Abner Marsh cerró la puerta tras sí de un fuerte golpe al entrar apresuradamente en la oficina de la “Compañía de Paquebotes del río Fevre”, en Pine Street.
—¿Dónde está?—preguntó con tono imperioso, al tiempo que cruzaba la sala y se inclinaba sobre el escritorio mirando al desconcertado agente. Una mosca revoloteó a su alrededor y Marsh la espantó con impaciencia—. ¡He preguntando que dónde está!
El agente era un joven moreno y flaco, vestido con una camisa a rayas y una visera verde. Estaba muy aturdido.
—Vaya, capitán Marsh, qué alegría verle. Ya no pensaba… Es decir, no le esperábamos, capitán, no señor. Ni por asomo. ¿Viene ya el Sueño del Fevre, capitán?
Abner Marsh soltó un bufido, se enderezó y golpeó el suelo desnudo de madera con el bastón, impaciente.
—Señor Green —dijo—, deje ya de balbucear colmo un estúpido y preste atención. Le acabo de preguntar dónde está. Y bien, ¿a qué cree usted que me refiero?
—Me temo que no lo sé, capitán —contestó Green, tragando saliva.
—¡Al Sueño del Fevre, naturalmente! —aulló Marsh, con el rostro congestionado—. Quiero saber dónde narices está. No está en el muelle, eso ya lo sé. Para algo tengo ojos. Y tampoco lo he visto en ninguna parte del condenado río. ¿Llegó acaso hasta aquí y volvió a zarpar? ¿Subió quizá hasta St. Paul, o tomó por el Missouri? ¿Por el Ohio? No ponga esa cara de atontado. Sólo dígame dónde está mi maldito barco.
—No lo sé, capitán —contestó Green—. Quiero decir que, si no viene con usted, no tengo ni idea. No ha pasado por San Luis, desde que se lo llevó usted río abajo en julio pasado. Sin embargo, oímos decir que…
—¿Sí? ¿Qué?
—La fiebre, señor. Oímos que había habido un brote de fiebre amarilla a bordo del Sueño del Fevre en Bavou Sara. Llegó la noticia de que la gente moría como moscas; sí, como moscas. Oímos que también usted y el señor Jeffers habían muerto. Es por eso que no esperábamos… Al enterarnos de eso, creímos que lo habrían quemado, capitán. Al barco, claro.—Green se quitó la visera y se rascó la cabeza—. Supongo que ha superado usted la enfermedad, capitán. Me alegro de saberlo. Pero… si el Sueño del Fevre no viene con usted, ¿dónde se encuentra? ¿Está seguro de que no ha venido con él y quizá le ha olvidado? He oído decir que la fiebre le debilita a uno la memoria terriblemente…
Abner Marsh frunció el ceño.
—Yo no he tenido la fiebre, y claro que puedo distinguir un vapor de otro, señor Green. He venido en el Princesa. Estuve enfermo una semana más o menos, es cierto, pero no fue de la fiebre. Pillé un buen resfriado a consecuencia de haber caído al maldito río, donde casi me ahogo. Así fue como perdí el Sueño del Fevre, y ahora pretendo encontrarlo otra vez, ¿me oye?—dio otro bufido—. ¿Qué diablos es todo eso de la fiebre amarilla? ¿De dónde lo ha sacado?
—La tripulación, capitán. Los que bajaron en Bayou Sara. Algunos se pasaron por aquí cuando llegaron a San Luis, hará una semana. Algunos pidieron trabajo en el Eli Reynolds, capitán, pero la tripulación estaba completa, naturalmente, y tuve que decirles que fueran a otra parte. Espero haber hecho bien. Usted no estaba aquí, y tampoco el señor Jeffers, y pensé que los dos estaban muertos, así que no supe de dónde esperar instrucciones.
—No se preocupe por eso —dijo Marsh. Las noticias le animaron un poco. Aunque Julian y su grupo se hubieran apoderado del vapor de Marsh, al menos una parte de la tripulación se había salvado—. ¿Quiénes vinieron?
—Bueno, vi a Jack Eli, el segundo maquinista, y algunos camareros, y un par de fogoneros, Sam Klide y Sam Thompson. Y algunos más.
