CAPITULO CATORCE

De los días oscuros y distantes

—Atienda pues, Abner, pero antes escuche mis condiciones. No quiero que me interrumpa. No quiero exclamaciones airadas, ni preguntas, ni juicios. No, hasta que haya terminado. Gran parte de lo que tengo que decirle le resultará repugnante y terrible, se lo advierto, pero si me deja hablar de principio a fin quizá llegue a comprender. Me ha llamado usted asesino, vampiro, y en cierto sentido lo soy. Pero también usted ha matado, son palabras suyas. Usted considera sus actos justificados por las circunstancias. Yo también. Si no justificados, al menos mitigados. Escuche todo lo que tengo que decir antes de condenarme a mí y a mi gente.

“Permítame empezar por mí mismo, por mi propia vida, y contarle el resto según lo fui aprendiendo.

Me preguntaba mi edad, Abner. Bien, soy joven, estoy en el primer estadio de la vida adulta, para mi raza. Nací en la campiña francesa el año 1785. No llegué a conocer a mi madre, por razones que más adelante expondré. Mi padre era un noble poco importante; esto, se había adjudicado un título para moverse entre la sociedad francesa. Llevaba en Francia varias generaciones por lo que disfrutaba de una cierta posición, aunque afirmaba tener su cuna en la Europa oriental. Era rico y poseía algunas tierras. Había ocultado su longevidad mediante un truco hacia 1760, cuando se hizo pasar por su propio hijo y, con el tiempo, se sucedió a sí mismo.

“Así pues, he cumplido 72 años y, realmente, tuve la fortuna de conocer a Lord Byron. Sin embargo, eso fue un poco después.

“Mi padre era lo que yo. Y también dos de nuestros criados, que verdaderamente no eran tales, sino compañeros. Los tres adultos de mi raza me enseñaron lenguas, modales, muchas cosas del mundo… y cautela. Dormía de día y salía sólo de noche; aprendí a temer la aurora como los niños de su raza aprenden a temer el fuego cuando se queman. Me explicaron que era distinto a los demás, superior y aparte, un amo. Sin embargo, no debía dar a conocer estas diferencias, o el ganado tendría miedo de mí y me mataría. Debía dar a entender que mi horario era simple cuestión de preferencia. Debía aprender y observar las formas del Catolicismo, e incluso asistir a misas especiales a medianoche, en nuestra capilla privada. Debía… bien, no seguiré. Debe comprender usted, Abner, que yo sólo era un niño. Con el tiempo podría haber aprendido más, podría haber empezado a comprender el dónde y el porqué de quienes me rodeaban y la vida que llevábamos, si las cosas hubieran seguido igual. Hubiera sido otra persona.

“Sin embargo, en 1789, los fuegos de la Revolución cambiaron mi vida irrevocablemente. Cuando llegó el Terror fuimos detenidos. Pese a sus cautelas, sus capillas y sus espejos, mi padre había despertado sospechas por sus hábitos nocturno, su soledad y su misteriosa riqueza. Nuestros criados —los criados humanos— le denunciaron como brujo, satánico y discípulo del marqués de Sade. Además, él mismo se autoproclamó aristócrata, el peor de todos los pecados Sus dos compañeros, al ser considerados simples sirvientes, pudieron escapar mientras mi padre y yo quedábamos prisioneros.

“Pese a ser entonces muy pequeño, tengo vívidos recuerdos de la celda en que nos hallábamos. Era fría y húmeda, de piedra, con una puerta de hierro tan gruesa y trabada que ni siquiera la gran fuerza de mi padre podía contra ella. La celda estaba llena de orina y dormíamos sin sábanas, sobre paja nauseabunda esparcida sobre el suelo. Había una ventana, pero estaba demasiado alta. La ventana se abría paso a través de los tres metros de grueso de la pared de la celda. Era muy estrecha, el final estaba obstruido por barrotes. En realidad, creo que estábamos en algún lugar bajo el suelo, en una especie de sótano. La luz que llegaba hasta nosotros era muy escasa, pero eso era, naturalmente, una bendición para mi padre y para mí. Cuando estábamos solos, mi padre me decía lo que tenía que hacer. El no podía ni acercarse a la ventana, de pequeño que era el agujero, pero yo sí podía. Y también tenía fuerza suficiente para arrancar los barrotes. Me ordenó que le dejara, y también me dio otros consejos. Llevar harapos y no atraer la atención sobre mí. Ocultarme de día y buscar alimento por la noche. No decirle a nadie que era diferente. Encontrar una cruz y ponérmela. No comprendí la mitad de lo que me dijo, y pronto olvidé muchas cosas, pero prometí obedecerle. Me pidió que abandonara Francia y que buscara a los criados que habían huido. No debía tratar de vengarle. Ya me vengaría suficientemente con el tiempo, pues todas aquellas personas morirían, y yo seguiría vivo. Luego dijo algo que nunca olvidaré: “No pueden hacer nada. La sed roja está en nuestro pueblo, y sólo la sangre la saciará. Esta es nuestra perdición.” Yo le pregunté qué era la sed roja. “Dentro de poco lo sabrás, es inconfundible”, me contestó. Después me instó a que me marchara. Me deslicé por la estrecha abertura hasta la ventana. Los barrotes eran viejos y estaban bastante oxidados. Como era imposible alcanzarlos, a nadie se le había ocurrido sustituirlos por otros. Se partieron entre mis manos.

“No volví a ver a mi padre, pero más tarde, tras la Restauración que siguió a Napoleón, indagué sobre él. Mi desaparición había sellado su destino. Era evidentemente un brujo, además de un aristócrata. Fue juzgado y condenado y perdió la cabeza en una guillotina de provincias. Después, quemaron su cuerpo bajo la acusación de brujería.

“Sin embargo, entonces yo no sabía nada al respecto. Había escapado de la cárcel y de la región y me encaminé a París, donde sobrevivir era fácil en aquellos días tan caóticos. De día me refugiaba en sótanos, cuanto más oscuros mejor. De noche salía a robar comida. Carne, sobre todo. No tenía mucho interés por las frutas o verduras. Me hice un hábil ladrón. Era rápido, silencioso y terriblemente fuerte. Mis uñas se hacían más afiladas y fuertes cada día. Cuando me lo proponía, podía subir por la madera clavándolas en ella Nadie reparó en mí ni me preguntó nada. Hablaba un francés culto, bastante inglés y algo de alemán. En París adquirí también el argot de los bajos fondos. Busqué a los desaparecidos sirvientes, los únicos de mi raza a quienes conocía, pero no lo conseguí y mis esfuerzos fueron inútiles.

“Así crecí entre vuestra gente, el ganado. La gente del día. Yo era listo y observador. Por mucho que me pareciera a quienes me rodeaban, pronto comprendí lo radicalmente distinto que era de ellos. Y superior, según me habían enseñado. Más fuerte, más rápido y, yo creía, con más posibilidades de longevidad. Mi único problema era la luz diurna. Guardé bien el secreto.

“Sin embargo, la vida que llevaba en París era mezquina degradada y aburrida. Quería más. Empecé a robar dinero además de comida. Encontré a alguien que me enseñó a leer y, a partir de entonces, robé libros siempre que pude. Un par de veces casi me cogieron, pero siempre logré escapar. Podía fundirme en las sombras, escalar muros en un abrir y cerrar de ojos, moverme con el silencio de un gato. Quizá quienes me perseguían creyeron que me había transformado en niebla. A veces debe haberlo parecido.

