Antes del atardecer la farmacia ya era un nido de sombras. Tras la reja del alto ventanuco que daba a la calle, piernas enfundadas en medias blancas chapoteaban todavía en un sol rasante y desvaído, pero en torno al celador y la monja, allí dentro, la noche iba ganando minutos al día según transcurría septiembre. Al levantarse ella a dar la luz, el celador rellenó furtivamente el vasito de licor, lo vació de un trago y lo volvió a llenar. Que te veo, bromeó ella de espaldas, y cuando él pensaba puñeta, tiene ojos en el cogote, se abrió la puerta y asomó la cabeza de una enfermera: te llaman en secretaría, parece que llegaron parientes. Ñito levantándose, no puede ser, de parientes nada, murmuró al cruzarse con la monja, que le recomendó fijarse en su cara.
– El lado izquierdo, ¿te acuerdas? Si es ella llevará la marca.
No la reconoció. Podía ser cualquiera de las mayores que se quedarían solteras, la Rosa, la Nuri, la Isabel, cualquiera de ellas con treinta años más. Esperaba sentada en el borde delantero del banco como a punto de levantarse, la espalda muy tiesa, los amarillos cabellos recogidos en un moño detrás del sombrerito negro, las manos cruzadas en el regazo y, entre los dedos, un impreso y el carnet de identidad. Ya le habían entregado las dos maletas maltrechas y húmedas, reforzadas con cuerdas, y las tenía a su lado, a los pies de tres muchachas vestidas de oscuro, alineadas en la pared con aire desganado, los negros ojos llenos de nieblas románticas. Ñito se presentó a la mujer y cruzó por su mente una imagen que Sor Paulina le había pintado durante alguna conversación: una solterona como ésta empujando la silla de ruedas del anciano por las calles del barrio, indiferente a las mofas de la chiquillería, la mirada pantanosa oculta tras las gafas de sol y la mitad izquierda de la cara convertida en una costra negra y roja, color de vino. Pero no era ella.
Había mucha afluencia de visitas, las colas de enfermos y accidentados frente a los consultorios se iban espesando. El celador se ofreció para acompañarla al depósito, pero ella dijo que estaba esperando unos trámites, qué complicación, ¿al parecer se habían perdido todos los documentos? Él no sabía, pero seguro que sí, en el mar se abrieron las maletas y claro, pero se recuperó lo que se pudo, en fin, qué importa, ya no necesitan nada de eso. Se sentó junto a ella: ¿podrá usted sola, señora directora?, señalando las maletas, ¿quiere que se las enviemos?, pesan bastante porque llevan lo que antes había en tres o cuatro, las otras las pudrió el agua. Ella le rectificó: no era la directora de la Casa, era una de las asistentas, no, ya no estaban en la calle Verdi, hace más de quince años que se mudaron gracias a la generosidad del señor Galán, que al morir su madre se convirtió en el protector de la Parroquia. Su madre había sido la madrina que había colmado los deseos de las huérfanas meritorias, y él continuaba esa gran labor. Ñito asintió en silencio, pensativo, y al cabo de un rato habló de la mujer ahogada con sus dos hijitos y su marido. De modo que ella, comentó, ¿había pertenecido a la Casa, antes de casarse? Y después también, respondió la asistenta, siempre, aunque se marchen para fundar un hogar siempre siguen siendo de la Casa, la relación se mantiene y las que han tenido suerte en el matrimonio o en el trabajo nunca se olvidan del primer hogar, por ejemplo Pilar nos ayudaba con donativos, la pobre, que si no fue feliz en su matrimonio dinero no le faltaba, eso no, es lo único que su marido supo hacer, mucho dinero…
Se interrumpió para preguntarle al celador si había venido alguien más, unos señores, ¿joyeros?, sí, dijo él, pero yo no los vi, creo que han insistido mucho en hacerse cargo de los gastos del entierro, se ve que le apreciaban mucho en el trabajo, viajante de joyería, ¿no?, debía valer mucho. La mujer suspiró y se frotó los párpados enrojecidos. Seguramente, dijo, pero Dios sabe que si estoy aquí es por ella y por los niños, la hizo sufrir tanto que no movería un dedo por él, el Señor le haya perdonado.
