CAPITULO TRECE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
Nueva Orleans,
agosto de 1857

Para la comida, Joshua se había puesto su traje blanco, y Toby se había superado a sí mismo. Naturalmente, había corrido la voz y prácticamente toda la tripulación del Sueño del Fevre rondaba por el comedor. Los camareros, pulcros como una patena con sus elegantes chaquetillas blancas, iban de lado a lado sirviendo las exquisiteces de Toby, que sacaban de la cocina en grandes fuentes humeantes o en boles de finas porcelanas. Había sopa de tortuga y ensalada de langosta, cangrejos rellenos y lechones mechados, pastel de ostras y costillas de cordero lechal, tortuga de agua dulce, pollo frito, nabos y pimientos rellenos, asado y chuletas de ternera empanadas, patatas irlandesas, maíz verde, zanahorias, alcachofas y habas, profusión de panes y panecillos vinos y licores del bar y leche fresca procedente de la ciudad, bandejas de mantequilla recién batida y de postre budín de pasas, pastel de limón y tarta con salsa de chocolate.

Abner Marsh no había tomado en su vida una comida tan opípara.

—Maldita sea —le dijo a York—, me encantaría que saliera usted a comer con más frecuencia, pues así comeríamos lo mejor de lo mejor todos los días.

Sin embargo, Joshua apenas probó la comida. A la luz del día, parecía una persona distinta; un poco marchito y nada impresionante. Su piel tenía una palidez enfermiza bajo la luz diurna, y Marsh percibió su tono grisáceo, como de tiza. Los movimientos de York eran letárgicos y, en ocasiones, bruscos, sin un asomo de aquella elegancia y aquel dominio que normalmente mostraba. Sin embargo, la mayor diferencia radicaba en sus ojos. A la sombra del sombrero blanco de ala ancha que llevaba, sus ojos aparecían cansados, infinitamente cansados. Tenía las pupilas reducidas a una fina cabeza de alfiler de color negro, y el gris del iris aparecía pálido y desvaído, sin la intensidad que Marsh había visto en ellos con tanta frecuencia.

Pero allí estaba, y su mera presencia contenía, al parecer, toda la diferencia del mundo. Había salido de su camarote a plena luz del sol, había paseado por las cubiertas despejadas y bajado escaleras, y se había sentado a comer ante Dios, la tripulación y todos los demás. Las historias y temores a que pudo haber dado lugar su extraña vida nocturna parecían una estupidez ahora que la luz bañaba a Joshua York y a su traje blanco.

York permaneció callado durante casi toda la comida, aunque se ocupó de dar tímidas respuestas a todas las preguntas que le formularon, y de vez en cuando se atrevió a hacer algún comentario de su propia cosecha en medio de la charla general. Cuando se hubieron servido los postres, apartó el plato y dejó caer el cuchillo pesadamente.

—Haced que venga Toby —dijo.

El cocinero salió de la cocina, salpicado de harina y aceite.

—¿No le ha gustado la comida, capitán York?—preguntó—. Casi no la ha probado.

—Estaba muy bien, Toby, pero me temo que no tengo mucho apetito a esta hora del día. Sin embargo, aquí estoy. Confío en que esto signifique algo.

—Sí, señor —dijo Toby—. Ahora no habrán problemas.

—Excelente —respondió York. Cuando el cocinero hubo regresado a sus fogones, Joshua se volvió hacia Marsh—. He decidido aguardar un día más. En lugar de esta noche, saldremos mañana al ponerse el sol.

—Muy bien, Joshua. Páseme otro trozo de pastel, ¿quiere?

York sonrió y se lo tendió.

—Capitán, esta noche es mejor que mañana —dijo Dan Albright, quien se estaba limpiando los dientes con un palillo de hueso—. Huelo que se acerca una tormenta.

—Mañana —insistió York. Albright se encogió de hombros.

—Toby y Jeb pueden quedarse en tierra. De hecho —prosiguió York—, sólo quiero llevar los elementos imprescindibles para mantener el barco. Los pasajeros que ya han embarcado serán devueltos a tierra hasta nuestro regreso. Tampoco tomaremos carga, así que los estibadores tienen unos días libres. Sólo llevaremos una guardia, ¿puede hacerse?

—Desde luego —dijo Marsh, al tiempo que echaba una mirada a la larga mesa. Los oficiales observaban a Joshua con curiosidad.

—Mañana al ponerse el sol, pues —dijo York—. Perdóneme. Debo descansar.

Se levantó y por un breve instante pareció tambalearse. Marsh se levantó de la mesa a toda prisa, pero York le hizo un gesto.

—Estoy bien. Me retiraré ahora a mi camarote. Haga que no me molesten hasta que vayamos a zarpar.

—¿No se levantará para la cena?—preguntó Marsh.

