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Qué diablos andaba buscando Java tras las huerfanitas de la Casa, le preguntaban todos a Sarnita, qué investigaba acerca de esa fulana, quién era ella, quién le pidió encontrarla y para qué: parecía jugar a detectives, tanto preguntar a mendigos recogepapeles, mutilados de guerra sin trabajo y pajilleras de cine de barrio.

En alguna parte de su mente olvidadiza Sor Paulina murmuró los nombres de Jesús, María y José mientras el celador seguía desgranando sílabas siempre en el mismo tono: no había inflexión en las preguntas, no había ironía ni pena ni emoción alguna.

Y cuándo y cómo empezó la persecución de la puta roja, quién lo sabe, quién tuvo la culpa, quién se chivó: después del incendio del tablado en el Torrente de las Flores, Java no volvió a ver a la Fueguiña hasta un día que ella salía de la Casa camino de Las Ánimas, donde tenía ensayo de la función.

No, dijo la monja, que fue en la iglesia antigua, en la capillita quemada: tiritando con aquel frío que caía del techo ella me ayudaba a cambiar las flores y los cirios del altar mayor y de pronto no la vi a mi lado, estaba en uno de los altares laterales mirando fijamente una imagen de la Virgen, rezando tal vez. Una imagen de la Purísima mutilada y maltrecha por la lluvia, sí, aún no habían reparado el techo. Pero no rezaba. Llevaba siempre consigo el cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y aprovechaba cualquier momento para repasar su papel en la función, como hacían todas; sin embargo, aunque ahora abría el cuaderno, tampoco era eso lo que ocupaba su memoria. Él se le acercó en silencio por la espalda, adivinando, dijo, ahora me acuerdo, lo que ardía otra vez en sus ojos: los muros chamuscados, negros, el altar devastado, aquella viga carbonizada sosteniendo el cielo gris, la gran huella del humo por todas partes. Parecía hipnotizada, dijo él que pensó, allí de pie bajo la sombra tumultuosa de un incendio que jamás pudo ver, y le susurró al oído: Todavía buscan al loco que quemó el tablado. Ella ni siquiera se volvió a mirarlo y él añadió: Quiero decir la loca, todavía no saben que fuiste tú, pero yo te denunciaré.

Entonces ella se volvió, el cuaderno prendido en el cinturón, un cirio en cada mano y en medio de sus ojos de agua de pantano, ni asustados ni nada, muertos. ¿Me has entendido, Fueguiña?, dijo él, y ella entornó los ojos por el frío punzante que caía desde el boquete del techo. Pero seré mudo si me ayudas, añadió él, te juro que no diré nada; sé que esta semana tenéis ensayo de la función y yo necesito un papel en esa función. Te explicaré lo que debes hacer. (Yo la llamé, Ñito, quise evitar aquello fuese lo que fuese, y la mandé cambiar el agua de los floreros, pensé que aprovecharía para escapar pero no tenía mucho pesquis, esta chica, y lo esperó afuera y allí debieron planearlo juntos. Aunque rezara era un mal bicho.) Era un mal bicho la Fueguiña aunque rezara, sí. ¿Quién hace de Demonio, cómo se llama?, le preguntó Java, sosteniendo los floreros que ella iba llenando en la pila de la sacristía. Miguel, Miguel no sé qué más. Le conozco, dijo él.

Y se fue a por el chico, lo esperó cuando salía del Palacio de la Cultura en la Travesera, no eran las seis y ya parecía de noche, buena hora para una emboscada y repartir hostias, para deshacerse de un enemigo.

– Todo el mundo busca a alguien -decía Sarnita-, fijaos bien, todo el mundo espera o busca a alguien. Cartas o noticias de algún pariente desaparecido, o escondido, o muerto. Siempre veréis a alguien que llorando busca a alguien que sabe algo malo de alguien.

Y cuánto le pagaban por ello, por husmear en tabernas y casas de putas, por preguntar a las vendedoras de barretas y tabaco, a sus amigos los gitanos, los afiladores y los paragüeros, por si la conocían o la habían visto, por fisgar en las pensiones baratas donde compraba papel y trapos viejos.