Entonces, mientras seguía esperando que la llamaran en secretaría, dejó morir intencionadamente la conversación. Se obligó a ello, porque la fatalidad de algunas personas, las desgracias del prójimo en general y los conflictos de familia en particular disparaban su natural locuacidad. Aquel celador respetuoso y atento, pero sucio, sin edad, cuya mirada decrépita parecía escudriñar detrás de las palabras, permaneció en silencio a su lado, se redujo a una presencia solidaria, pero no con ella y con su pena, sino más bien con otra oscura pesadumbre que el tiempo no había destruido ni atenuado. Y más tarde, yendo tras él, siguiendo sus abruptos andares de simio por los sofocantes corredores camino del depósito, un viento de la infancia le golpeó la cara, un olor a pólvora quemada y a madera de plumier, tal vez irrepetible en la memoria. Al avanzar por los sótanos pútridos de este vasto hospital, infinitamente se dilataba en derredor algo mucho peor que el dolor y la vejez y la muerte. Porque cómo podía este hombre vivir aquí, cómo podía nadie enterrarse en vida, resignarse a esta mugre y a esta miseria y más solo que un muerto entre los muertos. Nos conocíamos de chicos, dijo él sin volverse, caminando encorvado e inestable, diríase sin aprecio ninguno a su ocupación, como si en ella sólo hubiese buscado refugio a una lluvia de ultrajes que alguna vez lo dejó calado hasta el alma. Y cuando le vio escupir laboriosamente en el pañuelo, la mujer, como si captara la vaga presencia de una degradación sin nombre capaz de contagiarla, avivó el paso dispuesta a terminar cuanto antes.
De pie ante los mellizos se santiguó meticulosamente, evocando un instante sus juegos, sus costumbres y su carácter: qué extraños eran, dijo, nunca les entendí, tan formalitos por separado, tan normales y hasta anodinos, y juntos qué malos, qué embusteros y vengativos. Y al volverse hacia la difunta, sus ojos se humedecieron de nuevo y la mano, trémula pero decidida, se fue hasta la fría mejilla a darle unos cachetes al tiempo que murmuraba Señor, Señor, pobre niña, pobre Pilar. ¿Era necesaria la autopsia?, ¿y a estas criaturas también? Es lo mandado, señora, contestó él desde atrás, arrimado a la pared y sin perder detalle. Se alegró de tenerlos limpios, vestidos y peinados, y que ella los viera así.
Al salir habría jurado que ella no dirigió ni una mirada al difunto.
– Dejaré las maletas. ¿Se encargarán ustedes de llevarlas al piso de Pilar? Ya se fue la criada, pero mañana me encontrarán a mí.
– Yo mismo las llevaré -dijo Ñito.
Al juntarse con las huérfanas en el pasillo, la mujer les pidió un lápiz para anotar la dirección, pero el celador dijo no hace falta, meneando la cabeza con aire chusco, no erraré el camino, no.
¿Pilar?, rumiaba al volver a la farmacia, ¿Pilarín? Podía ser cualquiera de aquellas que cada domingo cruzaban el barrio emparejadas en dirección a Las Ánimas, con sus baratas mantillas blancas y sus devocionarios, una de tantas en medio de la doble serpiente de uniformes azules, corbatitas blancas y sandalias de goma, conducidas por la señorita Moix; cualquiera con trenzas y lacitos rosa y un frío maligno apretado entre los párpados, una niña que en la calle sabía sacar la lengua a la conmiseración de la gente, que formaba corro con sus compañeras en torno al simpático alfilador en la plaza del Diamante, que bromeaba cada mañana con el joven basurero, un chaval con cara de viejo y ojos de gato, o que corría a ver el panel de fotos del cine Verdi, este sábado veremos La ciudad de los muchachos y Chicago; Pili, en la tercera fila está el trapero y qué guapo es, espabila, niña, dile algo… Sí, una del montón, un rostro anónimo, arrebolado y vivaracho como el de todas; una mosquita muerta que nunca se hizo notar mucho pero cuyos ojos debieron registrarlo todo, camuflada entre las demás para espiarlo cuando iba a la Casa de Familia cada viernes a llenar el saco de papeles: hoy vendrás conmigo, chaval.