—No —sus ojos recorrieron el comedor—. Creo que prefiero la noche. Lord Byron tenía razón. El día es demasiado estridente.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—¿No recuerda? El poema que le recité en los astilleros de New Albany. Le va tanto al Sueño del Fevre. “Ella camina en la belleza…”

—… “como la noche” —continuó Jeffers, colocándose bien las gafas. Abner Marsh le miró, pasmado. Jeffers era un demonio con el ajedrez y con los números, e incluso había hecho teatro, pero Marsh nunca le había oído recitar poemas hasta entonces.

—¡Conoce a Byron! —exclamó York, complacido. Por un instante, casi se pareció a sí mismo.

—Así es —asintió Jeffers. Enarcó una ceja mientras observaba a York—. Capitán, ¿usted cree que aquí en el Sueño del Fevre los días transcurren en calma? Bueno —sonrió—, aquí Hairy Mike y el señor Framm todavía no se han enterado.

Hairy Mike soltó una risotada y Framm protestó.

—Que tenga tres mujeres no quiere decir que no sea tranquilo. Cualquiera de las tres podría atestiguarlo.

—¿De qué diablos están hablando? —interrumpió Abner Marsh. La mayoría de la tripulación y los oficiales parecían tan perplejos como él. Joshua sonrió levemente, de forma esquiva.

—El señor Jeffers me recordaba la estrofa final del poema de Byron —respondió. Y se puso a recitar:

Y en esa mejilla, y en ese gesto,

tan suave, tan calmo, pero elocuente,

las sonrisas que vencen, los colores que brillan,

pero hablan de días pasados en calma

una mente en paz con todo a sus pies

un corazón cuyo amor es inocente.

—¿Somos inocentes, capitán?—preguntó Jeffers.

—Nadie es del todo inocente —replicó York—, pero el poema tiene significado para mí a pesar de eso, señor Jeffers. La noche es hermosa, y podemos esperar que también en su oscuro resplandor encontremos la paz y la nobleza. Demasiados hombres temen a la oscuridad sin razón.

—Quizás —dijo Jeffers—. Sin embargo, a veces debe temerse.

—No —contestó York, y con esto se fue, cortando en seco la escaramuza verbal con Jeffers.

En cuanto se hubo ido, los demás empezaron a levantarse también para acudir a sus tareas, pero Jonathon Jeffers permaneció en su sitio, sumido en sus pensamientos, con la vista puesta en el otro extremo del comedor. Marsh se sentó a terminar su pastel.

—Señor Jeffers, no sé qué sucede en este río. ¡Malditos poemas! ¿Qué bien ha hecho nunca esa palabrería? Si ese Byron tenía algo que decir, ¿por qué no lo expuso llano y claro, en palabras sencillas?

Jeffers le miró de repente, parpadeando.

—Lo siento, capitán —dijo—. Estaba tratando de recordar una cosa. ¿Qué decía?

Marsh se tragó un buen trozo de pastel, lo regó con un poco de café y repitió la pregunta.

—Bien, capitán —dijo Jeffers con una sonrisa de ironía—, lo principal es que la poesía es bella. El modo de encajar las palabras, los ritmos, los cuadros que pintan. Los poemas son bellos cuando se dicen en voz alta. Las rimas, la música interior, la manera de sonar —tomó un sorbo de café—. Es difícil de explicar si no se siente, pero se parece un poco a los vapores, capitán.

—Nunca he visto una poesía más hermosa que un vapor —se rió Marsh.

Jeffers sonrió.

—Capitán, ¿por qué lleva el Luz del Norte ese gran cuadro de la Aurora en la cabina del piloto? No lo necesita. Las palas rodarían igual sin él. ¿ Por qué nuestra cabina, como tantas otras, están adornadas de estrías, tallas y esculturas? ¿Por qué todo vapor que se precie está lleno de buenas maderas y alfombras y cuadros al óleo y marquetería? ¿Por qué llevan la parte superior tan florida nuestras chimeneas? El humo saldría igual si fueran lisas. —Marsh eructó y frunció el ceño—. Se podrían hacer vapores simples y sin adornos —resumió Jeffers—, pero el aspecto que tienen ahora los hace más atractivos a la vista, más agradables para navegar. Lo mismo ocurre con la poesía, capitán. Un poeta puede decir algo directamente, por supuesto, pero cuando le pone ritmo y métrica lo hace más grande.

—Bien, puede ser —dijo Marsh en tono dubitativo.

—Apuesto a que puedo encontrar un poema que incluso a usted le guste —dijo Jeffers—. Uno de Byron, precisamente. Se llama “La destrucción de Senaquerib”.

—¿Dónde está eso?

—Mejor diga ese, no eso —le corrigió Jeffers—. Un poema sobre una guerra, capitán. Tiene un ritmo maravilloso. Galopa como un caballo —se levantó y se estiró el tabardo—. Venga conmigo, se lo mostraré.

Marsh apuró los posos de su café, se retiró de la mesa y siguió a Jonathon Jeffers a popa, a la biblioteca del Sueño del Fevre. Se dejó caer agradecido sobre un gran sillón cargado de cojines mientras el sobrecargo rebuscaba las estanterías llenas de libros que rodeaban la habitación, alzándose hasta el techo.

