Llovió durante tres días, el refugio se inundó y estuvieron una semana sin poder entrar en él. El cielo de nubes grises y panzudas colgando al fondo de la calle parecía una cueva de relámpagos, pero en realidad eran los chispazos rojos del trole del tranvía frotando el cable eléctrico. Frente a la churrería de la plaza Rovira, el Tetas juntaba calderilla para comprar una bolsita de patatas fritas y Martín recogía la parada de tebeos. Mingo bajaba corriendo por el Torrente de las Flores, se paró, jadeando, y dijo: chicos, ¿sabéis la noticia?, Luisito se ha muerto. El Tetas acabó de repartir las patatas, sopló la bolsa de papel y la explotó de un puñetazo. Hostia, dijo, hostia.
El viejo Mianet también se murió un día de primavera, lo encontraron caído bocarriba delante de la covacha que habitaba en la falda de la Montaña Pelada, rodeado de mariposas y de ginesta, un mar amarillo donde centelleaban al sol los espejitos de sus zapatos.
Al entierro de Luis fue mucha gente. Por una vez el Tetas y Amén se portaron como monaguillos formales, con los ojos chispeando lagrimitas. Todos entramos a verle estirado en el somier, tenía los labios prietos y sin color y los ojos disparejamente entrecerrados, la cara blanca y un rosario blanco enredado en las manos juntas. Lo habían vestido de flecha, con el machete y la boina roja, y parecía dormido. Ante él, de pie, Java tocaba casi el techo con la cabeza repeinada y untada con brillantina. La chabola olía a eucalipto hervido. Ni flores ni coronas, sólo nuestras brazadas de ginesta. Nos costaba creer que Luis estaba muerto, todavía ayer dábamos por seguro que seguía en un campamento invitado por Flecha Negra. Su madre, la rubianca guapa toda vestida de negro, lloraba sentada en la silla y enseñaba sin querer su trocito de muslo blanco como la nieve. La hermana de Luis jugaba en el portal. A su padre no le veíamos desde el año pasado, decían que se había peleado otra vez con la rubianca. Arrodillados delante del muerto y con las manos juntas, haciendo como si rezáramos al lado de la señorita Paulina, Mingo murmuró qué lástima de machete, a él ya no le servirá de nada, y Sarnita se arrastró de rodillas hasta Martín para llamarle la atención sobre las señales en el cuello de Luis, tres manchitas rojas debajo de la oreja, parecían picaduras de mosquito. Se la han chupado bien, deslizó al oído de Martín, y éste: el qué, y Sarnita con su aire de misterio: la sangre, chaval, ¿por qué crees que estaba tísico?
Los tísicos vampiros. Pero no se explicó con claridad hasta que el acompañamiento se puso en marcha detrás del carro de muertos. Ya eran las diez de la mañana pero aún no tenían hambre. Vieron un instante, confundido entre los hombres a la cabeza del duelo, la negra figura del «Taylor». Porque ésa fue la última vez que vieron vivo al pistolero, no olvidarían nunca aquella borrascosa expresión de ensueños y de peligros que les dedicó al volver la cabeza: sus implacables ojos de alquitrán, sus dientes blanquísimos y sonoros, su boca delgada y antigua de cantante de tangos. Iba sin hablar con nadie y parsimonioso, los brazos sueltos y separados del cuerpo, la cabeza y el trasero algo ladeados.
Decían que la rubianca aún se sacaba un sobresueldo en las sesiones de tarde de los cines de barrio, en plan de paji. Nunca creímos esa mentira asquerosa inventada por la gente y nunca le hablamos de ello a Luisito, que quería tanto a su madre; pero cuando los mamones de los Hermanos o de Los Luises querían hacer rabiar al chico contaban esta chafardería: de cuando un día Luis se sentó al lado de una pajillera en la oscuridad del cine, dicen, y le cogió la mano, y que madre e hijo se reconocieron por el tacto cuando él ya tenía la bragueta abierta. Dicen estos miserables que su madre le soltó una lluvia de tortas allí mismo, y que lo sacó a la calle a patadas y no paró de zurrarle hasta llegar a casa. Contada por Sarnita, esta aventi nos había hecho partir de risa muchas veces, pero en el entierro de Luis, cuando unos vecinos lo comentaban riéndose bajito, Sarnita los llamó embusteros, cabrones y mamones a grito pelado, y fue tal el escándalo que el empleado de la funeraria lo quería echar.