– ¿Nunca has estado allí, Sarnita, nunca has visto a las huerfanitas en su salsa? Hoy vendrás conmigo.
– Me lo imagino, pillastre. Te veo entrar gritando: ¡Niñas, al salón!
– Frena, no seas bestia -decía Java.
– Entonces, ¿de pichar nada?
– Nada, qué pensabas.
La oscura y empinada escalera de viejos peldaños alabeados, pensaba, el primer rellano apestando a vagabundos, la puerta negra con el parche ovalado del Sagrado Corazón, regalo del alférez Conrado: Detente, bala. Las niñas espían por la mirilla antes de abrir, oyes las risas, los cuchicheos, las carreras tras la puerta. Esperas con los tebeos en la mano, el saco al hombro y la romana al cinto, siempre abre la misma renacuaja de puntillas que apenas alcanza el cerrojo, ¿traes el Guerrero del Antifaz y Monito y Fifí?, y escapa corriendo con el botín en las manos. ¡Señorita, el trapero! Una reverencia medio en broma, buenas tardes, directora, ¿algo para mí, papeles, trapos, botellas? Alrededor alborotan las huérfanas, se asoman y ríen: el novio de la Fueguiña, el Luzbel más guapo de Las Ánimas, una de ellas tenía que ser Pilar. De beatas nada, chaval, y tanto que las hacen rezar: bailan agarrao en los dormitorios, esconden novelas y cancioneros debajo de los colchones, retratos de artistas de cine y de vocalistas, se saben Bésame mucho y Perfidia de memoria. Desde el terrado, a oscuras, en las verbenas de San Juan y San Pedro, aprovechan la música de los terrados vecinos adornados con farolillos y bailan unas con otras, turnándose para vigilar que no las descubra la directora.
– Son la pera.
En el terrado hay un cuartito con lavaderos, allí guardan trapos viejos y montones de retales de papel fino y rizado, de colores, con el que hacen las flores artificiales y las tiras de flecos que adornan las calles del barrio en las fiestas de septiembre. Siempre te acompaña una de las huérfanas para que no hagas trampas con el peso, Virginia o la Fueguiña, y siempre hay un rato para ensayar la función.
– La madre que te matriculó, legañoso, vaya lote te pegas con esta chavala…
– Frena, Sarnita, frena.
– Qué remanguillé tiene la niña, no digas que no.
– Hay otra que también me gusta, pero se hace la estrecha. Pilarín. ¿Sabes quién digo, la ves? Una seriecita, más formal que las otras, alta, muy fina. A veces viene ella a vigilarme el peso, pero no se deja tocar ni un pelo, aunque juraría que es de esas que el día que se dejan…
Y así debió ser. Una muchacha esbelta, frágil, pero de tobillo grueso, de grandes y flojas tetas.
– Pero bueno, ¿tu novia no es la Fueguiña?
– Sí, sí. María es otra cosa. Esos pechitos como limones.
– ¿Y lo hacéis allí mismo, en el suelo del terrado?
– De eso nada, hombre, tú siempre imaginas más de lo que hay.
Las negras sotanas balanceándose al viento como fúnebres campanas, los roquetes y los manteles de altar goteando agua desde los alambres, la colada de Las Ánimas secándose al sol y el ronroneo del palomar en la azotea vecina. Java sentado de espaldas contra la balaustrada, a su lado la Fueguiña con el cuaderno en el regazo.
– ¿Aún quieres ensayar más? -dijo ella-. Jolines, si te sabes de memoria hasta mi papel. Qué aburrido.
– Menudas sois, las huerfanitas -dijo Java-. Dime una cosa. ¿Cómo hacéis tú y Juanita para escaparos y venir al refugio?