– No hay ningún secreto, chavales -les repetía Sarnita-. Ningún misterio. Aquí ahora todo son denuncias y chivatazos, redadas y registros. Qué tiene de raro. El padre de fulano ha resultado ser un rojo de armas tomar, te dicen de pronto, y mengano, ¿no lo sabías?, oye, pues todo lo que tiene en casa es robado, el cabrón dice que es confiscado, pero es robado. O bien: ¿sabes la noticia?, la hermana mayor de tal se ha metido a puta, fíjate, una chica tan fina, o el tío de cual lleva dos años escondido en una barrica de vino, hace crucigramas día y noche y le dan comida por un agujero… Mirad los diarios, leed esos anuncios pidiendo noticias de hijos y maridos desaparecidos. Aquí mismo, en la trapería, hay gato encerrado, chicos, estoy seguro. ¿No oís a veces el crujido de una mecedora y el raspar de una lima? ¿Os habéis fijado en las sortijas de hueso que vende Java? No están hechas por los presos de la Modelo, eso dice Java, pero no es verdad. ¿Y qué me decís de las pajaritas de papel de periódico y de revistas que de pronto aparecen a miles, como llovidas del cielo? ¿Vais a hacerme creer que las trae Java en su saco, que todo el barrio se ha puesto de repente a hacer pajaritas? Nunca he visto a la abuela Javaloyes hacer una pajarita de papel. ¿Y sabéis lo que dicen, nunca habéis leído ninguna? Pues coge una del montón, Tetas, esta misma, desdobla el papel y lee: Miguel Bundó Tomás, reemplazo 41, Ejército Rojo, 42 División, 227 Brigada, 907 Batallón, 2.a Compañía (chófer). Gratificaré a quien pueda proporcionar noticias ciertas sobre su paradero. Coge otra, cualquiera, tú, Amén, una de las grandes, ésta: Pavoroso incendio en Santander. Por facilitar medios para huir al extranjero han sido detenidos Jaime Viñas Pallares y Luis Lage Correa. Y esta otra, mira: Recuperación de muebles y alhajas expoliados por el marxismo. Y ésta: Robo a mano armada en el hotel Ritz. ¿Y ese orinal lleno de caca y orines que la abuela vacía en el water a escondidas, creyendo que no la vemos?

En el otoño, Sarnita y su madre se fueron por unos días al pueblo, repentinamente vestidos de luto los dos: el padre había aparecido una mañana colgado en la portería del campo de fútbol del Europa. Durante dos horas un perro callejero estuvo ladrando a las viejas alpargatas que apestaban a vómito, hasta que abrieron el portalón de madera de la calle Cerdeña. Lo descolgaron: un pellejo hinchado de vino y envuelto en nubes de moscas, una lengua negra que había causado más muertos que la misma guerra, eso decían en el barrio. Dijo Sarnita que cuando le aflojaron la cuerda del cuello, eructó, como si estuviera vivo. Y que volvió a ver, revoloteando sobre sus párpados cerrados, aquellas cosas que había visto años atrás cuando su padre lo llevaba al refugio cogido de la mano, y que nunca podría olvidar: mujeres y soldados envueltos en mantas y calentándose en torno a una fogata, muchachas con zapatos de altos tacones arrastrando manojos de fusiles… Sufría alucinaciones, el tal Sarnita, Hermana, estaba atontado de las bombas. En su casa del Cottolengo habían pasado cuatro días sin saber nada del padre. El hombre parecía muy viejo pero no lo era tanto, iba mucho de burilla al barrio chino y no tenía trabajo, se decía que era un confidente de la bofia; últimamente se dormía en las tabernas junto a la radio, de madrugada no se atrevía a entrar en casa y se echaba en el rellano de la escalera, y sus hijos solían tropezar con él al bajar a la calle. Una noche que nos sentamos en el portal oímos de pronto un estrépito de muerte y el borracho se nos vino encima rodando por la escalera como un fardo. Esta vez y otras muchas le limpiamos la sangre de la cara, le abrochamos la bragueta y la camisa, lo agarramos por los sobacos y las piernas y lo subimos sin hacer ruido, dejándole tendido en la entrada de aquel pisito de paredes rajadas y con manchas. Al entierro fueron desastrados fantasmas de sus noches, soplones y derrotados tabernarios, una extraña fauna silenciosa y sin afeitar, caras color ceniza y ojos que apenas soportaban el sol. Algunas pajilleras del cine Iberia, vecinas cargadas de críos y de sueño, se acercaron por la casa a dar el pésame: era bueno, nadie es un inútil, en estos tiempos. Fue cuando Java, al verlas allí sin pintarrajear, con niños en brazos, tan atentas y como de la familia, les preguntó una por una y por separado, en voz baja, si conocían a una tal Ramona, meuca barata como ellas. Ninguna supo decirle. Y entonces preguntó a Sarnita: ¿sabes si tu padre que en gloria esté conocía a una tal Ramona, le oíste hablar de ella alguna vez? No, no hablaba nunca de su cochino trabajo ni de su amistad con las furcias, ¿Ramona dices, de modo que así es como se llama?, pues no, ¿por qué, quién es?

