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Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría el rostro del ahogado, en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos, revivió un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios atravesado de punta a punta por silbidos de afilador, un aullido azul. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y los dientes de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejismos, dijo, en aquel tiempo y en aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero.

– Aquí dice agua oxigenada, pero no lo es -murmuró Sor Paulina. Escribió con parsimonia en la etiqueta pegada al frasco esgrimiendo firmemente el lápiz rojo, y, sin apenas mover los labios, deletreó lo que anotaba-: De pera.

Entendió mal el celador y eso lo animó a seguir:

– El barrio era la pera, sí, ya puede usted decirlo -evocando una remota escenografía de cartón piedra, un laberinto de calles estrechas y empinadas, veloces nubes ensombreciendo la colina de las Tres Cruces, pequeñas azoteas donde se remansaba la música de la radio y fachadas despedazadas con sus ventanas como cuencas vacías traspasadas de pájaros, humo negro y sueños desvanecidos. El colosal Dragón Verde de la escalinata del Parque Güell escupe agua envenenada, niña, no bebas. Los pelos verdes que le salen de la oreja izquierda al capitán Blay no son pelos, es la mata de una lenteja que se le metió un día en el oído y brotó, esa oreja es terreno abonado, chaval, el capitán no se lava nunca.

El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. Al verse reconocido, el ahogado volvió desdeñosamente la cabeza en el fondo turbio y sus cabellos ondularon trenzándose con las algas: no bebas agua o morirás podrido como yo, Ñito, dice que le dijo.

– Y yo que le respondo: ¿Agua? ¡Ni probarla!

– Cómo eres, Ñito -se lamenta la monja-. Parece mentira.

– Es broma, Hermana. El muerto era un amigo. Por mi madre.

Y que a su madre, viuda y con el vientre siempre más liso que una tabla de planchar, le decían la «Preñada», precisamente, y recuerda: aquellas vecinas deslenguadas y con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad y de rojos sabañones, trajinando baldes de agua en la fuente agobiada de avispas y habladurías; aquel certamen de infamias contra su madre una tarde de invierno que él sintió cómo se rompía bruscamente una burbuja de luz en su cerebro y se dijo: ya soy mayor, ya soy memoria y a partir de hoy no podréis conmigo, brujas.

A pesar de ello y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el mote de la madre y el estupor del hijo, que cada noche, en la cama de ella, se despertaba sobresaltado para verla llegar vestida de vieja y bien preñada, una gran barriga puntiaguda y enlutada avanzando en medio de la penumbra del cuarto y su madre detrás de la barriga balanceándose como una muñeca sobre las piernas abiertas, bañada en sudor. Se para, se agarra a los barrotes de la cama y suelta un hondo suspiro. En su asombro, frotándose los ojos, el chaval no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él; era esa hora en que despuntaba el amanecer y el hambre le pateaba el estómago, lo sentaba en el lecho y entonces podía ver que todo le era desmentido por la luz, cada vez más intensa, que se colaba por las contraventanas: ese pistolero acribillado cayendo como si fuese a atarse el cordón del zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la sobada americana de su padre colgada en la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo, escupiendo cristales y madera astillada, era el sol colándose por las rendijas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, que se aferraba con desespero a los barrotes de la cama y gemía de dolor, persistía en su misteriosa condición de viuda embarazada, y él miraba su vientre hinchado pensando ya está, va a parir aquí mismo espatarrada sobre las baldosas y yo qué hago. La vio arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo y la ansiedad, y entonces vio caer blandamente entre sus piernas un bulto que ella apenas tuvo tiempo de sujetar. De sus muslos blancos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a él, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas y a frazadas de viaje, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.

El segundo episodio que le haría restregarse los ojos, tuvo lugar horas después en la trapería de Java. Sentados en la acera ya le esperaban Luis y Martín, los demás fueron llegando después. Al entrar en la trapería se dio de morros con una montaña de pajaritas de papel que llegaban hasta el techo, y lanzó un silbido de admiración. Luego se tiró en plancha y se sumergió en la montaña.

Jamás había visto tantas pajaritas juntas y de tan diversos tamaños. Observó que la mayoría estaban hechas con páginas arrancadas de viejas revistas republicanas que la abuela de Java no se atrevía a vender, y que guardaba apiladas al fondo de la trapería. El invierno pasado, en días lluviosos y muermos como éste, el Tetas y Amén se la meneaban hojeando la revista Crónica, que venía llena de vicetiples desnudas y bañistas en maillot, anuncios de senos puntiagudos y duros y viciosas cabareteras morfinómanas clavándose la jeringuilla en el muslo por debajo de la mesa. Qué lástima, comentó Sarnita, pero qué gran idea para venderlas, chaval: así nadie verá que son revistas prohibidas y venéreas, ¡a que sí! Tu abuela se las sabe todas, Java, vaya paciencia fabricando pajaritas.

Pero Java dijo que no, repentinamente irritado y sin dignarse mirarle, no me vengas con historias tan de mañana, las pajaritas se las he comprado a un paralítico en un piso del Ensanche, y añadió:

– Tú siempre rumiando aventis, Sarnita. Acabarás majara.

Se metió en la cocina y estuvo lavando bajo el grifo un condón usado que luego infló con la boca para ver si tenía agujeros. Agachada junto a la pared de ladrillo rojo, sin encalar, casi oculta por rimeras de amarillentos periódicos y viejos semanarios llenos de polvo, la abuela recogía del suelo un plato de hojalata con su cuchara. Siempre había por ahí algún plato con restos de un potaje que instantáneamente se erizaba de moho: para el gato, solía decir Java como pillado en falta. Pero no había ningún gato en la trapería, y apenas en ningún lado; en todo el barrio no habría más de media docena, según el último recuento del viejo Mianet. Ver un gato allí habría resultado aún más extraño que ver una goma usada.

– Además -dijo Sarnita-, los gatos no comen con cuchara.

– Cosas de la abuela -dijo Java, desliando un manojo de cuerdas -. Va, que tengo mucha faena. ¿Estás sordo? ¿No oyes que te llaman de la calle?

– Ya voy. Pero todo eso es muy raro.

Se juntó con el corro sentado en la acera y le hicieron sitio rápidamente, algunos frotándose las manos de impaciencia: cuenta, Sarnita. ¿Seguimos con la aventi de ayer o inventamos otra? Sigue: la chica sabía demasiado, corría peligro. Una cresta de hierba brota en la acera frente a la bragueta abierta de Luis. Calles sin pavimentar, tapias erizadas de vidrios rotos y aceras despanzurradas donde crecía la hierba, eso era el barrio. El montón de basuras en la esquina Camelias y Secretario Coloma parecía más alto y repleto de sabrosas sorpresas, pero era que el nivel del arroyo, después de la última venida de aguas, había bajado. No era un zapato viejo lo que asomaba entre el fango, sino una rata envenenada. Todavía el cielo figuraba una gran telaraña gris. Pasó la tormenta, pero quedaba una llovizna tenebrosa, una cortina interminable y enmarañada que borraba las fachadas leprosas, portales y ventanas que aún sostenían trozos de vidrio y listones carbonizados. Cuenta, Sarnita, cuenta.

A partir de ahora, chavales, el peligro acecha en todas partes y en ninguna, la amenaza será constante e invisible, cada día es una trampa. Lejos, muy lejos, más allá de las trincheras y las alambradas de espinos, dicen que volverá a reír la primavera y también dicen que era una espía que sabía demasiado, y que muchos años después de estallarle en los pies la última granada agazapada entre la hierba, aquella tarde al cruzar el descampado corriendo en compañía de un desconocido, ¿os acordáis?, pues que el polvo que levantó la explosión aún caía sobre las cicatrices de su cuerpo rubio y duro pero magreado y sifilítico, porque era una puta, chavales, una fulana, una furcia de lo más tirado. Entonces, en la esquina de las basuras, apareció de pronto la voluminosa dueña del bar Continental ocultando una barra de pan blanco entre las solapas del negro impermeable. Sus ojos verdes pintarrajeados miran de refilón a la rata que chapotea en el fango girando temblorosa sobre las patas traseras, sin saber qué dirección tomar. Al pie del almendro en flor del solar de Can Compte, cuenta Sarnita, hay unas cartucheras podridas de lluvia y un máuser oxidado y con la culata partida: eso quiere decir que las municiones no andan lejos. La rata cruzó el arroyo en zigzag, chillando, encontró todas las cloacas taponadas por el fango y Java se asomó a la puerta de la trapería y miró a la mujer, entornando los párpados legañosos.

En medio del arroyo, la gorda del impermeable giró sobre los altos tacones como una negra peonza encapuchada y siguió con los ojos la última desesperada trayectoria de la rata. Sorteó con agilidad los charcos de agua negruzca y avanzó hacia la trapería.

Antes de verla abrir la boca, Java ya había notado su aliento de buitre.

– Hola, hijo. Qué.

– No puedo -dijo él-. Me gustaría seguir haciéndolo, han sido ustedes muy buenos conmigo y con la abuela, pero no puedo.

– Piénsalo bien, no seas tonto.

– Hay muchos tísicos, mastresa.

– Precisamente. En aquella casa siempre se pesca algo, ya sabes. Mira yo -dejó que asomara entre las solapas el pico tostado del pan-. ¿Quieres un aumento, quieres que se lo diga?

– No es sólo eso. Es que no puedo, tan seguido, me se pone una flojera en las piernas que me caigo. ¡Rediós, que no puedo!

– Anda ya. No seas comediante.

– Ella nunca es la misma y cada vez tengo que enseñarlas lo que hay que hacer. Es muy pesado, en serio, me estoy quedando tísico…

– Está bien -dijo la gorda-. Te pagarán más, yo me encargo.

Java desvió la mirada soñolienta haciendo una seña a Sarnita, que interrumpió su aventi y se incorporó avisando al corro con la misma voz reverencial, taimada: continuará, despejen la sala. Todos le siguieron, remolones, hacia las basuras amontonadas bajo el yugo y las flechas de tinta aún fresca, la negra araña estampillada en la tapia del campo de fútbol del Europa. Luis y el Tetas, en cuclillas, ya estaban escarbando; sus manos pestilentes sostenían rojos tirabuzones de piel de naranja, cáscaras de huevo y amoratados restos de escarola, lo cual hizo reflexionar a Sarnita: parece que los padres de Susana se han vuelto al chalet, dijo, mirad, se nota que ahora comen bien.

Desde el portal de la trapería no se veía el chalet de la calle Camelias, pero Java adivinó la verja del jardín abierta como antes, el aire impregnado del aroma a tilos, la grava limpia de hojarasca y la hamaca otra vez colgada entre la palmera y el eucalipto.

La gorda del Continental lo miraba esperando una respuesta. Negros rizos como tizones en la frente, restos del carmín en los gruesos labios cuarteados, labios rojos donde se acumulaban labios, y ribetes de rimel en las bolsas bajo los ojos verdes. Una cara ancha totalmente ocupada por una coquetería calculadora pero afable.

– Qué.

– Está bien. Pero ella nunca es la misma, y en cambio yo sí -insistió Java-. Qué extraño, ¿no?

– Así es como lo quieren -dijo la gorda con su gran boca desdentada-. A mí también me mandan, hijo.

– Esto es un merdé, mastresa. A veces la tía no quiere prestarse a todo, o no sabe, o tiene la mala semana.

– Yo hago lo que puedo, miro de escoger lo mejor. Bueno, todo se arreglará. Pero hoy no me falles, ¿eh? A las cuatro. Lávate bien antes. Y ya sabes, en boca cerrada no entran moscas. Sobre todo.

– Soy más mudo que la abuela, mastresa.

– Pues hala, adiós.

