos tirados a dos metros, la mano enterrada hasta la muñeca y casi también el brazalete con el escorpión de oro articulado. Había quedado igual, mientras que él no tenía literalmente ni pies ni cabeza, era el guiñapo ensangrentado de un desconocido sin documentación y nunca se sabría quién era. Quizá su querido de turno, quizá un amigo que quiso ayudarla en el último momento.

Los camilleros la llevaron hasta la ambulancia. Las vecinas se persignaban y los hombres iban de un lado a otro, excitados, masticando una atmósfera calcinada, un familiar sabor a bomba. Cuando se llevaron el cuerpo del desconocido, Sarnita se acercó tanto a la camilla que el empujón del guardia casi lo tiró al suelo. Los faros amarillos de la ambulancia, al maniobrar ésta, estamparon su flaca silueta en la tapia, deformándola grotescamente mientras, cegado por la luz, explicaba a sus amigos: es él, no puede ser más que él. Debían llevar bastante tiempo sin verse y por culpa suya, que no de Ramona. Por alguna razón, tal vez porque se había cansado de ella, porque le deprimían a más no poder su miedo y su miseria, o porque a su lado el peligro aumentaba día tras día, decidió mantenerla apartada de su madriguera y de sus noches blancas; y no es que la sustituyera por otra más complaciente y más guapa, que no era nada fácil encontrar fulanas de confianza para este trabajo, y además su hermano se negaba a llevárselas; precisamente podría ser que la hubiese repudiado obligado por Java, al que ya le urgía liquidar aquel asunto y limpiar de ratas la trapería que provisionalmente habría de ser su hogar de casado. De cualquier forma, y aun sabiendo que el cerco se cerraba cada vez más en torno a ella, la puta perseguida lograría hacer llegar su beso de plata al marinero. Un día, al disponerse él a liar un pitillo después de comer a la luz de la vela, se encontró con la llamada urgente en las manos. No en el papel de fumar que sacó, sino en la mitad visible del siguiente prendido aún en el librillo, una hojita rasgada más por la impaciencia que por la punta del lápiz, una caligrafía rota por la desesperación, el terror y la soledad. Un mensaje improvisado, aprovechando quién sabe qué oportunidad. Por miedo es capaz de todo, piensa él, capaz de perderse y perderme. Sólo eran cinco palabras: si me abandonas me mataré, y firmado Aurora. Marcos echó la picadura en el papel, lió el pitillo, lo ensalivó cuidadosamente y lo prendió en la llama de la vela cuando ya sus ojos azules rebosaban de lágrimas por ella y por él, por los dos unidos en su destino de ratas acorraladas, por su amor imposible.

Al día siguiente su hermano se asomó un momento con su chaleco floreado y el pelo lamido de brillantina y le dijo: tu amiguita te espera, que vayas que es muy urgente, ayer estuvo en comisaría y teme que vuelvan por ella y le obliguen a decir lo que no quiere… Entonces se decidió, tuvo pena de ella y al anochecer apartó con la mano la montaña de papeles y se echó a la calle con sus gafas de ciego, su barba de miel y su boina que no conseguía retener los rizos rubios. Ella se había encerrado en su cuarto con la Singer y los nervios rotos, temblorosa, devorada por la fiebre y los presagios; le mostró la cabeza rapada, los golpes en las costillas, las patadas en el vientre, las quemaduras de cigarrillos en los pezones y las señales de puñetazos en los ojos que el maquillaje azul como un antifaz disimulaba un poco. No puedo más, dijo, qué vamos a hacer. Él había corrido a su lado de una manera tan irreflexiva, que sólo entonces debió pararse a considerar que podían haberla soltado para juntarles y matar dos pájaros de un tiro. Estaban junto a la ventana, mirando a la calle: debes irte lejos en seguida, Aurora, dijo, a cualquier parte, menos mal que esta vez el cabrón de mi hermanito se ha portado bien pasándome tu recado… ¿Qué recado, dijo ella, si no le he visto hace dos meses?, y él: ¿cómo qué recado…? Pero demasiado tarde comprendió, desde la ventana ya les veía doblar la esquina: el tuerto y detrás dos de la Social, sin contar el otro que se apostaba al final de la calle. Decidió rápido, y cogiéndola de la mano casi la levantó del suelo al echar a correr escalones abajo. Salieron a la calle, saltaron la tapia y pasaron volando bajo el almendro en flor sin verlo siquiera, no vieron el cascarón del Ford varado entre la hierba ni la mesa de operaciones, no vieron nada. Corrieron cogidos de la mano por esta tierra devastada y sepulcral, dejaron atrás las ruinas y las cenizas y alcanzaron las palmeras, desapareciendo luego tras los altos zarzales y los terraplenes, por un momento lo lograron, trágame tierra, su sueño se hizo realidad y fue como si se fundieran en el ocaso rojo del cielo y el mundo los olvidara por fin…