—Aquí está —dijo Jeffers al fin, asiendo uno de los volúmenes—. Sabía que debíamos tener un libro de Byron por alguna parte.

Pasó las páginas, algunas de las cuales no habían sido cortadas todavía, y procedió a hacerlo con una uña. Al fin, encontró lo que buscaba, adoptó una pose especial y leyó “La destrucción de Senaquerib”.

Marsh hubo de admitir que el poema tenía ritmo, en especial cuando Jeffers lo recitaba, aunque la comparación con el caballo era exagerada. Con todo, le había gustado.

—No está mal —admitió cuando Jeffers hubo terminado—. Aunque no me ha gustado el final. Esos malditos predicadores siempre sacan a Dios por todas partes.

—Lord Byron no era un predicador —se rió Jeffers—. En realidad, era un inmoral, o así se decía.

Adoptó un aire pensativo y empezó a pasar páginas otra vez.

—¿Qué busca?—le preguntó Marsh.

—El poema que intentaba recordar en la mesa —contestó Jeffers—. Byron escribió otro poema sobre la noche, muy distinto a… ¡Ah, aquí está! —sonrió y repasó la página, satisfecho—. Escuche esto, capitán. Se titula “Oscuridad”. Empezó a recitar:

Tuve un sueño, que no era del todo sueño,

el brillante sol se había extinguido y las estrellas

vagaban oscuras por el espacio eterno

sin rayos y sin camino, y la tierra helada

daba tumbos, ciega y oscura en un aire sin luna;

la mañana se fue y vino y se volvió a ir, y no trajo el día,

y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza

de ésta su desolación; y todos los corazones

se helaron en una plegaria egoísta por la luz…

Mientras leía, la voz del sobrecargo había adquirido un tono profundo, siniestro; el poema seguía y seguía, más largo que cualquiera de los anteriores. Marsh perdió pronto el hilo de las palabras, pero aún así éstas le conmovieron y le provocaron un escalofrío que llenó de temor la habitación. Frases y retazos de líneas persistían en su cabeza; el poema estaba lleno de terror, de vanas plegarias y de desesperación, de locura y grandes piras funerarias, de guerra, hambre y hombres como bestias.

… llegó una comida

ensangrentada, y cada uno la sació aparte, huraño,

amparado en la oscuridad; no quedaba Amor;

no había en la tierra más que un pensamiento, y ése era la Muerte

inmediata y sin gloria; y el dolor

del hambre alimentaba todas las entrañas. Los hombres

morían y sus huesos quedaban tan desenterrados como su carne

los pobres por los pobres eran devorados.

Y Jeffers prosiguió la lectura, presentando una imagen malévola tras otra, hasta que al fin concluyó:

Dormían en el abismo sin inquietud.

Las olas habían muerto, las mareas estaban en la tumba.

La luna, su dueña, había expirado antes;

los vientos habían amainado en el aire corrompido

y las nubes habían perecido; la Oscuridad no tenía necesidad

de ayuda: Ella era el Universo.

Jeffers cerró el libro.

—Delira —dijo Marsh—. Se expresa como un hombre abrasado por las fiebres.

Jonathon Jeffers le sonrió levemente.

—Ya ve como Dios ni siquiera ha aparecido. Byron tenía ideas contradictorias acerca de la oscuridad, me parece. En ese poema hay una preciosa pizca de inocencia. Me pregunto si el capitán York lo conoce.

—Naturalmente —dijo Marsh, levantándose del sillón—. Deme eso —añadió, tendiendo la mano. Jeffers le cedió el libro.

—¿Interesándose por la poesía, capitán?

—Eso no debe preocuparle —replicó Marsh, guardando el libro en uno de los bolsillos—. ¿No tiene asuntos que atender en su oficina?

—Desde luego —asintió Jeffers, antes de despedirse.

Abner Marsh se quedó en la biblioteca tres o cuatro minutos más, sintiéndose bastante raro. El poema le había producido un efecto muy inquietante. Quizás, después de todo, había algo en aquello de la poesía. Decidió echarle un vistazo al libro cuando tuviera un poco de tiempo, y descubrirlo por sí mismo.

Sin embargo, de momento, tenía bastantes asuntos que despachar, y en ello pasó la mayor parte de la tarde y las primeras horas de la noche. Después, se olvidó por completo del libro que tenía en el bolsillo. Karl Framm iba a la ciudad, a cenar en el St. Charles, y Marsh decidió acompañarle. Era casi medianoche cuando regresaron al Sueño del Fevre. Mientras se desnudaba en su camarote, Marsh le echó otro vistazo al libro. Lo dejó cuidadosamente junto a la cama, se puso el camisón y se dispuso a leer un poco a la luz de la lámpara.