—¿Queda alguno de ellos por aquí todavía?
Green se encogió de hombros.
—Como no pude darles trabajo, fueron a buscarlo en otros barcos, capitán. No sé…
—¡Maldita sea! —masculló Abner.
—¡Aguarde! —dijo el agente, levantando un dedo—. ¡Ya sé! Fue el señor Albright, el piloto, uno de los que me habló de la fiebre. Estuvo aquí hace cuatro días, y no quería trabajo. Ya sabe, señor, él es piloto de la parte baja del río, así que el Eli Reynolds no le interesaba. Dijo que tenía una habitación en el “Albergue de los Plantadores” hasta que encontrara un puesto en uno de los barcos mayores, en un buen vapor de ruedas a los costados.
—¿Albright, eh? —murmuró Marsh—. ¿Qué hay de Karl Framm? ¿Le ha visto? Si Framm y Algribht han dejado el Sueño del Fevre, el barco no será difícil de encontrar. Sin pilotos cualificados, no puede moverse.
—No —dijo Green moviendo la cabeza—. No he visto al señor Framm.
Las esperanzas de Marsh se esfumaron. Si Karl Framm seguía a bordo, el Sueño del Fevre podía estar en cualquier lugar del río. Podía haberse ocultado en algún afluente, o quizá había regresado a Nueva Orleans mientras él se reponía en aquel puesto de leña al sur de Bayou Sara.
—Voy a hacerle una visita a Dan Albright —le dijo al agente—. Mientras tanto, quiero que escriba unas cartas. A agentes, pilotos, a todo el mundo que usted conozca desde aquí a Nueva Orleans. Pregúnteles por el Sueño del Fevre. Alguien tiene que haberlo visto. Un vapor como ese no desaparece sin más. Escriba esas cartas esta misma tarde, baje al muelle y métalas en el barco más rápido que vaya a zarpar. Quiero encontrar mi vapor.
—Sí, señor —contestó el agente. Sacó un montón de cuartillas y una pluma, la mojó en el tintero y empezó a escribir.
El empleado de la recepción del “Albergue de los Plantadores”, inclinó la cabeza en señal de bienvenida.
—Vaya, si es el capitán Marsh. Nos enteramos de su desgracia. ¡Qué cosa tan terrible! El “Bronce John” es algo perverso, vaya si lo es. Me alegro mucho de verle, capitán. De verdad.
—Bueno, bueno —contestó Abner, anonadado—. ¿En qué habitación se aloja Dan Albright?
Albright estaba limpiando sus botas. Recibió a Marsh con un frío y cortés gesto de bienvenida, volvió a sentarse, colocó un brazo dentro de una de las botas y reanudó el abrillantado como si nadie hubiera entrado en la habitación. Abner Marsh se sentó pesadamente y no malgastó el tiempo en cumplidos.
—¿Por qué abandonó el Sueño del Fevre?—le preguntó directamente.
—Por la fiebre, capitán —respondió Albright. Estudió brevemente a Marsh y reanudó su labor sin una palabra más.
—Cuénteme algo de la fiebre, señor Albright. Yo no estaba allí.
—¿No estaba?—repitió el piloto frunciendo el ceño—. Tenía entendido que usted y el señor Jeffers habían encontrado al primer enfermo…
—Pues no fue así. Siga contando.
Albright terminó de abrillantar las botas mientras relataba lo que sabía: la tormenta, la cena, el cuerpo que Joshua York, Sour Billy Tipton y el otro hombre había paseado por el salón; la huida de los pasajeros y la tripulación. Lo narró todo con las menos palabras posibles. Cuando hubo terminado, sus botas relucían. Se las calzó.
—¿Se fueron todos? —dijo Marsh.
—No —contestó Albright—. Algunos se quedaron. Había quien no conocía la fiebre amarilla tan bien como yo.
—¿Quiénes?
Albright se encogió de hombros antes de contestar.
—El capitán York, sus amigos, Hairy Mike, los fogoneros los estibadores. Supongo que tenían demasiado miedo a Hairy Mike para escapar, sobre todo en tierra de esclavos. Whitey Blake también debió quedarse, y yo pensaba que también usted y el señor Jeffers.
