Al principio sólo tenían un viejo revólver de culata de nácar y tambor desencajado. Se establecería por fin el primer contacto en la boca del metro Diagonal. Dos cenetistas de los viejos tiempos que se reconocen, que no necesitan pronunciar las palabras clave. Pero Bundó sabría más tarde que Palau le había marcado hasta allí, desapareciendo seguidamente por las escaleras del metro al ver que se abrazaban.
– Salud. Ya era hora que os decidierais a venir -diría Bundó-. ¿Cuántos sois?
– Tres. Sendra, el Fusam y yo.
– ¿Nada más?
– Y gracias. La Central aún no quería enviarnos, sobre todo al saber lo de Artemi. Ha sido iniciativa de Sendra.
– Ya. Pocos y mal avenidos -suspira Bundó.
– Paciencia. Lo primero es establecer contacto. Ya te contará Sendra, vamos caminando.
Subían por el centro del Paseo de San Juan, entre niños y palomas. El fotógrafo ambulante comía de pie, la fiambrera a lomos del caballo de cartón, la botella de vino en el sobaco. Entraron en el bar Alaska y escogieron una mesa apartada.
– ¿Es un sitio seguro? -Navarro recelando.
– Ninguno lo es y todos lo son, te darás cuenta cuando lleves una semana en Barcelona. ¿Qué tomas?
– Un vino.
– ¿Seguro que vendrá Sendra? No conoce el sitio. Sonreía Navarro con aire de suficiencia:
– No tardarás en verle entrar por esa puerta. Paladeando: vino del país, coño, aunque esté bautizado cómo entra, casi tres años sin probarlo, blanco del Penedés un poco ácido. Con Sendra se siente uno seguro, añade, yo creo que hasta se hace invisible, Bundó, en serio. Tenías que verle guiándonos con sus prismáticos y su mochila llena de petardos, ni un tricornio se nos cruzó. Y calcula: de Perpigan a Berga bordeando Puigcerdá, cruzar la Sierra de Montgrony hasta Montemajor y luego por la ruta de Guardiola, recuerda: en una época en que aún no tenían bases, anticipándose a los mejores guías y abriendo una de las rutas que años después tanto habría de utilizar el Masana. Y su labor en Toulouse desde el principio, reclutando los camaradas de la brigada mixta dispersos en los campos de Argeles y Barcarés, en Montpellier y en Carcassonne, camaradas maltratados por los senegaleses y luego penando en fábricas y viñedos, en minas, embalses, carreteras, recibiendo una paga miserable, ya, la dulce Francia. Y piensa en las tormentosas reuniones en la Sindical de la rue Belford, formando el primer grupo que quería pasar clandestinamente, en las discusiones interminables con los que recelaban de Sendra por su pasado comunista, en la decisión final de Sendra de llevar adelante el plan y venir a pesar de todo, sin tropezar con un solo tricornio, es un jabato, Bundó, verás cuando le conozcas.
Siempre volvía a la puerta con dos o tres pesetas de propina, a veces un duro.
– Gracias, señorita.
Los ojos clavados en su escote hasta que ella cerraba la puerta, sonriéndole. Esperando el ascensor, el aprendiz vigila con el rabillo del ojo el bulto azul agazapado detrás del tiesto. Apenas distingue el sombrero gris, las gafas negras, la perilla y los grandes bigotes, el carota, siempre le gustó disfrazarse de payaso. Estaría atándose el cordón del zapato hasta que vio cerrarse la puerta del ascensor con el aprendiz dentro.
Amartillando la Star en el fondo del bolsillo del gabán. Tranquilo. Con los dientes apretados, un sabor metálico en la boca. Recto hacia la puerta 333, que no tiene echado el seguro. Entra y cierra la puerta con el pie, clava el cañón de la pistola en la barriga de la rubia, que retrocede hasta topar con la butaca. Atenaza su muñeca y con la otra mano, sin soltar el arma, le tapa la boca ahogando el grito. Golpea con el codo un jarrón y lo estrella en la alfombra.