El poema “Oscuridad” parecía aún más siniestro de noche, en la soledad mal iluminada del camarote, aunque las palabras escritas no parecían contener la misma fría amenaza que Jeffers les había dado. Con todo, se sentía inquieto ante el poema. Volvió algunas páginas y leyó el “Senaquerib” y el “Ella camina en la belleza” y algunos otros poemas, pero sus pensamientos siguieron dando vueltas en torno al “Oscuridad”. Pese al calor de la noche, a Abner Marsh se le puso piel de gallina.

En la portada del libro había un grabado de Byron. Marsh lo estudió. Parecía bastante guapo, oscuro y sensual como los criollos. Resultaba sencillo comprender por qué las mujeres habían corrido tras él. Aunque cojeara al andar. Y, por supuesto, también era un noble. Lo decía perfectamente la leyenda impresa bajo el grabado:


GEORGE GORDON, LORD BYRON
1788–1824

Abner Marsh estudió unos instantes el rostro de Byron y descubrió súbitamente que envidiaba las facciones del poeta. Abner no había experimentado nunca la belleza desde dentro; si tanto soñaba con vapores grandiosos y lujosos, era quizás porque en todo momento le había faltado el contacto con la belleza de verdad. Su gran tamaño, sus verrugas, su nariz plana y aplastada habían hecho que Marsh no tuviera tampoco demasiados problemas con las mujeres. Cuando era más joven, y bajaba el río en balsas o barcas planas, e incluso después de haber empezado con los vapores, Marsh había frecuentado algunos lugares de Natchez-bajo-la-Colina y de Nueva Orleans, donde un marinero podía encontrar diversión para una noche a un precio razonable. Y después, mientras la Compañía de Paquebotes del río Fevre había ido bien, varias mujeres de Galena y Dubuque y St. Paul se habrían casado con él si se lo hubiera pedido; viudas buenas, fuertes y rudas que conocían el valor de un hombre fuerte y con principios, y con una buena fortuna en barcos. Sin embargo, tales mujeres habían perdido el interés por él con bastante rapidez tras su desgracia y, aunque no hubiera sido así, tampoco eran lo que Marsh quería. Cuando Abner se permitía pensar en aquellas cosas, lo cual no sucedía a menudo, soñaba en mujeres como las criollas de ojos oscuros o las morenas cuarteronas emancipadas de Nueva Orleans, ágiles, orgullosas y llenas de gracias, como los vapores.

Marsh dio un bufido y apagó la vela. Intentó dormir, pero sus sueños fueron inquietos y llenos de pesadillas. Las palabras del poema se repetían lóbregas y temibles en los callejones oscuros de su mente.

… La mañana se fue, vino y se volvió a ir y no trajo el día.

… Amparado en la oscuridad; no guedaba Amor.

… Y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza de ésta su desolación.

… Ilegó una comida ensangrentada.

… Un hombre asombroso.

Abner Marsh se irguió en la cama rígido y despierto, escuchando el latir de su corazón. “Maldita sea”, murmuró. Encontró una cerilla, encendió la lámpara que tenía junto a la cama y abrió el libro de poemas por la página del retrato de Byron. “Maldita sea”, repitió.

Se vistió a toda prisa. Deseó tener la compañía de alguien fiero, los músculos de Hairy Mike y su barra de negro hierro, o el bastón de estoque de Jonathon Jeffers. Sin embargo, aquél era un asunto privado entre él y Joshua York, y había dado la palabra de no hablar con nadie al respecto.

Se lavó la cara con un poco de agua, asió el bastón y salió a cubierta, deseando haber tenido a bordo a algún predicador, o al menos un crucifijo. Llevaba el libro de poemas en el bolsillo. A cierta distancia del embarcadero, otro vapor se afanaba en cargar las mercancías y dar presión a las calderas; Marsh escuchó a los estibadores que entonaban un cántico lento y melancólico mientras trasladaban los bultos de tierra firme a la cubierta del barco.

Al llegar a la puerta del camarote de Joshua, Abner Marsh alzó el bastón para llamar, pero se detuvo, repentinamente lleno de dudas. Joshua le había dado órdenes de que no se le molestara, y seguramente iba a enfadarse mucho cuando oyera lo que Marsh tenía que decirle. Todo el asunto parecía una estupidez: era aquel poema que le había provocado malos sueños, o quizás debía achacarlo a alguna cosa que había comido. Sin embargo, sin embargo…

Allí estaba de pie, ceñudo y pensativo, con el bastón alzado, cuando la puerta del camarote se abrió silenciosamente.

El interior estaba más oscuro que el vientre de una vaca. La luna y las estrellas iluminaban suavemente el dintel de la puerta, pero más allá se percibía una cálida oscuridad aterciopelada. A varios pasos de la puerta, en el interior, había una figura entre sombras. La luna le iluminaba los pies desnudos y se intuía, difusa, la vaga figura de un hombre.

—Entre, Abner —dijo la voz desde la oscuridad. Joshua hablaba con una voz ronca, apenas audible.