Una muchacha montada en una bicicleta amarilla de hombre pedaleaba llorando sin alcanzar el sillín, con rabia, desgarbada e inestable. Al pasar ante Java lo miró con ojos furiosos y tiró a sus pies un periódico doblado. Se alejó por la calle encharcada dando bandazos, envuelta en su apolillada bufanda roja y con las rodillas cárdenas de frío. Una americana gris de niño, con las costuras rotas, oprimía sus pechos, y lloraba. Era un día otoñal de alto cielo encapotado que parecía un incendio o el reflejo de un incendio muy lejano. La dueña del bar Continental se paró en la esquina y pellizcó el pico del pan para dárselo a Sarnita, que la había abordado con la mano mendicante y el otro brazo encogido saltando a la pata coja, a lo Cottolengo: un pobre meningítico, cabeza rapada al cero y piernas de alambre, incurable, buena señora, el puta, parecía de verdad. Antes de desaparecer, la gorda se volvió para guiñarle el ojo al trapero: No faltes, rey mío.

Y sigue contando que, cuando ella giró en la esquina y ya no podía ver a Java, éste se encogió de hombros y luego hizo butifarra con el brazo que lucía la muñequera de cuero negro, toma y toma, mastresa, y que entonces Sarnita explicó: pero no faltará, chavales, yo sé dónde es la cita y sé cuánto le interesa a Java, no faltará aunque ahora proteste y se haga el duro. Chisporroteando la corteza de pan tierno entre sus dientes podridos, en serio: yo sé cuánto le pagan por ir, qué clase de trabajo es ése, dónde y para qué lo quieren bien lavado. Y el corro cada vez más intrigado, siéntate y cuenta, Sarnita, ¿cuál es la contraseña?, ¿por qué eso de lávate bien antes? Calma, vamos por partes: la dirección la sabe de memoria, no hay ninguna contraseña, miedo no tiene y esta vez ni siquiera lleva la navaja en el bolsillo.

Cogerá el tranvía 30 para saltar en marcha desde la plataforma trasera en la calle Bruch esquina Mallorca y caminará un trecho dirección Paseo de Gracia. Liada la bufanda al cuello y con el estómago vacío, temblándole un poco las piernas igual que el primer día, pero no de cangueli sino de debilidad. ¡Miauuuuu! le hacen las tripas. Maldita sea. En menos de dos semanas es la quinta vez que acude a la cita secreta, y de todas ellas recuerda especialmente la primera, aquella tarde que hacía la busca siguiendo un trayecto distinto del habitual, lejos del barrio, por el Ensanche y bajo sus largos balcones forrados de banderas y colchas, ramas de laurel y palmas secas. Llevaba como siempre el saco al hombro y la romana al cinto, pero ya barruntaba que no le requerían precisamente para venderle papel ni trapos viejos ni botellas. Si hubiese sabido para qué, se habría lavado todo él con jabón y restregado la roña de los pies con piedra pómez, de verdad, la abuela me habría expurgado la cabeza, habría quitado ese olor a intemperie de mis ropas y yo no me habría hecho ni una paja desde un mes antes por lo menos. Pero sólo le habían dicho: por tantas pelas, en tal día y a tal hora preséntate en tal dirección. Y se preguntaba para qué, qué sería, ¿una trampa, una cheka de esas que aún funcionan pero ahora en manos de la bofia, que decía el padre de Mingo? ¿Un asunto de estraperlo, una viudita que necesita consuelo? ¿Alguien que busca noticias de un familiar desaparecido en el frente, o sangre para un tísico…? Java no lo sabía.

Un viento húmedo recorría la ciudad, ese día que fue la primera vez. Peatones malafeitados y de mirar torcido surgían de las esquinas igual que apariciones y se alejaban arrimados a la pared como buscando un hueco donde ocultarse, una grieta para escapar, como si las calles amenazaran convertirse en una riada. Tras las acacias deshojadas se alzaban fantasmas de edificios en ruinas. Balcones descarnados mostraban los hierros retorcidos y rojizos de herrumbre, y ventanas como bocas melladas bostezaban al vacío. Delante de una carbonería se agitaba una cola de mujeres con los pies enredados en un rumor de hojarasca, y una brigada de presos amontonaba escombros bajo el esqueleto metálico de un garaje, en medio de un luminoso polvo rojo. El número apuntado correspondía a un altísimo portal, un profundo zaguán de paredes y techo artesonado; la escalera de mármol subía en torno al hueco del ascensor, parado por restricción eléctrica. Vidrieras de cristal esmerilado que las bombas respetaron, segundo piso, primera puerta, que abrió la gorda del Continental comiendo a dos carrillos: Has hecho bien en venir, no te arrepentirás, hijo, llevándole cogido de la mano por un oscuro corredor en cuyas paredes desfilan profundos ejércitos en páramos desolados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados entre nubes de polvo y espectrales armaduras, escudos y pendones, espadas, pistolones de chispa, puñales repujados. Un piso antiguo y enorme, sumido en una olorosa penumbra, con resonancias de loza en el patio interior. Blancos sudarios cubrían sillas y butacas repitiéndose en los espejos. Abriendo una puerta claveteada con terciopelo vinoso, la bruja del Continental le hizo pasar y la puerta volvió a cerrarse tras él como una trampa. Está solo. Es un dormitorio alumbrado con luz de gas, hay un viejo biombo con podridos querubines y nacaradas nubecillas desconchadas, prendas femeninas tiradas en el diván, pesadas cortinas color miel y, bajo sus pies temblorosos, la gran alfombra con un borroso amanecer en la playa y unos hombres antiguos y lívidos maniatados junto a un fraile capuchino. Los van a fusilar, piensa, y entonces ve la espalda desnuda de una chica sentada al otro lado de la cama. Ella se está quitando las medias muy despacio, las despega de sus piernas con una dolorosa atención, como si estuviera despellejándose. Y se vuelve de pronto y lo mira a Java por encima del hombro como una coneja asustada antes de ser agarrada por el cogote. ¡Grrrr…!, claman de nuevo las tripas de Java. Maldición.

Pero esta vez será distinto. Con ganas de orinar pero aguantándose. Hoy Java tiene media hora por delante y entrará en un bar casi vacío, en la barra pedirá una bolsa de patatas fritas y un vasito de sifón, por favor, luego irá al lavabo: los pantalones bajados, a horcajadas en el water, tira de la cadena y con el agua corriente se lava el pito y los huevos, chingándose de ganas de orinar. Mastica lentamente unas patatas como cartón mojado, mientras las ingles húmedas le transmiten vagas aprensiones a las enfermedades venéreas y a la tuberculosis. De nuevo ante el mostrador, mirando un plato de resecas empanadillas, nota los ojos como alfileres clavados en la nuca, y se vuelve, y le ve: no demasiado pulcro ni enfermizo, no tan delgado ni tan joven, tan pavero, con mirada superior y cabrona, con mucho fijapelo en la estrecha cabeza y negro bigotito de galán soñador sobre la boca pálida, no exactamente eso, sino mucho peor; y en una silla de ruedas, las piernas envueltas en un chal de lana azul, la mano esquelética apoyada en el puño marfileño del bastón.

Tras la mesa de mármol, llena de fichas de dominó, el petimetre observa a Java a través del vapor de la taza de manzanilla que sopla a la altura de la boca. Java le vuelve la espalda y observa otra vez las empanadillas pensativo: demasiado caras, qué miras, sarasa, no me alcanza, quién eres. Un agudo chillido de pájaro le hace volverse de nuevo: ahora la silla de ruedas es empujada hacia la calle por una muchacha a la que no había prestado atención, una sombra gris en una tosca bata gris de criada o de colegiala pobre.

En la esquina, un viejo apoyado en dos muletas aplica enérgicos brochazos de pintura negra a la placa calada que sujeta contra la pared; al retirar la placa queda la araña negra chorreando ribetes de luto, negros crespones como un vómito negro estrellado en el muro. Java se enrolla la bufanda al cuello, el viento lo despeina y tiene la frente olivácea llena de rizos. Pasando delante de la Provincial de Falange, volviéndose, y la silla de ruedas siguiéndole a veinte metros, bajo las acacias. La vuelta a la manzana paseando a un inválido, piensa, vaya cabronada. La chica empuja como una sonámbula, pobres sandalias de goma sobre gruesos calcetines caqui. Nunca vio ningún portero en el amplio zaguán, la garita de madera labrada y solemne como un alto confesionario está sucia de polvo y abandonada, y el ascensor no funciona. Sube las escaleras corriendo y llama a la puerta con los nudillos, saca el peine del bolsillo, lo pasa precipitadamente por el pelo. Antes de que le abran, tres espaciados chillidos de pájaro suben aleteando por el hueco del ascensor. Hostia.

– Llegas temprano -la dueña del Continental entorna los párpados maquillados de gris sobre los ojos verdes y le conduce a la salita con muebles que huelen a aceite de linaza y con altos vitrales emplomados que dan al patio. Lo deja sentado muy formal en el diván.

Diez minutos después la puerta vuelve a abrirse y la gorda hace pasar a la fulana, un regalito, de verdad: no una rubia oxigenada, flaca y pálida, de ojos inmensos y decaída boca de pez, no una furcia esmirriada con zapatos rojos de putón desorejada y con la falda abierta en un costado, no sólo eso. Vaya cuadro; chaval. Esta vez ni siquiera me la presentaron, la gorda se fue cerrando la puerta y sin decir mu. Hola, dije incorporándome en el diván un poco así. Y ella hola, una voz hueca, miraditas de reojo, pasos nerviosos delante de mí meneando las escurridas ancas, sentándose por fin en el otro extremo del diván. Cruza las piernas, abre el bolso y saca tabaco.

– ¿Cómo te llamas, chico?

– Daniel.

– Daniel qué más.

– ¿Y tú?

No contesta. Parece interesada, ahora, en ordenar el contenido del bolso. No una vieja como las otras, por lo menos. Unos kilos más, y estaría buena. Bonitas rodillas, medias zurcidas hasta la desesperación y encima calcetines cortos. Zapatillas de andar por casa, con borlas rosa. Una faldita plisada y una torerita color naranja, y, echada con descuido sobre los hombros, una gabardina marrón. Parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo.

– Ramona -dijo después de encender el pitillo, como hablando consigo misma, y recostó la espalda en el diván.

– ¿Te avisó la mastresa? ¿Dónde te pescó, se puede saber? Mirándole a hurtadillas, ella cierra los ojos y frunce la boca como si se tragara una blasfemia: acaba de hacerse una idea de la edad de Java.

– No me dijeron que sería con un niño. Mierda. ¿Quién vive aquí?

– Sólo conozco a la mastresa.

– Pareces un chico listo.

– Regular.

– ¿Has venido otras veces?

– Sí.

– ¿Es verdad que pagan lo que dicen?

– Sí.

Con una mezcla de curiosidad femenina y de miedo, la fulana mirándole a través del humo azul del Tritón, parpadeando como si no acabara de verle, calculando su edad, el vigor de sus manos grandes y sucias, ¿cuántos años tienes?, una cara de mona famélica rumiando musarañas, ¿cuántos, criatura?, mientras Java sonríe sin decir nada y ella cree ver una pálida rosa abriéndose en su frente. Unos golpes en la puerta y entra la gorda con una bandeja conteniendo dos vasos de leche y dos bocadillos de atún. Java incorporándose con una falsa autoridad en la voz: ¿no hay café-café, mastresa?, echando mano veloz al bocadillo y sin esperar repuesta, a su pareja: come tranquila, tenemos tiempo. Se va la gorda pero no tarda en volver, esta vez con media docena de empanadillas en un plato. Hoy no te quejarás, dice, y Java con el ceño fruncido: vaya, piensa, las resecas empanadillas del bar.