– Tenemos un truco -guiñando ella los ojos al sol-. Ven, levántate. ¿Ves el cestito con la cuerda que va de balcón a balcón, ahí, sobre la calle? No te arrimes tanto, listo. Es nuestro teleférico. El balcón de enfrente es de la dueña del colmado de abajo, ¿ves?, ahí viven los Dondi. Tres hermanos como la peste. Nos pasamos recados y cartas con la cesta. El mayor está tísico, ¿ves el cristal agujereado, en el balcón, donde sale el tubo de la estufa?, pues ahí está, siempre en la cama, y en la estufa hierve día y noche una olla con agua y eucaliptos, un olor más bueno… Los tebeos que tú nos traes, cuando todas los hemos leído, se los enviamos allá con el cestito, pero luego ya no los queremos porque vuelven con microbios, yo los quemo.
Cuando una quería escaparse escribía su nombre en un papel, lo metía en el cestito y tiraba de la cuerda hasta hacerlo llegar al otro balcón; siempre había un Dondi haciendo compañía al enfermo; recogía el aviso y ya sabía lo que tenía que hacer: bajar al colmado, cruzar la calle y subir a la Casa para decirle a la directora: mi madre dice que si puede dejar salir a fulanita para que venga a hacer la limpieza. A veces eso era verdad, y como pagaba con comida…
– ¿Y cuando es mentira?
– Los Dondi nos dan algo para que la señorita no sospeche, chocolate, un saquito de harina para hacer buñuelos.
– ¿A cambio de qué, Fueguiña?
– De un beso. De prisa y corriendo, nada, a oscuras, abajo en el portal.
– ¿Sólo un beso?
– Juanita se deja levantar la falda.
– ¿Y tú?
– Yo hago por escaparme, tonto. ¿Celoso?
– ¿Yo? Atiza, ni que estuviéramos casados. Anda, ven aquí.
En la trasera del terrado, abajo, había un pequeño huerto del que subían mariposas blancas que rondaban la ropa tendida: un pasillo de negras sotanas donde ellos se besaban de pie, sin que nadie pudiera verles. El vuelo de las palomas era un estruendo blanco en el azul del cielo, los pechos de la Fueguiña se ponían de punta. La rodea con los brazos, acaricia su cuerpo repentinamente redondo y lánguido, extrañamente dócil, vacío de huesos. Su uniforme azul mil veces restregado en la colada parece una piel finísima. Java pierde hasta la noción del hambre. En el cuarto de los lavaderos, ella siempre sostenía el saco mientras él lo llenaba de papeles. Volvió a abrazarla.
– ¿Cuándo te casarás conmigo, Fueguiña?
– Marrano. Quién sabe con qué intenciones me das carrete.
– Hablo en serio.
– Díselo a Pilar, a mí con ésas no.
– Tú me gustas más, ladrona. Me he enamorado de ti. Estáte quieta.
– ¿No me encuentras flaca, traperito?
– Deja al inválido y escapemos juntos… ¿Cuándo se acabará eso de pasearle y limpiarle los mocos y la caquita?
– Nunca -repentinamente seria, librándose de sus manos-. Nunca, por favor -no porque sintiese asco del señorito ni mucho menos por mojigata. Parecía, simplemente, un reflejo nervioso de aquella tristeza que se asomaba de golpe a su boca mellada, entreabierta, y a sus ojos entrecerrados: como si ya la estuvieran besando o dispuesta a dejarse besar en seguida.
Era cuando él se desconcertaba, cuando intuía en esa chica condescendiente, aunque de reacciones imprevisibles, el mismo pavor sin fondo, el mismo destino atroz que vio un día en la piel de Ramona, morena y sucia como un estigma: también en este cuerpo desmedrado, en estos dientes picados y en estos ojos muertos se operaba la misteriosa putrefacción de la ciudad, aquella indiferencia de charco enfangado recibiendo sucesivas lluvias de humillaciones y engaños. Quizá por eso preguntó Java:
– ¿Todavía se la tienes que sacar para que mee? -sonriendo.
Ella tenía la cara vuelta a un lado: de nuevo el inválido pilló su mano indecisa en el aire y le dobló el brazo en la espalda, atrayéndola hacia sí, jugando: ¿Y eso por qué, si sabes que tu Conrado tiene mucha fuerza en las manos, aunque esté paralítico?