Sarnita no lloró la muerte de su padre, nadie lloró en aquella casa y después del entierro él y su madre estuvieron un par de semanas en el pueblo de la giralda, y cuando Sarnita volvió encontró muchas cosas cambiadas. En la trapería le dijeron:

– Agárrate: ahora Java se pasa al día en Las Ánimas.

– No puede ser -con la mano tiñosa rascándose la cabeza pelona, todo vestido con ropas mal teñidas de negro, parecía salir de no sé qué enfermedad o peligro venéreo. Introdujo lentamente la mano en el cálido montón de pajaritas de papel y añadió -: No me lo creo.

– Te lo juro por mi madre -insistió Mingo-. Y va a misa.

– ¿Java a misa?

– Gorigori habemus, Sarnita.

– Tú reparte la pegadolsa y calla, Tetas -dijo Mingo-. En serio, va casi cada día.

– ¿Y vosotros?

– También, pero menos -dijo Luis.

– ¿Y qué puñeta hace allí Java?

– Juega al ping-pong, canta en el coro, chafardea con las niñas, pregunta, mira y calla -dijo Martín-. Quiere ser artista de teatro, dice.

– Le chifla, va a espiar los ensayos sin que le vean -dijo Amén -. Se sienta en el último banco, en lo oscuro, más callado que un muerto. Algo está tramando.

– Haría cualquier cosa por conseguir un papel en la función.

– Ya lo ha hecho -dijo Martín-. Tenía su plan. Seguro.

– ¡Pues claro! -Sarnita se dio una fuerte cachetada en la

frente -. Ahora lo entiendo.

– ¿El qué, Sarnita? -dijo Amén-. ¡Cuenta!

Eran las seis de la tarde y corría por las calles heladas con los puños prietos en los sobacos, pero no era el hambre ni el frío que lo apuraban. Le cortó el paso cuando el otro salía del Palacio de la Cultura con su cartera y su álbum de campeones de boxeo, y le dijo: ¿tú eres Miguel, el que hace de Demonio en la función de la Parroquia? Sí, qué pasa. Ven, y sacó la navaja pero no la abrió, lo acorraló en lo más oscuro de la calle Larrad y le dio un rodillazo en los huevos. Cuando lo tuvo en el suelo le pateó los riñones y las costillas dejándole casi sin respiración, que no pudiera gritar. ¿Eres tú el que anda por ahí diciendo que la madre de Luis hace pajas en el Roxy?, pues toma. Sentado sobre su pecho, le golpeó cuidadosamente los ojos con los nudillos, toma y toma: cegato no podría hacer de Luzbel. Sin malicia, Hermana: sólo quería dejarlo inútil por un tiempo, no tenía nada personal contra el chico y por eso inventó vengar a la madre de un amigo. ¿No sabes que la madre es sagrada, chaval? Toma y toma.

Reflexionó, se quedó mirando atentamente aquellos ojos hinchados, las cejas partidas, la cara tumefacta, temiendo la posibilidad de que se recuperase en unos días. Así que decidió asegurarse: le tenía de bruces en la hierba, lloriqueando junto al álbum abierto y los cromos repes sin pegar, esparcidos en torno suyo, y primero se los recogió uno por uno y los guardó en el álbum, y el álbum en la cartera, que dejó al alcance de su mano; ya le he dicho que no tenía nada personal contra el pobre chico. Luego le estiró el brazo en tierra, puso el pie sobre el codo y pisó fuerte al tiempo que lo doblaba hacia arriba, un tirón, se oyó el crac: esta vez sí gritó, pero dice que tardó un poco, Java ya había soltado el brazo y al soltarlo cayó doblándose al revés, como si fuera de trapo. Escapó corriendo calle abajo, por la acera de las farolas ciegas, hacía mucho frío, una noche de perros.

– Es por la calientabraguetas de la Fueguiña -dijo Martín-. Todo lo hace por ella.

– No es por eso -dijo gravemente Sarnita, pensativo. Miraba a la abuela Javaloyes envuelta en su gran bufanda, al fondo de la trapería. Expurgaba el trapo de una pila de papeles, sentada debajo del calendario petrificado en mayo del treinta y siete, el mes que amarilleaba un poco más cada año. Las sarmentosas manos ocupadas, sostenía con los dientes dos ejemplares de la revista Crónica. Sarnita le preguntó por señas si quería que la ayudaran un rato, y ella respondió golpeándose el antebrazo con la mano: largaros de una vez, quería decir. Sarnita se volvió a los otros:

– No es por eso, no. Busca estar cerca de las huérfanas, donde sea, incluso en Las Ánimas. Por eso hace Java lo que hace. Vámonos, la abuela está cabreada.