“Cuando empezaron las campañas napoleónicas, tuve cuidado de zafarme del ejército, pues sabía que de lo contrario tendría que exponerme a la luz diurna. En cambio, seguí detrás de las tropas en sus avances. Viajé de este modo por toda Europa, y vi muchos desmanes y atrocidades. Allí donde llegó el emperador, hubo un buen botín para mí.

“En 1805, en Austria, vi mi gran oportunidad. Una noche, en el camino, topé por casualidad con un rico mercader vienés que huía de las tropas francesas. Llevaba con él todo su dinero convertido en oro y plata, una suma fabulosa. Le seguí hasta la posada donde iba a pasar la noche y cuando estuve seguro de que dormía entré para hacer mi fortuna. Sin embargo, no dormía. La guerra le había hecho precavido y me esperaba, armado. Sacó de debajo de las mantas una pistola y me disparó.

“El dolor y la conmoción me vencieron. El impacto me hizo caer al suelo. Me había dado en el estómago, de pleno, y sangraba profusamente. Sin embargo, de repente, la hemorragia comenzó a disminuir y el dolor a suavizarse. Me levanté. Debía tener un aspecto terrible, con el rostro tan pálido y cubierto de sangre. Y una extraña sensación me asaltó, algo que nunca había sentido hasta entonces. La luna brillaba en la ventana y el comerciante gritaba, y antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me abalancé sobre él. Quería hacerle callar, taparle la boca con la mano pero… algo se apoderó de mí. Lancé las manos hacia él, con mis uñas tan fuertes y tan afiladas. Le desgarré la garganta, y se ahogó en su propia sangre.

“Me quedé inmóvil, temblando, observando la sangre negruzca que brotaba de él y su cuerpo agitándose a la pálida luz de la luna. Estaba agonizando. Yo ya había visto gente muriéndose, en París y en la guerra. Pero no era lo mismo. A éste lo había matado yo. Aquello excitó a un animal que llevaba en lo más hondo, dentro de mí. La sangre bañaba mis manos. Era espesa y caliente. Al brotar de su garganta humeaba. Me incliné y la probé. El sabor me volvió loco. De repente, enterré mi rostro en el cuello del hombre, sorbí la sangre, tragué… Dejó de moverse. Yo seguí. Entonces, se abrió la puerta y aparecieron varios hombres con cuchillos y fusiles. Alcé la mirada, perplejo. Debí aterrorizarles. Antes de que pudieran reaccionar, me lancé por la ventana y me perdí en la noche. Conservé la suficiente presencia de ánimo para asir la bolsa del dinero al salir. Sólo tenía una pequeña parte de la fortuna del hombre, pero me bastaba.

“Aquella noche corrí mucho, me alejé mucho, y pasé el día siguiente en la bodega de una granja que había sido quemada y abandonada.

“Tenía entonces veinte años. Entre la gente de la noche, todavía era un niño, pero ya iniciaba la edad adulta. Al despertarme en la bodega, cubierto de sangre seca y asido a la bolsa de dinero, recordé las palabras de mi padre. Por fin sabía lo que era la sed roja. Y sólo la sangre podía saciarla, había dicho. Yo estaba saciado. Me sentía más fuerte y más sano que nunca en mi vida, pero también horrorizado. Yo había crecido entre su pueblo, ¿comprende?, y pensaba del mismo modo que ustedes. No era ningún animal, ni ningún monstruo. Allí y entonces, decidí cambiar de modo de vida para que nunca más volviera a pasarme algo parecido. Me lavé, robé algunas ropas, las más finas que pude encontrar, y me alejé hacia el oeste, evitando el campo de batalla. Después tomé al norte. De día me albergaba en las posadas, y cada noche alquilaba un coche de caballos para viajar de ciudad en ciudad. Por fin, con las dificultades debidas a la guerra, conseguí llegar a Inglaterra. Tomé un nuevo nombre dispuesto a convertirme en un caballero. Tenía dinero, el resto podía aprenderlo.

“Mis viajes habían durado casi un mes. La tercera noche en Londres me sentí extraño, enfermo. Nunca anteriormente me había sentido mal. La noche siguiente fue peor. La tercera noche, por fin, supe a qué se debía aquel estado. Me asediaba la sed roja. Grité y rugí. Pedí en la comida un buen filete poco asado y jugoso que, pensé, calmaría mi inquietud. Lo devoré y me obligué a calmarme. No hubo modo.

Al cabo de una hora estaba merodeando por las calles. Encontré un callejón y aguardé. La primera en pasar fue una muchacha. Parte de mí admiró su belleza, que ardía en mí como un incendio. La otra parte de mi ser tenía sencillamente sed. Por suerte murió pronto. Después, lloré.

“Durante meses estuve desesperado. En los libros aprendí cuál era mi naturaleza. Durante veinte años me había considerado superior. Ahora descubría que era algo antinatural, una bestia, un monstruo sin alma. No pude definir si era un vampiro o un hombre lobo. Ni yo ni mi padre teníamos el poder de transformarnos en otra cosa, pero la sed roja me asaltaba cada mes, en lo que parecía un ciclo lunar, aunque no siempre coincidente con la luna llena. Aquella era una característica de hombre lobo, según leí. Estudié mucho aquellos temas por esa época, intentando comprenderme. Igual que el hombre lobo de las leyendas, yo desgarraba gargantas y comía un poco de carne, especialmente cuando la sed hacía presa en mí con intensidad. Y cuando no me acosaba la sed, parecía una persona bastante honrada, lo cual cumple también las leyendas sobre hombres lobos. Por el contrario, la plata no me afectaba, ni cambiaba de forma ni me crecía el pelo. Igual que los vampiros, sólo podía salir de noche y, según mi parecer, era la sangre lo que realmente me volvía loco, y no la carne. En cambio, dormía en camas, y no en ataúdes, y había cruzado corrientes de agua cientos de veces, sin problemas. Desde luego, no estaba muerto, y los objetos religiosos no me afectaban en absoluto. En una ocasión, para asegurarme, velé el cuerpo de una víctima, preguntándome si se levantaría como lobo o como vampiro. Siguió tan muerto como estaba. Al cabo de un tiempo empezó a oler mal, y lo enterré.

“Puede imaginarse mi terror. Yo no era humano, pero tampoco era una de aquellas criaturas legendarias. Decidí que los libros no me servían para resolver mi problema. Tendría que hacerlo yo solo.

“Mes tras mes, me entraba la sed roja. Aquellas noches se llenaban de una terrible y exultante alegría, Abner. Al tomar la vida de otro, yo vivía intensamente. Pero siempre había un después, y entonces me llenaba de angustia y remordimientos por haberme convertido en lo que era. Mataba, sobre todo, al joven, al sano, al hermoso. Ellos parecían tener una luz interior que provocaba la sed mucho más que los viejos o enfermos. Y muchas veces yo admiraba la misma cualidad que me disponía a destruir.

“Desesperado, intenté cambiar. Mi voluntad, habitualmente tan poderosa, se reducía a nada cuando me entraba la sed roja. Me volví esperanzado a la religión. Al notar que los primeros tentáculos de la fiebre me asaltaban, acudí a una iglesia y se lo confesé todo al sacerdote que acudió a mi llamada. No me creyó, pero accedió a quedarse a mi lado y rezar conmigo. Yo llevaba una cruz, me arrodillé ante el altar recé con fervor, rodeado de velas e imágenes, seguro en la casa de Dios, con uno de sus ministros a mi lado. Al cabo de tres horas, me volví hacia el sacerdote y le maté allí mismo, en la iglesia. Esto causó una pequeña conmoción al día siguiente, cuando encontraron el cadáver.