Después recordamos lo bueno que era, un chaval fermi dentro de su enfermedad, cojonudo, preocupado siempre por no parecer el más débil: por eso, dijo Sarnita, se hacía el valiente cuando el viejo Mianet, al volver de sus correrías por los pueblos, contaba aquellas historias de niños que eran raptados para chuparles la sangre y dársela a los tísicos, ¿os acordáis? Los vampiros tísicos. Cuando su padre desapareció por segunda vez, al poco de salir de la cárcel, su madre recibió una citación por escrito del consulado de Siam, se la trajo en mano un mecánico de la calle Industria: debía presentarse tal día a tal hora de la noche, que le darían noticias de un hermano suyo desaparecido en la guerra. La gente decía que este consulado mantenía contactos extraoficiales con un organismo republicano en el exilio encargado de notificar el paradero o la suerte de muchos de los nuestros a sus familiares. La rubianca quería ir, pero algún amigo, seguramente el «Taylor», la advirtió que de ninguna manera, que era una burda encerrona de la policía franquista, y rompió la papeleta. Luisito recogió los trozos y los pegó, se armó de valor y se presentó en el consulado de Siam.
Era noche cerrada cuando empujó la verja: un chalet en San Gervasio, con dos torres de cucurucho iluminadas y una música exótica y suave, nada hacía sospechar nada. Había unas altas sombras blanquecinas en el jardín, estatuas que parecían nevadas pero sólo eran cagadas de paloma. Abrió el secretario y Luis le entregó la citación explicando que venía en lugar de su madre, que estaba enferma. En una salita encontró hombres y mujeres que estaban allí por lo mismo; se miraban recelosos y repitiendo que no había nada que temer, que ya todo ha pasado, que los nacionales también saben perdonar y esto es un centro oficial extranjero y goza de inmunidad diplomática, podemos hablar sin miedo. Debían utilizar otra salida, porque las visitas que iban siendo introducidas al despacho del cónsul no volvían a salir por allí. Media hora después se quedó solo y entonces temió que se habían olvidado de él, creyó oír chirridos de cerrojos y gemidos, y los nervios le provocaron un ataque de tos que acabó en un vómito de sangre. Acudió presuroso el secretario, se asustó, trajo una toalla y un vaso de agua, le hizo tenderse en el diván y se fue. Poco después asomó la cabeza, comprobó que Luis estaba mejor, desapareció y volvió a aparecer con un cubo y un estropajo: ten la bondad de limpiar eso mientras tanto, muchacho, el señor cónsul te recibirá en seguida, mira, el lavabo está al final del pasillo a la derecha. Por encima del techo resonaban culatazos de fusiles, y en el lavabo, mientras vaciaba el cubo, oyó el primer alarido: no exactamente de dolor ni de terror, sino de algo que se muere de abandono o desesperanza, algo que ni siquiera parecía humano. Luego fueron creciendo los gemidos, los llantos. Él no se arredró. Salió del lavabo y abrió otra puerta: otro pasillo pero casi sin luz, con habitaciones-celda a derecha e izquierda, puertas reforzadas con tablas y listones, contraventanas clavadas y con rejas. El hedor era insoportable. El suelo estaba tan encharcado que casi se podían hacer olas con la mano. Algunos cuartos estaban tan herméticamente cerrados que no permitían ver nada; otros tenían mirilla: un anciano desnudo y con un gorro de papel en la cabeza, haciendo el saludo militar, y ante él una sombra golpeándole con vergajos; un joven cubierto de sudor y de vómitos, desmayado de pie entre cuatro paredes tan juntas que no podía tumbarse; un hombre colgado en la pared con los brazos abiertos, los pulgares traspasados por garfios; una mujer sentada sobre ladrillos clavados de canto en el pavimento y sin saber qué hacer con los pies descalzos, hinchados, sin uñas, recibiendo una bofetada que hizo brotar sangre de su nariz como de una cañería rota, salpicando la pared empapelada. Al fondo del pasillo, un cerrajero instalaba mirillas de hierro en las puertas, era el mismo individuo que fue a entregar la citación a su madre.