– Di, anda. ¿Por qué se la tienes que limpiar -insistió Java-y volvérsela a meter, y abrocharle? Qué lata tener que ir cada mañana tan temprano, ¿no?, qué lata vestirle en la cama, lavarle, darle masajes en las piernas…
En un momento que ella se descuidó, aprisionó sus manos entre los muslos, riendo como un niño.
– Ninguna lata, estoy acostumbrada. Eso no, ahora no, puede entrar alguien.
– Puedes librarte, si quieres, niña, puedes sacar las manos por arriba. Así. Puedes hacerlo, si quieres…
El alférez se lo pasa bomba, había dicho Sarnita, y Java: no creas. Procura ponerte en su piel: el dolor le despierta puntual, dice ella, nunca después de las ocho. Le gusta ser manejado sin miramientos, con energía. De un manotazo ella aparta la sábana y pone la palangana bajo sus nalgas: frotarle el pecho con la esponja empapada de jabón, las axilas, las rodillas, la entrepierna. Darle la vuelta y ahora la espalda, las nalgas, las corvas, los tobillos. Cortarle las uñas de los pies. Masajes de alcohol en las piernecitas cada día más flacas y se diría que más cortas. Cuando lo veía quejarse de fuertes dolores, lo hacía sin que él tuviera que pedírselo. Ni siquiera la miraba: los ojos cerrados y cara al techo, medio dormido aún, como en sueños y frotando las yemas de los dedos en la toalla, todo el rato, como si desmigajara la tupida mata de hilos. Al subir intentando librarse, las manos de ella temblaban un poco.
– No te dé reparo, caray, ahí noto alivio. Ahí. Y tienes que ser tú, precisamente: ¿no te da vergüenza, un hombre desnudo? -dijo Java.
– Pobre. Ha tenido enfermeras, señoritas de compañía, practicantes que van a pincharle, criadas de su madre de toda confianza… Pero no le duraban tres días. Yo sí. Incluso me prefiere al bueno del señor Justiniano, que para él es como un perro.
– ¿No bajan del piso de arriba para ayudarte?
– No necesito a nadie. Arriba su madre tiene doncella y cocinera y ahora quiere volver a tener chófer. Pero él no soportaría a nadie más que a mí y a Justiniano, bien clarito se lo dijo a la señora. ¿Por qué me prefiere? Yo no lo sé, lista que es una.
Ya estoy en su piel, legañoso: el muñeco roto que se deja mecer y mimar y calentar por una huérfana lela, el soldadito de plomo paticojo que ganó la guerra, caprichoso, maniático, mandón. Ella lo sienta en la cama, acomoda las almohadas en su espalda, le lleva los trastos de afeitar y vuelve a la cocina a preparar el desayuno. Luego pasará el trapo por la silla de ruedas, pondrá una gota de aceite en el eje que chirría. Y a la media hora, otro timbrazo desde el dormitorio: vestirle, calzarle las botas que ha escogido, cogerle en brazos, perfumado y peinado, y sentarle en la silla. Hace un año aún podía hacerlo solo, apoyándose en las muletas, pero el espinazo ya no le sostiene. Lo tiene podrido, niña, vaya trabajo duro el tuyo.
– No se necesita fuerza, sino maña -dijo la Fueguiña -. Pesa menos que una pluma. Las manos quietas, por favor, es tarde. Si alguien nos ve. Qué pensará usted de una pobre chica como yo… No es bueno excitarse así.
– Un día le encontrarás muerto en su cama, como un pajarito. Esto no puede durar.
– Qué va, el señorito vivirá más que nosotros, si no al tiempo. Por caridad, hoy le he enjabonado dos veces y le he dado tres masajes, ahí no podría, no, por favor, a veces no me importa pero hoy no podría
– suplicaba, pero dejaba conducir su mano, encendiéndose en la secreta combustión de él-. Por qué, por qué, qué se siente con eso…
Luego empujaba la silla y salían al corredor, una sucesión de puertas de cristal tallado abiertas de par en par, repitiéndose como en un espejo. Cruzaban el salón y alcanzaban la galería, y antes de parar su mano se hacía con el periódico sobre el velador. Le dejará encarado a la gran cristalera de colores encendida por el sol, frente al desayuno: su café muy fuerte, sus tostadas, su mermelada y su mantequilla. Y ella otra vez a sus quehaceres, barrer, vaciar los ceniceros, hacer la cama, sacudir el polvo. Con los ojos bajos, decidida, sofocada, musitando una tonadilla: inexplicablemente contenta, Sarnita, como unas castañuelas.