“A continuación, probé con la razón. Si la religión no me había dado una solución, lo que me impulsaba no podía ser sobrenatural. Maté animales en lugar de personas, robé sangre humana de la consulta de un médico. Asalté la sala de un forense cuando sabía que había cadáveres recientes. Todo aquello ayudaba, apagaba algo la sed, pero no le ponía fin. La mejor de todas estas medidas a medias era sacrificar a un animal. Era la vida, ¿comprende?, la vida, tanto como la sangre.

“Mientras hacía todo esto, me protegía a mí mismo. Viajé por Inglaterra en varias ocasiones, para que las muertes y desapariciones de mis víctimas no se concentraran en un solo lugar. Enterré cuantos cuerpos pude. Y finalmente empecé a aplicar mi intelecto a la caza. Necesitaba dinero, así que busqué una presa rica. Me hice rico, y luego más aún. El dinero llama al dinero y, cuando tuve alguno, me llegó bastante más por conductos honrados, limpios. Para entonces ya hablaba inglés con toda corrección. Cambié de nombre otra vez, me comporté como un caballero, adquirí una mansión aislada en los páramos de Escocia, donde mi conducta atraería poco la atención, y contraté a una servidumbre discreta. Cada mes, salía en viaje de negocios, sólo por un par de noches. Ninguna de mis presas vivía cerca de allí, y los criados no sospechaban nada.

“Por último, tropecé con la que podía ser la respuesta. Una de mis sirvientas, una chica joven y bella, se había ido familiarizando cada vez más conmigo. Yo parecía gustarle, y no sólo como amo. Yo correspondí a su afecto. Era una chica honesta y alegre, y bastante inteligente, aunque poco educada. Empecé a pensar en ella como en una amiga y vi en ella una posible solución. A menudo había considerado la posibilidad de encadenarme, o de confinarme de alguna manera hasta que me hubiera pasado la sed roja, pero no había llegado a encontrar el sistema para llevarlo a cabo. Si dejaba la llave a mi alcance, la utilizaría cuando la sed me poseyera. Si la arrojaba lejos, ¿cómo iba a liberarme después? Necesitaba la ayuda de otra persona, pero siempre había obedecido el consejo de no confiar a ninguno de ustedes mi secreto.

“Entonces, decidí correr el riesgo. Despedí a los demás criados y les hice abandonar la casa, sin contratar a otros que les sustituyeran. Hice que me construyeran en la casa, una habitación pequeña y sin ventanas, de gruesas paredes le piedra y una puerta de hierro tan gruesa como yo recordaba que era la de la celda que compartí con mi padre. La puerta podía asegurarse desde fuera con tres grandes cerrojos de metal. Me sería imposible salir de allí. Cuando estuvo completada, llamé a la doncella y le di instrucciones. No confiaba en ella lo bastante para decirle toda la verdad. Tenía miedo, Abner, de que me denunciara si se enteraba de quién era yo en realidad, o de que huyera inmediatamente, despojándome de aquella solución que tan viable parecía, junto con la casa, y la propiedad, y toda la vida que había construido. Por tanto, sólo le conté que una vez al mes me daba un acceso de locura, un ataque como los que produce la epilepsia. Durante estos ataques, yo entraría en mi habitación especial y ella debería correr los cerrojos y mantenerme allí durante tres días completos. Yo entraría conmigo agua y comida, incluidos algunos pollos vivos para calmar los accesos más furiosos de sed.

“Ella se quedó asombrada, pensativa y un tanto confusa, pero al fin accedió a cumplir con el encargo. A su modo, me quería, creo, y deseaba hacer cualquier cosa por mí. Así pues, entré en la habitación y ella cerró la puerta.

“Y llegó la sed. Fue terrible. Pese a la falta de ventanas, podía darme cuenta del momento en que llegaba la noche. Durante las horas diurnas dormía, como siempre, pero las noches eran un estallido de horrores. Maté todos los pollos la primera vez que oscureció, y me atraqué con ellos. Exigí ser liberado, pero mi leal sirvienta se negó. Grité y la insulté, me lancé contra las paredes, golpeé la puerta hasta que me salió sangre de los puños, y entonces me eché en un rincón a sorber ávidamente mi propia sangre. Intenté excavar la pared por las piedras más blandas. Con todo, no pude salir.

“El tercer día, pensé con más claridad. Fue como si la fiebre hubiera desaparecido. Estaba ya en la bajada de la colina, volviendo a ser yo mismo otra vez. Podía notar cómo la sed se iba desvaneciendo. Llamé a mi criada a la puerta y le dije que ya había pasado, que podía dejarme salir. Ella se negó, alegando que yo le había ordenado tenerme confinado durante tres noches enteras, lo cual era cierto. Me reí y admití que así era, pero añadí que el ataque ya había pasado y que sabía que no se repetiría hasta el mes siguiente. Pese a todo, la muchacha no abrió la puerta. No me irrité con ella. Le dije que lo comprendía y que apreciaba mucho su interés por cumplir mis instrucciones. Le pedí que se quedara cerca, charlando conmigo, ya que me sentía muy solo en mi prisión. Ella accedió y pasamos casi una hora hablando. Yo estaba tranquilo y animado, amable incluso, y había aceptado la idea de pasar otra noche allí dentro. Hablamos tan razonablemente que pronto admitió que yo ya estaba completamente normal. Yo le dije que era una buena chica por cumplir tan bien su cometido, y me alargué en describir sus virtudes y mi afecto por ella. Por último, le pedí que se casara conmigo en cuanto yo volviera a estar libre otra vez.

“Abrió la puerta. Parecía tan feliz, Abner. Tan feliz y llena de vida… Sí, estaba llena de vida. Se acercó a besarme y yo pasé mis brazos por su talle y la atraje hacia mí. Nos besamos varias veces, y luego mis labios le recorrieron el cuello, y encontré la arteria y la abrí. Yo… me alimenté… durante largo rato. Tenía tanta sed, y la vida de la muchacha era tan dulce. Sin embargo, cuando la solté, estaba todavía viva y se apartó de mí, tambaleándose, desangrada y blanca y agonizante, pero aún consciente. La mirada de aquellos ojos, Abner… La mirada de aquellos ojos…

“De todas las cosas que he hecho, aquella fue la más terrible. Ella estará siempre conmigo, y la mirada en sus ojos.

“Después, mi desesperación no tuvo límites. Traté de suicidarme. Me compré un puñal de plata con el mango en forma de cruz; las supersticiones, como verá, todavía me tenían atenazado. Me abrí las venas y me metí en un baño de agua caliente para morir poco a poco. Me curé. Me lancé sobre la espada al modo de los antiguos romanos. Me curé. Cada día descubría alguna nueva facultad que había en mí. Me repuse en seguida, tras un breve período de dolores. La sangre se coagulaba prácticamente al instante, por grande que fuera la herida que me infligía. Fuera cual fuese mi naturaleza estaba claro que era una maravilla.

“Por último, encontré el medio. Fuera de la casa, dispuse dos grandes cadenas de hierro adosadas a la pared. De noche me coloqué las esposas y tiré la llave lo más lejos posible. Aguardé el alba. El sol era peor de lo que recordaba. Ardía y me cegaba. Todo se borró de mi vista. La piel ardía. Creo que empecé a gritar. Sé que cerré los ojos. Allí estuve varias horas, cada vez más próximo a la muerte. No había nada en mí salvo la sensación culpable de haber matado a la muchacha.