– Quítate eso, guapa. Rápido.
– ¿Qué quiere, quién es usted?
– Y los pendientes. No te haré daño. De prisa.
El brazalete de un tirón, los pendientes, la medalla con la cadena. Debatiéndose aterrada ella le hace caer las gafas oscuras de un manotazo: la mirada furiosa, sobre la narizota postiza y los grotescos mostachos, se fija unos segundos en la fresca boca roja de la rubia, y levanta la mano armada.
– Quieta.
– ¿Qué va a hacer…?
– No dolerá mucho.
– No, por piedad…
– Quieta, hermosa.
– ¡No!
Recibe el golpe en el parietal izquierdo y se desploma sordamente sobre la alfombra, la bata abierta deja ver un muslo redondo y satinado. Sin quitarle ojo, manipulando el carota con rapidez: guardar las joyas en el bolsillo de la americana junto con la pistola y el sombrero estrujado, recoger las gafas, quitarse la nariz de cartón y el mostacho y esconderlo todo en el otro bolsillo, antes de salir. En la puerta se quita el gabán, lo vuelve del revés y se lo pone nuevamente, luciendo ahora el forro Príncipe de Gales. El muslo broncíneo de ella un poco alzado, moviéndose. La cara interna del muslo como una seda cariñosa, luminosa. El temblor de un tendón.
Juan Sendra apenas se acordará de nosotros, y menos del carota. Entrando en el bar Alaska sus ojos tristones de púgil miran a Navarro y a Bundó sentados en el rincón igual que si no les viera, pide una cerveza en la barra, vigilando la calle y los pocos clientes, luego pasa por su lado sin mirarles camino del lavabo. Sólo al salir del lavabo, y no sin antes echar un último vistazo a la calle desde la puerta, se decide a sentarse con ellos, gruñendo:
– Qué difícil pillarte, rediós.
– El contacto está en la Modelo -dice Bundó.
– Lo sé.
– Saldrá pronto, y seguramente Lage también. En cambio el viejo, si es que aún vive…
– ¿De quién hablas? -corta Sendra.
– De Artemi.
– No te preocupes por Artemi, no hablará. Le conozco. Vamos a lo práctico, no tengo mucho tiempo.
Expone Bundó rápidamente la situación: Lage y Viñas presos, la única base que tenían segura, un garaje en San Adrián, se perdió cuando trincaron a Artemi, pero hay otro coche además del mío, un viejo Wanderer. Armas pocas, munición menos y dinero ninguno. Empezamos con una escopeta de caza con los cañones cortados, que te diga Palau. Sendra mira fijamente sus manos. En fin, añade Bundó, aquí nos tienes, aquí nos quedamos Meneses, el carota de Palau y yo esperando que llegarais. Años esperando, años.
El plástico llegaría en el vientre de un buque, camuflado en sacos de café. ¿Quién sabe manipularlo bien? ¿Y qué hay de Ramón?
– Vive en Vallcarca con sus primas. Animado.
– No me lo imagino sin la sotana.
Aquellos faldones negros campaneando sobre sus pies. Abocados sobre el pretil del puente de Vallcarca, chavales desarrapados y tiñosos disparan con escopetas de balines sobre las ratas que arrastra la riada, ratas infladas y negras, grandes como conejos. Ramón sin sotana y sin breviario pasando presuroso junto a ellos, soltando humo de la pipa como un calamar a la defensiva su tinta, alto y taciturno, con boina y chaqueta de cuero. Mira, éste es un cura disfrazado, dice un chico a otro echándose la escopeta a la cara, si se quitara la boina verías la coronilla afeitada, mosén Ramón vestido de paisano, juraría que es él.
– ¿Y Palau? -dice Sendra.
– Demasiado suelto -dice Bundó-. Tendrás ocasión de comprobarlo. Algunos están cambiando, y no para bien. Que te cuente él mismo, que te hable de su gabán reversible, pregúntale qué hace, en qué se ha entretenido mientras os esperábamos…
– No estoy para adivinanzas, Arsenio. Ya hablaremos de eso.