Retrocedió y echó a correr, pero al llegar a la puerta de la calle no supo abrir. Salió el secretario y le hizo pasar al despacho: no era tal, sino una sala grande y empapelada con flores de lis, con muebles arrinconados y enfundados y las contraventanas también clavadas. Del techo pendía una lámpara de hierro, como una araña negra. La música venía de una radio en forma de capilla y sonaba fuerte para ahogar los gritos de las víctimas. Un escribiente calvo y con gafas aporreaba la negra Erika de ovaladas teclas. Y detrás de la gran mesa rectangular y encerada, no delante ni temblando como cinco años antes, sino detrás y recostado en la pared con el respaldo de la silla, el señor Justiniano mirando pensativamente a Luis como si se mirara a sí mismo a través del tiempo, porque Luis estaba de pie y temblando sobre la misma baldosa que él pisó cuando Marcos Javaloyes y Aurora Nin le escupieron el ojo sano que milagrosamente había salvado. Hoy tiene usted mejor aspecto, le había dicho Artemi, y después que su sobrina lo identificó se quedó a solas con él: sigamos, chófer, ¿de quién recibió usted la orden de incautarse de los bienes de la familia Galán? ¿O pensaba pasarlo todo a zona nacional? ¿Cómo supo usted que cuatro buques extranjeros descargaban material de guerra en el puerto de Vallcarca, aquella madrugada?
– Lo vieron y lo dijeron muchos, además de yo. Sólo quise decir que en aquella ocasión los aviadores de Mallorca se habían dormido.
– Ingenioso, pero no convence. Y cuando el Canarias cañoneó e incendió la Campsa de Tarragona, ¿cómo supo que las baterías de la costa habían descarrilado al intentar abrir fuego contra el barco, cayendo hasta las huertas de avellanos?
– Porque fue muy comentado, incluso por los mismos milicianos. Y no era cosa de andarse con los oídos tapados.
– Y el número de piezas, y su posición, fortificaciones, etcétera, ¿también lo supo por los milicianos?
– También.
– Y de los túneles con material de guerra, ¿quién le informó, Justiniano?
– Cualquiera podía verlo. El tren nunca pasaba por ellos, y sus bocas estaban custodiadas por centinelas.
– No le falta a usted valor, y lo ha demostrado. Pero qué puedo hacer. Admita que es usted jefe militar de una Centuria y que se disponía a pasar a Burgos y reunirse con su amo. Confiese que es un espía franquista y tendrá un juicio justo. De lo contrario no saldrá de aquí y puede perder el otro ojo.
– El camarada Valdés me conoce. Déjeme telefonearle…
– Aquí no telefonea ni Dios. Desnúdese.
Flecha Negra dejó de mirarse en el pasado y se levantó, rodeó la mesa larga y encerada chasqueando la lengua, contrariado, y miró a Luis. Como entonces frente a Artemi Nin, tampoco ahora su único ojo parpadeaba; brillaba siempre en la retina una luz vidriosa, un fulgor apagado y obsesivo. Él hacía las preguntas ahora, él decidía quién se podía ir y quién se quedaba. Sus ayudantes esperaban las órdenes. Eran siete en total y todos vestidos de negro, sólo uno llevaba boina roja y machete al cinto y correaje, pero Luis ni siquiera pensó que podían ser lo que parecían, vestían así para despistar, y en seguida comprendió lo que eran: vampiros, chavales, vampiros disfrazados de falangistas y de polis, tísicos perdidos, chupadores de sangre rematados, sin remedio: o te la chupan o se mueren, no tienen escapatoria. Así que es verdad eso que cuentan, esos raptos de niños, esas desapariciones misteriosas, se los llevan para sacarles la sangre y dársela a los tuberculosos, es la pura verdad, no es un camelo. Uno de ellos parecía un caso desesperado, estaba allí echado en un diván con el capote encima y tiritaba, pálido como un muerto: para él sería la sangre que sacaran esta noche, seguro. A su lado había un brasero y encima una olla hirviendo con eucaliptos. Durante un rato nadie se ocupó de Luis. Tuvo tiempo de ver cómo interrogaban a un hombre alto y flaco en mangas de camisa que negaba haber sido sacerdote, negaba con todas sus fuerzas haber sido aquel cura rojo que ellos decían. Y pudo ver con qué astucia era desenmascarado por Flecha Negra:
– Está bien -dijo Justiniano paseando su gran mandíbula erguida, y ajustándose el parche sobre el ojo vacío -. Si no es la persona que buscamos, puede usted irse. Aquí no nos comemos a nadie, todo eso es en bien de ustedes y sus familias. Pero tenga la bondad de dejar las huellas digitales, por aquí, venga.