Abner Marsh cruzó el dintel y se adentró en las sombras.

La figura humana se movió y, al instante, la puerta se cerró. Marsh escuchó cómo se echaba la llave. La oscuridad era total, no podía ver nada. Una mano poderosa le asió fuertemente del brazo y le hizo avanzar. Después, fue empujado hacia atrás y por un instante tuvo miedo, hasta que notó la presencia de un sillón junto a él.

En la oscuridad hubo un ruido de movimientos. Marsh miró alrededor, ciego, intentando escrutar el negro.

—Si no he llamado…—se oyó decir a sí mismo.

—No —fue la respuesta de York—. Le oí cuando se acercaba. Además, le estaba esperando, Abner.

—Sí, Joshua dijo que vendría usted —dijo otra voz desde un lugar distinto de la habitación. Era una voz de mujer, suave y amarga. Valerie.

—Usted —dijo Marsh asombrado. No se esperaba aquello. Se sentía confuso, disgustado, inquieto, y la presencia de Valerie lo hacía todo aún más difícil—. ¿Qué está haciendo usted aquí?—preguntó Marsh.

—Yo podría preguntarle eso mismo —respondió la voz suave de la mujer—. Estoy aquí porque Joshua me necesita, capitán Marsh. Para ayudarle, lo cual es mucho más de lo que ha hecho usted, pese a tantas palabras. Usted y los que son como usted, con todas sus sospechas y sus piadosas…

—Ya basta, Valerie —la cortó Joshua—. Abner, no conozco la razón que le ha traído aquí esta noche, pero ya sabía que tarde o temprano iba a venir. Hubiera obrado mejor buscándome un socio más estúpido, un hombre que aceptara órdenes sin hacer preguntas. En cambio, usted es quizás demasiado perspicaz para su propio bien, y para el mío. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, que llegaría a descubrir la falsedad de lo que le conté en Natchez. Me he fijado en cómo nos observaba, y las pequeñas pruebas que ha proyectado y realizado —emitió una risa forzada—. ¡Hasta agua bendita!

—¡Cómo!… Entonces, ¿usted lo sabía? —dijo Marsh.

—Sí.

—Maldito camarero.

—No sea demasiado severo con él. Tuvo poco que ver con eso, Abner, aunque me di cuenta de que me estuvo mirando durante todo el tiempo que duró la cena —la risa de York fue forzada, terrible—. No, la propia agua se delató. Pocos días después de la charla que mantuvimos, aparece ante mí un vaso de agua clara: ¿qué iba a pensar? Desde que estamos en el río hemos bebido un agua bastante turbia, con sedimentos. Podría haber plantado un jardín con el fango del río que he ido dejando en el fondo de los vasos —comentó, volviendo a reír seca y nerviosamente—. O incluso llenar mi ataúd.

Abner Marsh hizo como si no hubiera oído la última frase.

—Revuélvalo y bébalo con el agua. Así se hará un auténtico hombre del río —hizo una pausa y prosiguió—: O simplemente un hombre.

—¡Ah! —replicó York—. Así que llegamos a la cuestión.

Durante unos largos instantes no dijo nada más y el camarote pareció sofocante, angustioso por la oscuridad y el silencio. Cuando Joshua habló por fin, lo hizo en un tono seco y glacial.

—¿Ha traído consigo un crucifijo, Abner, o una estaca?

—He traído esto —dijo Marsh. Sacó el libro de poemas del bolsillo y lo lanzó al aire, hacia donde le parecía que estaba sentado York.

Escuchó un ruido en el instante en que el libro fue alcanzado por su socio en el aire. Las páginas crujieron al hojearlas.

—Byron —dijo Joshua, complacido.

Abner Marsh no alcanzaba a ver ni siquiera sus manos bailoteando a un centímetro de la nariz, tal era la oscuridad de la sala a causa de las contraventanas y cortinajes. En cambio, Joshua no sólo podía ver lo bastante bien para coger el libro en el aire, sino también para leerlo. Marsh sintió escalofríos, pese al calor.

—¿Por qué Byron? —preguntó Joshua—. Me confunde usted. No me hubiera sorprendido verle con un crucifijo, con otra prueba, con más preguntas… ¡Pero con Byron!

—Joshua —dijo Abner—. ¿Qué edad tiene usted?

Silencio.

—Creo que sé calcular bastante bien la edad de una persona —continuó Marsh—. Pero usted es indefinible, con sus cabellos blancos y todo lo demás. Sin embargo, por su aspecto, su rostro, sus manos, yo diría que tiene usted treinta años, treinta y cinco como mucho. En cambio, en ese libro dice que Byron murió hace treinta y tres años, y usted afirma haberle conocido.

—Sí —suspiró York—. Un error estúpido. Estaba tan absorbido por este barco que me olvidé de mí mismo. Después pensé que no tenía importancia. Usted no sabía nada de Byron. Yo estaba seguro de que lo olvidaría.