No quería enterarse del cambio que empezaba a operarse en todos, o aún no alcanzaba a verlo entonces: venía con orejeras, como todos los exiliados. Y aunque más adelante había de prohibir las iniciativas personales, porque amenazaban la seguridad del grupo, nunca llegaría a comprender ese cambio, era un tipo demasiado político para comprenderlo. Luego preguntó por los demás. ¿Y Marcos? ¿Qué pasa con Marcos Javaloyes?
Tenía que notarlo, tenía que decirse me falta uno, preguntaría: ¿Qué pasa con el marinero, sigue en la ratonera? Y Bundó se lo contaría, ese mismo día u otro cualquiera: Pasa que es un caguetas, Sendra, se ha encerrado en su casa, eso es lo que pasa. Cuando supo que Artemi Nin no estaba con vosotros en Toulouse, sino preso aquí en la Modelo y con paliza diaria, a punto tal vez de cantar, va y se empareda otra vez, que me muera si miento, Sendra, él mismo levantó la pared, no sé de dónde sacaría los ladrillos y el cemento. Sale alguna noche a estirar las piernas por el barrio, dicen, a veces se ha ido hasta el puerto a pasear, está chiflado: durante meses no quiere saber nada de nosotros y de pronto una noche aparece pidiendo una metralleta. No sabe lo que quiere, creo que está enfermo, lleva el miedo en el alma, no podemos contar con él -mentira, no estoy enfermo, pero no me esperéis si hay que jugarse el pellejo, no es el miedo pero ya no valgo ni para tirar octavillas en una noche de perros, helando y sin luna, ni para eso valgo, Sendra, le diré. Palau es el único que sabe lo que me pasa, él me comprendió desde el primer día, en aquel balcón.
Abierto sobre la calle Salmerón, a pesar del frío. Las manos en los bolsillos y el gran puro en la boca, el carota mirando los soldados desfilando entre tranvías parados, bajando desde la plaza Lesseps con banderas y fusiles y la gente invadiendo la calzada para palmear sus hombros, mira, para estrechar sus manos, tirarles flores, mira cuántas camisas azules, cuántos cabrones que ya las tenían planchadas, aquel ventoso y condenado veintiséis de enero. Llorando como un niño pero fumándose un habano, así era Palau, y su chico abrazado a sus piernas y llorando de verle llorar. Tranquilo, nano, que esto no va a durar, foc nou i merda per els que quedin. Pasaban los vencedores y el viento castigaba las persianas rotas de las fachadas. Las banderas se descolgaban de las ventanas como vómitos de sangre. Y su lívida cara de caballo regada de lágrimas al volverse para mirarme desde aquel balcón colgado sobre los pendones y los vivas, los himnos y las canciones, y yo hundido en mi sillón al fondo del cuarto: el último, dijo Palau esgrimiendo el puro, no volveré a fumar puros, y tú hazme caso y vuelve a tu ratonera, pobre marinero, que éstos te buscarán con más ganas que los otros. No debían quedarme fuerzas para sonreír, pero creo que lo hice: qué va a ser tu último puro, hombre, eres demasiado carota, siempre te ha gustado vivir bien y eso, en cierto modo, te ha salvado de tanta intolerancia, tanta ignominia.
Allí, en aquel viejo piso de la calle Salmerón, junto al metro Fontana, establecerían provisionalmente la nueva base de operaciones, cuando ya su mujer y el niño se habían trasladado al barrio de La Salud y Palau dormía nadie sabía dónde. El edificio amenazaba ruina y se destinó al derribo, pero cuando la Central se decidió por fin a enviar el primer grupo, Palau aún tenía la llave del piso. Ahora, sin embargo, Sendra recelaba.
– Al salir tiraremos la llave a la cloaca y no se hable más -dijo-. Buscaremos un sitio más seguro.