Ramona devora su bocadillo dándole la espalda, encorvada en el extremo del diván, agazapada como una bestia hambrienta, sus dedos picoteando las migas en la falda, ni una dejó escapar. Luego dice:

– ¿Hay que esperar mucho?

– Depende.

– ¿Depende de qué?

– Qué sé yo.

– ¿Quién es él?

– No lo sé -Java la mira ahora con recelo-. ¿Ya sabes lo que tienes que hacer?

– Sí.

– ¿Y estás conforme en todo? Luego no me vengas…

– Lo único que quiero es terminar cuanto antes.

Parloteo de sirvientas y ruido de loza y cubertería en el patio interior, repentinamente. Java se guarda dos empanadillas en el bolsillo cuando ya la gorda abre la puerta y se asoma: ya, dice sin entrar, y ellos la siguen por el corredor en penumbra. Ahora Java nota en su mano la mano helada y sudorosa de Ramona, y se la coge apretándola con fuerza. En el dormitorio, de pie, ella se queda mirando las dos lámparas de gas de amarillas camisetas, una en la mesilla de noche y otra en el velador; emiten un constante silbido, como abejorros de luz. La cobertura central de la cortina color miel deja ver, sumida en sombras, una pequeña puerta de cuarterones, y ahí es donde la mirada de Ramona se queda prendida un rato, después que la gorda se ha ido dejándolos solos. Pero la muchacha recupera en seguida cierta viveza, abre el bolso y deja el tabaco y las cerillas en la mesita, se quita los zapatos, empieza a desnudarse. Java se descalza sentado en la cama y sus ojos legañosos vagan por la alfombra, por las borrosas líneas y desvaídos colores de la alfombra con su dibujo de hombres maniatados frente a un pelotón de fusilamiento: tiene que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque en la arena se ven cantos rodados forrados de musgo, y sangre, y hasta a veces me parece oír el rumor de las olas en la rompiente, la espuma rozando los pies de los caídos en primera línea, hostia, parecen de verdad… Por señas le indica a Ramona que se desnude despacio, se sitúa tras ella y abrazándola le quita la torerita musitando en su oído déjame hacer, yo sé cómo lo quiere el tío, el jersey por encima de la cabeza, la falda resbalando hasta el suelo, luego el sostén y ella muy quieta, respingando el trasero, mirando a un lado, dejándose morder la nuca. Su cuerpo blanco emite un efluvio enfermizo de sudor y jabón malo. Al acariciar sus pechos, moviendo ahora las manos con una exagerada lentitud, una obsequiosidad dedicada ya a una tercera presencia, Java captará en la piel un fino relieve de moneda, unos costurones.

Ahora tú, espabila, murmura Java, y ella volviéndose para darle el vientre, para golpearlo torpemente con el hueso de la pelvis y unos rizos como alambres. Todavía de pie, Java con los rápidos dedos recorriendo la piel, tanteando a ratos el costurón pero no sabe dónde, se le escurre bajo las yemas, lo encuentra y lo vuelve a perder: ¿qué es eso?, le dice, ¿una herida? Ella termina de desnudarle con manos frías y ausentes, ¿así?, vale, muérdeme, suspira, grita si hoy quieres comer caliente, nena, así ya vale. Restregándose de frente los dos un buen rato, pero de cintura para arriba cómicamente parados: abrazados como para descansar o reflexionar o permanecer allí de pie un rato, oyendo el rencoroso silbido de serpiente que sueltan las lámparas de gas.

Ramona con una pregunta muda en la mirada:

– ¿Está aquí?

– No sé.

– Pero tiene que vernos…

– Supongo. Baja la voz.

– Maldito sea mil veces.

– Cállate.

– Me cago en sus muertos.

– Ahora déjame hacer a mí. A ver, trae acá.

Guiar su mano yerta hasta el sexo, empujar suavemente sus hombros hacia abajo, ella arrodillándose despacio para dejar la boca a la altura conveniente, pero sin decidirse del todo, conteniéndose. ¡Grrrr!, maldición. Apartando la boca como una mojigata y una estrecha. El estremecimiento de sus labios, la nerviosa resistencia de la cabeza ladeada, ese empeño en mirar a otra parte: puñeta, piensa Java, otra que me hará sudar, cruzando por su mente la idea de que podría ser no una meuca como las otras, sino una de aquellas viudas de guerra que la miseria y el hambre de los hijos pequeños lanzaba cada día a la calle. ¿Por qué si no esa angustia en los ojos, por qué esos ramalazos de asco y de miedo?

El trato era que la función debía durar no menos de una hora, y él ya había adquirido cierta técnica: abandonarse en seguida al primer orgasmo para luego, instalado en un grado inferior de excitación y sin sobresaltos, poder controlar la lenta carrera ascendente de ellas y prolongar su gusto sin dejarlas caer, sin soltarlas nunca pero sin acelerarlas tampoco, llevándolas hasta el final del tiempo acordado.

– Eso no -dijo Ramona, simulando aplomo con una risita-. Todo menos eso.

– No me digas.

– Por favor.

– Cierra los ojos, chata.

El cuerpo bañado en sudor, reluciente a la luz limón del gas como una nieve sucia, boca abajo y abrazada a la almohada, rechazando a Java por segunda vez con ojos suplicantes. Eso no. Tienes que dejarte, va, no te hagas la estrecha. Jadeando. La carne viva de su miembro, tocada de una sensibilidad que no obedecía a ningún deseo sino que era más bien un triunfo ciego de la voluntad, no conseguía penetrar entre las nalgas contraídas. Va, no irás a decirme que es la primera vez, tonta. De pronto ella esconde la cara en la almohada, que estruja entre sus brazos. Java apoya casualmente la mano en la tela mojada, primero chasquea la lengua, sorprendido y contrariado, luego se entrega a la evidencia.

– Ya está, me lo temía. No llores, puñeta.

Pero no era por eso que ella lloraba, no por lo que hacía o se dejaba hacer. Aflojando él su brazo, mascullando en voz baja hostia me tocó la china, por qué mierda me tocará siempre apechugar con estas bledas muertas de hambre, se recuesta a su lado y espera a que se le pase la llantina. Enciende un cigarrillo de cara al techo: pues aún queda lo peor, nena, y le iba a preguntar: ¿cuánto tiempo llevas en el oficio?, cuando oye con toda claridad el doble chillido de pájaro detrás de la cortina.

La cortina ahora corrida tres palmos, dejando ver la puerta de cuarterones entornada. Ramona se incorpora un poco y ve algo que la acogota nuevamente sobre el cabezal empapado de lágrimas. Un estremecimiento recorre su cuerpo, se acurruca junto a Java, se oculta tras él. Entonces Java vuelve los ojos hacia la cortina y mira a su vez pero con toda tranquilidad, mira el nido bermellón de sombras donde parece flotar una máscara de cera y capta la orden imperiosa agazapada entre dos ruedas niqueladas: fuera cigarrillos, a trabajar, a encajar otra vez las ingles doloridas en las nalgas heladas de ella.

El mirón permanecía en una inmovilidad accidental e inhumana, de maniquí roto. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Brillaron en la sombra sus pupilas, un instante, luego se apagaron. Alzó en el aire la barbilla, un gesto que presumía el hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: otra vez. Tápame que no me vea, susurra Ramona echada sobre el costado al borde del lecho, recibiéndole ahora sin resistencia pero como cayéndose con él en un pozo, gimiendo. Sus ojos habituados al desdén, se cierran al fin. Terminamos en seguida, desliza Java en su oído, ayúdame, bonita, mordisqueando una nuca tensa, por favor.

Ella no sólo no volverá a mirar en dirección a la cortina, sino que todo el tiempo procurará ocultar la cara, como si de allí partiera un resol que dañara sus ojos y su memoria. ¿Qué diablos te pasa?, penetrando él a través de concéntricas ternuras que no esperaba, pero sin conseguir tocar el fondo de aquella humillación repentina y aquel miedo tan raros en una furcia. Las manos de Ramona por fin recorriéndole, abandonada a sus acometidas, alzando una pierna temblorosa como un ala y enroscando las suyas, pero todavía escondiéndose de algo. Acostumbrado a captar el fluido de mandatos que parten de la cortina, Java irá indicando lo que conviene hacer, gemir en ciertos momentos y en otros gritar, blasfemar, morder, insultar. En cualquiera de los casos, ella no dejará de ocultar tercamente la cara, incluso al rodar abrazada a él sobre la alfombra arrastrando consigo la suntuosa colcha, o al andar a gatas recibiendo golpes simulados a medias, fingiendo ella a su vez dolerse y protegerse con los brazos pero haciéndolo tan mal que él tiene que ordenarle en voz baja quéjate, insúltame, llora, que se te oiga o tendré que hostiarte de verdad, cabrona. La abofetea tres veces pero los gemidos son débiles y demasiado auténticos, no creíbles, sólo expresan sorpresa y vergüenza, ella acurrucada en el suelo y mirándole como un conejo asustado y él pensando esto no pita, sintiendo casi pena de ella: su rosario de vértebras, su cabecita de pelajos cortos como los de un chico, su triste nuca de piojosa.

En otro momento la verá arrodillada en el lecho restregándose la barra de carmín por los labios, ¿qué haces, puta presumida?, quizá para darse un respiro, por supuesto de espaldas a la cortina. Pero al instante suenan tres golpes de bastón en el parquet: fuera pintalabios, y nueva orden: tumbarla y espatarrarla y morderla donde ya sabes hasta hacerla gritar como loca, llevarla a la silla y vestirla la capa pluvial, juntar sus manos tras el respaldo y atarlas con el cordón morado, y chuparle los pechines mientras ella echa la cabeza atrás, pataleando. Esto saldría mejor, pero luego, arrastrándose sobre la alfombra mientras él la azota con el cordón, volvería a inmovilizarse acurrucada junto a los fusilados al amanecer con la cabeza oculta entre los brazos. Sudando, Java tira el cordón y ella clava las rodillas en la arena salpicada de sangre, entre la cabeza destrozada por la descarga y el sombrero de copa caído, ¿a quién se le ocurre ir a la muerte con sombrero de copa?, agachándose despacio con las manos en la nuca hasta tocar sus rodillas con la frente. Oye el rumor pedregoso de las olas en la rompiente, repitiéndose a lo largo de la playa. Entonces, de pie a su lado, abriendo las piernas, Java apunta cuidadosamente y vacía la vejiga sobre la flaca espalda curvada, por fin, qué alivio, sobre la nuca y la cabeza. Ella se estremece al recibir el chorro caliente, lo nota escurriéndose por sus flancos y sus muslos, goteando de sus cabellos, su nariz, su barbilla. Obedeciendo a otra señal, Ramona tenía que incorporarse, dejarse coger de las caderas y resbalar despacio sobre él, hacia abajo, entre sus piernas abiertas. Notaría Java en el sexo la mejilla regada por lágrimas y orines y sudor, y tendría que centrar la cabeza con las manos, obligarla, sujetarla, recordarle de nuevo: si hoy quieres comer, reina, no te pares. Y Ramona resistiéndose hasta oír los bastonazos exigiendo más decisión, más viveza. Ahora, el sexo de Java arde indiferente a unos centímetros de su boca. Arrodillada, ella cede al fin a la fuerza de las manos.

Simulando en el acto arrebatos de ternura, Java instalaría un sueño rutilante allí donde la realidad seguía siendo dura y difícil: oía gruñir de aburrimiento o de hambre unos intestinos que ya no sabía si eran suyos o de ella, adivinaba su boca contraída por la náusea y en cierto momento, por casualidad, su mano tropieza con la cicatriz aferrada al hombro de Ramona como un lagarto rosado, cerca del cuello. Es un costurón muy feo, largo, la marca de fuego, piensa Java, la Mujer Marcada, ondia, que se me baja… Entonces, un vacío se apodera repentinamente de su minga en la boca caliente de ella, y se la deja desarbolada. Ramona levanta la cabeza y lo mira con ojos interrogantes, remotos. Java se esfuerza por borrar de su mente la imagen de la cicatriz horrible, la tapa con la mano, pero es inútil. A gatas, resollando, ella remonta su cuerpo lamiéndoselo una y otra vez.

