20

Los últimos vestigios de aquella percepción intrépida que se negaba a claudicar, a limitar su campo de acción a lo estrictamente palpable, aún le sirvieron para advertir que el fuego, intencionado o no, llevaba su marca de fábrica: un fueguito de mierda y además subterráneo, en la cripta; es decir, en los pies del templo aún no edificado, en los macabros cimientos de la iglesia futura dedicada a la Expiación de las Almas.

– Bueno, y qué -dijo Martín -. Tienes goteras en el coco, Sarnita. Tú siempre has visto no sé qué, en las intenciones de la Fueguiña. Para mí no es más que una lela.

– De todos modos -dijo Mingo-ella no ha sido. Ha estado a punto de diñarla. ¿Cómo se iba a quemar en su propio fuego?

– ¿Y Java qué dice? -gruñó Sarnita-. ¿Lo habéis visto?

– Casi nunca está en la trapería. Pero ya ves que estamos enterados.

– ¿De qué, bocazas? -Sarnita sin alzar la vista, ceñudo, sonso-. ¿Quién os ha hecho creer este camelo?

– No es un camelo.

– Vives con retraso, Sarnita -dijo Martín-, estás en la luna.

– Ya no carburas, chaval, te la pelas demasiado.

La mirada en el suelo, vagando sobre una lava negra que aún parecía hervir, oía sus voces pero esquivaba sus ojos llenos de curiosidad, sus jetas decepcionadas y sus reproches. Por vez primera no le creían, no aceptaban su versión de los hechos, no acataban su autoridad: estás ciego, Sarnita, tienes la paja en el ojo, ¿cómo puedes negarlo si lo hemos visto? Todo empezó, le explicaron, estando Martín y Mingo en la puerta del cine Rovira: Margarita subía a un taxi con un ramo de flores para el cementerio, iba toda enlutada y ellos miraban sus bonitas piernas enfundadas en medias negras, dejándose marear por aquel negro perfume de tragedia que rondaba sus rodillas bonitas desde la muerte del «Taylor», cuando repentinamente oyeron gritos de fuego, fuego en Las Ánimas. Y fueron corriendo… ¿Oyes, Sarnita? ¿O no quieres enterarte?

Sentado en el bidet, los codos en las rodillas y el mentón en las manos, Sarnita parecía una araña negra escrutando fijamente los jirones chamuscados del saco y el tablado hundido, carbonizado junto con los bancos de madera que lo habían sostenido; mirando lo que quedaba del telón y de la concha del apuntador, docenas de palmas convertidas en ceniza, la bóveda ennegrecida por el humo. Entre bastidores, los decorados enrollados también eran ceniza, pero el telón de fondo desplegado, aquel esplendoroso cielo azul con nubecillas blancas durmiendo sobre lejanas montañas grises y nevadas, aquel horizonte imposible sobre la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera y el trigal, que a veces cruzaba mi madre con brazadas de espigas y que fulgía dorado siempre más allá de la memoria, las llamas no lo tocaron. En el vestuario todo seguía también intacto, pero con un palmo de agua y serrín en el suelo.

Amén y el Tetas venían por la platea saltando de banco en banco con las sotanas remangadas, ¿has visto, Sarnita?, aprovechando media hora libre entre un bautizo y el rosario, ¿has visto qué catástrofe? Se sentaron junto a Mingo y Martín en los baúles y formaron corro. Lo que te has perdido, chaval. Mingo partió unos cigarrillos Ideales y sacó papel de fumar, distribuyó las raciones y dijo: el Tetas y Amén también lo vieron, que digan si miento; estaba yo regando con la manguera delante de la sacristía mientras Java y la Fueguiña paseaban por el jardín cogidos de la mano, un noviazgo formal, Sarnita, qué buena pareja, decían las beatas rodeando a la directora, pero la chavala qué jeta, qué malauva en los ojos al notar que la miraban embobadas, ya sabes, las beatas se ponen como flanes cuando una huerfanita pesca novio, echan las campanas al vuelo y cantan tedeums. Por eso a Java le permitieron volver a hacer las paces con todo el mundo, por camelarse a la gallega, sin ella no se habría atrevido a volver a Las Ánimas y aún estaría expulsado como nosotros, que hemos pagado el pato, ya verás cómo ahora dicen que el fuego ha sido culpa nuestra, que dejamos una vela encendida o que si la pólvora… Estás majara, dijo Sarnita, tienes purgaciones mentales, chaval, pero Mingo ensalivando el cigarrillo sonreía burlón bajo la nariz, seguro de intrigarle: y los festejaban, también estaban el mosén y la doña platicando junto al surtidor, comiéndose con los ojos a la parejita, qué monos, qué formalitos, él se había puesto una camisa de nylon transparente y ella un clavel en el pelo pero torcido y machacado, lo manoseaba, se veía que lo estaba pasando mal, que de novio oficial nada, que su plan no era ése, verás por qué…