“Entonces, no sé cómo, entre la fiebre de la muerte, decidí vivir. ¿Cómo? ¿Por qué? No sabría decírselo. Pero sentí que siempre había amado la vida, tanto en mí como en los demás. Que esa era la razón de que me atrajera tanto la salud, la belleza y la juventud. Me odiaba a mí mismo por ofrecer al mundo sólo muerte y allí estaba, matando una vez más, aunque la víctima fuera yo mismo. Pensé que no podía lavar mis pecados con más sangre, con más muerte. Para expiarlos, debía vivir, devolver la vida, la belleza y la esperanza al mundo para que recuperara todo lo que yo le había robado. Recordé entonces a los criados desaparecidos de mi padre. Había otros de mi raza en el mundo. Vampiros, hombres lobo, o lo que fueran, allí debían estar, en mitad de la noche. Me pregunté cómo actuaban cuando llegaba la sed roja. Si podía encontrarlos, conviviría con los de mi propia clase, ya que no podía hacerlo con los humanos. Podríamos ayudarnos unos a otros a convencer al demonio que nos dominaba. Podría aprender de ellos.

“Decidí que no debía morir.

“Las cadenas eran muy fuertes. Me había preocupado de ello, tomando en cuenta la posibilidad de que me revelara contra el dolor y la muerte. Sin embargo, ahora encontraba en mi decisión una fuerza mucho mayor de la que nunca había tenido, ni aún cuando me dominaba la sed. Me propuse romper las cadenas, arrancarlas de la pared de piedra donde las había adherido. Tiré, giré y volví a tirar. No cedían, Eran muy fuertes y estaban bien sujetas. Yo llevaba al sol horas y horas. No sabría decir qué era lo que me mantenía consciente. Tenía la piel negra y chamuscada y el dolor se hacía tan intenso que ya casi había dejado de sentirlo. Pese a todo, seguí tratando de liberarme de las cadenas. “Por último, pude zafarme de una de ellas. La izquierda.

El aro incrustado en el muro cayó con esquirlas de piedra. Estaba medio libre, pero agotado, a punto de morir, y presa de extrañas visiones. Me di cuenta de que pronto me desmayaría y que, en cuanto cayera al suelo, no volvería a levantarme más. Y la cadena derecha parecía tan fuerte y firme como cuando había empezado a luchar con ella, durante un tiempo interminable.

“La cadena no cedió, Abner. Pero yo quedé libre y pude encontrar la seguridad de mis sótanos fríos y negros, donde reposé durante más de una semana, entre pesadillas, ardores y dolores insoportables, pero sin que se interrumpiera mi proceso de curación ni un solo instante. Volví a ser yo mismo, ¿comprende? Para liberarme, hube de cortarme la mano derecha con las uñas de la otra y dejar la mano allí, colgada de la cadena, mientras deslizaba el muñón fuera de la argolla.

“Cuando recobré el conocimiento, una semana después, volvía a tener mano. Era suave y pequeña, a medio formar, y me dolía. Me dolía terriblemente. Pero con el tiempo la piel se endureció. Luego la mano creció y la piel se resquebrajó y saltó, dejando rezumar un fluido blancuzco. Cuando se hubo secado y pelado, la carne que apareció debajo parecía más saludable. El proceso se repitió por tres veces, y duró más de tres semanas, pero cuando, estuvo concluido nadie hubiera podido percatarse de lo que le había sucedido a mi mano. Yo me quedé asombrado.

“Aquello sucedió en el año 1812, y marcó un punto decisivo en mi vida.

“Cuando recuperé las fuerzas, descubrí que había salido del trance con una gran resolución: cambiar mi vida y la de mi gente, liberarme y liberarlos de lo que mi padre había denominado la maldición de la sed roja; obligarme y obligarlos a reconstituir la vida y la belleza que bebíamos del mundo. Para ello, primero tenía que buscar a otros de mi raza, y los únicos que conocía eran los desaparecidos criados de mi padre. Sin embargo, en aquellos momentos no me era posible iniciar la búsqueda. Inglaterra estaba en guerra con el imperio francés y no existían relaciones entre ambos estados. El retraso forzoso no me preocupó. Sabia que contaba con todos los años que pudiera precisar.

“Mientras esperaba, me apliqué al estudio de la medicina. Naturalmente, en nada de lo que estudié se mencionaba a mi gente. Nuestra existencia era una leyenda. Sin embargo, tuve ocasión de aprender mucho acerca de su raza, tan parecida y diferente a un tiempo de la mía. Me hice amigo de varios médicos, un eminente cirujano de la época y varios miembros facultativos de una renombrada escuela. Leí textos de medicina, tanto antiguos como nuevos. Me interesé por la química, la biología, la anatomía e incluso la alquimia, siempre buscando nuevos conocimientos. Me construí unos laboratorios de experimentación en la misma habitación que una vez usara como prisión. En esa época, cuando tomaba una vida —como hacía cada mes, con regularidad—, llevaba el cuerpo de la victima a mi laboratorio siempre que podía, para estudiarlo y diseccionarlo. ¡Cuánto deseé disponer del cuerpo de uno de mi raza, Abner, para así poder observar las diferencias!

“Durante mi segundo año de estudios, me corté un dedo de la mano izquierda, pues sabía que se regeneraría. Quería carne de mi carne para diseccionarla y estudiarla.

“Un dedo no era suficiente para responder a los cientos de preguntas que invadían mi mente, pero el dolor quedó justificado, a la vista de lo que descubrí. La carne, los huesos y la sangre mostraban significativas diferencias de los humanos. La sangre tenía un color menos intenso, al igual que la carne, y carecía de varios elementos presentes en la sangre humana. Los huesos, por otro lado, contenían más cantidad de esos elementos. Eran a la vez más fuertes y más flexibles que los humanos. El oxígeno, ese gas milagroso de Prietsley y Lavoisier, estaba presente en mi sangre y en los tejidos de mis músculos en proporción mucho mayor que en las muestras comparables extraídas de su raza.

“No sabia qué hacer con todos aquellos descubrimientos, pero las teorías se sucedían en mi mente, como una fiebre. Me pareció que quizá las carencias observadas en mi sangre tenían alguna relación con el impulso que me llevaba a beber la sangre de otros. Aquel mes, cuando la sed hubo pasado mediante la conservación de una víctima, me provoqué una hemorragia y procedí a analizar mi sangre. Su composición había cambiado. De alguna manera, había convertido la sangre de mi víctima en parte de la mía propia, espesándola y enriqueciéndola, al menos durante un tiempo. Desde entonces, procedí a extraerme sangre diariamente. Los análisis demostraron que la sangre se debilitaba día a día. Llegué a la conclusión de que quizá cuando el desequilibrio alcanzaba un punto crítico, me asaltaba la sed roja.

“Aquella suposición dejaba muchas preguntas sin responder. ¿Por qué era insuficiente la sangre animal para calmar la sed? ¿O incluso la de un ser humano ya fallecido? ¿Perdía la sangre alguna propiedad con la muerte? ¿Por qué no me había asaltado la sed hasta cumplidos los veinte años? ¿Cómo había sobrevivido durante los años anteriores? No conocía ninguna de las respuestas, ni sabía cómo llegar a conocerlas, pero tenía al menos una esperanza, un punto de partida. Empecé a establecer proporciones.

“¿Qué podría decirle acerca de eso, Abner? Me llevó años de experimentos sin fin y estudio continuado. Utilicé sangre humana y animal, metales y productos químicos de todo tipo. Herví sangre, la sequé, la bebí sola, mezclada con ajenjo, con coñac, con conservantes médicos de olores espantosos, con hierbas, sales y hierro. Bebí mil pócimas sin resultado. Dos veces enfermé de gravedad, y tuve el estómago revuelto y trastornado hasta que logré vomitar todo el preparado que acababa de ingerir. En ninguna ocasión obtuve resultados. Consumía a cientos las pócimas y las jarras de sangre mezclada con medicamentos, pero la sed roja seguía dominándome y obligándome a la caza nocturna. Y mataba sin sentimientos de culpabilidad, pues sabía que estaba luchando por encontrar una respuesta y que pronto conseguiría dominar mi naturaleza bestial. No desesperaba, Abner.