—El señor Jeffers está muerto —le comunicó Marsh. Alhright no respondió.
—¿Y Karl Framm? —preguntó Marsh.
—No sé decirle.
—Ustedes eran compañeros.
—Eramos muy distintos. No le vi, capitán. No sabría decirle.
Marsh frunció el ceño.
—¿Qué sucedió después de que usted cobrara su sueldo?
—Pasé un día en Bayou Sara y luego viajé con el capitán Leathers en el Natchez. Subí hasta Natchez, pasé casi una semana allí y después continué hasta San Luis en el Robert Fatk.
—¿Qué pasó con el Sueño del Fevre?
—Zarpó.
—¿Zarpó?
—Eso supongo. Cuando me desperté, a la mañana siguiente de haberse declarado la fiebre, el barco ya no estaba en Bayou Sara.
—¿Sin tripulantes?
—Debían quedar suficientes para gobernarlo, supongo.
—¿A dónde se dirigía?
—No sabría decirle —contestó Albright encogiéndose de hombros—. Desde el Natchez no alcancé a verlo, aunque pude haberlo tenido cerca sin percatarme de ello, pues no prestaba atención. Quizá volvió hacia abajo.
—Es usted una ayuda magnífica, Albright —dijo Marsh.
—No puedo decirle lo que no sé —respondió el piloto—. Quizá lo han quemado. La fiebre… No deberían haberle puesto ese nombre, supongo. Ha traído mala suerte.
Abner Marsh estaba perdiendo la paciencia.
—No lo han quemado —dijo—. Está en algún rincón del río, y voy a encontrarlo. Además, no trae mala suerte.
—Vamos, capitán, yo era el piloto. Tormentas, nieblas, retrasos, y luego la fiebre. Ese barco estaba maldito. Si fuera usted, me olvidaría de él. No le conviene, es un barco impío —se levantó—. Eso me recuerda que tengo algo que le pertenece.
Tomó dos libros de una estantería y se los tendió a Marsh.
—Son de la biblioteca del Sueño del Fevre —explicó—. Jugué una partida de ajedrez con el capitán York allá en Nueva Orleans y mencioné que me gustaba la poesía, y él me dejó estos libros al día siguiente. Cuando me fui, me los llevé por error.
Abner abrió los libros y los hojeó. Poesía. Un volumen de poemas de Byron y otro de Shelley. Justo lo que necesitaba, pensó. Había perdido el barco, que se había esfumado en el río, y lo único que le quedaba de él era un par de malditos libros de poesía.
—Quédeselos —le dijo a Albright. Este movió la cabeza en señal de negativa.
—No los quiero. No es el tipo de poesía que me gusta, capitán. Son libros inmorales, los dos. No me extraña que a su barco le pasen tantas cosas, con libros así a bordo.
Abner Marsh se metió los libros en el bolsillo y se levantó, enfadado.
—Ya le he escuchado lo suficiente, señor Albright. No quiero oír ese tipo de chismes sobre mi barco. Es tan bueno como el mejor del río y no está maldito. Las maldiciones no existen. El Sueño del Fevre es un auténtico demonio del…
—Eso sí lo es —le interrumpió Albright, que también se puso en pie. Mientras acompañaba a Marsh a la puerta, añadió—: Tengo que salir para hablar sobre un empleo.
Marsh se dejó acompañar. Antes de que hubiera traspasado la puerta, el pulcro y pequeño piloto le dijo una vez más:
—Capitán Marsh, déjelo.
—¿El qué?
—Ese barco. No le conviene. ¿Recuerda usted cómo puedo olfatear las tormentas?
—Sí —reconoció Abner. Albright olfateaba las tormentas mejor que cualquier otra persona que Marsh hubiera conocido.
—A veces, huelo también otras cosas —continuó el piloto—. No se afane en buscar el barco, capitán. Olvídelo. Estaba convencido de que usted había muerto, pero no era así. Debe estar contento. Encontrar el Sueño del Fevre no le va a reportar muchas alegrías, capitán.
—Usted puede decir eso —le respondió Abner, mirándole fijamente—. Usted que llevó su timón y lo condujo río abajo. ¿Puede usted decir eso?