Antes de levantarse miró el portal en lo alto de los escalones: la calle y la noche, el frío invencible. Luego miró al Tetas y Amén enterrados hasta el cuello en la montaña de pajaritas, y dijo qué tristeza el pueblo, chavales, qué aburrimiento con tantos muertos y funerales y viudas, ya tenía ganas de volver, ¿dónde estará Java, vendrá hoy o qué?

– Ya no vendrá. Vámonos -dijo Martín. Por señas le dijeron adiós a la abuela, que ni les vio-. Tú aún no conoces el sitio, te gustará.

– Yo lo que no entiendo es cómo Java se ha apuntado al

ping-pong, que siempre dijo que era un juego de maricas -dijo Luis -. ¿No te parece, Sarnita?

Sarnita no respondió. Caminaban de prisa, apiñados y tumultuosos. En la calle de las Camelias, la noche o la nostalgia de otras noches menos inhóspitas derramaba un olor a jazmín desde las verjas hasta la acera.

– Hacerse amigo del señorito Conrado -dijo Amén -. Eso quiere Java. Y de las catequistas y las beatas, para sacarles botes de leche condensada y ropa usada…

– Tú qué sabes, tótila -dijo Sarnita-. Ya veo que todos estáis en babia.

– Pues habla, Sarnita, qué esperas.

– Ya llegamos -dijo Mingo-. Silencio.

Era en la misma calle Escorial. Un rótulo acribillado de balines y salpicado de puñados de barro, medio desclavado en la tapia del parvulario de las monjas, junto a la araña negra estampillada, decía borrosamente: Capilla Expiatoria de Las Ánimas del Purgatorio, y al lado las enormes columnas como troncos cortados de pie, alineadas y tocándose, formando una barrera que había que escalar. Dos metros más allá estaba el refugio, cuya entrada en forma de herradura se recostaba hacia atrás sobre la tierra roja, entre el amontonamiento de ladrillos y cascotes de la obra interrumpida: boqueaba bajo el cielo estrellado como un enorme pez agonizando y hundiéndose en arenas movedizas. Dentro, la pequeña puerta de tablas, y una de las tablas era de quita y pon: por allí pasábamos, Hermana.

– ¿Municiones…? -preguntó Sarnita.

– Nada. Una carretilla rota y picos y palas -dijo Amén-. Pero nadie más que nosotros lo conoce.

Una vez todos dentro, clavetear la tabla en su sitio, con verdadera furia: el frío acechaba a través de las tablas podridas. La oscuridad era cálida. Os voy a contar lo que hay, dijo Sarnita, ¿os acordáis de aquel domingo por la mañana este verano, antes de la Fiesta Mayor, que vino un taxi? Sí, se acordaban: nunca se había visto un taxi en aquella callejuela de mala muerte, y menos parado frente a la trapería; le salía tanto humo del gasógeno que todos pensaron que tenía una avería.

– Pues venía de Las Ánimas -dijo Amén-. Cada domingo la señora Galán lleva a su hijo a misa, en taxi. Pero sólo los domingos: los martes y los viernes oyen misa en su capilla particular del piso de la calle Mallorca, ¿verdad, Tetas?

El Tetas y él ayudaban a decir la misa, Amén iba los martes y el Tetas los viernes. Siempre volvían desayunados bestialmente, con tostadas y mantequilla y tazones de leche, y con galletas y chocolate en los bolsillos, y contaban del inmenso piso de la doña y no paraban: que si olía a pastelitos de ricos hechos en casa y que si en las vidrieras de colores había bergantines piratas y faros y olas enfurecidas, y en las paredes pistolas antiguas y espadas y puñales con sangre seca y negra de siglos; y Amén juraba que el alférez Conrado tenía en su mesa del despacho cinco balas de plata engastadas en un pisapapeles en forma de cinco rosas, y una foto dedicada donde se veía a Juan Centella calvo calvorota conduciendo una potente motocicleta con su jersey blanco de gola, su pantalón bombacho y sus botas altas.

– Cállate ya -dijo Mingo-, no jorobes más y deja hablar a Sarnita.

– Eso -dijo Martín -. Sigue, Sarnita. ¿Y luego?

La señora Galán bajó del taxi y en la ventanilla asomó una mano de cera bailando dentro de la bocamanga caqui, entregándole un paquetito envuelto en papel de seda y atado con un cordel de purpurina. La señora lucía sobre los hombros una negra mantilla bordada y en la cabeza un sombrerito azul con violetas y el velo recogido. Acarició los cabellos de Amén y murmuró un saludo al Tetas parpadeando como una tortuga. Los demás se acercaron pero sólo tenían ojos para el paquete que se balanceaba con el lazo prendido en su dedo.