“Y por fin, en el año 1815, encontré la respuesta.

“Algunas de las mezclas había funcionado mejor que otras y me apliqué a seguir trabajando con ellas, mejorándolas, aplicándoles pequeños añadidos o modificaciones, pacientemente, probándolas una tras otra al tiempo que investigaba también por otros caminos. El compuesto que logré finalmente tenía como base la sangre de cordero, mezclada con una porción importante de alcohol, que, según creo, actuaba como conservante. Sin embargo, esta descripción resulta excesivamente simplificada. También contiene una gran cantidad de láudano, para tener tranquilidad y visiones agradables, y sales de potasio, hierro y ajenjo, y varias hierbas y preparaciones de alquimia caídas en desuso hace mucho tiempo. Durante tres años, había estado buscando la combinación de elementos y, una noche en el verano de 1815, la bebí, como había hecho antes con innumerables pócimas. Aquella noche, la sed roja no me asaltó.

“La noche siguiente empecé a sentir la ardiente inquietud que marca la llegada de la sed, por lo que me serví otro vaso y lo bebí, con cierto temor a que mi triunfo hubiera sido un sueño, una ilusión. Sin embargo, la inquietud remitió. Aquella noche no tuve sed, ni salí a buscar y matar.

“Inmediatamente me apliqué al trabajo produciendo grandes cantidades de la bebida. No siempre es fácil hacerlo con toda precisión y, si la mezcla no es exacta, no hace efecto. Con todo, mi labor era concienzuda y meticulosa. Ya ha visto el resultado, Abner, es mi bebida favorita. Nunca la tengo lejos de mí. He logrado, señor capitán, lo que ninguno de mi raza había conseguido anteriormente, aunque en aquel entonces llegué a exagerar la magnitud de su alcance, ebrio de triunfo. Acababa de iniciar una nueva época para mi pueblo, y también para el suyo. La oscuridad sin temor, el fin de las cacerías y las presas, de la huida y la desesperación. No más noches de sangre y degradación, Abner. ¡Había dominado a la sed roja!

“Ahora sé que fui extraordinariamente afortunado. Mi comprensión era superficial y limitada. Creí que la diferencia entre nuestros dos pueblos estaba sólo en la sangre. Después, comprendí lo equivocado que estaba. Creí que el exceso de oxígeno era, de algún modo, el responsable de la manera en que la fiebre de la sed roja corría por mis venas. Actualmente, opino que es más probable que el oxígeno le dé a mi raza su fuerza y le proporcione esos poderes curativos tan extraordinarios. Gran parte de lo que daba por cierto en aquel 1815 sé ahora que no tenía pies ni cabeza, pero eso no importa, pues la solución que había alcanzado tenía algún sentido.

“Desde entonces, Abner, he vuelto a matar, no lo niego. Sin embargo, lo he hecho al estilo humano, por razones humanas. Desde esa noche escocesa de 1815, no he vuelto a probar la sangre, ni he vuelto a sentir el impulso de la sed roja.

“No he dejado de estudiar, ni entonces ni ahora. El conocimiento es como la belleza para mi, y a mi me complace del todo la belleza; además, aún me quedaba mucho que aprender acerca de mí y de mi gente. Pero mi gran descubrimiento cambió la dirección de las investigaciones y empecé a buscar a otros miembros de mi raza. Al principio, empleaba agentes y escribía cartas. Más tarde, cuando llegó la paz, viajé al continente. Allí descubrí cómo había terminado mi padre. Y, lo que aún me interesó más, en viejos registros del lugar donde habíamos vivido supe de dónde provenía, o al menos de dónde afirmaba haber venido. Seguí el rastro por la Renania, por Prusia y por Polonia. Para los polacos era un solitario apenas recordado, pero aún muy temido, sobre el cual murmuraban en voz baja los abuelos. Algunos decían que había sido un caballero teutón, otros apuntaban más al este, a los Urales. Daba lo mismo; los caballeros teutones habían desaparecido hacia siglos, y los Urales eran una gran cordillera, demasiado extensa para iniciar una búsqueda a ciegas.

“Ante aquel callejón sin salida, decidí arriesgarme. Con un gran anillo de plata y una cruz al cuello, que esperaba fueran suficientes para vencer cualquier habladuría o superstición, empecé a preguntar abiertamente acerca de los vampiros, hombres lobos y demás leyendas. Algunos se reían de mí, otros se santiguaban y salían corriendo, pero la mayoría de mis entrevistados se complacían en ofrecerle al bobalicón inglés los cuentos que deseaba escuchar, a cambio de una comida o de unas copas. A partir de esos relatos, investigaba un dato tras otro. No era fácil, y pasé años en ello. Aprendí polaco, búlgaro y algo de ruso. Leía periódicos en una docena de lenguas, a la busca de relatos de muertes que se parecieran a las que originaba la sed roja. En dos ocasiones, me vi obligado a regresar a Inglaterra para preparar más pócima y dedicar alguna atención a mis asuntos.

“Y, por fin, ellos me encontraron.

“Fue en los Cárpatos, en una rústica posada campestre. Había estado haciendo preguntas, y la noticia de mis constantes idas y venidas había pasado de boca en boca. Cansado y deprimido, y notando los primeros indicios de la sed, había regresado temprano a mi habitación aquella noche, mucho antes de la aurora. Estaba sentado ante un fuego chisporroteante, tomando un sorbo de mi bebida, cuando escuché un ruido que al principio achaqué al batir de las contraventanas impulsadas por un viento de tormenta. Me volví para mirar —la habitación estaba a oscuras, salvo el fuego que ardía en el hogar— y la ventana estaba abierta hacía fuera. Allí, recortado contra la oscuridad, la nieve y las estrellas, había un hombre, de pie ante el quicio de la ventana. El hombre penetró en la habitación con la agilidad de un gato, sin hacer ruido alguno al tocar al suelo, acompañado de un viento frío procedente del invierno que aullaba fuera. Era un hombre de tez oscura, pero sus ojos ardían. Abner, verdaderamente ardían. “Tienes curiosidad por los vampiros, inglés”, me susurró en un inglés pasable al tiempo que cerraba suavemente la ventana tras de si.

“Fue un momento terrible, Abner. Quizá fue el viento procedente del exterior que llenó la habitación lo que me hizo temblar, pero no lo creo. Vi a aquel extraño como tantos de tu raza me han visto a mí, antes de abalanzarme sobre ellos para arrebatarles la sangre de su cuerpo; oscuro, con los ojos ardientes y el aspecto terrible, una sombra con dientes que se movía con una elegancia segura y que hablaba con un siniestro susurro. Cuando empecé a levantarme de la silla, él avanzó hacia la luz. Le vi las uñas. Eran garras, de más de diez centímetros de longitud, con las puntas negras y afiladas. Luego alcé la mirada y contemplé su rostro. Y era un rostro que recordaba de mi infancia, y cuando le volví a mirar me vino a la memoria también su nombre. “Simón”, le dije.

“El se detuvo y nuestras miradas se encontraron.