– Pues no sé -dijo José Mari, distraído, siguiendo con los ojos a una de las muchachas enlutadas -. Podría ser, pero…

La aventi ya era solamente una verdad como cualquier otra, oída demasiadas veces. Perfectamente posible y espantosa, aburridamente cotidiana y atroz. Historia reconstruida también con desechos, aventurada por los intrépidos hijos de la memoria.

– Bueno -dijo Martín chasqueando la lengua, palmeando la espalda de Sarnita con cierta conmiseración-, Vámonos, aquí ya no hay nada que ver.

Se habían ido la ambulancia y la policía, la gente desfilaba y Sarnita fue a sentarse con parsimonia bajo el almendro, abrazado a sus rodillas y con aire pensativo. Amén y José Mari intentaron congraciarse con él, reanimarle clavando por sorpresa el dedo-pistola en su espalda y diciendo ¡manos!, pero él ni pestañeó. Marchaos, dijo, largo, si no queréis escucharme, y allí se quedó, acurrucado bajo el almendro florido, no hubo forma de sacarlo.

Nunca hubo ningún almendro en flor en aquel solar inmundo, gruñó la monja con una mueca persistente y resentida: nunca, que yo sepa. Le ocurría al celador, explicó, algo así como si hubiese llovido mucho en su memoria y sufriera corrimientos de tierra: este famoso almendro que cobijó tu infancia desamparada sería de la comarca del Penedés, pero tu memoria siempre atrafagada lo ha trasplantado, y lo mismo haces con las personas y con lo que dicen. Hay más desorden en tu cabezota que en este almacén, que ya es decir.

– No se enfade conmigo, Hermana.

Casi tres semanas tardó Sor Paulina en hacer las paces con él, obligada no tanto por la mansedumbre de la edad o la fuerza de la costumbre como por imperativos de la curiosidad, por saber si ya cumplió el encargo de entregar las maletas y qué pasó, cómo es el piso, quién le abrió la puerta, ¿la misma asistenta que vino con las huérfanas? La misma, pero mucho más dispuesta a contar cosas; que le hizo pasar al recibidor, pero que no dejara allí las maletas, le dijo por favor sígame, las abriré en el dormitorio de los niños, perdone la molestia.

– Para servirla, señora. Qué piso tan grande.

– Por aquí, tenga cuidado, todo está un poco revuelto.

Con una maleta en cada mano el celador sorteaba los cestos de la mudanza, siguiéndola por el pasillo de techo y paredes artesonadas, todavía con alguna cornucopia, dos espadas cruzadas, un busto de mármol y varias antiguallas, pero sin cuadros ni armaduras, sin aquel sordo fragor de batalla. La mujer iba con las mangas arremangadas y el negro sombrerito puesto, como un familiar que está de visita y aprovecha para ayudar un poco en las tareas del hogar, dispuesta a irse en seguida.

– Ya estamos terminando. Venga, por aquí -pasaron por delante de la salita, donde tres muchachas envolvían la vajilla en hojas de diario, llegaron a la puerta ya no forrada de terciopelo color vino, entraron-. Todo lo tenía muy ordenado, pobre Pilar. Pase, póngalas aquí en la litera, la de abajo.