Finalmente lo consigue con los dientes, esmerándose más allá de su propio miedo, y Java la voltea, enzarzados los dos como en una pelea, buscándose y rechazándose. De nuevo ordena grita, puñetera, insúltame, chilla, aráñame, pero ella sólo dice en voz muy baja mátame, dos veces al final, mátame mátame, y él nunca supo si lo dijo en serio o fingía.

Poco después advierten que están solos. Ramona corre a encerrarse en el lavabo y él se viste. Al volver, ella no quiere mirarle a los ojos, todavía tiembla y tiene prisa.

– ¿Quién paga?

– Vas muy ligera, ahora. Eso antes. Me has hecho sudar la gorda.

– Él no, supongo.

– No. La mastresa.

Vestidos ya, esperan sentados en la cama. Ramona fuma furiosamente, Java saca una empanadilla del bolsillo y come mirando el vacío, absorto como un niño. Oyen golpear la puerta con los nudillos, salen al corredor y la gorda, después de entregarles un sobre cerrado a cada uno, les conduce hasta la puerta.

En la calle, antes de separarse, encuentran cerrado el paso frente a la Delegación Provincial de Falange; la acera la ocupan una treintena de hombres con camisa azul que, rápidamente apeados de un camión y alineados en doble fila, cantan. Muchos peatones se paran, recelosos y serviles, y unen sus flacas voces a ellos, el brazo en alto y la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. Tienen que esperar que el ritual acabe, volverá a reír la primavera, y cuando Java se dispone a atacar la última empanadilla oye una voz a su lado:

– Vosotros, ¿no sabéis saludar?

– Como saber, sí señor -dice Java.

– ¡Venga ese brazo, coño! -Sí, señor.

– ¡Ni señor ni hostias! ¡Arriba el brazo!

– Sí, camarada.

Ya estaba Java en posición de firmes cuando recibió la bofetada. Ni siquiera llegó a verle la cara, al que se la dio. También Ramona, con la barbilla clavada al pecho, oliendo todavía a orines, temblando, extiende el brazo hacia las desnudas ramas de las acacias que arañan un cielo de plomo; los ojos bajos, más que saludar ella parece rechazar con la mano a alguien que no quiere ver, que no quiere escuchar. Java, ocultando la empanadilla en la espalda, con la boca llena y les ojos húmedos a causa de la cachetada, mirando la nada frente a él, todavía le quedan ánimos para masticar disimuladamente mientras espera los gritos de rigor.

El Simca 1200 GLE, blanco, matrícula B-750370, emergía un palmo sobre la superficie del mar. Bañado por la luz rosada del amanecer, su techo de vinilo negro y la brillante pintura de sus formas aún exhibía toda la elegancia que un día pudo hechizar a su comprador. Hundía el morro en el agua, al pie de las rocas, y el oleaje levantaba chorros de espuma por encima de la blanca cola levantada. Una de las puertas estaba abierta y las olas jugaban con ella. En el asiento posterior, dos niños idénticos aplastaban las narices en el único cristal intacto que quedaba y miraban con sus ojos redondos y ya velados la turbia nada del entorno submarino. Sus cuerpos flotaban ingrávidos y ligeramente de costado, como en una cámara vacía de aire o en un acuario, en medio de algas cimbreantes y alguna medusa transparente. Los demás cristales del automóvil parecían hechos de nieve sucia: astillados, con miles de fisuras. Una de las ruedas traseras, con neumáticos radiales de banda blanca, se apoyaba desinflada en una roca sumergida. Sólo asomaban por entero las aletas posteriores de la cola, cuyas luces intermitentes, en los diez segundos inmediatos al accidente, habían estado emitiendo reflejos del alba, guiños inhumanos, frías señales de una supervivencia técnica sobre la catástrofe y la muerte; un parpadeo sereno y confiado, como cuando tragaba kilómetros, como cuando aparcaba en la puerta del club.

– Así que ya no era un pelagatos -comentó Ñito.

– Y qué, si tampoco lo va a disfrutar -dijo la monja -. Dios mío, Señor mío.

El automóvil parecía un animal abrevando tranquilamente al pie del acantilado, veinte metros más abajo de la curva más cerrada de Garraf. Los golpes de mar lo iban ladeando lentamente y en el flanco derecho de la carrocería, un poco más arriba de la improvisada línea de flotación, mostraba una gran abolladura de la que aún saltaba la pintura y varios agujeros por los que asomaba una madera astillada. Dentro del coche, todos los ingenuos requisitos de la opulencia: reloj luminoso, guantera cerrada con llave, encendedor, techo forrado, asientos reclinables. El hombre que yacía de bruces sobre el volante, frente al parabrisas astillado, había hecho instalar un receptor de radio, y su mujer había insistido mucho en poner una moqueta rojo salmón, quizá para impresionar a los vecinos. Ahora estaba acurrucada a su lado, descalza, la falda y los cabellos ondulando hacia el techo según el capricho de las corrientes marinas. Pegada al tablié había una reproducción exacta, en fotografía, de los gemelos que flotaban en el asiento trasero con las caras aplastadas contra el cristal.

En la superficie serpenteaba una mancha de aceite estrecha y viscosa. Un poco más lejos, entre las rocas, un cisne de goma medio desinflado picoteaba aquí y allá obedeciendo al oleaje. También flotaba una gran pelota azul junto a una maleta abierta que nadaba entre dos aguas, y, alrededor del coche, esparcidos en un área de quince metros, se veían camisas de seda y vestidos de mujer estampados, pamelas, toallas, sandalias y nikis de niño, dos gorritos de marinero, folletos de turismo y mapas de carreteras. Debajo, en aguas un poco más profundas, un banco de pececillos alargados y de color acerado, con franjas negras, daba vueltas alrededor del automóvil. De vez en cuando, los peces se precipitaban todos a una al interior del coche entrando por las ventanillas y tironeaban las puntas de deshilachados cuajarones de sangre que flotaban como cintas rojas en torno a las cabezas del hombre y la mujer.

Y cuenta que, en lo alto del acantilado, los camilleros vieron a una joven rubia tapándose la cara con las manos, de bruces en el volante de su coche sport abollado por detrás.

– Este loco, dicen que gritaba la chica, llorando -dijo Ñito-. Quería pasarme, le daba rabia ir detrás y se le metió en la cabeza que tenía que pasarme, chillaba. No pensó en otra cosa desde que se me pegó detrás saliendo de Sitges, pobre loco.

– Esta manía de correr y correr -suspiró Sor Paulina-. Dios mío.

Cada día, desde las tres de la tarde, aproximadamente, hasta la hora del rosario, durante aquellos sofocantes días de septiembre, el viejo celador permanecía sentado con su guardapolvo azul ante un vaso de licor amarillento en el cuartucho oscuro y sin ventilación que Sor Paulina se empeñaba en llamar farmacia, y que no era sino una especie de maloliente almacén de potingues y frascos. Allí la monja preparaba recetas y dulzones e inofensivos licores sin nombre a base de colorantes y una pizca de alcohol. Había un ventanuco enrejado cerca del techo, al nivel de la calle. A medida que el sol daba de lleno en este costado del Hospital Clínico, cerca del depósito de cadáveres, el calor aumentaba y la gran cara redonda y banal de Sor Paulina, de una viscosa bondad de patata pelada, parecía reafirmarse más y más en su silenciosa cualidad vegetal para dejarle a él hablar y divagar libremente mientras se bebía sus jarabes. La monja parecía no escucharle siquiera, dedicada a anotar pedidos en una libreta, a suspirar yendo y viniendo de los estantes a la mesa arrastrando sus pesados pies, invisibles bajo los faldones del hábito. Ocupaba una silla alta de rígido respaldo en la que sólo apoyaba sus posaderas, más que sentarlas, frente al celador, que a ratos la ayudaba a clasificar cajitas de inyecciones y de píldoras con la finalidad de quedarse un rato más y seguir bebiendo y parloteando. Aunque en ocasiones ella movía su gran cara de luna de párpados cosidos, ingrávida en medio de la penumbra, y miraba a Ñito sin que él se diera cuenta, generalmente sólo era para recriminarle alguna grosería; sus ojillos grises nunca dejaban ver una luz de interés, una señal que acusara el paso de un recuerdo compartido.

– ¿Y su mujer? -dijo el celador-. ¿Quién será? Una de aquellas huérfanas de la Casa de Familia, seguro. Había una que le gustaba mucho, cómo se llamaba…

Vamos a operarla de apendicitis, a ésta le gusta el tomate, hum, no oigo palpitar su corazón, Luis, dame el boniato. Pegando la oreja a la teta izquierda, sobándola: auscultándola, tartajeaba Amén, niña, te estamos auscultando. Sor Paulina carraspeó ahuyentando malos pensamientos: erais unos marranos. Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos de la pelvis, la cálida hendidura de la ingle. Toque aquí, doctor, decía el ayudante. Hum, hay que abrir en seguida, señorita, ábrete de piernas o vas a morir infectada de pus, y con aladas manos quemantes le subió la falda hasta taparle la cara. Juanita, se llamaba.

– Pero no creo -meditó Ñito.

– ¿Y su familia? ¿No ha venido nadie?

– Nadie vendrá a reclamarlos, no tienen a nadie -el celador sonrió con una mueca-. Pero estos matasanos ya me buscan para las disecciones, eso sí. El doctor Malet me encargó una de cada.

La monja quiso saber si los niños gemelos también, y el celador dijo también, vaya cuervos.

– Cuando uno está muerto -suspiró Sor Paulina-, lo único que importa es el alma.

– Si usted lo dice, Hermana.

Criaturas inocentes, pensaba ella, angelitos, y su mente apesadumbrada dibujó la caída en el vacío, el automóvil suspendido sobre el mar entre fragmentos de valla, las ruedas girando en el aire y las aterradas caritas de los gemelos pegadas al cristal. El celador aventuró que la madre, de niña, podía ser una que le gustaba mucho jugar a médicos, ser la prisionera de los kabileños del Monte Carmelo y del Guinardó en un viejo refugio antiaéreo de Las Ánimas. La monja dio un respingo y pretextó no acordarse apenas del Centro Parroquial y además no quería oír más salvajadas y embustes, Ñito, parece mentira a tus años, se te caerán los pocos dientes que te quedan, hasta ese de plata. Pero él iba a lo suyo haciéndose el sordo, debería usted volver por allí, Hermana. Iba recordando, con sereno desorden, las aventis y los muchachos en torno a las fogatas, el juramento sobre la calavera y la ciudad misteriosa de los trece años, con sus gatos famélicos escarbando en las basuras y sus palomas decapitadas junto a los raíles del tranvía… Soy demasiado vieja, se lamentó ella. Si tiene tiempo, dijo él, y se cortó.