– Ya lo veo -dijo Sarnita, recuperando súbitamente cierta autoridad-. En el terrado de la Casa con las mariposas blancas y las sotanas colgadas, allí debió planearlo todo, quemar el teatro con el alférez Conrado dentro y luego irse lejos con su trapero, en ella siempre fue una manía…

– Que no te aclaras, Sarnita -dijo Mingo.

– No das una.

– Estás con la torta.

– Llevas tiempo sin venir por aquí -dijo Martín-y las cosas han cambiado mucho. Ya no puedes saberlo todo.

– Tú calla y que hable él -protestó Amén-. Sigue, yo te escucho, Sarnita.

– Que esto no es una aventi, chaval -advirtió Mingo-. Así que menos merdé.

Aquí no hay Dios que se aclare -dijo Amén desolado. Yo te esperaba para saber, yo te creo, Sarnita, yo sí. Cuenta.

– Sí, te esperábamos -el Tetas palmeándole la espalda, luego volviéndose a los demás-. Dejadle hablar.

Pero él siguió pensativo, los ojos bajos, soportando la risa burlona de Mingo: tienes goteras en el terrado, ya no entiendes nada de lo que pasa en la Parroquia, pero nosotros sí, les hemos visto besarse en el cine, con Juanita de carabina, y paseando solos por el parque Güell, y todo el mundo lo sabía, era un secreto a voces.

– Y qué.

Mingo sonrió triunfal: pues que a pesar de eso, la Fueguiña nanay, porque el que le hace tilín no es Java, ¿comprendes? Ayer se vio claro, que te cuente éste. Pues sí, dijo el Tetas, estaban paseando por el jardín de la Parroquia tan acaramelados, festejados por las beatas y las huérfanas, cuando ella va y pregunta ¿dónde está el señorito?, así empezó todo, dijo aquí falta el señorito Conrado, y parecía que iba a llorar de pena o no sé qué. Y una de las huérfanas que me ayudaba con la manguera dijo está en el escenario esperando la luz, y la Fueguiña furiosa de pronto: ¿quién lo llevó, tú, que no sabes manejar la silla y podías tirarlo, burra?, no vuelvas a hacerlo, burra. Pero con una leche. Una cosa extraña.

– Y qué.

– Nada, que aquí hay tomate, pensé.

– Piensas tú mucho, chaval.

Sarnita simulaba un cabreo y un desinterés. Amén tomó la palabra relevando al Tetas: habían estado ensayando un poco en el escenario, explicó, la Fueguiña sostenía un gran candelabro mientras los demás evolucionaban a su alrededor con palmas y ramos de laurel, pero se fue la luz y decidieron salir y esperar en el jardín. Al poco rato, y sin que hubiera vuelto la luz, el alférez pidió que lo llevaran de nuevo al escenario. Y se ve que se quedó allí traspuesto mientras leía la función junto al candelabro que ella había dejado en el suelo, demasiado cerca de las cortinas; que sí, que últimamente el inválido se duerme en cualquier sitio, no pongas esa cara de chunga, se ha vuelto una marmota, dicen que es la mala circulación y que se está pudriendo por dentro, fíjate que ya casi no mueve la mano derecha, fíjate cuando saluda a alguien, es el Parkinson, chaval, todo el mundo lo dice… Calumnias, dijo Sarnita enfurruñado, ganas de que la palme. Martín cortó la discusión y prosiguió: no venía la luz en el escenario y la Fueguiña y Java paseaban por el jardín, esperando, él en plan de novio formal bien peinado y con camisa nueva, y entonces… Sois unos mamones, dijo Sarnita, ¿no comprendéis que ella dejó el candelabro allí expresamente? Que no, Sarnita, estás meando fuera del tiesto, espera y verás, calla y escucha.