– ¿Éste era el cuarto de los niños? Qué bonito, ¿verdad, señora?

Empapelado con caballitos blancos empenachados, rosados elefantes en equilibrio sobre pelotas multicolores, jirafas, ositos, payasos y palomas, el mundo de la inocencia cubriendo de arriba abajo unas paredes que habían visto cuánta humillación, cuánta ignominia. Colgaba del techo la lámpara de cristal abriéndose en docenas de cuellos de cisne, pero ni rastro de las cortinas, del biombo con los querubines, de la gran alfombra cuyo dibujo reproducía un cuadro famoso ni de la cama con la colcha roja. En el ambiente flotaba un desasosiego, las alas de la muerte. Ahora, el recuerdo triste de las personas que un día se afanaron en esta habitación se mezclaba con el de los niños ahogados en el mar.

– ¿Las cuerdas son suyas? -dijo ella-. Pues desate las maletas y lléveselas.

– Estos pisos viejos, qué grandes, ¿no? -comentó Ñito-. ¿Siempre vivieron aquí?

– Desde que murió la propietaria, la señora Galán. Su hijo se mudó arriba y vendió este piso a un joyero amigo suyo, que lo alquiló al marido de Pilar. El primer hogar decente que disfrutó ella, imagínese, primero la tuvo en una trapería. Era un mal hombre, y nunca la quiso.

– ¿Usted lo trató mucho?

– Gracias a Dios, apenas le veía. La hizo muy desdichada, mucho, el Señor lo haya perdonado. Muy trabajador, muy apreciado en el trabajo, eso sí, pero una mala pieza.

¿Pero por qué, pensó Ñito, por qué se casaría con ella, una desgraciada huérfana de todo, una marmota ignorante e indefensa, por qué si él buscaba todo lo contrario, si incluso habría dejado a la Fueguiña quizá antes de que ella misma le rechazara al desfigurarse la cara, si por hacer carrera parecía dispuesto a todo, por qué si ya estaba en el camino más directo y fácil?

– ¿Por qué se casó con ella, si no la quería? -dijo Ñito enrollando con parsimonia las cuerdas en la palma de la mano.

– Por qué iba a ser -suspiró la mujer, vaciando la primera maleta-. La embarazó. El señorito Conrado le obligó a dar la cara y él se asustó, en el fondo era un desgraciado. Debió pensar que de todos modos Pilar era buena, muy sufrida y obediente, y que una esposa así le servía, si no para otra cosa, al menos para cubrir las apariencias, no sé si me entiende… Y no quiero hablar más que diría un disparate, vaya.

En el camino del buen enchufe, casado de prisa y corriendo con una pánfila que no preguntaría, que preferiría no saber. Viviendo provisionalmente en la trapería pero ya no era trapero y ni hablar de volver a serlo, ni hablar de la abuela Javaloyes que se apagaba poco a poco en el Asilo de ancianos de la calle San Salvador. Empleado en la joyería de las Ramblas y primeros tanteos como corredor, primeros viajes por la provincia y primeras ventas, primeros frutos después de cinco años de bajarse los pantalones. Fue un mariquita de medio pelo, en efecto, nunca se lanzó a fondo, nunca consintió por placer o debilidad, sino por abrirse camino. Sólo quería asegurar su porvenir y prosperar en el trabajo, porque había heredado un terror casi físico a la miseria y al hambre: en seguida empezó a lucir aparatosos trajes de anchas hombreras, una enfurecida cabeza de cabellos repeinados con brillantina y finas cadenitas de oro que se enredaban en la pelambre del pecho, y que en verano exhibía con la camisa blanca desabotonada. Los que entonces aún le trataban en el barrio le vieron convertirse en un hombre de gran atractivo y de verbo copioso, contradictorio y agitado, adiestrado alegremente en el hábito de disimular que no quería o no tenía nada que decir.