—Yo no siempre soy rápido, pero no olvido —contestó Marsh, al tiempo que asía con fuerza el bastón y se inclinaba hacia adelante—. Joshua, quiero hablar con usted. Haga que esa mujer salga de aquí.

Valerie emitió una risa helada desde un rincón. Ahora parecía estar más cerca, aunque Marsh no la había oído moverse.

—Es un loco osado —dijo ella.

—Valerie se quedará, Abner —dijo York en tono cortante—. Puede estar presente y escuchar cualquier cosa que quiera decirme. Valerie es como soy yo.

Marsh sintió frío y desamparo.

—Como es usted… —dijo lentamente—. Bueno, ¿qué son ustedes?

—Juzgue por sí mismo —replicó Joshua. De repente, se encendió una cerilla en la negrura del camarote, deslumbrándole.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marsh.

La breve llama del fósforo iluminó con luz trémula los rasgos de York. Tenía los labios hinchados y partidos. La piel, quemada y ennegrecida, aparecía desgarrada en el rostro y los pómulos. Multitud de ampollas, hinchadas de agua y pus, le recorrían la barbilla y le cubrían una mano enrojecida en la que ya había saltado parte de la piel. Sus ojos grises tenían una mirada blancuzca y legañosa en el fondo de sus cuencas hundidas. Joshua York sonrió forzadamente y Marsh escuchó como la carne requemada crujía y se rasgaba. Un líquido blanquecino le resbalaba lentamente por la mejilla desde una grieta recién abierta en la piel.

La cerilla se apagó, y la oscuridad pasó a convertirse en una bendición.

—Usted dijo que era su socio —intervino Valerie, en tono acusatorio—. Usted dijo que le ayudaría. Esta es la ayuda que le ha dado, usted y su tripulación con sus sospechas y sus amenazas. Podía haber muerto por su culpa. El es el pálido rey, y usted no es nada, pero él se sometió a esto sólo por ganar su despreciable lealtad. ¿Está satisfecho ahora, capitán Marsh? Parece que no, puesto que está usted aquí.

—¿Qué diablos le ha sucedido? —preguntó Marsh, ignorando a Valerie.

—Estuve expuesto a la luz brillante del día durante casi dos horas —replicó Joshua. Marsh comprendía ahora la razón de aquel doloroso susurro—. Conocía el riesgo, pues ya lo había hecho antes, cuando había sido imprescindible. Cuatro horas podían haberme matado, y seis horas hubieran sido un final irreversible. En cambio, dos horas o algo menos, la mayor parte de ellas fuera de la acción directa de los rayos del sol… Conozco mis límites. Las quemaduras tienen peor aspecto de lo que son en realidad. El dolor es soportable, y todo pasará rápidamente. Mañana a esta hora, nadie notará siquiera que algo me ha afectado. Mi carne ya empieza a sanar, las ampollas revientan y la piel quemada empieza a desprenderse, ya lo ha comprobado usted.

Abner Marsh cerró los ojos y volvió a abrirlos. Daba igual. La oscuridad era la misma de una forma u otra, y todavía podía ver la imagen azul pálida de la cerilla ardiendo frente a él, junto al terrible rostro espectral de Joshua.

—Así que todo eso del agua bendita y de los espejos no tiene importancia. Usted no puede salir de día, realmente no. Los vampiros existen, pero usted me mintió. ¡Me mintió, Joshua! Usted no es un cazador de vampiros, sino uno de ellos. Usted y ella y todos los demás. ¡Todos son unos malditos vampiros!

Marsh alzó frente a él su bastón, una inútil espada de madera para protegerse de lo que no alcanzaba a ver. Notó la garganta seca y áspera. Escuchó a Valerie que se reía ligeramente y se acercaba más a él.

—Baje la voz, Abner —dijo Joshua con calma —y ahórreme su indignación. Sí, le he mentido. En nuestra primera reunión, ya le advertí que si me presionaba con preguntas yo le respondería mentiras. Fue usted quien me obligó a pronunciarlas. Lo único que lamento es no haber pensado otras mejores.

—Mi socio… —prosiguió Abner, furioso—. Diablos, no puedo creerlo ni siquiera ahora. Un asesino, o algo peor que un asesino. ¿A qué se ha dedicado todas esas noches? ¿A salir en busca de alguien y beberse su sangre? Y luego, seguir adelante. Sí, señor, ahora lo veo: Una ciudad distinta cada noche, así está a salvo. Cuando los tipos de la orilla descubren lo que ha hecho, ya está usted en otro lugar. Y no huyendo a toda prisa, sino vagando con gran elegancia río arriba y río abajo, a lo grande, en un vapor de lujo en camarote propio y todo. No me extraña que quisiera tener un vapor, capitán York. Maldito sea usted.

—Cállese —le espetó York, con una furia tal en la voz que Marsh cerró al instante la boca—. Y baje ese bastón antes de que rompa algo con tanto aspaviento. Bájelo, le digo —Marsh apoyó de nuevo el bastón en la alfombra—. Así me gusta —dijo York.