– Tengo hambre -se oyó decir a Amén con la voz aflautada-. ¿Vamos a la sacristía por unas hostias, Tetas?

Pero el Tetas, acuclillado sobre el baúl, déjate ahora de hostias, Amén. Escuchaba a Sarnita, todos le escuchaban: sus dedos manchados de cera, decía, ¿podéis verlo?, y aquellas mariposas blancas rondando su cuerpo desnudo en el terrado de la Casa, tomando el sol con su enamorado, Vámonos trapero mío, llévame lejos en tu carrito, le decía, lejos de las huérfanas, de Las Ánimas y del barrio, ¿no podéis entender eso, tanto os cuesta? Sí, pera ¿y él, qué pasa con Java? Pues Java con su rollo: cerraré la trapería, ingresaré a la abuela en un asilo y ya me tienes en esa joyería vendiendo anillos y pulseras, tendré un coche y seré viajante, y tú esperándome en casita con el delantal y los niños, galleguita, cocinando los canalones. El rollo, vaya, unos tortolitos.

– Pues por eso -dijo Mingo-. Por eso te cuesta tanto entenderlo.

– Sí, por eso -excitado ahora el Tetas, los ojos como

platos -. Porque, ¿cómo puede ser, si está tan chalada por él, que le entrara aquel terror de pronto, aquellos sudores al ver el resplandor tras la ventanita de la cripta, ésa de ahí, y soltara la mano de Java para echar a correr como una loca gritando Conrado, señorito Conrado? ¿Cómo se entiende el ataque de nervios, la pataleta que le dio allí mismo en la puerta que echaba humo, cayendo al suelo y revolcándose? Todo el mundo lo vio. Lanzaba unos alaridos de animal, como si fuera ella la que se quemaba, y se ahogaba de espanto y tenía los ojos blancos y grandes como pelotas de ping-pong y las manos como garras, y fíjate qué fina de oído tratándose de su señorito: fue la única que oyó el grito de auxilio, quizás incluso oyó el chirrido de la silla de ruedas cercada por el fuego, sin poder bajar del escenario. Gritaba Conrado Conrado de un modo que helaba la sangre, el mismo Java se quedó clavado sin saber qué hacer y cuando quiso sujetarla ella se lanzó a la puerta de la cripta. Amén ya venía con la manguera de agua abriéndose paso entre las beatas asustadas. Al pararse ella ante el humo que la cegó, Java pudo sujetarla. Entonces se revolvió, sus ojos glaucos cayeron sobre él como dos rachas de viento helado, le arañó la cara, no me toques, dijo, apártate, y lo mordió y lo pateó y a las señoras también, una fiera, Sarnita, que te diga éste que lo vio: no podíamos creerlo, siguió Amén, con los ojos teñidos de sangre y la boca mellada echaba insultos y escupitajos al rostro de Java y de las beatas, hasta que se lanzó dentro y el humo se la tragó. A nosotros nos mandaron a buscar ayuda, pero aún la vimos desde la puerta saltar por encima de los bancos hasta llegar al escenario protegiéndose el pelo con los brazos, él estaba caído junto a la silla de ruedas y el humo les envolvió a los dos. Sobre los decorados con crepúsculos rojos y noches de luna se alzaban las llamas del tablado. Sí, dijo Sarnita, pero era un fueguito de mierda, típico de ella, todo eso ardió por viejo y podrido. ¿De mierda?, dijo Amén, pues la sacaron medio ahogada y abrazada al inválido y costó tanto separarla de él que le despellejaron las manos, y este lado de la cara, una llaga. Está en el hospital. Él nada, porque ella lo envolvió con ropas, fíjate que detalle, lo arropó como a un hijo, qué detalle, ¿eh?

– Qué chorrada.

– Dicen que era su propio vestido, que se quitó el vestido para protegerlo a él de las llamas -dijo Martín.

– Mentira.

– Raro -dijo Amén desilusionado-que Sarnita no lo crea, ¿no? ¿Por qué, Sarnita, qué te pasa?