Si antes de morirse va usted un día a pasear por allí, quería decir, si sus viejas piernas pueden devolverla un día a nuestro barrio y se para usted a contemplar la nueva iglesia, entonces no dejará de recordar que este feo templo de ladrillo rojo está asentado sobre las cuevas y el refugio antiaéreo que fueron nuestros dominios. Una ancha faja de terreno partiendo la manzana desde Escorial a Sors, con entrada en ambas calles, un sendero de grava, una capilla blanca con los flancos apretados de geranios y fangosas rinconadas de lirios, y un surtidor sin agua. Esta monja era entonces una bondadosa catequista, una gordita cariñosa y buena como el pan para los niños, ya no muy joven, interesada sobre todo por cosas del culto y por el coro de huerfanitas, así que no sabía gran cosa de los trinxes y sus terribles guerras de piedras. Pero recordará que alrededor de la cripta de la que había de ser nueva iglesia, sólo había los pozos y covachas que años después cobijarían los sólidos cimientos, los fundamentos de la futura gran Parroquia, porque la República o la guerra interrumpió las obras, de modo que la pequeña y primitiva capilla, chamuscada por el incendio y acribillada de balas, aún servía para el culto a pesar del boquete en el techo, del frío y la humedad y la poca gente que cabía, pues incluso, acuérdese, cuando la misa del gallo en Nochebuena usted tenía que dirigir el coro de niños en la misma puerta. Vaya usted un día por allí, Hermana, y verá las calles en pendiente por las que ellos se lanzaban con sus infernales carritos de cojinetes a bolas; aunque hoy estén asfaltadas, aunque se alcen modernas casas de pisos y hay más bares y más tiendas, todo sigue igual. Nunca se fue del todo aquel viejo hedor de vagabundo piojoso, aquel tufo de miseria carcelaria que anidaba en algunos portales oscuros. Y aún verá en alguna esquina la araña negra que las lluvias y las meadas de treinta años no han podido borrar del todo, presidiendo el mismo montón de basuras de entonces pero más grande y variado y suculento, que hambre ya no hay, eso no. Y recordará también las fronteras del barrio, los límites invisibles pero tan reales de los dominios de los kabileños y charnegos, la línea imaginaria y sangrienta que los separaba de los finolis del Palacio de la Cultura y de La Salle, niños de pantalón de golf jugando con gusanitos de seda en sus torres y jardines de la Avenida Virgen de Montserrat.

Los peligrosos kabileños del Carmelo merodeaban por los alrededores del campo de fútbol del Europa y los descampados al final de la calle Cerdeña, iban en pandilla, tiñosos y pendencieros, sin escuela y sin nadie que les controlara, muchos de ellos aprendieron solfeo antes de saber leer y escribir, jamás conseguí que no desafinaran, sonrió Sor Paulina, sus roncas y malsanas voces de viejo me asustaban, eran niños peor que la peste, embusteros como el demonio. Sus ropas olían a pólvora quemada y a fogatas de verano, frecuentaban refugios antiaéreos inundados de tierra y agua de lluvia, agujeros negros que aún no era tiempo de tapar o que la gente ya había olvidado, y al principio no querían saber nada de Las Ánimas, del catecismo ni del coro. Sor Paulina cabeceaba sobre sus sedantes, dejando morir la conversación, pero el melancólico celador insistía: quería hablarle de nuestra afición a contar aventis, Hermana, un juego bonito y barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla.

Y habló Ñito de frías tardes invernales sumergidos en el tibio mar de tebeos y periódicos de acre olor, en la trapería de Java, alrededor de Sarnita y de su voz agazapada, revieja, abyecta y reverencial contando aventis: una cabeza rapada que lucía costras empolvadas de azufre como rabiosas moscas verdes, unas endiabladas manos tiñosas, una hermosa navaja de mango anacarado.

– No sé de qué juego barato me hablas -gruñó la monja.

Pero las mejores aventis eran siempre las que contaba Java en días de lluvia, cuando no salía a la busca con su saco y su romana y se quedaba en casa, recordó el celador: fue un día de estos cuando a Java se le ocurrió por vez primera introducir en la aventura inventada un personaje real que todos conocíamos, Juanita la «Trigo», una niña huérfana acogida a la Casa de Familia de la calle Verdi. En este preciso momento, al ver a Juani prisionera de la aventi, contuvimos el aliento y el auditorio se quedó expectante y desconcertado. Con el tiempo, Java perfeccionó el método: se metió él mismo en las historias y acabó por meternos a nosotros, y entonces el juego era emocionante de veras porque estaba siempre pendiente la posibilidad de que, en el momento menos pensado, cualquiera del corro de oyentes se viera aparecer con una actuación decisiva y sonada. Nos sentíamos todo el tiempo como alguien a quien va a sucederle un acontecimiento de gran importancia. Java aumentó el número de personajes reales y redujo cada vez más el de los ficticios, y además introdujo escenarios urbanos de verdad, nuestras calles y nuestras azoteas y nuestros refugios y cloacas, y sucesos que traían los periódicos y hasta los misteriosos rumores que circulaban en el barrio sobre denuncias y registros, detenidos y desaparecidos y fusilados. Era una voz impostada recreando intrigas que todos conocíamos a medias y de oídas: hablar de oídas, eso era contar aventis, Hermana. Las mejores eran aquellas que no tenían ni pies ni cabeza pero que, a pesar de ello, resultaban creíbles: nada por aquel entonces tenía sentido, Hermana, ¿se acuerda?, todo estaba patas arriba, cada hogar era un drama y había un misterio en cada esquina y la vida no valía un pito, por menos de nada Fu-Manchú te arrojaba al foso de los cocodrilos. «Lo-Ky, los cocodrilos para nuestro amigo», ordenaba el chino perverso y cabrón dando unas palmadas…

– Más respeto, celador.

– Era un chino de película, Hermana.

– Aun así.

En realidad, pensó Ñito, aquellas fantásticas aventis se nutrían de un mundo mucho más fantástico que el que unos chavales siempre callejeando podían siquiera llegar a imaginar: historias verdaderas con cocodrilos verdaderos, historias de delación y de muerte escuchadas fragmentariamente y de soslayo en las amargas sobremesas de nuestros padres, cuando se abandonaban al recuerdo, y que, sin embargo, no tenían la misma extraña fuerza de convicción que las aventis inventadas por Java o por Sarnita. Arruinada nuestra capacidad de asombro, sólo captábamos los signos del azar: Amén aseguraba haber visto tres viudas preñadas pariendo chorros de arroz y de harina en la Montaña Pelada, bajo la luna, espatarradas como viejas que mearan de pie; en la misma trapería, ausentes Java y su abuela, Sarnita decía haber oído, detrás de las altas pilas de papel y trapos, el paciente raspar de una lima y golpes de cuchara en un plato; y Luis juraba que en el cine Roxy vio cómo acribillaban a un policía secreto con una escopeta de caza, pero de juguete. A veces, acuclillados en torno a la más increíble aventi contada por el trapero, en invierno, al anochecer, la niebla nos traía la sirena lejana y fantasmal de un buque en la entrada del puerto y era como una sirena oída en sueños, no creíble, una sirena surgida de un mundo infinitamente menos real que el nuestro.

– Esto son aspirinas -dijo Sor Paulina, quitándole de las manos un frasco sin etiqueta-. Haz el favor de no mezclarlo todo.

Java solía empezar sus historias a tientas, palpando un agarradero cualquiera, por ejemplo un barco misterioso navegando en la noche con las bodegas llenas de pólvora camufladas en sacos de café del Brasil; entonces, si no sabía cómo continuar, si flojeaba su imaginación, se ayudaba un buen rato con un sonoro «¡tuuuuuuut…!», imitando maravillosamente la sirena del buque con el filo de la mano pegada a los labios y soplando «¡tuuuuuut!» mientras rumiaba la trama, la continuación, el despegue hacia una nueva intriga. Y en seguida, agarrándose las rodillas, balanceándose con las piernas cruzadas bajo el trasero, brillando sus pupilas en medio del círculo de oyentes, la intríngulis empezaba a fluir de su boca como el agua rápida de un arroyo, el relato se hacía impetuoso y abrupto, huidizo, dejando aquí y allá pequeños charcos de incongruencias y cabos sueltos que sólo mucho después nos intrigaban. Por ejemplo: ¿cómo podía un inválido en su silla de ruedas, si había restricciones de luz y el ascensor no funcionaba, subir hasta un segundo piso que en realidad era un cuarto? La niña que empujaba la silla, la Fueguiña, ¿hasta dónde lo llevaba? Aparte de la mastresa, que ella nunca llegó a conocer, en aquel piso no había nadie para ayudarla… Pero Java nunca se paraba en estos detalles, tal vez ni él mismo sabía gran cosa más por aquel entonces, y había de pasar mucho tiempo hasta enterarnos que era ella, la Fueguiña, la que al llegar al pie de la escalera, después del paseo de cada tarde, cogía en brazos al señorito y le subía peldaño a peldaño. Él se dejaba llevar como una muñeca, las piernecitas envueltas en el chal, la perfumada cabeza de negros cabellos engomados reclinada en el hombro de ella, los ojos cerrados, el fino bigotito tan bien recortado en la cara blanca como la cera. Nunca se nos ocurrió pensar que la Fueguiña, tan flaca y desmedrada, tuviera fuerzas para cargar con el inválido, ni que tuviera que ocuparse tanto de él: desnudarlo y meterlo en la cama, lavarle el cuerpo con una esponja rosa y ayudarle a hacer sus necesidades. Y eso que en las aventis de Java, según se vería tiempo después, la realidad era una oscura y pesada materia que había de permanecer aún mucho tiempo en el fondo, sin poder aflorar a la superficie. Pero todo acaba por saberse, Hermana…

– Vuestro refugio favorito estaba en Las Ánimas -dijo la monja -. Dios mío.

– Nadie lo sabía.

– Yo sí -dijo ella, y una nube de tristeza cruzó por sus ojos-. Os espié una vez, y era un infierno lo que vi.

El sol ya no pegaba en la pared exterior, los cristales ciegos del ventanuco se volvieron color ceniza. El celador, después de apurar su vasito de licor de pera, se levantó del taburete metálico frotándose los labios con la bocamanga ensangrentada del mono. Gracias, Hermana, dijo, ahora tengo que ir a pinchar a los perros y darles de comer. La monja lo vio salir, anda con Dios, Ñito, lo miraba empujar los batientes de la puerta pero no parecía verle, pórtate bien.

Se cruzó con el doctor Albiol en el pasillo y desenfundó rápido y disparó, ligeramente inclinado sobre el costado derecho. El doctor se reía y lo paró, tú siempre de broma, Ñito, qué haríamos sin ti en este hospital, ofreciéndole un cigarrillo. Preguntó ¿qué, alguna novedad?, y el celador contestó escuetamente: esta mañana ingresaron cuatro, accidente de coche, un matrimonio y dos hijos.

– ¿Y los parientes…?

– No tienen.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

El celador empezó a toser, tosió un rato apoyando una mano en la pared estucada. Ya sé a lo que vienes, pensó, todos sois igual. Con su pañuelo azul se limpió los labios, las cejas y la frente, y se volvió a medias de cara a la pared y congestionado para gruñir no vendrá nadie, si quiere una disección dígalo ahora, coño, qué más da otro pedazo. El doctor Albiol preguntó quién hará la autopsia, y en seguida, sin esperar respuesta, con media sonrisa crispada: pero bueno, ¿estás llorando? El celador se alejaba: ¿quién llora aquí, coño?

– Doctor, decía, acérquese, toque.

Presionando con los dedos la tensa piel del vientre, bajando, tanteando el hueso debajo de la pelvis. Hay que abrir en seguida, dijo el otro, y en sus manos Juanita notó más delicadeza, más calor y como un cariño al subirle la falda hasta la cintura. De pronto le oyó rugir: ¡Tijeras!