– ¿Vive aquí una trapera que es muda? -preguntó.

– La abuela Javaloyes, sí señora -dijo Martín-. Pero no está.

– ¿Está su nieto?

– Java sí, señora. Entre usted, entre.

Tenía una limpia carita de porcelana y olía estupendamente, recordamos todos, y el gordo Tetas lo confirmó, tropezando, avanzando a tientas por el refugio: conozco a la doña de mucho antes que vosotros. Su hijo permaneció sentado en el fondo del taxi, y a través del cristal sus ojos de mirar altanero y fúnebre escrutaban la puerta de la trapería. Ella entró, les recordó Sarnita, pero yo me había anticipado para avisar a Java que tenía visita, la beneficencia de la parroquia, le dije, estás de chamba, y me escondí detrás de los sacos para ver qué le traían: a lo mejor carne de lata, pensé.

Y nosotros en la calle esperando junto al taxi, y el paralítico venga a sonreímos detrás del cristal con el mentón y las manos apoyadas en el puño del bastón, la toallita al cuello como una bufanda, ¿por qué llevará siempre toallas en vez de bufandas? Pues porque le gusta, manías, antojos de enfermo. Hasta que bajó el cristal de la ventanilla y dijo venid, acercaros, y nos preguntó los nombres uno por uno y nos invitó a rubio. Traía el paralítico cara de mucho sueño y mucho aburrimiento, pero estaba de lo más animado a pesar de su desgracia. Luis, que siempre dijo que tenía las piernas de madera, no hacía más que asomarse al interior del taxi y mirárselas, incluso llegó a preguntarle si era verdad que los calcetines y los zapatos eran pintados, el animal.

– ¿Y qué quería la doña, Sarnita? -dijo Luis palpando la húmeda pared del refugio -. Java no quiso contarnos.

– ¿Iba a hacer beneficencia?

– A eso y a vengarse.

– ¡Ondia!

– Cuidado ahora.

Era un estrecho túnel en descenso: cuatro metros adentro, paredes y techo de ladrillo, luego todo era tierra. Cuidado con desviarse, pisones, dijo Mingo, y a la luz de la linterna pudo ver el agua enfangada del suelo, allí donde terminaba el desnivel y torcía a la derecha. A la izquierda había una cueva de tres metros de hondo: un pasillo lateral cuya obra no prosperó. Pasaron en fila india sobre el tablón echado en el fango, Mingo y la linterna adelante, Amén cerrando detrás, incordiando, entonando vamos a contar mentiras tra-la-rá, riéndose como un conejo, ¿sabes quién lo descubrió, este refugio?, y la voz de Martín: Java; pero parece que la Fueguiña ya lo sabía, la moscamuerta. Pero cuenta, Sarnita, sigue. Sentémonos primero a fumar un pito. Vale, sólo un momento, para que veas lo bien que se está aquí.

Ella estuvo todo el rato sentada en la pila de revistas, esas que la abuela quiere quemar, y en una postura tan natural y hasta elegante con su traje sastre morado, se veía que está acostumbrada a visitar a los pobres. Y Java sentado en el suelo a su lado, mirando fijamente las finas manos ensortijadas que deshacían el lacito de purpurina y apartaban el papel de seda: aparecieron en el regazo de la doña tres «brazos de gitano» en una bandeja de cartón.

– Lo repartirás con tus amigos, pero guarda uno para tu abuela -dijo la doña, y sus ojos azules de muñeca parpadeaban sonrientes-. Anda, come un poco mientras charlamos.

Le contó a Java que en Las Ánimas ahora recogen comida, ropa y medicinas, ya tenemos un pequeño dispensario y todo, se está haciendo una lista de las familias más necesitadas del barrio, y tú y tu abuela…

– ¿No tenías también un hermano?

– Ya no lo tengo, señora.

– ¿Y cómo es eso?

– Se fue. Un día se enroló en un barco y se fue. Siempre quiso ser marinero. -Y masticando sin parar, receloso-: ¿Sólo ha venido a preguntarme cuántos somos en casa, doña, sólo eso?

– También he venido a pedirte un favor.

– Mande.

Entonces ella bajó un poco la voz, pero nunca dejó de sonreír, de parpadear. Primero le preguntó si sabía que el Centro también se ocupaba de ayudar a los feligreses necesitados no sólo con comida y ropa… Se interrumpió y fue al grano:

– Hace tiempo que la Congregación busca a una persona que tú conoces, te han visto con ella. Es alguien que queremos ayudar y no sabemos dónde vive.