Y el Tetas, igualmente preocupado: haz un esfuerzo, hombre, piensa en eso: ¿por qué ponerse tan histérica, por qué ese desespero, si el fuego no la asusta, si el fuego es lo suyo? ¿Y por qué había de empelotarse por él? Ni que fuera su madre, su mujer, su… ¿Su qué, chaval, qué has dicho?, exclamó Mingo, chócala, Tetas, tú acabas de decirlo, su fulana, y si todavía no lo es lo será, no tiene otra salida. Y conste que hace tiempo que yo venía diciendo aquí hay tomate, que la Fueguiña está más buena que el pan y si no que lo digan éstos que le vieron los pechos quemados cuando la ponían en la camilla, unos pezones de punta y como uvas negras, madre mía, y no le quedó ni un palmo de combinación, sólo un trocito de braga y unos retales de la falda, explícaselo, Tetas: cómo se ha puesto la tía, sí, y pensar que cada día se la saca para que él pueda mear, y se la lava y se la vuelve a meter… Y Mingo remachando el clavo: elemental, querido Tetas, a los paralíticos también se les levanta, chócala, cuánto has aprendido en poco tiempo, niño.

– Que no -dijo Sarnita, pero era la voz de la derrota y de la impotencia. Parecía una araña encogida con aquellos pantalones largos que ellos nunca le habían visto, negros y ajustados a las piernas repentinamente largas y flacas, una araña pensativa devorando el cigarrillo, echando humo y más humo en torno para protegerse, rumiando qué pasa, ya sólo hablan de follamenta y sólo ven lo buena que está, desde que van al billar con los ganapias ya sólo ven eso, todo lo simplifican y falsean, qué joderse, ya ni mis juanolas quieren:

– Chaval, eso de que son buenas para la tos es un camelo. Déjame fumar tranquilo.

Y hablaban de él como si ya no estuviera allí: Sarnita está en orsai. Como su madre ahora friega el Clínico, y las monjas le dan comida y ropas, lo tienen atontado. Quieren que el año que viene se quede allí dé aprendiz de enfermero. No, si éste acabará lavando traseros y mingas como la Fueguiña, seguro. Y lo que había que oír acerca de ella: que ésa ya no es virgen, Sarnita, te lo digo yo, ¿te has fijado en la venda que lleva en el tobillo?, es por la mala semana, ya es una mujer y está pirrada por él, la mosquita muerta, siempre lo estuvo, loca por su uniforme con la estrella dorada y por sus botas de montar y por su bigote negro, rendida a sus pies, dispuesta a todo, a llevarle en brazos de la silla de ruedas a la cama y a lavarle el culo y hasta a pasarle la lengua si él se lo pide… Lo hemos visto, lo hemos visto.

Sarnita sonreía burlonamente por debajo de la nariz. Tiró el cigarrillo y se incorporó:

– Mamones. Sólo creéis en lo que veis.

– Pues de aventi, nada -dijo Mingo-. Lo que es verdad es verdad, aunque a ti no te guste. Y estás cabreado, se te nota, te jode la sorpresa que te hemos dado. Mira, la prueba -se inclinó y sacó del agua un candelabro roto y negro, casi irreconocible-. ¿Sabes qué es eso?

– Pollas en vinagre.

– Te revienta no haberlo visto tú -dijo Martín.

– Yo he visto cosas que vosotros nunca veréis aunque viváis cien años. Tontarras. Envidia, eso tenéis, envidia de Java porque se entendía con ella. -Se abrió paso a patadas-. Dejadme pasar, esclavos. Abur.

Había notado que le fallaba un poco la voz. Remangándose la sotana, Amén miraba con tristeza su espalda alejándose, el escenario hundido, el agua y las cenizas.

– ¿Y ahora qué hacemos, Sarnita? -se lamentó pensativo-. ¿Sabes que esto lo cierran, que no habrá más funciones? Menos mal que aún nos queda el refugio…

– Pronto lo van a tapiar -dijo Sarnita desde la puerta-. Burros. Capullos. No nos queda nada. Nada.

Al volver la cabeza antes de salir definitivamente del teatro, aún les vio deambulando cabizbajos entre los restos carbonizados de tablas y candilejas, de bosques pintados y encendidos crepúsculos. Removían escombros y cenizas buscando su lata de pólvora. Nunca volverían a encontrarla.