Irán llegando de uno en uno, pasada ya la medianoche, sentándose alrededor de la mesa manchada por la luz del petromax, una lámpara de flecos rojos que proyecta en el empapelado de las paredes una lluvia de sangre. Se asegurarán de que no escape ni un resquicio de luz por las ventanas claveteadas. Alguno gastará la broma de siempre, como si lo viera: ¿Tenemos emparedados hoy?, y como siempre, la defensa vendrá del carota: Dejad al chico en paz, paveros, cuanto menos salga de su agujero mejor para todos.
Navarro nervioso:
– Bueno, qué, ¿te sientes con ánimo o no?
– Estoy preparado -dice Marcos pálido y ojeroso.
– ¿Seguro que estás bien?
– Que sí, coño. Basta enviarme un aviso. Manda a tu hija con la bici.
– Hum. No sabes lo que quieres, Marcos.
Sendra mirándome fijamente con ojos harapientos de boxeador sonado. Y repitió: Eso es lo que te pasa, que no sabes lo que quieres. También dijo: ¿Estás enfermo?
– Estoy bien.
– Siéntate.
– Sólo quiero ayudar…
– He dicho que te sientes. Y vosotros, mutis. Dadle tabaco.
Y abre el maletín sobre una silla, no ve sus miradas llenas de curiosidad pinchando mis nervios, no ve que se ríen por lo bajo, que se burlan de la barba y del tatuaje. Pretenden asustarme con bromas pesadas: clavándome el dedo-pistola en la espalda por sorpresa, o picando de manos junto al oído, estás siempre en babia, distraído, no tienes reflejos, qué harás con una metralleta si tus ojos ya no resisten el sol, tanto tiempo encerrado… Palau sacude sus hombros acomodando el gabán Príncipe de Gales echado sobre la espalda. Enciende un rubio y tira el paquete sobre la mesa: Callaros y fumad, paveros. Navarro transpirando aquella violencia muscular humillada y sus nudosas manos de mecánico tornero recogen, uno tras otro, los carnets de AFARE que le tienden.
– Sólo si hay que pasar la frontera -dice-. Entretanto estarán mejor bajo tierra.
– El mío no -dice Palau.
– ¿Lo ves cómo no hay manera de organizar nada? -se lamenta Navarro.
– ¿Desde cuándo sois tan organizados los faieros? -ríe Palau.
– Ahora todos somos iguales.
– Iguales nunca, comecuras.
– Baja la voz, animal -el Fusam-. Nos hemos juntado para ver qué se hace, no para discutir otra vez lo mismo.
– Era una broma, tú -Palau palmeando el bolsillo donde ha guardado el carnet-. Lo llevaré siempre conmigo, me traerá suerte.
– Estás como una cabra.
– De todos modos el carota tiene razón -dice Bundó-. ¿Ya empezamos de nuevo con la mierda de la burocracia?
Esta vez se trata de hacer las cosas bien, diría Sendra, y esa misma frase había de repetirla muchas más veces, siempre poniendo paz en el grupo, paciente pero firme, y también esa noche al partir el plástico en dos pedazos sobre la mesa: Prepáralo, Marcos. Navarro, trae los lapiceros. Y tú el plano.
– ¿Hacer bien las cosas? -dice Palau-. En buena hora. Con los alemanes en la frontera. ¿No os han controlado aún, los nazis, a todos los de la Sindical?
Sendra no contesta, se sienta a la mesa con aire de fatiga, despliega el plano de la ciudad, su dedo busca el distrito trece.
– Yo creo que incluso entrarán -dice el «Taylor» con sueño-. Lo están deseando.
– Ojalá. Si los alemanes cruzaran los Pirineos, haríamos guerrillas -Navarro siempre soñando.