“Usted ya ha visto mis ojos, Abner. Ha visto el poder que, creo, tengo en ellos y quizá también otras cosas, cosas más oscuras. Así son los ojos de nuestra raza. Mesmer escribió sobre magnetismo animal, sobre una fuerza extraña que reside en todos los seres vivos, en algunos más que en otros. Yo he visto esa fuerza en los humanos. En la guerra, dos oficiales pueden ordenar a sus hombres la misma acción desesperada. Uno será muerto por sus propias tropas. El otro, utilizando las mismas palabras en la misma situación, impulsará a sus hombres a seguirle voluntariamente a una muerte segura. Bonaparte tenía ese poder muy desarrollado. Pero nuestra raza lo posee en grado sumo. Reside en nuestras voces y especialmente en nuestros ojos. Somos cazadores, y con nuestros ojos podemos cautivar y tranquilizar a nuestras presas naturales, dominarlas a nuestra voluntad y, en ocasiones, obligarlas incluso a colaborar en su propia muerte.

“Por entonces, yo no sabía nada de todo esto. Lo único que sabía era la presencia de los ojos de Simon, su calor abrasador, la furia y la sospecha que se leía en ellos. Sentía la sed que le atenazaba, y esa sola vibración despertó ligeramente en mí aquel gusto por la sangre tanto tiempo olvidado, y que surgía de mi interior hasta asustarme con su fuerza. No pude apartar la mirada. El tampoco. Nos quedamos frente a frente en silencio, moviéndonos sólo ligeramente en un círculo receloso, con los ojos fijos el uno en el otro. El vaso me resbaló de la mano y se hizo añicos en el suelo.

“No sabría decir cuánto tiempo transcurrió. Por último Simon bajó la vista y todo terminó. Entonces, hizo algo extraño y sorprendente. Se arrodilló ante mí, se abrió de un mordisco una vena de la muñeca hasta que brotó la sangre, y me tendió la herida en ademán de sumisión.

“—Maestro de sangre —me dijo en francés.

“La sangre tan próxima a mí, despertó en mi garganta una sensación de sequedad. Extendí el brazo y así el suyo, temblando, y empecé a inclinarme sobre él. Y entonces recordé. Lo aparté de un empujón y me dirigí a la mesa más próxima a la chimenea, sobre la cual había dejado la botella. Serví dos vasos, bebí el contenido de uno y le entregué el otro a Simon con la mirada aun puesta en él, que me observaba, totalmente confuso.

“—Bebe —le ordené, y él hizo lo que le decía. Yo era el maestro de sangre, y mi palabra era ley.

“Aquel fue el principio, allí en los Carpatos, en 1826.

“Simon había sido uno de los dos servidores de mi padre como ya sabía. Mi padre había sido maestro de sangre. A su muerte, Simon había tomado el mando, al ser más fuerte que los demás. A la noche siguiente, me llevó al lugar donde vivía, una cómoda cámara enterrada entre las ruinas de una vieja fortaleza en las montañas. Allí encontré a los otros, una mujer a quien reconocí como la otra criada de mi infancia, y otros dos, esos a quienes usted llama Smith y Brown. Simon había sido su amo, y ahora lo era yo. Más aún, yo llevaba conmigo la liberación de la sed roja.

“Y así bebimos y pasamos muchas noches, mientras empezaba a conocer de sus labios la historia y las costumbres del pueblo de la noche.

“Somos un pueblo muy antiguo, Abner. Mucho antes de que vuestra raza levantara sus ciudades en el cálido sur, mis antecesores poblaron ya los inviernos oscuros de la Europa septentrional, dedicados a la caza. Nuestros relatos afirman que provenimos de los Urales, o quizá de las estepas, y que durante siglos nos extendimos hacia el oeste y hacia el sur. Vivimos en Polonia mucho antes que los polacos, poblamos los bosques alemanes antes de que llegaran los bárbaros germanos, nos extendimos por Rusia antes que los tártaros, antes que Novgorod el Grande. Cuando digo antiguo, no hablo de cientos de años, sino de miles. Milenios pasados en la oscuridad y el frío. Éramos salvajes, cuenta la historia, animales desnudos y astutos, unidos a la noche, rápidos, mortíferos y libres. Más longevos que ningún animal, imposibles de matar, amos y señores de la creación. Así lo cuentan nuestras historias. Todo lo que corría a dos o a cuatro patas, huía de nosotros lleno de miedo. Todos los seres vivientes no eran para nosotros sino alimento. Durante el día dormíamos en cavernas agrupados, en familias. Por la noche, éramos los amos del mundo.

“Entonces, llegó a nuestro mundo procedente del sur vuestra raza. El pueblo del día, tan parecido a nosotros y tan diferente. El pueblo del día era débil. Nosotros matábamos a su gente con facilidad y disfrutábamos con ello pues nos parecíais hermosos y mi pueblo siempre se ha sentido atraído por la belleza. Quizá era su semejanza con nosotros lo que nos atraía tanto. Durante siglos, los humanos fueron simplemente nuestras presas favoritas.

“Pero con el tiempo se produjeron cambios. Mi raza es muy longeva, pero escasa en número. El impulso reproductor está curiosamente ausente de nosotros, mientras que en los humanos actúa con la misma furia irracional que la sed roja lo hace en nosotros. Cuando le pregunté por mi madre, Simon me contó que los varones de mi raza sólo sienten deseo cuando la mujer está totalmente excitada, y eso sucede muy pocas veces, casi únicamente cuando el varón y la mujer han compartido una muerte. Incluso entonces, la mujer rara vez es fértil, circunstancia que les alegra pues la concepción suele representar la muerte de nuestras hembras. Según me contó Simon, yo maté a mi madre al nacer, pues desgarré sus órganos internos en mi lucha por venir al mundo produciéndole tales heridas que ni siquiera sus poderes de recuperación pudieron salvarla. Y así es como entra en el mundo la mayor parte de los miembros de nuestra raza. Empezamos nuestras vidas entre la sangre y la muerte, e igual las vivimos.

“Hay en ello un cierto equilibrio. Dios, si cree en su existencia, o la Naturaleza, si no se cree, da y toma a la vez. Nosotros podemos vivir más de mil años. Si fuéramos tan fértiles como los humanos, pronto llenaríamos el mundo. Su raza, Abner, se reproduce una y otra vez, aumentando de número como las moscas, pero también muere como las moscas, a causa de pequeñas heridas y enfermedades que no constituyen para mi raza más que una pequeña molestia.

“No es de extrañar, pues, que al principio nos preocupáramos poco de ustedes. Pero ustedes crecieron, y construyeron ciudades y aprendieron. Tenían cerebros como los nuestros, pero nosotros nunca habíamos tenido necesidad de usarlos, tal era nuestra fuerza. Su raza, Abner, trajo al mundo el fuego, los ejércitos, los arcos y lanzas y el vestir, el arte, la escritura y el lenguaje. La civilización, en suma. Y, una vez civilizados, los hombres dejaron de ser presa fácil. Nos perseguían, nos mataban a base de llamas y estacas, merodeaban por nuestras cavernas cada día. Nuestro número, que nunca había sido elevado, se reducía lenta y continuamente. Luchábamos contra ustedes y morimos, o huimos, pero dondequiera que fuimos su gente siempre nos siguió. Al final, hicimos lo que nos forzaron a hacer: Aprendimos de ustedes.

“Vestidos y fuego, armas y lenguaje, todo. Nunca tuvimos nada propiamente nuestro, ya ve. Nos apropiamos de lo suyo. También nos organizamos, empezamos a pensar y a planear, y por último nos integramos perfectamente con su pueblo, viviendo a la sombra del mundo construido por ustedes, haciéndonos pasar por humanos, matando de noche para calmar nuestra sed con sangre humana y escondiéndonos durante el día por temor a ustedes y su posible venganza. Tal es la historia de mi raza, el pueblo de la noche, a lo largo de los siglos.