– Ah -dijo él, y pellizcó otro pedazo de dulce en la falda de la doña, mirando sus ojitos pillos y burlones, sus dientecitos forrados de oro-. Yo conozco a mucha gente, los traperos nos metemos en todas las casas, hablamos con todo el mundo.

– Por eso he pensado en ti.

Le iba a pedir que denunciara a alguien, dijo Luis, a que sí. Protestaron Amén y el Tetas: cómo puedes pensar eso de la doña, es buena como el pan. ¿Y qué más, Sarnita?, no te pares ahora, te has dejado en el buche lo mejor: ¿quién era?

– Una meuca, tótilas. Una furcia.

– Una chica -dijo la doña-, una pobre chica descarriada, que ha sufrido mucho. Se llama Aurora Nin.

Java meneó la cabeza.

– No conozco a ninguna con ese nombre, doña.

– Seguro que ahora se hace llamar de otro modo, incluso se habrá teñido el pelo. Tendrá mucho miedo, la pobre.

– ¿Por qué?

Dudó unos segundos la doña, ladeó la cabeza con aire triste, suspiró.

– Por algo malo que hizo una vez, hijo. Pero eso no importa ahora. Está sola y sin recursos, desesperada, necesita nuestra ayuda y sabemos que se esconde. Antes, cuando era una chica formal y devota, venía a la parroquia, pero ahora debe darle vergüenza encontrarse con conocidos…

Se explicaba la doña moviendo mucho las manos y los ojos, contenta de verle comer a dos carrillos: una nueva iniciativa del Centro Parroquial, salvar a estas infelices si es que aún estamos a tiempo, ingresarlas en el Patronato de Redención de Penas, en Gerona, pero además con esa Aurora Nin ella tenía un interés especial en ayudarla porque de jovencita la tuvo de criada, y que siempre fue muy buena y se hizo querer. Y que él tenía que conocerla porque casualmente alguien les había visto juntos en la calle Mallorca una tarde que hubo una concentración falangista y todos cantaban el himno saludando brazo en alto.

Java inmovilizó sus mandíbulas, recordaba, su boca llena de crema con gustito a canela, y alzó la cabeza y achicó los ojos, rumiando igual que cuando cuenta una aventi de espías y de pronto le falla la inventiva y quiere ganar tiempo, el puta, ya casi no quedaba nada del «brazo de gitano».

– ¿Cómo? ¿Quién nos vio?

No es seguro que el alférez Conrado, que aguardaba en el taxi, fuera el instigador de aquello. Ni se nos ocurrió pensar que pudiera saber algo, o que alguien hubiese hablado con él, alguien que esa tarde les vio desde las filas azules en posición de firmes. Una pobre pareja hambrienta, apestando a orines y con el brazo en alto, forzados a saludar el himno nacional en plena calle, es algo que hoy puede sugerirle a usted una idea de la intolerancia y la humillación del ayer, Hermana, pero entonces no le habría parecido tan fuera de lugar al que mirara: un par de asustados y apestosos ciudadanos en medio de un rebaño de asustados y apestosos ciudadanos, eso es todo. A menos que a ella la conocieran de antes…

Por eso Java insistió: ¿quién dice que nos vio?, y la doña dijo un antiguo chófer nuestro, pero es igual, hijo, quizá se confundió. Hum, hizo Java, ¿su hijo de usted también la trató?, preguntó distraídamente, pero la doña ahora reflexionaba, los ojos casi en blanco, escogiendo las palabras: Aurora fue siempre una muchacha honesta, y cuando pasó lo que pasó, cuando su tío trajo el luto a nuestra casa, no creas que disminuyó el aprecio que le teníamos a esta chica… ¿Qué fue lo que pasó, doña? Ay, hijo, no hablemos de desgracias, aquellos días había sonado la hora de la venganza para tantos resentidos. Y volviendo al motivo de su visita, insistió en saber si Java y ella habían vuelto a verse, o si sabía dónde vivía. No es que pensara, dijo, que él podía haber hecho algo feo con aquella mujer de la vida; si era casi un niño. Tal vez sólo la conocía de comprarle botellas y papel viejo, o simplemente de frecuentar el barrio chino con los amigotes, o quizá fue amiga de su hermano… No, doña, palabra, no la conozco.

Lo más oscuro era la cueva lateral y solíamos sentarnos en semicírculo frente a Martín, que recostaba la espalda en la pared del fondo. Luis encendió el cabo de vela pegado sobre la calavera en su propia cera derretida y la puso en el centro. Mingo apagó la linterna, todos tendieron la mano y Martín repartió unos pellizcos de picadura y papel de fumar. Teníamos muchas reuniones allí, y a veces el Tetas traía tomates y cebollas y hacíamos ensaladas en una lata de galletas y después fumábamos y charlábamos hasta muy tarde; otras veces Amén birlaba en el Centro un bote de leche condensada y nos hacíamos traguitos muy aguados, y en una botellita de orange llevábamos la pegadolsa deshecha en agua: era el café.