Amasar el plástico en dos láminas delgadas. Del bueno. Un plástico que habría sido robado en Francia, como la dinamita para los primeros trabajos y aquel rudimentario material para fabricar toda clase de artefactos explosivos, todo robado en las mismas narices de los alemanes, en las minas y en los almacenes de las constructoras de embalses donde aún trabajaban los camaradas, en la Francia ocupada. Sendra pregunta a Palau si ha ido al consulado británico por los boletines, y el carota gruñendo: ¿Me habéis tomado por el botones del Ritz? No he podido, hoy me tocaba llevar el chico al cine. Además, para qué mierda queremos esos papeluchos, con franqueza, Sendra, tenemos que echarle más huevos al asunto, hacer más pupa, ya estoy cansado de pintar letreritos y tirar octavillas.
Sendra captará la torpeza de mis manos con el plástico, no salen bien los cataplasmas, un trabajo tan fácil: Marcos, espabila.
– Tampoco es cosa de niños -Bundó a Palau-. Espera y verás, no sea que te arrugues tú el primero.
– ¿Te parece cosa de nada, este regalo? -el jorobado señalando la bomba en mis manos -. Dámela, yo me encargo.
El Fusam corriendo encorvado y en zigzag en mitad de la calle Mallorca, los faldones abiertos del abrigo negro revoloteando como alas de cuervo sobre su joroba, esquivando las ráfagas del naranjero del policía apostado en la puerta de la Provincial de Falange. Intuyendo de algún modo la inminencia de la explosión a su espalda, el gris se tira al suelo dejando de disparar unos segundos, que el chepa aprovecha para alcanzar la esquina. Como una rata rabiosa, el Fusam, menudo elemento. Casi al mismo tiempo, la puerta del vestíbulo salta a la calle en medio de un vómito negro de cristales y madera astillada, cayendo sobre el agente tendido en la acera. Acurrucadas contra la pared, a gatas, dos mujeres no paran de chillar. De la Provincial salen los primeros falangistas, ilesos, tosiendo. Al amparo de la esquina el Fusam alcanza el automóvil Wanderer negro que se desliza lentamente junto al bordillo de la acera con la puerta abierta, y estas manos no temblaron al tirar de él por las solapas, Palau palmeándome la espalda en señal de aprobación: Un poco más de entrenamiento y estarás como antes, marinero.
Palau y sus grandes dientes amarillos como fichas de dominó alegrando su cara, en el gallinero del Gran Price, cómo le gustaban aquellas veladas de boxeo donde nuestro miedo podía mezclarse con los gritos del público, las broncas y los silbidos de los ciudadanos. Repartía farias el carota y gritaba ¡Romero, saca la zurda, al hígado, al hígado!, y riéndose clavaba el codo en el costado de Meneses:
– Ya me han dicho que fuiste al pueblo a buscar a tu Margarita, ya. Por cierto, no la lleves al Shang-hai, pueden reconocerte.
– Ahora se llama Bolero -dice el «Taylor».
– Es igual. El dueño es el mismo, y le conozco. Y volviendo al marinero, qué bien se portó el otro día. Pero -Palau mirando a Navarro con una mueca burlona en los labios -también es jugársela por bien poco, collons. Hay cosas que les hacen mucha más pupa y dejan más beneficios…
– ¿Por ejemplo? -Jaime Viñas no consigue hacerse entender en medio de una bronca de los espectadores contra el arbitro del combate -. ¿Eh? ¿Por ejemplo?
– Déjale -dice Navarro-. ¿No ves que es un fanfa?
– A ver si te parto los morros, Navarrete. ¡Arbitro, cabrón!
– Venga, di -insiste Jaime-, ¿qué puede hacerles más daño que la caja de zapatos? Anda, di.
Palau observa el cordón desatado del zapato izquierdo. Se agacha, sonríe bajo el ala del sombrero, se incorpora rápido, clava el cañón de la pistola imaginaria bajo el gabán doblado al brazo en las costillas de Jaime mientras con la otra mano le quita limpiamente la cartera, susurrándole al oído:
– Esto. Se lo digo siempre al meu nano: Mingo, si quieres acabar con los fachas, quítales la cartera.
– No hay Dios que te aguante, Palau, no tienes remedio.