Me gusta esa casa, dijo encandilada, cómo me gusta, chico. Todo lo que hay. Los armarios llenos de ropa bien dobladita y oliendo a naftalina, las vitrinas con collares y abanicos, miniaturas, crucifijos de marfil y de nácar, y las arañas del salón y los globos de luz en las alcobas. Todo. Incluso aquella foto de Mussolini montado en una motocicleta infernal con gorra y chaqueta de cuero y dedicada de su puño y letra «Al señor Galán, con abrazo romano», que estaba en la mesa del despacho de Conrado y tenía enquistada en el ángulo del portarretratos otra foto pequeña del padre. Hasta el pisapapeles con las balas que le sacaron del espinazo le gustaba, y la bufanda amarilla que llevaba puesta su padre cuando lo mataron. Y explicaba con voz soñadora cómo era el cuarto de baño: de baldosines verdes, con una bañera rosa, con unos grifos dorados en forma de peces de anchas bocas y colas entrecruzadas. Y la gran alfombra del dormitorio, que es un cuadro famoso, me explicó riendo el señorito: no restriegues tanto con la escoba, que las manchas de sangre en la arena no son de verdad, tontita.
Háblame del dormitorio, decía Java, y ella describiéndolo como un sueño: la puerta con el terciopelo claveteado, color berenjena, y la habitación larga y la cama muy baja, y las sábanas de hilo, y la colcha roja y una sola almohada. En el techo, la deslumbrante araña de cristal, una explosión de cuellos de cisne, luego el sofá con flecos y forrado con una tela verde, listada, y el biombo con querubines y nubes de nácar, la silenciosa alfombra y las oscuras sillas artesonadas, en una de las cuales colgaba siempre un cordón morado con borlas y una capa pluvial con cenefas y un misterioso escudo en la espalda. Varios pares de botas de montar lustradas y dispuestas en batería al pie del armario, las pesadas cortinas color miel y los dos balcones siempre cerrados, sin dejar pasar ni un resquicio de la luz del día.
– ¿Cómo puedes aguantarle, un día y otro día y otro día?
– No se mueve por no molestar, el pobre. Tan serio que parece en los ensayos, ¿verdad?, tan estirado y antipático. Pues es como un niño, en casa, como un niño asustado. Tiene miedo de quedarse solo, de hacerse pipí encima o de coger un resfriado. No deja que nadie le vea el agujero de la garganta, las feas heridas de la guerra, sólo yo se las he visto al cambiarle la toalla, le gustan de colores y no es una manía, tiene alergia a las bufandas de seda, ¿no lo sabías?
Otra llamada y empujar la silla de ruedas hasta la biblioteca: allí escribe cartas, telefonea al administrador, repasa las cuentas de su madre, el cobro de alquileres, archiva facturas. Dicen que casi todas las casas del barrio son de la señora, además de los terrenos de Las Ánimas y de Can Compte, fincas que le fueron requisadas cuando la guerra y que ha vuelto a recuperar. Pero Conradito tiene muchos disgustos, la gente no paga, le oigo maldecir por teléfono, chillar, amenazar: entonces parece otra persona.
A media mañana la señora baja a verle. Cómo se encuentra, si necesita algo, si quiere algo especial para el almuerzo. A veces le enseña la lista de la compra. Luego se distrae en lo que le gusta, lee funciones de teatro, copia a máquina el papel de cada personaje, decide el reparto y el vestuario, a veces me llama para preguntarme si me gustaría hacer este o aquel papel, ensayar, probarme un traje. Se inventa argumentos para funciones que escribirá algún día, se inspira en poesías, en canciones.
– Llevas el mantón sin gracia. Quítatelo.
– Hagamos otro ensayo.