Echada de espaldas sobre una dura superficie que olía a madera quemada, vio la cara del doctor bajando hasta la suya con un destello de plata en los dientes. Sonrió tranquila, aunque con el pecho muy agitado, viéndole esgrimir las tijeras y mascullar las frías recomendaciones: calma, Juani, ni te vas a enterar, es como un afeitado en seco pero en seguida vuelve a crecer. ¿Quién está asustada, yo?, ella con una sonrisa que era un desafío: no me veréis llorar, jolines, no os daré ese gusto. Notó las puercas manos separando sus muslos con fuerza, los dedos demorándose en las zonas más tiernas, arriba, cerca de las ingles, el frío contacto de las tijeras y el cric-cric decapitando los rizos duros del color de la miel. Oyó decir: peluda la niña, mientras contenía la respiración, y sonrió resignada a la alta noche del verano, a las estrellas. Cayeron los últimos rizos y las manos seguían porfiando, explorando. Avisa cuando te duela, grita si quieres, nadie te va a oír. Ella se debatió furiosamente bajo la presión de las correas y pensó qué guarros, se me comen con los ojos, lo que sea que sea pronto. El doctor hablaba de úlceras y tumores malignos, y alguien dijo: Anastasia, y otro respondió anestesia, burro, y entonces ella vio caer sobre su nariz una plasta negruzca que olía a mocos. El pañuelo del Tetas mojado con agua de regaliz. Respira, tonta, te estamos anestesiando.

Juanita pataleó hasta que pudo respirar de nuevo. Quieta, chavala, y las cinco caras colgantes apretaban el cerco. Hay que explorar más, dijo el doctor, y ella cochinos, me habíais dicho que sería con guantes, protestó juntando los muslos, pero en seguida cuatro manos ansiosas volvieron a separarlos, mientras se paseaba ante sus ojos la centelleante navaja. Juanita ahogó un grito en el pecho al sentir el dedo rondando las cercanías, separando los labios, hurgando, atornillando, resbalando por las húmedas paredes. Se concentró probando a imaginar aquello, incluso cerró los ojos y soñó un peso dulce oprimiendo sus senos, sus labios, soñó un cariño por su pelo, pero no sintió nada. Al otro lado de las lágrimas, arriba en lo alto de su rabia, más allá de las ramas del almendro y de las palmeras mecidas por la brisa, el parpadeo de las estrellas enloqueció de pronto, la luz se descompuso. No te quedará señal, decía el más sobón, quieta, si no te portas bien vendrá a operarte el doctor Java y verás lo que es bueno.

Juanita consiguió levantar la cabeza y clavó sus pupilas en él.

– ¡Cochino! -lanzó juntamente con el salivazo-. ¡Sarnoso de mierda!

– Ya estás avisada -dijo Sarnita con calma, limpiándose la cara con el dorso de la mano-. Así que habla, maldita, canta de plano o probarás el Hierro Candente.

– Te marcaremos como a la Mujer Marcada -amenazó el Tetas.

– ¿O prefieres el boniato? -dijo Luis.

– A ésta le gusta el tomate -deslizó Martín al oído de Sarnita, los dos sujetándola por las piernas-. Vomitará todo lo que sabe, pero antes quiere probar el boniato. La puntita nada más.

– No te hagas la estrecha, Juani -decía el Tetas, mojando de nuevo el pañuelo en el líquido negro de un botellín de vermut-. Canta y te soltaremos, no seas boba.

– ¿Esto es jugar a médicos? -protestó ella-. ¿Esto? No me enredaréis más. ¿Y tú quieres ser médico cuando seas grande?

– Seré médico -dijo Sarnita-. Operador.

– Ja, ja, ¡Animal!

– ¿De qué te ríes, mamona? ¡Luis, el boniato! -ordenó Sarnita, abriendo la palma de la mano con la fulminante autoridad de un cirujano en el quirófano-. ¡Rápido!

Se acercó Luis y ella notó el olor a café tostado que desprendían sus ropas. Cerró los muslos y clausuró una vez más el dulce ensueño de aquello. Con sus rugosidades y sus pelajos, crudo y frío, puntiagudo y al mismo tiempo sobado por el roce de tantas manos y bolsillos: así lo imaginaba ahora abriéndose paso. Todas las manos no tenían sin embargo bastante fuerza para separar sus piernas, toda la diabólica habilidad de Sarnita no alcanzaba a introducir siquiera la puntita nada más. Huy, huy, hablaré, dijo Juanita con una urgencia fingida, pero soltadme, dejadme respirar…

Luis encendió una colilla de rubio en la llama del cirio. Se oía en la noche el chinchín de las orquestas lejanas, una mezcla de briosos bailables que llegaban de varias calles: Legalidad, Providencia, Encarnación y Argentona. Aullaban las sirenas en las atracciones de la plaza Joanich. Dentro del amplio solar de Can Compte, cuya tapia mellada se recortaba negra contra el cielo estrellado, ellos miraban con malignos ojos a la huerfanita sujeta con cinturones de piel de serpiente a la puerta chamuscada y apoyada horizontalmente sobre pilas de ladrillos, en medio del sembrado de escombros: un páramo desolado y yermo, viejos árboles medio carbonizados por rayos o bombas, una tierra que a trechos parecía castigada por dientes y garras. A ratos el viento levantaba del suelo una efusión de cenizas y humo. Colgaba la enredadera de la tapia como un encaje antiguo y polvoriento, y cobijaba a la niña prisionera y semidesnuda el ramaje de un viejo almendro cuyo tronco habían mordido las balas; alrededor de cada impacto, un corazón y un nombre grabados a punta de navaja, Susana, Menchu, Fueguiña, Rosita, Virginia y Trini. Acuclillado junto a Juanita, Martín jugaba con la navaja entre las manos. En voz baja casi de enamorado le decía no tengas miedo, chavala. Java sigue durmiendo en el coche, a lo mejor ni se acerca por aquí. El Tetas y Amén se sentaron junto a Luis, que repartía pastillas juanola. Mingo, acodado a la improvisada mesa de operaciones, miraba las braguitas blancas de la prisionera bajadas hasta las rodillas sucias de polvo de reclinatorio. En todas las caras bailaba la luz amarilla del cirio que ardía en medio del bidet, clavado en su propia cera derretida. Hosti, Juanita, eres fermi, dijo Mingo, no creí que aguantaras tanto.

– Un respiro, trinxes -dijo ella-. Tápame un poco, tú.

Mingo le bajó la falda hasta la mitad de los muslos. Cerca se oía el canto de los grillos y lejos la música de la Fiesta Mayor. Martín se incorporó rascándose con las uñas el flaco pecho, allí donde se balanceaba el cordel con la bolita de alcanfor, y lanzó una torva mirada a través de la noche clara, al ras de los hierbajos y la tierra blanquecina y sepulcral que iba desde Legalidad hasta Encarnación, hasta las ruinas de la masía inmemorial custodiada por cuatro palmeras. Más allá de las zanjas y rastrojos se veían empalizadas rotas y alambradas abatidas, arrasadas como por un huracán. Desde la calle Escorial, asomando por encima de la tapia, una farola bañaba de azul el chasis oxidado del Ford tipo Sedán sin ruedas ni puertas, un cascarón abandonado, podrido por la lluvia. Dentro yacía una sombra inmóvil sobre arpilleras deshilachadas, Java alumbrando el dorso de su mano con una linterna de pilas, mirándolo como si leyera en la piel. Martín tocó su hombro: Java, dijo, vienes o qué. Voy, incorporándose pensativo, el pulgar engarfiado en la gran hebilla de latón del cinto. Al llegar junto a ellos apoyó el pie en el borde esmaltado del bidet, el codo en la rodilla, miró un buen rato la llama temblorosa de la vela y luego a la prisionera, de pies a cabeza: su tosco uniforme azul, la corbatita blanca, el moño de beata, las braguitas bajadas, el sucio escapulario cruzado en la cara. Sobre todo, su sonrisa torva y descarada.

Juanita miraba al trapero con ansiedad y malicia, las orejas encendidas como ascuas:

– Ya tenía ganas de verte, fanfarrón. ¿Qué quieres saber? Venga, pregunta. ¿Qué buscas?

Java no dijo nada, todavía. Fue Martín:

– ¿Es verdad que tú y tus amiguitas habéis encontrado municiones enterradas aquí?

– Mierda -dijo Juanita.

– ¿Así es como os enseñan a hablar en la Casa de Familia? -dijo Amén.

Martín limpiaba la hoja de la navaja en el borde de la falda de la prisionera.

– Este territorio es nuestro -dijo-. Habla, o te operamos la pendiz.

– Márcala, Martín -sugirió el Tetas.

– Primero le pondremos mistos encendidos en las uñas. Luis sacó la caja de fósforos. El miedo asomó a los ojos de Juanita, fijos siempre en Java. Parpadeó.

– Algo oí decir en Las Ánimas, pero no me acuerdo -masculló.

– Vomita, chavala -Sarnita esgrimiendo el boniato peludo, esperando una señal de Java-. ¿Qué fue lo que oíste?

– Que uno de Los Luises había encontrado algo por aquí.

– ¿El qué?

– Una bomba de mano.

– ¿Dónde?

– Yo qué sé, por aquí -Juanita empezó a culear furiosamente sobre las tablas desencajadas de la puerta-. Desátame, tú, que me sangran las muñecas.

– Oye, ¿tú vas mucho a Las Ánimas? -le preguntó Sarnita.

– Sí, qué pasa.

– Más alto, no te oímos -dijo Luis rascándose el ojete con el dedo-. Canta o te hacemos la vaca. ¿Quién encontró las municiones?

– ¿Qué te rascas, gorrino? -Súbitamente puso cara de pena-. ¿Tienes cucs? Huy, qué mal lo vas a pasar. ¿Quieres saber cómo se curan en seguida?

Luis asintió. Ella volvió a mirar a Java, pero el trapero seguía inmóvil y silencioso.

– Las preguntas las hacemos nosotros -dijo Sarnita-. Y no intentes desviar la conversación, muñeca.

– Pues no me sacaréis nada -dijo ella-. Trinxes. Kabileños estropajosos. Indecentes gorrinos.

Sarnita reflexionó, paseó en torno al descascarillado bidet donde Java apoyaba el pie, y leyó en la cara de Java, en su extraño silencio: las oscuras manos colgando inertes, cruzadas sobre la rodilla, el pañuelo de colores anudado al cuello, la pescadora azul, el rostro impasible sobre la luz inquieta de la vela. ¿Qué esperaba el legañoso, por qué no la interrogaba él, si había sido suya la idea de hacerla prisionera?

– Vamos a ver -dijo Sarnita volviendo junto a ella -. ¿Quién de vosotros ha estado en Las Ánimas, aparte de Amén y el Tetas?

– Yo fui una vez -dijo Mingo.

– Nada. Beatas y gorigori.

– Tú qué sabes -dijo el Tetas-. Tienen mesas de ping-pong y equipo de fútbol, con un balón de reglamento, y botas y camisetas y todo. Y además hacen funciones de teatro.

– Sí, pero a cambio te hacen tragar hostias y pasar el rosario todo el puto día -insistió Mingo-. Y te enseñan el catecismo, esas beatorras.

– Son muy buenas -dijo Juanita-. Pregúntale a Amén, que es monaguillo. Y dan merienda… ¡Las manos quietas, tú!

– Pero bueno, ¿quién habló de ir a Las Ánimas? -dijo Sarnita furioso.

– Java.

– ¿Y por qué?

– Así podrá currelar a las huerfanitas, ¿no lo entiendes, tarugo? -dijo Martín-. Podrá interrogarlas. Investigarlas.

– Ya.

Java no metía baza en la discusión. Se había sentado en un pedrusco bajo el almendro y miraba a Juanita. Resonó lejano en la noche un estallido de voces y aplausos desde una calle en fiestas, pero los músicos debían estar ya cansados y la melodía se perdía en el camino: llegaba sólo un monótono pulso de bombo y contrabajo, un sordo latido que más parecía pertenecer a la noche que a la orquesta.

– A mi madre le gustaría que yo fuera a Las Ánimas -dijo Luis -. Dice que así estaría menos en la calle.