– Chachi para contar aventis, Sarnita, a que sí -dijo Amén frotándose las manos-. Aquí te inspirarás, seguro -en cuclillas, sus ojos harapientos saltando de una cara a otra a la luz de la vela: máscaras en el vacío, y el frío y el miedo acechando a través de las tablas podridas, en la calle. Luis tosía mucho allí dentro y hablaba poco, el refugio aún guardaba para él ecos de bombardeos y sirenas de alarma. En las paredes de tierra donde oscilaban las sombras se veían los tajos de las piquetas, lombrices y escarabajos, una piedra con vetas negras y verdes que se podía quitar: tras ella quedaba una hornacina y allí ocultábamos la vela y la calavera, las cerillas, una lata Príncipe Alberto con pólvora, dos novelas de Bill Barnes y una de Doc Savage y una revista Signal con aviones Messerschmitt en colores.

Cada vez más misteriosa la voz pausada, gutural, persuasiva de Sarnita: pues aunque no la conozcas, recordando, eres la persona indicada para encontrarla, haznos este favor, dijo la doña, porque yendo de casa en casa habrás visto qué cuadros, hijo, conocerás a tantas desgraciadas como ésa.

– No dejes de avisarme si la encuentras o si tienes noticias de ella -añadió-. La parroquia sabrá recompensarte y yo por mi parte también, como cosa particular.

Asentían en silencio las caras pensativas.

– Humm. Poco a poco se moja el culo, es lo malo que tiene el refugio -dijo Martín removiéndose inquieto-. Tenemos que traer sacos viejos.

– Mejor unos tochos -levantándose Mingo: encendió la linterna, sopló la vela-. Vámonos. Dejas todo como está, luego volvemos. Sígueme, Sarnita, que ahora viene lo bueno.

Tan inútilmente abiertos los ojos a esta tiniebla, avanzando a ciegas, la memoria recupera fugaces visiones infantiles, grandes camiones con los faros apagados desfilaban rabiando en la noche barrida por reflectores antiaéreos, frente a la boca estrellada del refugio: milicianos jugando al fútbol con el cráneo de un obispo asesinado, dicen. Y de pronto, la pared arañada del fondo. Es un refugio muy pequeño, dijo Sarnita decepcionado. Era como si no hubiesen tenido tiempo de acabarlo, como si el fin de la guerra hubiese sorprendido a los obreros en plena faena y allí mismo habían soltado picos y palas, un capazo podrido, una carretilla con su carga de tierra, para correr alegremente hacia sus casas. Husmeaba Sarnita: cagones, desde ahora esto se acabó, al que vuelva a cagarse aquí haremos que se coma su mierda. Tras ellos correteaban las ratas, se oían sus patitas chapoteando en el fango. Mingo enfocó la linterna en la base de la pared del fondo, había un agujero del tamaño de un barrilito. Por aquí, sígueme, y se agachó y pasó la cabeza y los hombros manteniendo la linterna enfocada hacia atrás para que él viera.

También le preguntó la doña por qué no íbamos a Las Ánimas, no en plan monaguillos como Amén y el Tetas, no a misa o a rezar, si no queríamos, sino a divertirnos y hacer amistades, a pasarlo bien con los demás chicos, recordó Sarnita avanzando a gatas detrás de Mingo, y en seguida a rastras: tocaban el techo con la cabeza. Entonces, si es verdad lo que le dijo la doña, que su Aurora había sido tan buena y devota que incluso llegó a directora de la Casa, aunque sólo unos meses durante la guerra, pues está bien claro por qué le han entrado al legañoso esas repentinas ganas de meterse en la función de Las Ánimas: quiere arrimarse a las huerfanitas, tirarlas de la lengua y luego irle con el cuento a la doña. Ella misma le sugirió la idea, ¿os acordáis?: alguna de las mayores quizá sepa dónde vive ahora.

– Además, que no os hará ningún mal pasar por la parroquia de vez en cuando -dijo la señora Galán-, Que necesitáis que os sujeten un poco, hijos, al menos allí no aprenderéis nada malo y no estaréis callejeando todo el día. Que sois un poco golfos, ¿eh?

– Sermón habemus -dijo Amén.

– Le cantó la monserga una y otra vez: piensa que harás una obra de caridad -dijo Sarnita-, piensa en esa pobre chica lanzada a los peligros del mundo, del demonio y de la carne, le dijo la doña. Pero a Java sólo le interesó la recompensa, lo que fueran a darle por el trabajito.