El hombre obedeció. Dejó sus huellas en el papel y ya se ponía la americana cuando el tuerto le dijo: si quiere lavarse las manos, allí, y señaló la pileta del rincón. El infeliz se remangó cuidadosamente, metió las manos en el agua y entonces lo pillaron, fijaos qué astucia, lo descubrieron por eso, por la manera tan fina que tienen los curas de lavarse las manos: tan delicadamente, las puntitas de los dedos nada más, como si temieran infectarse, y con esa humildad y recogimiento, como si nunca hubiesen roto un plato. Y el señor Justiniano, que estaba a su lado con la toalla igual que hacen Amén y el Tetas en la misa, se echó a reír y dijo ya te tengo, curita, es inútil que lo niegues. No lo negó el hombre, pero aún intentó salvarse:
– Soy amigo de Luys -dijo-y colaboro en la Prensa del Movimiento, pregunte usted…
– ¿Qué Luys?
– Luys con igriega.
– Peor. Si fuese con irromana…
– ¿Y Ramona, dice? -se le escapó.
El fulgor inquisitivo se acentuó con el único ojo del falangista.
– Vaya, vaya. También esta pájara me interesa. Y mucho. Has dicho Luis y Ramona, ¿no? O sea Luis Lage…
El detenido se puso pálido.
– Quiero decir Marcos y Ramona… Una desgraciada. Sé que eran novios, pero yo no los conocía, palabra, no conozco a nadie. -Balbuceaba, se contradecía, liándose cada vez más hasta que lo metieron en la Campana Infernal y venga a darle a la Campana con un martillo y un trozo de raíl, y al rato enloqueció de chillar y quedó como sordo, y confesó. Ramón Ginés, dijo llamarse, y dio todos los nombres mientras se taponaba los tímpanos reventados. Pero se negó a escribir una postal de Toulouse, como ellos querían, y entonces le hicieron la Estrella de Cinco Puntas.
– Desnúdese -y como no reaccionaba tironearon su camisa y sus pantalones. Lazos corredizos en el cuello, en las muñecas y en los tobillos; cinco cuerdas sujetas a unos caballetes de madera formando una estrella y el infeliz en medio, en posición horizontal y espatarrado. La soga del cuello más floja, si no dejaba caer la cabeza. Y debajo, a sólo unos centímetros de su cuerpo desnudo, rozando sus tristes nalgas, una mullida cama turca con almohadones de plumas y colcha de seda roja, un jarrón con flores en la mesilla de noche, comida y un retrato de Ginger Rogers vestida de lame y recostada en un sofá. Para que pensara: qué bien comería y dormiría aquí. Dos veces el cerrajero aflojó las cuerdas, pero al segundo de descansar el cuerpo en la cama el verdugo lo volvía a izar. Gemía. Finalmente dijo que sí, que lo soltaran por el amor de Dios, y accedió a escribir la postal de Toulouse maldiciendo, llorando.
A él, en cambio, dice que lo trataron amablemente: también la memoria le vaciaron, el pobre nunca más llegó a acordarse de nada: que le invitaron a sentarse aclarando que no era con él con quien querían hablar, sino con su madre, que le acercaron un crucifijo y él pensó ahora, ahora me la chuparán, debe ser como si te vaciaran por dentro y a lo mejor no duele nada. Pero ya que estaban allí querían preguntarle algo: ¿Era el hijo mayor de Trinidad Sánchez Carmona, conocida también como la «Rubianca», natural de Málaga, de profesión taquillera del metro, con domicilio en el Carmelo…? Sí, señor. ¿Por qué no ha venido ella? ¿Estás enfermo, hijo, te encuentras mal? Yo no, señor. ¿Quieres un poco de leche? No, señor. No te asustes que aquí no nos comemos a nadie. ¿Es cierto que tu madre frecuenta ciertos cines buscando, digámoslo así, tocar a los chicos? Qué va, un camelo, señor, envidia de las vecinas porque es más guapa que todas. ¿Tiene amigas del oficio, sabes si conoce a una tal Ramona o Aurora o Carmen, has oído hablar de ella, la has visto alguna vez? No, señor. ¿Y tu padre, dónde está ahora tu padre? No lo sé, se peleó con madre por culpa de estas chafarderas y se fue de casa. Tu tío Francisco, ¿no fue comisario político en el Perchel?, ¿no se vino con vosotros a vivir aquí?, ¿no estuvo escondido en tu casa…? La barraca donde vivimos es tan pequeña que no puede esconderse en ella ni una rata, camarada vampiro, ni una hormiga.