“Este relato lo escuché de labios de Simon, tal y como a él se lo habían contado otros, que ya están muertos y olvidados. Simon era el más anciano del grupo que había encontrado, y afirmaba tener casi seiscientos años.

“También escuché otras cosas. Relatos que se remontaban a tiempos anteriores a nuestra tradición oral hasta nuestros primero orígenes, en el mismo amanecer del tiempo. Incluso alli yo vi la mano de su pueblo, pues nuestros mitos estaban extraídos de la Biblia cristiana. Brown, que en cierta época se había hecho pasar por sacerdote, me leyó pasajes del Génesis, sobre Adán y Eva y sus descendientes, Caín y Abel, que eran los primeros y únicos hombres. Sin embargo, cuando Caín mató a Abel, fue enviado al exilio y allí tomó una mujer de la tierra de Nod. ¿De dónde venía esa mujer, si Adán y sus hijos eran los únicos humanos del mundo? El Génesis no lo explica, pero Brown tenía una teoría; Nod era la tierra de la noche y la oscuridad, según él, y aquella mujer era la madre de nuestra raza. Por tanto somos nosotros los descendientes de Caín y no los negros, como creen algunos blancos. Caín mató a su hermano y se ocultó, y así nosotros tenemos que matar a nuestros primos lejanos y escondernos cuando se alza el sol, pues el sol es el rostro de Dios. Conservamos nuestra longevidad, característica de los humanos de los primeros tiempos, según se recoge en la Biblia; sin embargo, nuestras vidas están malditas y deben transcurrir en el temor y la oscuridad. Muchos de mi raza han seguido creyendo en Dios, según me han dicho. Otros se han adherido a diversos mitos, e incluso los hay que han aceptado los cuentos sobre vampiros tal como les han llegado, asumiendo la creencia de que eran representantes indestructibles del mal.

“He escuchado las historias de antecesores nuestros desaparecidos hace mucho, los relatos de luchas y persecuciones, y de nuestras migraciones. Smith me contó una gran batalla sostenida en las desoladas orillas del Báltico hace más de mil años, cuando unos centenares de miembros de mi raza descendieron una noche sobre una horda de miles de hombres, de modo que cuando amaneció el campo era un erial de cadáveres y sangre. La descripción me hizo recordar el “Senaquerib” de Byron. Simon me habló de la antigua y espléndida Bizancio, donde muchos de nuestra raza habían vivido prósperamente durante siglos, invisibles en la gran metrópolis, hasta que irrumpieron los cruzados, arrasando y destruyendo y llevando a muchos de los nuestros a la hoguera. Aquellos invasores aborrecían la cruz bizantina, y sospecho que quizá esa era la verdad que se oculta tras la leyenda de que mi raza teme y aborrece el símbolo cristiano. También escuché de los labios de mis compañeros la leyenda de una ciudad que habíamos construido nosotros, la gran ciudad de la noche, hecha de hierro y mármol negro en unas oscuras cavernas en el corazón de Asia, junto a las orillas de un río subterráneo y de un mar que nunca ha alcanzado el sol. Mucho antes que Roma o incluso que Ur, nuestra ciudad había sido magnífica, según decían, en flagrante contradicción con la historia que me habían contado anteriormente según la cual corríamos desnudos por los bosques invernales, a la luz de la luna. Según la leyenda, habríamos sido expulsados de nuestra ciudad por algún delito cometido, y desde entonces habríamos vagado perdidos y olvidados durante miles de años. Sin embargo, nuestra ciudad existía todavía y algún día nacería de nuestra gente un rey, un maestro de sangre mayor que los que habían existido, un rey que reuniría a nuestro pueblo desperdigado y lo guiaría de nuevo a la ciudad de la noche, junto a su mar sin sol.

“Abner, de todo cuanto escuché y aprendí, esa leyenda fue lo que más me afectó. Dudo de que exista una ciudad subterránea como la mencionada, dudo de que haya existido nunca, pero la misma existencia de la leyenda me demostraba que mi pueblo no eran los vampiros vacíos y diabólicos de las leyendas humanas. No teníamos arte, ni literatura, ni siquiera una lengua propia, pero el relato sobre la ciudad demostraba que teníamos capacidad de soñar, de imaginar.

“Nunca habíamos construido, nunca habíamos creado, sólo habíamos robado las ropas humanas, vivíamos en las ciudades y nos alimentábamos de la vida, la vitalidad y la misma sangre de los hombres; sin embargo, si se nos concedía la oportunidad, podíamos crear. Poseíamos el impulso interior de susurrarnos historias sobre nuestras propias ciudades. La sed roja había sido una maldición, había convertido en enemigos a su raza y la mía, Abner, había sustraído a mi pueblo toda noble aspiración. Era, realmente, la marca de Caín.

“Hemos tenido nuestros grandes líderes, Abner, maestros de sangre reales e imaginarios en las épocas pasadas. Hemos tenido nuestros Césares, nuestros Salomones… Sin embargo, estamos aguardando a nuestro redentor.

“Escondidos en las ruinas de aquel espantoso castillo, atentos al aullido del viento en el exterior, Simon y los demás bebieron mi pócima, me contaron relatos y me estudiaron con ojos poderosos y febriles, y me di cuenta de lo que estaban pensando. Cada uno de ellos tenía varios siglos más de edad que yo, pero yo era el más fuerte, el maestro de sangre. Les había dado un licor que borraba la sed roja y mi mi aspecto era casi humano. Ellos, Abner, me consideraban el redentor legendario, el rey de los vampiros. Y yo no podía negarlo. Era mi destino alzar a mi pueblo de las tinieblas. Entonces lo supe.

“Quiero hacer tantas cosas, Abner, tantísimas. Su pueblo está lleno de temores, supersticiones y odio, y por ello mi raza debe permanecer oculta por el momento. He visto cómo se combaten los hombres unos a otros, he leído acerca de Vlad Tepes —que, por cierto, no era uno de nosotros— y sobre Cayo Calígula y otros reyes. He visto a su raza quemar a unas viejas por ser sospechosas de pertenecer a nuestro pueblo. Aquí mismo, en Nueva Orleans, he presenciado cómo el hombre esclaviza a miembros de su propia raza, cómo les azota y les vende como animales por el mero hecho de que su piel sea más oscura. Y eso que los negros están mucho más cerca de los hombres blancos de lo que podamos estar nunca nosotros, pues incluso pueden tener hijos de sus mujeres, mientras que tal mezcla de razas es imposible entre el día y la noche. No, de momento debemos seguir ocultos, por nuestra propia seguridad. Sin embargo, una vez liberados de la sed roja, espero que con el tiempo podamos empezar a mostrarnos ante los más preparados de ustedes, sus hombres de ciencia y sus lideres. Podemos ayudarnos mucho mutuamente, Abner. Podemos enseñarnos nuestras respectivas historias, y el hombre puede aprender de nosotros el secreto de las curaciones y de la longevidad. Por nuestra parte, acabamos de empezar. Acabo de derrotar a la sed roja y, con el tiempo, sueño en que lleguemos a conquistar hasta la luz del sol, para así poder salir al exterior durante las horas del día. Los cirujanos y médicos humanos podrían ayudar a nuestras mujeres durante el parto, para que la procreación dejara de significar también la muerte.

“No hay límite a lo que mi pueblo pueda crear o conseguir. Mientras estaba en los Cárpatos, escuchando a Simon, me di cuenta de que podíamos formar uno de los grandes pueblos de la tierra. Pero antes tenía que encontrar a mi gente, para poder iniciar el plan.