Y un buen día levantó el vuelo, cerró la trapería y se marchó definitivamente sin mirar atrás; sin despedirse de los vecinos, sin acordarse de nadie, sin dirigir ni una mirada a las basuras que aún se amontonaban en la esquina ni a los vidrios rotos y negros de humo que aún quedaban en las ventanas de tantas casas. Volvió un año después conduciendo un Renault 4-4, era la noche de San Juan; abrió la trapería, que ya sólo era un nido de telarañas y de polvo, y estuvo allí dentro más de dos horas. Cuando la fogata que los chicos habían hecho en la calle se reducía a un montón de rescoldos, le vieron acercarse empujando el carrito lleno a rebosar de objetos de desecho: rimeros de amarillentos diarios y viejas revistas, un bastón de puño marfileño, una boina roja y un machete con su funda, un astillado biombo con querubines y nubecillas de nácar, un cordón morado con borlas, un somier, una mecedora, un colchón y un orinal, remendados sacos llenos de ropa piojosa y polvorientas botas de racionamiento, unas cartucheras podridas, bufandas apolilladas, un brasero, docenas de rabos de cirio, sortijas nupciales de hueso y muñecas sin cabeza, una capa pluvial con cenefas bordadas y un misterioso escudo en la espalda, una pescadora azul, una muñequera de cuero negro, un pañuelo de colores y una romana. Los gritos infantiles de «¡todo lo viejo al fuego!» se repetían como un eco al fondo de las calles como cada año mientras él se quitaba con parsimonia la americana, que dio a guardar a un chico. Y en mangas de camisa, sujetos los puños por gemelos de oro, luciendo un chaleco azul celeste y sin que se alterase ni uno solo de sus cabellos planchados con abundante fijador, procedió a descargar y a arrojarlo todo a la hoguera, incluido el carrito, y luego permaneció allí de pie, contemplando las llamas con las manos en los bolsillos. Subió hacia la noche el humo espeso y negro como un manto de estrellas furiosas, el aire se llenó de pavesas, de olor a madera de plumier y a barniz de lápiz y las llamas sobrepasaron las ramas de las acacias. Y él se mantuvo quieto delante del resplandor, los ojos trabados en el fuego, hasta que, moviendo apenas la mano, chasqueó los dedos reclamando su americana. Se la puso, sacó un peine del bolsillo, lo pasó por el pelo, dio media vuelta y se fue. Acudieron chavales de otras calles, y pasada la medianoche, cuando ya hacía rato que él se había ido para no volver y el fuego menguaba, saltaron uno tras otro por encima de las llamas lanzando gritos de guerra.

A Ñito se le enredaban las cuerdas en las manos, se mostraba lento en las preguntas y como escasamente interesado en las respuestas, los ojos en el suelo: pero ¿y ella? Una santa, suspirando la mujer, sólo pensó en el hijo que iba a nacer, en que no le faltara un padre como a ella. Por eso se casó. Pero lo que son las cosas, la criatura nació muerta. Después, casi veinte años sin hijos, la pena más grande que ella podía esperar, peor que la otra. Y mira, el médico se equivocó cuando le dijo que no volvería a tener hijos. Fueron una bendición de Dios, los gemelos, y ahora que ya los tenía criados, después de tantas penalidades, mira… Señor, Señor.

Seguía ordenando el contenido de las maletas en la litera, cuando se tapó los ojos con la mano. Sostenía en la otra, junto con una descolorida edición del Espíritu que Anda, la foto de los gemelos desprendida del tablié del Simca, una cartulina igualmente roída por el mar. A pesar del «No Corras Papá», pensó él acercando precipitadamente una silla a la compungida mujer, no llore por favor, seguías empeñado en correr, legañoso, no dejaste de correr y correr desde que arrojaste al fuego todo el maldito pasado, cálmese señora, siéntese un ratito, qué le vamos a hacer, pobres de nosotros, miserias de la vida…

– No, no reponiéndose ella, escogiendo unas prendas de ropa-. Con el trabajo que tengo. Perdone. ¿Sólo esto se pudo salvar, todas las maletas se abrieron? Hay que lavar esta ropa en seguida o se pudrirá. ¡Rosita!