Decía que pusieron a hervir en la olla una cabeza de ajos y que sacaron agua con una pera de goma y se la metieron por el culo, pero el agua hirviendo le perforó los intestinos. Era un buen remedio contra los cucs. Y que oyó como un ruido de motor poniéndose en marcha y vio horrorizado que el techo bajaba muy despacio sobre su cabeza y que lo iba a aplastar con la araña negra iluminada, estaba cerca, cada vez más cerca y entonces lo durmieron con una inyección, dijo, creía estar en el hospital y dormido notó más picaduras, más chupadas, eran como inyecciones pero al revés: no que le entraran líquido, sino que se lo sacaban. Lo vaciaron, chavales, lo chuparon y desde entonces ya no hizo nada bueno, se ha muerto por falta de sangre, tenía que acabar así, pobre Luis, todos acabaremos así.
Policías con pesados abrigos oscuros descienden de un automóvil que echa humo por el radiador. Y tan cerca, casi tropiezas con ellos: bigotes recortados y pestañas de luto, dientes sucios que trituran palillos manchados de nicotina y de café. Y tú sin ver nada, Jaime: un gris con el naranjero asomándose en aquel portal, juraría que sí, ya es la segunda vez esta noche.
– Lo habrás soñado, Marcos -con el motor del Wanderer en marcha esperando a los demás frente al Banco Hispano Colonial de Hospitalet-. No se ve ni un alma.
– Pues ten los ojos bien abiertos.
– ¡Bah! Ojalá me hubiese quedado jugando a los dados… No terminó de decirlo, cegado por la explosión luminosa de los faros y gritándome ¡salta! Las balas pulverizaban los cristales cuando abrió la puerta para escapar, pero no hizo pie y cayó, se hundió en el suelo como si el Wanderer estuviera parado realmente al borde de un precipicio, y desapareció en la oscuridad con un grito de sorpresa y de dolor.
Luis Lage venía corriendo con el maletín, tras él Pepe y el Fusam agachados y detrás Bundó disparando a ciegas, diciéndose interiormente por tu culpa, jorobado asqueroso, te han seguido. Ya el «Taylor» suplía a Jaime al volante y acelerando me agarró del brazo diciendo adónde vas, déjale, no le encontrarán. Jaime había rodado por un terraplén de basuras y zarzales, le oímos gemir allá al fondo antes de irnos, se rompería un pie.
Pepe fue el último en subir al coche, ya con la bala en el hombro, ayudado por Palau. Al maniobrar en redondo, dos policías cayeron de bruces sobre la acera. Después, cerca de la base, en la barriada de La Torrasa, Bundó, que había estado disparando a través del cristal trasero, resbaló silenciosamente en el asiento junto a Lage. Corre, dijo, ayúdame, y sintió como una burbuja caliente reventando en su pecho.
– Se está muriendo, tú -dice Lage a Palau. Separa los dedos de Bundó uno a uno para quitarle la pistola y le susurra al oído-: Miguel, Miguel.
– Qué.
– No te muevas.
– Da igual…
Por las Ramblas subían hombres-anuncio en fila india, con paso cansino. El último vuelve la cabeza y mira con ojos de un azul apagado la fachada cenicienta de lo que fue hotel Falcón.
Tres meses después de la muerte de Bundó aparece Lage en la base con una postal de Toulouse: acaba de recibirla la Trini pero es para ti, Pepe, de Ramón, por fin, pide un contacto en la parada de tranvías de la calle Trafalgar el martes a las seis. Pepe coge la postal, mira detenidamente el matasellos, la letra temblorosa del cura, la firma. Eso es que viene mi hermano, dijo, ya era hora. Pero Palau refunfuña desconfiando mientras engrasa su pistola: no vayas, me silba el oído izquierdo.