“La tarea no resultó fácil. Simon me dijo que en su juventud habíamos sido casi un millar, repartidos por Europa desde los Urales hasta Inglaterra. La leyenda decía que algunos habían emigrado hacia el sur, a África, y al este, a Mongolia y Cathay, pero nadie tenía pruebas, ni rastros de aquellos. De los miles que habían habitado en Europa, la mayoría había muerto en las guerras o en los juicios por brujería, o habían caído victimas de las persecuciones al descuidarse. Simon pensaba que quizá siguieran con vida un centenar, o menos incluso. Los nacimientos habían sido escasos y, quienes sobrevivieron estaban esparcidos y ocultos.

“Así empezó una búsqueda que llevó una década. No le aburriré con todos los detalles. En una iglesia rusa descubrí esos libros que pudo ver usted en su visita furtiva a este camarote, y que constituyen la única muestra literaria escrita por uno de los nuestros. Con el tiempo, logré descifrarlos y leí la melancólica historia de una comunidad de cincuenta miembros del pueblo de la sangre, sus aflicciones, migraciones, batallas y muertes. Todos habían fallecido, crucificados y quemados en los tres últimos siglos antes de que yo naciera. En Transilvania, descubrimos los restos quemados de una fortaleza entre las montañas, y en sus bodegas los esqueletos de dos de los nuestros, con unas estacas de madera podridas sobresaliendo de su caja torácica y las cabezas clavadas en lo alto de sendas lanzas. Del estudio de aquellos huesos aprendí muchas cosas, pero seguíamos sin encontrar supervivientes. En Trieste supimos de una familia que nunca salía de día, y de la que se decía que sus miembros poseían una extraña palidez. Y, efectivamente, así era: se trataba de un grupo de albinos. En Budapest, conocimos a una mujer rica, un ser abyecto y enfermo, que azotaba a sus criadas, las hería con navajas y cuchillos y utilizaba su sangre para frotarse la piel con ella, creyendo conservar su belleza. Sin embargo, también ella era humana, y no una de los nuestros. Confieso que la maté con mis propias manos, tanta fue la repulsión que me causó. A ella no la asaltaba el impulso irrefrenable de la sed; sólo su malvada naturaleza la hacía actuar de aquella manera, y aquello me enfureció. Por último, sin haber descubierto nada, regresé con Simon y los suyos a mi hogar en Escocia.

“Pasaron los años. La mujer de nuestro grupo, compañera de Simon y criada de mi padre durante mi infancia, murió en 1840 por causas que nunca conseguí determinar. Tenía menos de quinientos anos de edad. Procedí a diseccionar su cuerpo y aprendí lo diferentes que somos de los humanos. Tenía por lo menos tres órganos que nunca había visto en los cadáveres humanos, y de los que sólo pude hacerme una vaga idea de su función. Su corazón era una vez y media mayor que un corazón humano, pero sus intestinos eran apenas una fracción de su longitud habitual. Además tenía un estómago secundario, creo que sólo para la digestión de la sangre. Había varias diferencias más, pero no vienen al caso en este momento.

“Leí mucho, aprendí otros idiomas, escribí algo de poesía y me interesé por la política. Acudíamos a las mejores reuniones de sociedad, al menos Simon y yo. Smith y Brown, como usted les llama, no mostraron nunca un gran interés por el inglés y siguieron usando su propia lengua. En un par de ocasiones, Simon y yo acudimos al continente juntos para proseguir las investigaciones y, en una ocasión, lo mandé a la India durante tres años, él solo.

“Por último, hace apenas un par de años, encontramos a Katherine, quien vivía en Londres, justo delante de nuestras narices. Ella era de nuestra raza, naturalmente, pero más importante que su persona fue la historia que nos contó.

“En efecto, nos explicó que hacia 1750, un grupo considerable de nuestro pueblo se había repartido por Francia, Bavaria, Austria e incluso Italia. Mencionó algunos nombres, que Simon reconoció. Llevábamos años buscando a aquel grupo infructuosamente. Katherine nos dijo que uno de sus componentes había sido acosado y muerto por la policía en Munich en 1753 aproximadamente, y que entre los demás había crecido el pánico. Su maestro de sangre decidió al fin que Europa estaba demasiado poblada y demasiado organizada para permanecer en ella con cierta seguridad. Vivíamos en las ruinas y las sombras, y ambas eran cada día más escasas, al parecer. Así pues, aquel maestro de sangre fletó un barco y todo el grupo habían partido de Lisboa con destino al Nuevo Mundo, donde los bosques salvajes e interminables y las rudas condiciones coloniales prometían a un tiempo la seguridad de un refugio y la certeza de presas fáciles. Katherine no conocía la razón por la que el grupo de mi padre no había sido incluido. Ella también iba a viajar con los demás, pero las lluvias y las tormentas y el accidente de un carricoche que la transportaba habían retrasado su llegada a Lisboa y, cuando por fin llegó, ya se habían marchado.

“Naturalmente, fui enseguida a Lisboa y rebusqué entre los antiguos registros de navegación que allí se conservaban. Con el tiempo, lo encontré. El barco no había regresado nunca del viaje, como ya había sospechado. Con tanto tiempo en el mar, no les debió quedar otra alternativa que alimentarse de la tripulación. Lo importante era saber si el barco había llegado en buenas condiciones a su destino, al Nuevo Mundo. No pude encontrar ninguna noticia al respecto, pero sí el punto de destino proyectado, el puerto de Nueva Orleans. Desde allí, vía Mississippi, todo el continente se abría ante ellos.

“El resto es ya fácil de deducir. Vinimos nosotros. Tenía la certeza de que los encontraría. Calculé que con un vapor podría disfrutar del lujo al que estaba acostumbrado, y de la movilidad y libertad de acción que precisaba para mi búsqueda. El río estaba lleno de excéntricos, y algunos más pasarían desapercibidos. Y si se extendían rumores sobre nuestro fabuloso barco y el extraño capitán que sólo aparecía de noche en el recorrido por el río, tanto mejor. Aquellos rumores acabarían por llegar a los oídos adecuados, y mi gente acudiría a mi como hiciera Simon tantos años antes. Así pues hice algunas averiguaciones y, una noche, nos conocimos en San Luis.

“Ya sabe el resto, supongo, o puede adivinarlo. Sin embargo, déjeme añadir una cosa. En New Albany, cuando me mostró el vapor, no fingí en absoluto la satisfacción que sentía. El Sueño del Fevre es hermoso, Abner, y así es como yo lo quería. Por primera vez, el mundo cuenta con una cosa bella gracias a nosotros. Es un nuevo comienzo. El nombre me daba un poco de miedo, pues entre mi raza la palabra fiebre es un sinónimo de la sed roja. Sin embargo, Simon me apuntó que un nombre así atraería también la atención de cualquiera de nuestra raza que lo escuchara.

“Esa es mi historia, casi completa en los detalles. Esta es la verdad, que tanto había insistido en conocer, Abner. Usted, a su manera, ha sido honrado conmigo y le creo cuando afirma que no es supersticioso. Si mis sueños llegan a convertirse en realidad, vendrá un tiempo en que el día y la noche puedan darse la mano a través del crepúsculo de mentiras y temores que existen entre nosotros. Llegará el momento en que habrá que correr el riesgo. Por ahora, dejémoslo así. Mis sueños y los de usted, nuestro vapor, el futuro de mi pueblo y del suyo, los vampiros y el ganado… Lo dejo todo a su buen criterio, Abner. ¿Qué sucederá? ¿Vencerá la confianza o el temor? ¿La sangre o el buen vino? ¿Seremos amigos o enemigos?

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