Acudió una de las muchachas, sí, señorita, escuchó atenta, cargó con la ropa y salió mirando al celador de reojo, casi con chunga. Él guardó en el bolsillo las cuerdas enrolladas. Qué traviesas son, dijo al despedirse, igual que las de antes. La mujer hurgaba en su bolso, le dijo espere buen hombre, contó una a una como una docena o más de rubias y luego:

– Ah, se me olvidaba. De hoy en ocho días habrá un funeral en la Parroquia, y como usted dice que se conocían de chicos… Tenga, y gracias por ayudarme.

– No hay de qué -tomando la propina-, por qué se molesta. Gracias, conozco el camino.

Y que a la semana siguiente la vio por fin, saliendo del funeral, y que, en efecto, no la habría reconocido. En aquel momento ni siquiera pensaba en ella, confesó a la monja: cegado por el sol bajaba las escaleras de la iglesia, mezclado entre las muchachas de la Casa que plegaban sus mantillas blancas, y se alejó calle Escorial abajo a la sombra de las viejas acacias, secándose el sudor del cuello con el pañuelo. Se paró un momento y se quedó quieto, mirando la calle en pendiente. Podía reconstruir la calle Escorial de memoria, casa por casa, esquina por esquina. Se volvió para mirar tras él la sombría mole del templo firmemente asentado, aculado en su ayer miserable y violento. Fue como si una sombra de ese ayer, desplazándose con sigilo, pasara por su lado y le rozara, dejando prendido en alguna parte de su cuerpo un jirón sedoso, una telaraña negra. Se volvió otra vez, y, unos metros más allá, ella había dejado de empujar la silla y le miraba esperando algo. Pero el celador no entendía esa mirada. Ninguna palabra, ninguna expresión vino a sustituir aquel sentido que a él se le escapaba, hasta que su mano tropezó con la mantilla y comprendió. La mantilla se había enganchado en su hombro al pasar ella y colgaba de una crin que traspasaba la guata. Cabizbajo, con líquido en los ojos y en las palabras, devolvió la prenda disculpándose, ella murmuró gracias y siguió su camino empujando la silla de ruedas.

Una señora enguantada hasta los codos a pesar del calor, alta, de una severa elegancia, con gafas oscuras y un pañuelo lila anudado bajo la barbilla. Tan pegada a la silla de ruedas, empujándola con el amplio regazo de apretadas formas aún juveniles, y sin servirse de las manos, que más que conducir al inválido parecía dejarse llevar por él, sin capacidad de maniobra ni voluntad de reacción. Confusamente unida a la parálisis orgánica que la precedía y la arrastraba, sin perder su vientre en ningún instante el contacto con el respaldo de la silla, su turbia dependencia o su inconsciente entrega, mal encubierta la cárdena ruina de su cara, la gran mancha rugosa que asomaba bajo el pañuelo lila y ponía un rictus amargo en la boca, había sin embargo en la inercia diabólica de sus manos enguantadas y atroces, yertas junto a las caderas, un resto de enfurecida sumisión, de crispada aceptación de la derrota. Ella, que fue la sal de nuestras aventuras, el tibio sol de nuestras esquinas.

En cuanto a él, era un anciano calvo y lívido, con derramadas mejillas sanguíneas y un lento parpadeo de muñeca. Su mano de artrítico, al indicar la terraza del bar donde probablemente le apetecía tomar un refresco, repitió como en sueños aquel firme ademán que en su juventud ostentó la fusta y el poder, y aún levantó sobre el cuello de tortuga su rostro ultrajado por los años, los insomnios y la memoria. Qué párpado triste, qué silencioso pus en la pupila. La metralla lo había acompañado durante casi cuarenta años y por supuesto lo había corroído con más meticulosa perfección que no lo hizo con Aurora Nin en un segundo. Todo se reducía, en definitiva, a una supervivencia vejatoria de la corrupción y el dolor, a una macabra pérdida de tiempo.

Inclinada sobre él, su compañera le susurró algo, nada de refrescos, le convenció que era mejor seguir paseando o irse a casa, arropó sus piernas y alisó con el guante de manopla negro sus escasos cabellos de la nuca, y él asintió rindiendo la cabeza.

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