Albright permaneció callado.
—Bien, no quiero escucharle —continuó Marsh—. Ese barco es mío, señor Albright, y algún día voy a pilotarlo personalmente y voy a hacer una carrera con el Eclipse y… y…
Furioso y sofocado, Marsh se descubrió tartamudeando. No pudo continuar.
—El orgullo puede ser un pecado, capitán —dijo Dan Albright—. Hágame caso y déjelo estar.
Tras esto, cerró la puerta de la habitación dejando a Marsh en el pasillo.
Abner Marsh almorzó en el comedor del “Albergue de los Plantadores”, a solas en un rincón. Albright le había dejado perplejo, y se descubrió pensando aquello que le había pasado por la cabeza durante el viaje río arriba a bordo del Princesa. Comió pierna de cordero en salsa de menta, un montón de nabos y judías verdes y tres raciones de tapioca, pero ni siquiera eso le calmó. Mientras apuraba el café, Marsh se preguntó si acaso tendría razón Albright. Allí volvía a estar, en San Luis, igual que estaba antes de conocer a Joshua York en aquel mismo salón. Todavía poseía la compañía de paquebotes, el Eli Reynolds y algo de dinero en el banco. El era un hombre de río arriba; había sido un error terrible bajar a Nueva Orleans. Allá abajo, en tierra de esclavos, en el cálido sur de las fiebres, su sueño se había transformado en pesadilla. Pero ahora todo había terminado, su barco se había desvanecido y, si lo deseaba, podía llegar a pensar que simplemente no había existido nunca un barco llamado Sueño del Fevre, ni unos individuos llamados Joshua York, Damon Julian o Sour Billy Tipton. Joshua había salido de la nada y había vuelto a ella. El Sueño del Fevre no existía todavía en abril, y tampoco parecía existir ahora, por lo que podía ver Marsh. Ningún hombre en su sano juicio se creería además toda aquella historia de chupasangres, asechanzas nocturnas y botellas de extraños licores. Todo había sido un sueño producto de la fiebre, pensó Marsh, pero ahora que la fiebre había desaparecido, quizá pudiera proseguir su vida allí en San Luis.
Marsh pidió un poco más de café. Mientras lo saboreaba, pensó que Julian y los suyos seguirían matando, que proseguirían asesinando gente y chupándole la sangre, sin que nadie les detuviera. “No hay modo de detenerlos”, murmuró para sí. El había hecho todo lo posible, junto con Joshua y Hairy Mike y el desgraciado señor Jeffers, que nunca volvería a enarcar una ceja o mover una pieza de ajedrez. No había conseguido dar con ellos, y de nada serviría acudir a las autoridades con la historia de que un grupo de vampiros le había robado el barco. Al contrario, se tragarían aquel cuento de la fiebre amarilla y pensarían que le había afectado la cabeza. Quizá acabarían incluso por encerrarle en algún manicomio.
Abner Marsh pagó la cuenta y regresó a la oficina de la Compaña de Paquebotes. El muelle estaba repleto y en constante actividad. El cielo era azul y abajo el río aparecía brillante y limpio bajo el resplandor del sol. El aire tenía el sabor de la escena y un aroma a humo y vapor. Escuchó las sirenas de los buques al cruzarse en el río, y la gran campana de un vapor de palas laterales que entraba en el embarcadero. Los primeros oficiales gritaban a los estibadores y éstos cantaban mientras cargaban las mercancías. Abner Marsh se detuvo, miró y escuchó. Aquello era su vida, y lo otro había sido realmente un sueño. Los vampiros llevaban miles de años matando, le había dicho Joshua, así que ¿cómo podía pensar Marsh en cambiar aquello? De todos modos, quizá Julian tenía razón y matar estaba en su propia naturaleza. Y en la naturaleza de Abner Marsh estaba el ser un marinero del río simplemente, y no un luchador. York y Jeffers habían intentado luchar, y habían pagado por ello.
Al entrar en la oficina, Marsh acababa de decidir que Dan Albright tenía toda la razón. Lo mejor que podía hacer era olvidarse del Sueño del Fevre y de todo lo sucedido. Seguiría dirigiendo la compañía y quizá consiguiera hacer un poco de dinero; así, en un par de años, quizá tuviera el suficiente para construir otro barco, uno más grande.