Si has pasado tu infancia en el campo, toda la vida llevarás un almendro en flor en el corazón: eso quería expresar Ñito, sin conseguirlo, al defenderse de Sor Paulina, que una vez más le había llamado viejo tramposo y liante. La gente mayor, había dicho la monja, veíamos las cosas tal como eran y nos preguntábamos ¿por qué? Vosotros rumiabais cosas que nunca fueron y os decíais ¿por qué no? Ésta era la diferencia. Te gustaba aquel demonio de chiquilla, ¿verdad? Hum, hizo el celador, y sus ojos, que habían estado sonriendo burlones, se posaron en el vacío:

– ¡Ay Fueguiña! -dijo de pronto en un tono achacoso, falso y estudiado -. ¡Ay Fueguiña de mi alma!

– ¿Y por qué? -replicó Sor Paulina sin hacerle caso-. ¿Por qué tanta maldad, qué sentido tenía hacer eso?

– Se le cayó el capazo de las manos. Hermana, no fue intencionadamente -salió en su defensa la fregona-. ¿Verdad, Ñito? Anda, súbete ahí, que hoy la llevas buena.

– Le conozco muy bien, a éste -la monja se volvió escrutando los ojos del celador, ya encaramado en el taburete-. A ver, mírame.

– Fue sin querer, nosotras lo vimos -era la tonadilla de la mujer, indiferente, echando salfumán al suelo y frotando con la escoba-. Al cerrar la puerta de la perrera. Cuidado con los pies, Hermana, siéntese aquí que en seguida terminamos.

– Sí que fue un descuido -insistió la otra-, no le riña que el pobre no tiene la culpa. ¿Cómo sujetar a esos animales? En un santiamén se lo tragaron todo.

– Dios mío, Dios mío -dijo Sor Paulina. Tambaleándose un poco, el celador sonrió avergonzado:

– Se me fue el santo al cielo.

Sor Paulina gruñó algo, colgó los pies en el travesaño de la silla y parecía un elefantito blanco haciendo equilibrios, asediada por las veloces escobas. El suelo pringoso hervía de burbujitas.

– Mentira sobre mentira, un rosario de mentiras, Ñito, eso eres tú. ¿Qué dirá el doctor Malet, qué vas a hacer ahora?

El resol amarillo de la mañana inundaba el sótano. El celador se sonaba con un pañuelo. Las mujeres avanzaban hacia él con sus faldones podridos de agua y su trapería en las rodillas hinchadas. Quita de ahí, cantamañanas, en voz baja y cómplice. Sor Paulina no daba por concluida la regañina, esperaba que ellas terminaran de fregar y se fueran, y de momento cambió de tema:

– ¿Y adónde vas tan elegante?

– A llevar las maletas.

El celador esquivó sus ojos. Lanzó una rápida mirada al botellón de licor rosado que traslucía como un gran caramelo al sol. Después miró el reloj de pared y los puños raídos de su camisa recién lavada. Encogió los brazos, se palpó el torcido nudo de la corbata y sacó el pañuelo limpio. El salfumán le cosquilleaba la nariz. No eran las diez y hacía mucho calor.

– Ayer -dijo Sor Paulina-me fijé en todas las que vinieron al entierro y tampoco la vi.

– Con los años se habrá curado, quién sabe, los tejidos se renuevan.

– Qué va. Si hubieras visto su cara, cuando salió del hospital.

Esta noche he vuelto a soñar en la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera, pensó, a la derecha conforme se mira desde el tren viajando hacia L'Arboç del Penedés. Pero dijo:

– No la vi. Aquel verano mi madre me envió al pueblo y trabajé como un negro por vez primera. Trabajé con mi tío en las obras de derribo de la estación. Las bombas sólo habían dejado el esqueleto metálico. Había unos vagones ametrallados en vías muertas donde crecía la hierba… Gané casi quince duros en dos meses.

– ¿Y no añoraste a tus amigos, aquellas fieras?

– Qué sé yo. Lo que tengo muy presente es el regreso a Barcelona, en pleno agosto, porque una señorita se desmayó de calor en el tren; se echó sobre mí con los ojos en blanco, sosteniendo una jaula con un periquito. De esto sí que me acuerdo y de mi vuelta aquí, con mi madre, a estos sótanos de mierda para no salir nunca más.