Liberada de la puerta-camilla, con las manos ahora atadas a la espalda, la prisionera era empujada por Sarnita hasta el centro del corro fantasmal, junto al bidet con la vela. El último empujón dio con ella en el suelo. Java hacía rodar en sus manos la linterna de pilas. Sarnita se acuclilló ante Juanita y la llama relumbró en su cabeza rapada, llena de costras curándose con polvo de azufre. ¿Quién encontró las municiones?, dijo. Habla, desgraciada. Java se incorporó. Martín rugió: Nos ha tomado por el pito del sereno. Se abalanzó sobre ella y rodaron los dos en medio de un polvillo de yeso. Juanita quedó a gatas y a él se le vio un instante fugaz pegado a sus nalgas y agitándose frenéticamente, golpeándola con la pelvis como un perro. Pataleando, ella se dio la vuelta y mordía el aire, hasta que se vio aplastada bajo el peso y el ansia de Martín y se inmovilizó. Ladeó la cabeza lentamente y escupió en el polvo, y levantó despacio las rodillas, y luego, más despacio todavía, buscó a Java con los ojos y desde su ambiguo sometimiento le dedicó aquella sonrisa como una mueca. Acercándose, Java la cegó con la luz de la linterna, pero ella siguió retándole con los ojos y la boca torcida, emborronada por el polvo y una saliva sanguinolenta. Me ha mordido, el bestia, dijo con una extraña indiferencia, lamiéndose el labio, escupiendo.

– Suéltala -ordenó Java.

Martín se hizo a un lado, de rodillas, y sacudió el polvo de la falda y de las piernas de Juanita, que ya se incorporaba. Animal, murmuró ella, bestia.

– Ven aquí, acércate a la luz -dijo Java -. ¿Cómo te llamas?

– Lo sabes muy bien, trapero.

– Cómo te llamas.

– Juanita. Tú, quítame esta porquería del pelo ¡Con cuidado, bruto!

Martín le expurgaba la cabeza, tironeando briznas de hierba. Luis dijo:

– La «Trigo». Juanita la «Trigo», así la llaman.

– ¿Por qué?

– Por el color del pelo, tonto -Juanita sacudió la melena airosamente-. ¿Que no lo ves? ¡Ay…! ¡Manazas! Y acabemos, venga, que tengo que volver a la calle Sors, la señorita ya me habrá echado en falta. Vaya jaleo por dos zarrapastrosos almanaques de Merlín, y sin tapas.

Se apresuró el Tetas a precisar: un almanaque y vas que ardes, chata, y ella protestó indignada, me habíais dicho dos, jolín, un trato es un trato. Sarnita intervino diciendo que sí, bueno, pero tienes que dejarte pichar.

– Nanay, listo. Qué te has creído.

– Pues todas os dejáis tocar por los Dondi en el portal de la Casa de Familia…

– Mentira -dijo Juanita-. Quiero irme. Ojalá me hubiese quedado en la Fiesta Mayor. Cochinos.

Java, que se paseaba cabizbajo en torno a Juanita y la vela, dijo sin mirarla:

– Tendrás lo prometido, más otro tebeo de Monito y Fifí de propina. ¿Contenta? -se paró ante ella, sonriendo-. ¿Te gusta la Fiesta Mayor del barrio?

Algo en su sonrisa hizo pensar a Juanita: ahora sí, ahora me podría dar el verdadero miedo, podría sentirlo sobre mí, y nadie me oiría gritar, nadie acudiría si me desangrara.

– Si una pudiera quedarse toda la noche y bailar con quien le gustara… -dijo-. Pero la señorita, se lo decía a éste mientras me traía aquí, la señorita sólo nos deja un rato. Un paseo para ver las calles adornadas, las orquestas, los vestidos de las chicas…

De todos modos, que se había divertido mucho, añadió, primero fueron todas a la Parroquia y desde allí, en compañía del mosén y algunas catequistas, a recorrer calles; que en la calle Sors el mosén había subido al tablado de la orquesta para inaugurar las fiestas, y también subieron Pilar, Virginia y Rosita, y el mosén había hecho un bonito sermón, bueno, un discurso, dijo que era el primer año que la junta de vecinos lo invitaba a la inauguración y que esto satisfacía mucho a la Parroquia y a Dios también, que así la iglesia volvía a participar de la sana alegría del pueblo, después de tantas desgracias y penalidades con la guerra, y al recordar a los caídos algunas mujeres lloraron, pero entonces el mosén cogió la trompeta de uno de los músicos y tocó, todo el mundo se rió mucho y decían qué campechano es este cura, y lo dijo uno que dicen que era rojo, fíjate.

– ¿Tampoco tú tienes padre? -dijo Java. Juanita se encogió de hombros, los labios prietos.

– Como todas las de la Casa -gruñó contrariada, escupiendo las palabras -. Los nacionales lo fusilaron, por si te interesa. Bueno, qué más quieres saber, presumido. Para qué me quieres. Martín me ha dicho que es por las municiones… ¿O no es por eso?

Java se quitaba el pañuelo del cuello y ella dijo intrigada: ¿me vas a vendar los ojos? Mientras él se lo anudaba en la nuca, cuando ya no veía nada, pudo oler la misma colonia que usaba el alférez Conrado y que a veces gastaba la Fueguiña. La voltearon como una peonza y notó bajo la falda la rápida mano, adivina quién es, ella se revolvió pataleando, se desequilibró, las manos de Java la sostuvieron por la cintura: tranquila, Juanita. Y la voz ansiosa de Sarnita: ¿es verdad que un moro te pichó en tu pueblo, golfanta, y delante de tu padre? Y las risitas del Tetas y de Amén.

– Callaros, coño -dijo Java, pero ella notó que no ponía autoridad en la voz -. Juanita, no tengas miedo. Ahora te quito el pañuelo y podrás volver al baile. Confía en mí. Sólo quiero que me digas una cosa.

– Si la señorita se entera que me he escapado, me mata.

– Dime, ¿quién es ahora la directora de la Casa?

– La señorita Moix. Ya es vieja y no guipa nada, pero se entera de todo. La Fueguiña y yo siempre nos escapamos. Claro que la Fueguiña tiene la suerte de trabajar fuera de Casa…

– ¿Trabajáis?

– ¡Que si trabajamos! Coser, bordar, lavar y planchar y fregar. Casi nada. Todo el santo día. Y fabricamos flores de papel, esas que adornan las calles para el baile. Y también hacemos encaje de bolillos, y la Biblia en pasta, hijo. Otras tienen más suerte y trabajan fuera, de criadas o de asistentas, como la Fueguiña. Lolita va a una academia de corte y confección…

Alguien que no era Java la cogió por los hombros y de nuevo le hizo dar vueltas, y una voz carrasposa para darle miedo: ¿ves algo, niña? Pero la voz del trapero, tan cerca de su oído, era la única que le causaba escalofríos:

– La directora que había antes, ¿cómo se llamaba?

Juanita se estremeció. Su cabeza, con los ojos vendados, se irguió un momento como si hubiese captado una señal en la noche, más allá de la música de grillos y orquestas. Los altavoces de la calle más próxima soltaban una voz nasal de vocalista: el mar, espejo de mi corazón.

– ¿Cómo se llamaba? -insistió Java.

– Yo no sé nada. Yo llegué a la Casa hace cuatro años, ya habían entrado los moros en mi pueblo -las veces que me ha visto llorar-. Yo, cuando me trajeron aquí a Barcelona, ella ya no estaba de directora, ya había la señorita Moix -la perfidia de tu amor.

– Pero has oído hablar de ella -dijo Java-. A las otras huérfanas.

Juanita oyó una voz que subía irritada desde el suelo, la de Sarnita: serás cabrito, ¿qué cuento es ése de la otra directora? ¿Qué buscas, Java, qué investigas en realidad, qué tiene eso que ver con nuestras municiones? Pero el trapero no le hizo ningún caso, y dirigiéndose a Juanita, en el mismo tono afable pero frío de antes, repitió:

– Habrás oído algún comentario sobre ella, a que sí.

– La señorita Moix no quiere que hablemos de ésa… Alguna chica habrá que la haya conocido, supongo, entre las mayores. Pero está prohibido nombrarla. Yo ni siquiera sé cómo se llamaba.

– ¿Por qué está prohibido?

Juanita suspiró. Adivinaba una tensión en todos menos en el trapero. Ellos no entendían las preguntas de Java. Este interrogatorio es una tifa, dijo Sarnita. Se oyó el clic de la navaja.

– Habla o te marco la cara -dijo Java-. Yo no bromeo, chavala.

– Por algo malo que hizo una vez -susurró Juanita-. Dicen que una noche cortó las cabezas de todas las muñecas de las chicas de la Casa. Y además ahora hace la mala vida, dicen, igual que Menchu.

– Una furcia.

– Eso.

Notó los dedos de Java en la nuca, el pañuelo resbaló por su cara y lo primero que vio fue a Sarnita sentado a sus pies, mirando al trapero con impaciencia y fastidio. Por fin, dijo Juanita, ahora las muñecas, creo que tengo sangre. ¿Me puedo ir ya? Luis ofreciéndole una pastilla en la palma tiñosa de la mano: ¿quieres una juanola?, con la otra hurgándose el trasero. Pónmela en la boca, así. Oye, ¿de verdad tienes cucs?

– ¿Habéis tenido noticias de ella? -dijo Java -. ¿Sabéis dónde vive ahora?

– Pregunta a la Fueguiña. Ella la conocía, creo.

Java le dio la espalda, alejándose hacia el chasis del Ford. Sarnita protestó de nuevo: esto es muy aburrido, y empujó a la prisionera hasta obligarla a sentarse en el bidet. El cirio ardía entre sus rodillas. Java se había recostado en el interior del automóvil y desde allí contemplaba la escena, sin mucho interés. Luis y el Tetas la sujetaban por los tobillos, Mingo le juntaba las muñecas a la espalda y Sarnita le cerraba los muslos en torno a la llama. Verás ahora si cantas o no, verás si le dices a Java dónde vive esa meuca. Y volviendo la cabeza hacia el Ford: ¿es importante, Java? El trapero frunció la boca y Sarnita añadió: ¿lo ves, perra? Vomita.

– Pero si yo no sé nada, si nunca la he conocido. Qué vergüenza, virgen, qué vergüenza.

– Se está poniendo cabrona, Sarnita -dijo el Tetas -. ¿Le bajamos otra vez las bragas?

– Te vamos a quemar el conejo, chavala -dijo Mingo cortándole el paso a Martín -: Tú quieto, no te acojones, que no pasa nada.

– Se va a quemar.

Con ojos desorbitados ella miraba la llama de la vela a unos centímetros de los muslos polvorientos y rasguñados. Debatiéndose consiguió liberar una mano y arañar la cara del Tetas, que rodó por el suelo exagerando un aullido.

– Juani la intrépida -dijo Sarnita.

– Canta, mala zorra.

– Te vamos a meter el boniato por el ojete.

– ¡No sé nada, os digo que no sé nada!

– A ver una cosa -intervino Java alumbrándoles con la linterna. Ellos cejaron en su empeño, pero no le quitaron las manos de encima. La respiración entrecortada de Juanita aplastaba la llama de la vela -. A ver, si me dices la verdad te soltamos. ¿Sabes si tenía una marca especial, alguna vez oíste decir a las huérfanas si tenía una señal en la piel, una cicatriz?

– ¿Una cicatriz en la piel?

– Sí. Unos costurones…

– No. Y te lo repito: pregunta a la Fueguiña. Yo no sé nada.

Java se quedó pensando y todos protestaron de nuevo: cabrón de legañoso, ¿qué misterio se trae? Cuéntanos de una vez qué buscas, quién es la meuca de la cicatriz. Java sólo dijo:

– Soltadla, y que se vaya a bailar.

Juanita sonrió entre las lágrimas, frotándose las doloridas muñecas. Luego sacudió su falda y su pelo.