Apoyada en el quicio de la mancebía miraba encenderse la noche de mayo. Una mano en la cadera, en la otra el cigarrillo y un clavel en el pelo, el vestido de lunares y volantes muy ceñido, sin mangas y escotado. Pasaban los hombres y ella sonreía, hasta que en su puerta paró el caballo. Serrana, ¿me das candela? Avanza unos pasos, deja resbalar de tus hombros el mantón verde. Paséate alrededor mío, con arrogancia, recta la espalda, así, el cigarrillo no es un lápiz, la cintura es una espiga, párate, un poco ancha de caderas, junta las piernas, así está bien. Hay que coser el dobladillo, zurcir esas medias, pintar de verde esos zapatos, asegurar el tacón, lo demás puede pasar. Lástima que no tengas los ojos verdes, niña. Ahora ven y yo fuego te daré, no temas hacerle daño a mis piernas, así, por favor.
– Lo hago mejor cuando me sé el papel de memoria… Por ejemplo, Magnolia.
– ¿No llevas nada debajo, Magnolia?
– Eso no, ahí no, que tengo miedo, traperito.
– Tú eres Magnolia y yo el soldado.
Lo que usted diga.
¿Me quieres dejar un beso hasta que cobre, mujer, que sé que hoy voy a la muerte? -cantaba.
¿Y de dónde sacas la ropa? -preguntó Java.
– Su madre me regala vestidos viejos. Si las piernas no le duelen mucho, está alegre. Pero ya os dijo la directora que esas canciones, dijo Java, son pecado. Bueno, y qué, a él le gustan y dice que no, que no hay que confesarse de eso. Hacia el mediodía lo lleva al ascensor. Si no hay corriente lo deja sentado en una butaca y baja la silla de ruedas por la escalera, dejándola en el portal. Sube otra vez, lo envuelve en el chal, lo coge en brazos, lo baja y lo sienta en la silla. Si hace sol van a pasear, pero con este tiempo suelen dar unas vueltas a la manzana arrimados a la pared, evitando los remolinos de hojas secas, conversando, ensayando: Salimos ya muy tarde y fuimos paseando por un París antiguo, manchado por la luna. Ella riéndose.
– Magnolia, olvida esa fecha y olvida mi nombre, y búscate un hombre que puedas amar.
– Despacio, despacio.
– Perdona, Magnolia, si te ha ilusionado por unos momentos mi modo de ser. Recuerda tan sólo que soy un soldado y puede que nunca me vuelvas a ver.
Toman una manzanilla en algún bar y al regresar lo deja con su madre en el tercer piso, allí come y pasa la tarde, a veces. Ella, después de comer en la cocina, regresa a la Casa de Familia y a la mañana siguiente vuelta a empezar.
– Los días de lluvia y humedad sí que son tristes. Se le clava la barbilla en el pecho, se le dobla la espalda como un viejo, la metralla debe moverse dentro de él y desgarrarle los nervios. Afiladas esquirlas de metralla que le rondan los pulmones, que le pinchan el corazón y el estómago. Al principio creía oírla moverse, a la bala, pero son las tripas, siempre le lloran las tripas, es la falta de ejercicio. Entonces llama al señor Justiniano, se encierran en la biblioteca y juegan al ajedrez; el alcalde tiene con él una paciencia infinita y lo quiere como a un hijo, se desespera cuando lo atenaza el dolor, le ha visto llorar a escondidas con el único ojo que tiene.
– ¿Y qué ocurre por la tarde? ¿Nunca vas por la tarde?
– A veces. A pasearle después de comer, pero en seguida a casa a esperar a sus amigos, por eso me hace comprar algo por el camino. Meriendan juntos.
Java se rió, pasando el brazo por sus hombros y atrayéndola.
– ¿Y quiénes son sus amigos, qué hacen allí, qué has visto?
– Yo nada. Ni entro. Lo dejo en la puerta…
– ¿Del piso de su madre o del suyo?
– Del suyo. Me sonríe y dice gracias, Magnolia, ya puedes irte.
– ¿Te acuerdas de una tarde que te hizo comprar empanadillas de atún, te acuerdas que yo estaba en el bar?
– No.
– ¿Tú eres tonta o lo haces ver, chavala?