– Te haces viejo, Palau -le respondió Pepe -. No hay nada que temer.
Pero apenas le darían tiempo para considerar que el carota tenía razón y que la postal era efectivamente una encerrona. Aquel martes le dolía la herida del hombro y entró en la farmacia cerca de la parada de tranvías en Trafalgar. Al salir troceaba la aspirina con los dientes, dicen, y su mano guardaba el tubo en el bolsillo con un gesto que seguramente sería interpretado como el de sacar la pistola. La ráfaga de los naranjeros alcanzó primero el tronco del árbol, y luego, levantando esquirlas de la acera, avanzó como un soplo de polvo hacia sus zapatos. Cayó para atrás con la gabardina abierta y la mano todavía en el bolsillo.
Y a partir de ahí, el vértigo del tiempo y la descomposición del sueño, la muerte y el silencio: cayendo en mitad de la calle una metralleta Stern y su cargador con los cartuchos a tope, rebotando despacio y sin ruido sobre el asfalto, como en sueños. El «Taylor» desangrado sobre el volante de una camioneta «rubia» con un tiro en la cabeza y otro en la espalda. El día anterior habían atracado una fábrica en las afueras: un golpe económico, aún les gustaba llamarlo así, creyendo sin duda que el grupo podría recuperar su antigua moral política gracias a la influencia del nuevo jefe, aquel hombre de ojos mongólicos y cabellos ungidos de noche que por fin llegó soñando con vengar a su hermano Pepe. Verás ahora, Jaime, todo va a cambiar, ya no volverás a escoñarte el tobillo por falta de entreno, éste es de los buenos, dicen que un día escapó del cerco de los civiles en una masía cabalgando a lomos de una vaca en medio del polvo y los tiros… ¿Qué no habrán contado de él? Al día siguiente del atraco tenían que reunirse en la plaza Molina, pero al llegar notaron algo raro en el ambiente y decidieron utilizar el siguiente punto de contacto, en la calle Arenys. Poco después llegó el Quico pero no conduciendo el Ford, sino un Renault 4-4 robado en la misma plaza Molina, donde efectivamente les habían preparado una encerrona.
– Adentro todos -echándose a un lado, dejando el volante al «Taylor»-. Y largo de aquí, volando -pero detrás apenas caben, un brusco bandazo lanza a Palau y a Lage contra la puerta mal cerrada, y de todos modos ya no irán muy lejos: el Quico creía que no les seguían, quizá es el único error que se le recuerda. La primera bala rompió el cristal trasero y, antes de hacer añicos el retrovisor, peinó al «Taylor». La segunda bala le destrozó la oreja. Algo en la luz intensa que de pronto entró por sus ojos e inundó su cabeza le dijo vas a morir. Detrás venía un coche negro y pronto llegarían dos camionetas de la policía armada. Navarro y el Fusam disparan entre los vidrios rotos. El «Taylor» cabecea y suelta el volante llevándose las manos a la cabeza. El coche, alcanzado en las ruedas traseras, se estrella de morros contra el farol abriéndose de golpe todas las puertas. Una acera desierta y un muro de ladrillo interminable, una calle sin un árbol, sin una puerta. ¡Fuera!, grita Navarro. El tableteo de las metralletas le crispa los nervios y salta a la acera con un impulso irreflexivo. Siente la primera descarga a un centímetro de la frente, la segunda le da de lleno en la cara y en el pecho y lo tira de espaldas. Cargándose el «Taylor» al hombro, Jaime corre hacia la «rubia» aparcada a unos quince metros mientras Palau dispara a resguardo del coche estrellado. Nota un estremecimiento del «Taylor» al recibir éste otra bala en la espalda y lo deja caer en el asiento junto al Quico, que ya pisa el acelerador. No se veía el Fusam por ninguna parte, y Lage y Palau tenían escasas posibilidades de pillar el coche en marcha. Lage lo consiguió, aprovechando que recogían a un policía herido en la pierna, y Palau, más distanciado, les hizo seña de que no pararan. Tuvieron tiempo de ver su metralleta rebotando sobre el asfalto mientras él se lanzaba corriendo hacia la esquina, hacia no sabía dónde, lejos de aquel mal sueño, de aquella definitiva derrota.