– Con esta facha -dijo Mingo-nadie te sacará a bailar.

– ¡Y a mí qué! Yo bailo con la Trini.

– Luis, acompáñala -ordenó Java, y a ella-: Ya sabes, si hablas de esto, si se lo cuentas a alguien, entonces sí, entonces te rajo esta bonita cara de un tajo y además te pelo al rape.

– No me digas -canturreó Juanita-. ¿Nada más? ¿No queríais nada más de mí, esta noche? Os creéis muy listos, ¿no? Lo único que sois unos cochinos.

Y dando media vuelta se alejó en dirección al boquete de la tapia que daba a la calle Legalidad, tropezando con matorrales y escombros pero decidida y ágil. Rascándose el ojete, Luis se precipitó tras ella y al ir a cogerla de la mano ella le esquivó furiosa. Pero le dijo en voz baja, casi dulce: conozco un remedio para los cucs que no falla, un collar de ajos. Te regalaré uno, aunque no te lo mereces, no, guarro.

Y fue esa misma noche cuando Java empezaría a interrogar a todas las huerfanitas, buscando alguna pista que le llevara a la puta roja. El verano del cuarenta, debía ser. Calle por calle, custodiado por los kabileños de bolsillos repletos de pólvora y pellejos de serpiente por cinturón, durante cerca de dos horas recorrió inútilmente el barrio en fiestas. Encontró a varias muchachas de la Casa, pero no a la Fueguiña. El Tetas y Amén le abrían paso penetrando en las riadas de gente con violencia, a codazos y levantando las faldas de las chicas y tirándolas del pelo. Volaban serpentinas de balcón a balcón y de una acera a otra, por encima de parejas y mirones que transitaban apretujados en ambas direcciones. La pandilla permaneció un rato frente al tablado de la calle Sors, admirando una frenética exhibición del batería de la orquesta Melody. En la esquina de la calle Laurel, en medio de un corro de excitadas muchachas que lamían polos de limón y naranja, un artista joven y vestido pobremente pintaba bonitos paisajes al pastel con asombrosa rapidez y los vendía allí mismo a perra chica la media docena. Un anciano barquillero que había instalado su ruleta con cigarrillos de anís, boquillas de papel y botellines de vermut, fue expulsado de mala manera por un guardia civil vestido de paisano, vecino de la calle Argentona. Casi nadie se fijó en el joven perdulario con macuto y cabeza rapada que se inclinaba muy despacio sobre el bordillo de la acera; parecía agacharse a recoger algo, pero en realidad se estaba cayendo de debilidad. Lo incorporaron a medias y lo sentaron recostado en la pared, y tenía una brecha en la frente y la hija de una vecina, una muchacha con un ceñido vestido verde, trajo un vaso de leche que el joven vagabundo no quiso beber.

Al final de la calle se oían aplausos. Con los negros cabellos engomados y la chupada cara de tuberculoso, un fino bailarín de entoldado evolucionaba elegantemente con su rubia pareja en medio de un círculo de mirones. Frente al portal de la Parroquia, las huérfanas de la Casa de Familia bailaban entre sí empuñando monederos de plexiglás verde. Al preguntarles Martín, dijeron no saber dónde estaba la Fueguiña, riendo como tontas, ¿pues qué le queréis a ésa?, aquí tenéis a la Pili… En un callejón oscuro y desierto se besaba una pareja y ellos se pararon a escudriñar las sombras con sus vertiginosas pupilas, habituadas a cazar gatos en la tiniebla más densa. Las campanas de Las Ánimas dieron las doce. La sombra silenciosa que en este momento se cruzó con ellos era el novio pistolero de Margarita: pasaba sin verles con su rostro terrible picado por la viruela, blanco y duro como el hielo. Sarnita se agachó como si oyera silbar un obús.

– El «Taylor» -dijo.

El «Taylor» caminaba con los brazos separados como si tuviera ganglios en las axilas, amargado, lento y abstraído y con su pelo negro acharolado, y pasó tan cerca que ellos captaron el sudor de los sobacos oliendo a cuero.

Pasada la medianoche, Java propuso formar dos grupos y volver a encontrarse más tarde. Excepto él y Mingo, todos se juntaron media hora después en las atracciones de la plaza Joanich. En las casetas de tiro pidieron una escopeta y por un real le tiraron a una botella de anís hasta que la dueña descubrió que utilizaban balines que Amén llevaba en el bolsillo, y les quitó la escopeta. Subiendo por Escorial, al romper a pedradas el solitario farol de la esquina con San Luis, un viento repentino que surgió de la oscuridad tumbó de espaldas a Sarnita; fue como una aparición fantasmal, explicaría después, un hombre alto y pálido que avanzaba encorvado contra la noche; pudo ver un instante el brillo acerado de sus ojos, su abierto chaquetón azul de marinero y su alto pecho desnudo y tatuado; asomaban rizos de oro bajo su boina y su barba era rubia como la miel. Que se le vino encima al doblar la esquina, dijo, y que luego se alejó a grandes zancadas con sus andrajosas alpargatas azules. Quiso añadir, aunque no pudo o no supo, que aquel hombre parecía venir no de la noche más remota, sino de un naufragio, una tormenta o una taberna del puerto con su manchado mostrador.

– Es él -dijo-. Es el marinero.

– Yo no he tenido tiempo de verle -dijo Amén-. ¡Vaya susto!

– No puede ser. Está en Francia -dijo Martín-, se fue en un buque de carga.

– Pues ha vuelto.

– ¿Será el que trae café de estraperlo al tostadero clandestino donde trabajas tú, Luis? -dijo el Tetas-. Seguro, seguro.

– Sí que lo trae un marinero -dijo Luis-, pero no es éste. Éste es un maquis, chaval, ¿qué te juegas? Seguro que lleva un carnet de AFARE, mi padre tiene uno…

Nanay, lo interrumpió Sarnita echando a caminar, os digo que es él y viene de Marsella, siempre quiso ser marinero. Pensaban contárselo a Java, pero esa noche ya no le vieron. Y cuando Mingo se juntó con ellos, les contó lo ocurrido con la Fueguiña: él y Java la habían encontrado por fin en la calle Torrente de las Flores, y Java estuvo con ella más enigmático que con Juanita, ni siquiera le preguntó por las municiones. Al parecer no la reconoció en seguida, era muy distinta a aquella chavala que vio por primera vez, aquella sombra gris en una tosca bata gris y con sandalias de goma. Bailaba, dijo, con uno que llevaba pantalón bombacho, un tal Sergio, que Java conocía de venderle novelas de Doc Savage de segunda mano. La apretaba mucho pero ella no quería darse cuenta o le gustaba. Por encima de su avispada cabeza, de sus negros cabellos partidos sobre la frente y recogidos en dos gruesas trenzas, se extendía hasta el final de la calle el techo de guirnaldas y tiras de papel de seda desflecado y bombillas de colores. Párvulos y voraces, los ojos del trapero vagaban por la pobre faldita floreada y el mísero pullover rojo, mordisqueado en las mangas y erizado de una pelusilla luminosa, mientras se dejaba sobar por su pareja. Aprovechando una pausa de la orquesta, se interpuso entre la pareja y la invitó a bailar el siguiente bolero, pero ella le rechazó. Mingo no sabía cómo se deshizo Java de su rival, sólo vio que le daba un recado a la oreja, que entraron juntos en un portal oscuro y que al poco rato volvían a salir para reunirse de nuevo con ella. Cojeando un poco, Sergio todavía la sacó a bailar, pero no terminó el bolero. Fue como si de pronto le diera un calambre terrible o como si hubiese recibido una patada en los huevos, dijo Mingo: rojo como un tomate, ahogando un alarido, soltó a la chica y se fue renqueando hacia su casa, arrimado a las paredes como un perro herido. Ella no se quedó sorprendida ni nada, sólo un poco fastidiada. Pensó que al pobre le había dado rampa en la pierna.

Al primer baile ya se dejó apretar igual que con Sergio, a lo bobo, como si no tuviera conciencia de su cuerpo o como si no le importara. Su voz era como su mirada: turbia, fija, de una indiferencia destrempadora.

– ¿Cómo te llamas?

Tardó un poco en contestar.

– María.

– Pero te llaman la Fueguiña. ¿Por qué?

– No sé.

– ¿No te acuerdas de mí?

Ella se encogió de hombros. Sus ojos de ceniza asomaban por encima del hombro de Java como detrás de un parapeto.

– No.

– ¿Has comido alguna vez empanadillas de atún? -apretando un poco más su cintura, Java añadió-: Te estuve buscando toda la noche.

– Embustero.

– ¿Por qué no llevas el uniforme como las otras?

Las que trabajan fuera de la Casa, explicó ella, las que iban a coser a casas particulares o a hacer faenas por horas, podían llevar vestidos de calle. Quién sabe por dónde andarás, entonó entre dientes siguiendo los compases de la orquesta, quién sabe qué aventura tendrás… Sí, cuidaba a un inválido, un herido de guerra, durante unas horas al día. Qué lejos estás de mí. La directora de la Casa era buena, las trataba bien, ahora estaría con las otras chicas recorriendo las calles en fiestas, quizá buscándola, ya era muy tarde.

– ¿Cómo se llamaba la otra directora?

– ¿Qué otra directora?

– La que había en la Casa antes que ésta, y que tenía cicatrices y dicen que era muy roja.

– La señorita Aurora -dijo la Fueguiña.

– ¿No la has vuelto a ver?

– No.

– ¿Y no sabes dónde vive?

– No.

– Dicen que ahora hace de fulana. La Fueguiña se encogió de hombros.

– Dicen.

Lo pisó sin querer y sonrió a modo de disculpa, separándose un poco. Entonces Java pudo ver su extraña sonrisa mellada, sus dientes rotos y enfermos. Ella lo miraba con recelo y él sostenía esa mirada. Todo fue muy rápido: se apagaron las luces y la huérfana se encontró con un farolillo en las manos, dijo voy por cerillas y Java todavía la está esperando.

Ni rastro de ella por ninguna parte. Después del baile del farolillo, cuando ya se había retirado la vocalista y la orquesta tocaba los últimos tangos, las mujeres empezaron a chillar y las parejas a correr en todas direcciones. Cruzando una cortina de humo negro y espeso, los músicos saltaron al arroyo desde el tablado con sus instrumentos. En cuestión de segundos la gente quedó apiñada en las aceras y el tablado desierto, soltando humo por debajo, resplandores intermitentes y explosiones: se quemaba la traca del día siguiente, los sacos de confeti del fin de fiesta y algunas sillas plegables. Una centelleante lengua de fuego devoró los faldones rojos del tablado, visto y no visto. Los gritos de fuego no se oyeron hasta que las llamas brotaron enormes por un costado, doblándose y lamiendo el piano. A las caras llegaba el calor como las exhalaciones de un animal herido. Echaban cubos de agua y el humo subía ahora denso y blanco hacia la noche estrellada. Java se debatía entre una doble muralla de hombres que exhalaban un vaho enervante y pegajoso, una crispación muscular que les hermanaba extrañamente a cada explosión de los petardos. Al subirse a la acera para esquivar el reguero de agua que bajaba por la calle, distinguió un momento su grave cabeza constelada por el incendio, girando, despeinada, y luego su cara: iluminada por las llamas, entre el apiñado grupo de vecinas, la Fueguiña miraba el fuego de una forma ritual, con sus ojos antiguos, helados, registrando cada detalle, cada pavesa que volaba hacia lo alto como un murciélago. El resplandor azotaba su cara y ella lo recibía boqueando como si le faltara aire.

Dos hombres no pudieron impedir que Java se soltara y echara a correr hacia el otro lado del tablado, mientras explotaban los últimos petardos de la traca. Cuando llegó a la otra acera, la Fueguiña ya no estaba.

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