– Quita, me haces cosquillas. Y termina de pesar esto, se hace tarde -guardó silencio mientras le miraba prensar con ambas manos los papeles en el saco, miraba el pañuelo de colores en su nuca, su pelo negro ensortijado. Añadió-: Y no creas que siempre es así, un inválido digno de lástima, no creas que no se divierte. Tiene amigos que lo llaman por teléfono y lo visitan con sus novias o amigas, le cuentan chistes y él se ríe; ¿sabes cómo le llaman en broma? Ex futuro cadáver, hola, cadáver, lo saludan al llegar, pero no es un insulto ni mucho menos, me explicó él, en la guerra se llamaban así. A veces se lo llevan al campo en coche, y tienen una tertulia en el café El Oro del Rin, y hasta… prepárate que te vas a caer de culo: hasta una porquería de ésas encontré un día en el water, una goma. De piedra me quedé pensando no puede ser, él no, sería alguno de sus amigos, creo que algunas tardes les presta el piso. También lo visita mucho un amigo íntimo, el hijo del joyero de la señora, y el administrador. Pero sobre todo el señor Justiniano, que le hace recados y le cuenta historias divertidas de un hijo suyo que vive en los campamentos juveniles. Y con ellos se ríe, se olvida de su desgracia. Yo, cuando mejor me lo paso es los días que tenemos ensayo en Las Ánimas y vamos en taxi, como los domingos para ir a misa, con su madre. Es otra persona cuando el dolor le da un respiro, de verdad.
– Mira qué buen peso os hago, para que luego digáis.
– Anda que no tiene truco ni nada tu romana, trapero. ¿Crees que nos chupamos el dedo?
Y tú, Sarnita, que tanto presumes de saberlo todo, de verlo todo, procura meterte en la piel de la Fueguiña y ver dónde te pica más, empuja la silla de ruedas, anda, tanto si hace frío como si hace calor, súbelo y bájalo dos pisos que en realidad son cuatro con el entresuelo y el principal, anda, verás qué gustito. Pero piensa también qué ilusión compartir con él las solemnidades de la Parroquia, la Pascua y el Corpus, cuando conduces la silla bajo palio, él con su uniforme de gala y sus botas relucientes, a su derecha el cura y a su izquierda la señora, todos pisando las alfombras de flores y serrín de colores hechas por los feligreses arrodillados en la calle toda la víspera, alumbrándose con linternas y velas, piensa qué bonito ir con él bajo palio y envuelto en el incienso y los cantos sagrados. O en el Vía Crucis del Viernes Santo, que cada año sale a recorrer las calles del barrio; incluso él lleva la pesada cruz en el hombro durante una estación, siempre la novena: Jesús cae por tercera vez, porque sabe que todos somos pecadores y así da ejemplo, el madero pesa lo suyo aunque los portantes le ayudan y la Fueguiña empuja la silla, todo el mundo le mira, vecinos asomados a los balcones y ventanas donde cuelgan colchas moradas y negras, impresionados ante su esfuerzo y viéndole cada año más débil y arrugado pero la novena estación que no se la quiten; con el uniforme y los correajes y las botas altas parece más aguerrido bajo la cruz, todo el mundo puede contemplarle a gusto al hacer la comitiva un alto en cada uno de los altares improvisados en los portales, y él los conoce a todos, todos le deben dinero y favores porque las casas donde viven son de la señora Galán, todos se arrodillan y se golpean el pecho cuando él pasa. Señor, Señor, perdónanos. Sabe él que todos están allí y que notan su poder y su fuerza pero ni les mira, pasa muy tieso de cintura para arriba, los brazos cruzados sobre el pecho condecorado y los ojos bajos, concentrado en algún íntimo furor. Y aún más cosas emocionantes debe vivir la Fueguiña cobijada a su sombra protectora, por eso no es extraño que lo aprecie, lo compadezca y lo defienda, también tú le defenderías de nuestras burlas, Sarnita, también tú llegarías quizá a encariñarte con él y te acostumbrarías a besar la mano que te ordena y te palpa y te soba y te pega, porque así es una huérfana, así son todas: unas niñas sin hogar y sin familia suspirando siempre por un hogar y una familia.