– Una escopeta de balines -dijo Luis-. Eso fue lo que le pidió a la doña.

– ¿De dónde has sacado eso, banau? -dijo Martín.

– Yo que lo sé.

– Tienes goteras en el coco, chaval.

– ¡Silencio! -ordenó Sarnita.

Avanzaban a rastras, ayudándose con los codos. Era reciente el pasadizo, olía a caca de gato. Habéis trabajado duro, dijo Sarnita, y Amén desde la cola de la comitiva; tres noches seguidas. ¿Y adonde lleva? Espera y verás. La luz de la linterna oscilaba rítmicamente en la mano de Mingo, recogía tierra y más tierra arañada, escarbada: techos y laterales angostos con huellas incisivas. Tiene ocho metros, dijo Martín, ya llegamos. Tras él, pegada la boca a sus nalgas, la tos seca de Luis. Estás podrido, chaval. Y cuando ella se despidió y salió de la trapería. Java quedó sentado frente a los restos del «brazo de gitano», la barriga llena, el cabrón, pesado como una boa digiriendo una vaca y envuelto en el suave perfume de la señora, en el eco bondadoso de su voz.

– Salió llamando a su hijo el Alférez. ¡Conradito! -dijo el Tetas. Que dormía en el taxi, recordó Mingo, y que habían podido mirarle a gusto: sus botas bien lustradas, su cinto y su correaje, su estrellita dorada sobre el pecho, sus piernas enfermas y su toalla alrededor del cuello como una bufanda de seda. La doña acarició de nuevo la cabeza de Amén, que mantenía abierta la puerta del taxi mientras ella subía, firmes como el botones del Ritz. Y luego la carraca aquella desapareció envuelta en el humo del gasógeno en la esquina Camelias dirección Cerdeña.

Final del pasadizo subterráneo: la madera vieja y claveteada de un baúl, iluminada por la linterna, taponaba la salida por el otro lado. Mingo empujó el baúl y entraron astillas de luz en el pasadizo. Apagó la linterna y la sostuvo entre los dientes, mascullando: ¿Java…? Se oyeron pasos al otro lado del baúl, una blasfemia y maldiciones, mientras uno tras otro salían de la madriguera como conejos.

Cegado por la luz, Sarnita aún no veía nada. Le dieron un codazo en los riñones.

– Despierta -dijo Martín -. Estás en los infiernos de Lucifer.

Era una parte de la cripta, o lo que sería la cripta, enclavada entre los cimientos de la obra inacabada que gravitaba ruinosamente sobre sus cabezas, la iglesia futura. Servía de vestuario al Grupo Escénico de Las Ánimas y era un local subterráneo con columnas, techo alto y abovedado y paredes de ladrillo recubierto a trechos de cemento sin pulir. El piso era de tierra roja y dura, amazacotada. Tenía forma de media luna, esa parte, porque se alzaba un parapeto provisional, de ladrillos, combado, con una abertura y una arpillera colgada a modo de puerta, dividiendo lo que se usaba como vestuario del resto de la cripta: el teatrito y el pequeño patio no de butacas sino de bancos de iglesia, con respaldo y reclinatorio. Sarnita olía a crema de cacao, a sudor agrio, a cabellos de vieja. Con cierto asombro observó a su alrededor: arrimados a las paredes, grandes paisajes pintados en telas bamboleantes y armadas con listones de madera, un mundo chato y sorprendente, violento de luz y color; había montañas de cumbres nevadas, verdes y frondosas arboledas, floridos jardines con surtidores de agua clara y arcos de boj, casitas blancas en la lejanía de fértiles valles, calles con farolas encendidas, fachadas con puertas y balcones y alfombrados pasillos que no conducían a ninguna parte. También había cortinajes rojos y negros, troncos de árbol de cartón y yeso en forma de media caña, sillas antiguas, butacas desvencijadas y candelabros, un viejo diván de seda verde, baúles y cajas de madera conteniendo terciopelos y gasas con lentejuelas, una consola con pelucas y barbas, cuadernos de la Galería Dramática Salesiana, un bidet, espejos y una campana de bronce sobre cuatro pilas de ladrillos.

Sarnita silbó de admiración: mejor que los Encantes, dijo, y al darse la vuelta le vio de espaldas, mirándose de cuerpo entero y plenamente satisfecho en el espejo ovalado: vestido de rojo desde los tobillos hasta los cuernos sulfúricos, con calzas rojas y airosa capa roja de alto cuello duro, el mismísimo Luzbel ensayando malvados ademanes de poder, apretando con rabia los lívidos puños de nudillos despellejados y manchados todavía con la sangre inocente de Miguel: Java.

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