No habían de parar hasta la carretera de Cerdanyola, en pleno bosque. Luis Lage se apeó el primero y se fue sin decir palabra, no soportaba ver agonizar a un hombre así: doblado en el asiento, con la oreja izquierda llena de sangre hasta los bordes y la espalda empapada. Le pesaban los párpados, pero no tuvo tiempo de cerrar los ojos. Como si bruscamente Margarita estuviese a su lado, el «Taylor» notó un asombro y un dulce retroceso en la sangre. Cuando Jaime lo incorporó ya estaba muerto, y allí lo dejaron de bruces sobre el volante igual que si durmiera.
Luego, renunciando definitivamente a salir, años sin saber de nadie. A principios del sesenta los diarios traerán la muerte del Quico, cercado por la guardia civil en un pueblo. De Luis Lage y de Palau nunca más se supo. Si aún vivían, en su día pudieron leer la detención del Fusam mientras cavaba en su mísera huerta junto a la vía del tren, un domingo por la mañana. Sospechoso por haberse fingido inspector de policía utilizando una vieja placa de agente de la Generalitat, fue detenido Andrés Soler Perarnau, alias «el Fusam», de 63 años, vecino de Hospitalet. La noche anterior provocó un altercado en un bar de camareras, donde declaró, borracho, esa falsa identidad e intimidó a dos clientes alemanes con una pistola de plástico. Al parecer tiene perturbadas sus facultades mentales…
En cuanto a Jaime, acabaría refugiándose en casa de su hermano y su cuñado. Acumulando canas y arrugas, pero ganando en atractivo y autoridad sobre las mujeres. Una vida compacta y segura de barriada laboriosa, llevando las cuentas del taller del cerrajero en la calle Industria. Su único contacto con el pasado, la rubia Carmen, seguía frecuentando el bar Alaska a la medianoche, siempre que estaba libre del fulano. Bebiendo adormilada en el alto taburete, envuelta en su viejo abrigo de pieles, decía haber cumplido los treinta en las frías navidades del cuarenta y nueve, y tal vez era verdad.
Los que sólo la conocían de verla allí, siempre ocupando el mismo taburete en el mismo extremo de la barra, se preguntarían cómo podía conservar las joyas con la vida que llevaba. Y sería por eso. Serían unos ojos dióptricos de perturbado fijos en las joyas, noche tras noche, los que decidieron que no podía fallar: siempre llega medio trompa y el querido nunca nos ha visto con ella. Nadie se preocupará mucho de una mantenida, pensaron, fue muy conocida pero ya no tiene veinte años, está muy cascada, qué esperamos, igual una noche la asaltan otros por ahí y la dejan desnuda con su borrachera, qué esperamos. La mar de sencillo, dirían: se la espera en el Alaska esa noche que volvía del cine Metropol con su amante, se la invita a beber cuanto quiera para celebrar su cumpleaños, luego se la propone ir por ahí en coche para seguir la juerga y más tarde, en cualquier calle oscura, dentro del Ford, quién empuñaría el mazo de madera que ya tenían preparado en el asiento de atrás, quién. Ella apoyaría la rubia cabeza en el hombro del conductor, canturreando feliz, bastante borracha, como de costumbre. Parece que aún tuvo fuerzas para revolverse y arañarles y abrir la puerta. Gritaría hasta perder la voz. Tendrían que parar el coche y consiguió salir, con la cabeza aturdida y ensangrentada, cuando ya acudía un vigilante al verla tambalearse, pero perdió el sentido y ellos la alcanzaron, la cogieron en brazos y simularon que se había golpeado en el parabrisas, que había bebido demasiado y que la llevaban al Clínico. Encogida en el asiento y desangrándose, muriéndose, cruzaría media ciudad bajo la noche para luego ser arrastrada al solar donde el otro ya les esperaba cavando un hoyo al pie de las palmeras. Sería necesario rematarla con la pala antes de enterrarla, y con las prisas se olvidarían de quitarle el brazalete con el escorpión.
Dejaron el coche manchado de sangre allí mismo y se descubrió en seguida. La policía la sacó del hoyo con el abrigo puesto y el turbante. Tenía la boca y los ojos terrosos, y los pómulos inflados de furor y de pasmo.