—Es como todos los demás, Joshua —intervino Valerie—. No entiende nada. No tiene más que miedo y odio. No podemos dejarle salir de aquí con vida.

—Quizás —dijo Joshua, con tono reticente—. Yo creo que en él hay algo más que eso, pero es posible que me equivoque. ¿Qué opina usted, Abner? Y cuidado con lo que dice. Hable como si su vida dependiera de cada palabra. Sin embargo, Abner Marsh estaba demasiado irritado para pensar. El miedo que le atenazaba había dado paso a una ira incontenible; le habían mentido, le habían metido en el asunto y habían jugado con él como si fuera un imbécil. Nadie trataba así a Abner Marsh, aunque el otro no fuera humano en absoluto. York había convertido su Sueño del Fevre, su barco, en una especie de pesadilla flotante.

—Llevo mucho tiempo en este río —dijo Marsh—. No intente asustarme, York. Cuando estaba en mi primer vapor, vi cómo le sacaban los intestinos a un amigo mío en un salón de St. Joe. Yo agarré al granuja que lo hizo, le quité el cuchillo y le partí el espinazo. También he estado en Bad Axe, y en la sangrienta Kansas, así que ningún maldito chupasangre va a asustarme ahora con amenazas. Si quiere venir a por mí, aquí le espero. Peso el doble que usted, y además está quemado hasta las orejas. Le voy a arrancar la cabeza. Quizás deba hacerlo de todas maneras, por todo lo que usted ha hecho ya.

Silencio. Entonces, asombrosamente, Joshua York se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.

—¡Ah, Abner! —dijo cuando consiguió tranquilizarse otra vez—. ¡Es usted un auténtico hombre del río! Medio soñador, medio pendenciero y completamente loco. Ahí está usted, ciego, cuando sabe que yo puedo ver perfectamente con la poca luz que entra por los resquicios de las cortinas y las ventanas, y por debajo de la puerta. Ahí está sentado, gordo y lento de movimientos, conociendo mi fuerza y mi rapidez. Debería saber lo silencioso que puedo ser al caminar —hubo una pausa, un ruido, y de repente se alzó la voz de York desde el otro extremo del camarote—. Así —otro silencio—. Y así —desde detrás de Abner—. Y así —volvía a estar donde había empezado. Marsh, que había vuelto la cabeza en cada momento para seguir su voz, se sintió mareado—. Podría desangrarle hasta la última gota con cien toques suaves y usted no se enteraría. Podría asaltarle en la oscuridad y cortarle la garganta antes de que se diera cuenta de que había dejado de hablar. Y aun así, a pesar de todo, ahí está usted, sentado en el sillón, mirando en una dirección equivocada, con la barba despeinada, soltando bravatas y amenazas. Tiene usted ánimo, Abner. Poco juicio, pero mucho ánimo.

—Si está pensando en matarme, venga y acabemos de una vez —dijo Marsh—. Estoy dispuesto. Quizá no llegue nunca a superar al Eclipse, pero he hecho casi todo lo que me he propuesto. Prefiero pudrirme en una de esas tumbas de lujo de Nueva Orleans que dirigir un vapor para un grupo de vampiros.

—Una vez le pregunté si era usted supersticioso o religioso —dijo Joshua—. Usted me respondió negativamente, pero ahora le escucho hablar sobre los vampiros como cualquier lerdo inmigrante.

—¿Qué está usted diciendo? Fue usted quien me contó…

—Sí, sí. Ataúdes llenos de arena, criaturas sin alma que no se reflejan en los espejos, cosas que no pueden cruzar las corrientes de agua, que pueden volverse lobos, murciélagos o nieblas pero que se atemorizan ante una ristra de ajos. Le consideraba demasiado inteligente para creerse esas tonterías, Abner. Aparte sus temores y sus iras un momento, y piense.

Aquella frase dejó cortado a Abner. El ligero tono de mofa que había advertido en Joshua hacía, realmente, que todo pareciera absolutamente estúpido. Quizá York padecía todas aquellas quemaduras sólo por haberse expuesto un poco a la luz del día, pero aquello no cambiaba el hecho de que hubiera bebido agua bendita, de que llevara plata o de que se reflejara en los espejos.

—¿Quiere usted decir que no existen los vampiros, o qué? —preguntó Abner, confuso.

—No, no existen seres como los vampiros —contestó Joshua con tono paciente—. Son como esas historias del río que Karl Framm cuenta tan bien. El tesoro del Drennan White, el vapor fantasma de Raccourci, el piloto tan responsable que se levantó para hacer su guardia incluso después de muerto. Cuantos, Abner. Relatos para pasar el rato, y no para ser tomados en serio por un hombre adulto.