– De todos modos ya no tenías adonde ir -suspiró Sor

Paulina -. Ya os habían echado a todos de Las Ánimas.

– Menos al Tetas y Amén.

Porque son monaguillos y los necesitan, dijo Sarnita cruzando el jardín parroquial por última vez, hacia la calle, detrás de Mingo y Martín, remolones, cuando todavía el sacristán y las indignadas señoras les increpaban desde la puerta de la sacristía, fuera, desvergonzados, fuera de aquí. Parecía haber sonado la hora de la verdad verdadera para todos: habían descubierto el refugio y la pólvora, las torturas y los ensayos secretos con las niñas, las cochinadas que le habéis hecho a Susana, todo, sois la piel de Barrabás, marranos, fuera, volved a vuestras chabolas, no hay nada que hacer con vosotros, es perder el tiempo.

Porque son del gorigori, decía Martín. Pero ¿quién se habrá chivado? La doña, seguro.

– Ella no ha sido -dijo Mingo -. Ella dice que alguien nos guipó, y yo lo creo.

– Sí -dijo Sarnita-. Hace mucho tiempo, alguien descubrió el refugio y nos espió desde el vestuario. Seguramente una catequista, la almeja le cantaba a incienso, la tuve sentada en mis narices.

Lo habían echado atado de pies y manos bajo el tronco para que no interrumpiera más el ensayo, ¿se acordaban?: la Fueguiña y Virginia hacían el papel de hermanos pichados por los moros. Sarnita había querido impedir el tormento alegando que era peligroso, esta noche no, dijo, se ha corrido la voz y todo el mundo sabe lo de Susana, dejémoslo correr por algún tiempo. Se puso tan pesado que tuvieron que amarrarlo con una cuerda y dejarlo en el vestuario debajo de un corcho que imitaba el tronco de un árbol, y así pudieron ensayar en paz. Insistió Sarnita en los detalles: primero oyó sus pasos y en seguida vio sus pies descalzos a través de la ranura entre el tronco y el suelo, luego sus zapatos blancos de tacón alto que dejó a un lado y los bordes de la falda acampanada, olía como si viniera de un baile, y se sentó sobre el tronco a espiar el escenario a través del agujero en la pared. Él, echado boca arriba, a oscuras y sin poderse mover, sabía que ella espiaba, jadeando, lo que vosotros hacíais con las chicas, los moros dando correazos a Virginia, eso debió excitarla, eso y lo que se dejaba hacer la Fueguiña en el corral, y aunque llevaba braguitas era como si no llevara de fina que era la tela y tan pegada al conejo, que fue deslizando sobre el tronco hasta colocarlo sobre el agujero que yo tenía para respirar. No había más que sacarla: primero fue como probar el sabor de un pastel, la puntita que vuelve a la boca con unos granitos de azúcar o una pizca de crema, luego los primeros y prudentes lengüetazos, humedeciendo la gasa hasta empaparla, hasta confundirla con la piel, así se hace, chicos, entonces notas que se abre más y más y luego oyes las uñas arañando el tronco, ella no sabía lo que le pasaba, los suspiros y los gemidos, no sabía qué podía ser aquello pero se dejó, se abandonó, se derritió cuando el moro gritaba suaisuai y la Fueguiña se desmayaba brazos en cruz.

– Dios mío…

– Estás loco de remate, Sarnita -dijo Mingo.

– Por la memoria de mi padre borracho que es verdad.

– Jesús, Jesús.

– Anda ya, déjate de aventis que ya eres mayorcito para eso.

– No sé quién era -insistió él -, no le vi la cara, pero aquellos ojos que lo guiparon todo nos denunciaron al mosén y a las beatas, seguro.

– Estás chaveta, Sarnita, estás mochales. Basta. Basta.

– Jesús, Dios mío -la monja se encogió ante él como si le doliera el vientre y contrajo la cara blanca como el papel -. Jesús mío, Jesús.

– Hermana -bajó precipitadamente del taburete, se le dobló la rodilla y casi cayó-. Hermana, es una broma. Lo inventé, todo es mentira…

Ella blandió un instante el lívido puño entre los pliegues del hábito, con el otro se apretaba el vientre, se apretaba las entrañas. Dios nos ha castigado, dijo pálida como un muerto, humillada y casi sin voz, fuera de aquí, desgraciado, fuera.

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