Green estaba trabajando apresuradamente en la oficina.
—Ya he enviado veinte cartas, capitán. Ya están en el barco, como usted ordenó.
—Bien —dijo Marsh, hundiéndose en un sillón. Por poco no se sentó encima de los libros de poemas que llevaba en el bolsillo, y que le habían significado un estorbo durante toda la jornada. Los sacó, los hojeó por encima, leyendo apenas algunos títulos, y los dejó a un lado. Eran poemas muy buenos. Marsh suspiró.
—Guárdeme esos libros, señor Green. Quiero echarles un vistazo.
—Muy bien, capitán —asintió el empleado.
Se acercó a Marsh y se llevó los libros. Entonces vio algo más y lo cogió.
—¡Ah! —dijo Green—, casi se me olvida —le tendió a Marsh un gran paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda—. Un hombrecillo lo trajo hace unas tres semanas y dijo que usted había quedado en pasar a recogerlo, pero que no lo había hecho. Le dije que todavía estaba usted fuera con el Sueño del Fevre y le pagué. Espero no haber cometido un error.
Abner Marsh frunció el ceño al ver el paquete, cortó la cuerda con un movimiento de la mano, y desgarró el papel para abrir la caja. Dentro había un tabardo de capitán, blanco como la nieve que cubría el tramo superior del río en invierno, limpio y puro, con una doble fila de relucientes botones plateados y el nombre Sueño del Fevre escrito en relieve sobre cada uno de ellos. Lo sacó de la caja y ésta cayó al suelo. Por último, de pronto, las lágrimas llegaron hasta sus ojos.
—¡Fuera! —rugió Marsh. El agente le miró de reojo y salió a escape. Abner Marsh se levantó y se puso el tabardo blanco, abrochándose hasta el último botón. Era una prenda magnífica. Y elegante, mucho más elegante que el pesado tabardo azul que había llevado hasta entonces. En la oficina no había espejo y Marsh no pudo ver qué aspecto tenía, pero se lo imaginó. Pasó por su cabeza que se parecía a Joshua York, que tenía un aspecto fino, regio, sofisticado. Pensó que la prenda tenía un blanco deslumbrador.
—Parezco el capitán del Sueño del Fevre —dijo en voz alta. Golpeó con fuerza el suelo con el bastón y sintió que le volvía el color a la cara. Se detuvo un instante a recordar. Recordó el aspecto del barco entre las nieblas de New Albany, recordó toda la plata que transportaba, el sonido salvaje de la sirena a vapor y el empuje de sus motores, estridente como una tormenta. Recordó el día en que había dejado atrás al Sureño y cómo se había tragado al Mary Kaye. Recordó también a la tripulación: Framm y sus increíbles relatos, Whitey Blake siempre salpicado de grasa, Toby degollando pollos, Hairy Mike dirigiendo y maldiciendo a los estibadores y auxiliares de cubierta, Jeffers y sus partidas de ajedrez, ganando a Dan Albright por centésima vez. Si Albright era tan listo, pensó Marsh, ¿por qué nunca había podido ganarle a Jeffers?
Y, sobre todo, Abner Marsh recordó a Joshua. Joshua vestido de blanco. Joshua tomando un sorbo de su licor, Joshua sentado en la oscuridad dándole vueltas a sus sueños. Ojos grises, manos fuertes y poesía. “Todos tomamos decisiones”, le susurró la memoria. La mañana vino y se fue, Y volvió a venir, pero no trajo el día.
—¡Green! —rugió Abner con toda la capacidad de sus pulmones.
Se abrió la puerta y el agente asomó la cabeza con ademán nervioso.
—Quiero mi barco —gritó Marsh—. ¿Dónde diablos está?
—Capitán —carraspeó Green—, ya le he dicho que el Sueño del Fevre…
—¡Ese no! —siguió gritando Marsh, al tiempo que golpeaba el suelo con el bastón—. Mi otro barco. ¿Dónde diablos está mi otro barco, ahora que lo necesito?