—Algunas de esas historias tienen parte de verdad —protestó débilmente Marsh—. Quiero decir que muchos pilotos afirman haber visto las luces del fantasma al pasar por el tramo donde el Raccourci se hundió, e incluso han oído a sus tripulantes maldiciendo y trabajando. Y el Drennan White… Bueno, yo no creo en maldiciones, pero el barco se fue a pique exactamente como lo dijo el señor Framm, y los demás barcos que acudieron en su rescate también se fueron. Y en cuanto al piloto muerto, ¡diablos, yo mismo le conocí! Era sonámbulo, y conducía el barco mientras estaba totalmente dormido, sólo que la historia se exageró un poco en las riberas del río.

—Bien, entonces le tomo las palabras, Abner. Si insiste usted en utilizar esa palabra, entonces sí, los vampiros existen. Pero los relatos acerca de nosotros también se han exagerado un poco. Ese sonámbulo amigo suyo pasó a ser un cadáver con apenas unos años de chismorreos. Piense qué se dirá de él dentro de un siglo o dos.

—¿Qué son ustedes entonces, si no son vampiros?

—No tengo una palabra que nos defina fácilmente —dijo Joshua—. En español, puede llamarme vampiro, hombre lobo, brujo, demonio, fantasma. Otros idiomas tienen otras palabras: nosferatu, odoroten, loup garou, warlock, upir. Todos estos nombres no llaman sus congéneres a los pobres seres que somos nosotros. No me gustan esos nombres. No quiero que me apliquen ninguno de ellos, pero no tengo otros que pueda servir de alternativa. No existe un nombre específico para nosotros.

—Su idioma… —dijo Marsh.

—No tenemos idioma. Utilizamos los idiomas humanos, los nombres humanos. Nuestro comportamiento ha sido siempre este. No somos humanos, pero tampoco somos vampiros. Somos… otra raza. Cuando nos referimos a nosotros mismos con alguna palabra, utilizamos una de las vuestras, en alguno de vuestros idiomas, a la que hemos otorgado un significado secreto. Nosotros somos la gente de la noche, la gente de la sangre. O, simplemente, el pueblo.

—¿Y nosotros? —preguntó Marsh—. Si ustedes son la gente, ¿qué somos nosotros?

Joshua York dudó un instante, e intervino Valerie.

—La gente del día —dijo rápidamente.

—No —dijo Joshua—. Ese es el término que yo utilizo, pero mi pueblo no lo usa con frecuencia. Valerie, ya ha pasado el tiempo de mentir. Dile a Abner la verdad.

—No le gustará —protestó ella—. Joshua, el riesgo es…

—Vamos —insistió Joshua—. Valerie, díselo.

Se produjo un momento de pesado silencio y luego, en voz baja, Valerie dijo al fin:

—El ganado. Así es cómo les llamamos, capitán. El ganado.

Abner Marsh frunció el ceño y apretó un puño grande y poderoso.

—Abner —dijo Joshua—, quería usted saber la verdad. Últimamente he estado pensando mucho en ello. Desde Natchez, he sentido el temor de tener que disponer un accidente para usted. No podemos atrevernos a correr riesgos y usted es una amenaza para nosotros. Simon y Katherine me pidieron que le matara, y estos recientes amigos que he tomado bajo mi protección, como Valerie y Jean Ardant, parecen estar de acuerdo con ellos. Sin embargo, aunque mi gente y yo estaríamos más seguros, ciertamente, con usted muerto, me he abstenido de ello. Estoy harto de muertes y de miedos, de padecer continuamente la desconfianza existente entre nuestras razas. Yo me preguntaba si podríamos, quizá, trabajar juntos en algo, pero nunca había llegado a estar seguro de poderme fiar de usted hasta aquella noche en Donaldsontown, aquella noche en que Valerie intentó convencerle para que cambiara de rumbo. Demostró usted tener una fuerza superior a la que yo calculaba al resistirse a ella, y también una gran lealtad. Allí y entonces, decidí que viviría usted, y que si volvía a preguntarme, le diría la verdad, toda la verdad, lo bueno y lo malo. ¿ Será usted capaz de escucharme?

—¿Tengo alguna otra posibilidad? —preguntó Marsh.

—No —admitió Joshua York.

—Joshua —suspiró Valerie—. Te ruego que lo reconsideres. Marsh es uno de ellos, por mucho que simpatices con él. No comprenderá nada, y dentro de poco se nos echarán todos encima con estacas puntiagudas. Sabes que lo harán.

—Espero que no —contestó York. Después se volvió hacia Marsh para continuar—: Valerie tiene miedo, Abner. Lo que me propongo hacer es algo nuevo, y las novedades siempre son asuntos peligrosos. Haga el favor de escucharme, no me juzgue, y quizá todavía podamos mantener una sociedad provechosa y verdadera entre nosotros. Hasta ahora unca había contado la verdad a uno de…

—A uno del ganado —gruñó Marsh—. Bueno, yo tampoco he escuchado hasta ahora a un vampiro, así que estamos empatados. Adelante, aquí tiene un toro que le escucha.

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