CAPITULO QUINCE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
Nueva Orleans, agosto de 1857

En el pesado silencio que siguió al relato de Joshua, Abner Marsh pudo escuchar su propia respiración y el latido de su corazón afanándose en su pecho. Parecía que Joshua había estado hablando durante horas, pero en el negro silencio de la cabina no había modo de estar seguro. Fuera, quizá la noche estaba volviéndose ya claridad. Toby estaria preparando el desayuno, los pasajeros de camarote dando el paseo matutino por la cubierta de calderas y el embarcadero rebosante de actividad. Sin embargo, dentro del camarote de Joshua York, la noche se prolongaba indefinidamente, eternamente. Las palabras del maldito poema volvieron a su mente, y Abner Marsh se oyó a si mismo diciendo:

—“La mañana llegó y se fue y regresó otra vez, pero no trajo el día…”

—“Oscuridad” —respondió Joshua, en voz baja.

—Y usted ha vivido toda su vida en ella —dijo Marsh—. Ninguna mañana, nunca. Dios mío, Joshua, ¿cómo ha podido resistirlo?

York no respondió.

—Parece razonable —prosiguió Marsh—. Es la historia más desquiciada que he escuchado nunca, pero maldita sea si no le creo.

—Esperaba que así fuera. ¿Y ahora qué, Abner?

Aquello era lo más complicado, pensó Abner Marsh.

—No sé —dijo con franqueza—. Con toda esa gente que ha matado y, pese a ello, siento por usted una especie de lástima… No sé si debería sentirla. Quizá debería intentar matarle. Quizá sea la única cosa cristiana que deba hacer. O quizá deba intentar ayudarle —resopló, indeciso ante el dilema—. Creo que lo mejor será que le siga escuchando un poco más, y aguarde a que se me aclaren las ideas. Porque se ha dejado algo en el tintero, Joshua… Algo que hizo usted…

—¿Si?—le incitó York.

—Eso de Nueva Madrid —dijo Marsh con firmeza.

—Mis manos manchadas de sangre —comentó Joshua—. ¿Qué puedo decir, Abner? En efecto, tomé una vida en Nueva Madrid, pero no es lo que sospecha.

—Entonces, dígame cómo fue. Adelante.

—Simon me contó muchas cosas acerca de la historia de nuestro pueblo: nuestros secretos, nuestras costumbres, nuestros modos. Algo de lo que me contó me resultó muy perturbador, Abner. El mundo que los humanos han construido es un mundo diurno, nada fácil para nosotros. A veces, para facilitar las cosas, uno de nosotros recurre a un humano. Podemos utilizar el poder de nuestra mirada y nuestra voz. Podemos usar nuestra fuerza, nuestra vitalidad, la promesa de vida sin fin. Podemos usar las leyendas que su pueblo ha erigido en nuestro entorno, para conseguir nuestros propósitos. Con mentiras, promesas y amenazas, llegamos a poseer esclavos humanos. Tales criaturas nos pueden resultar muy útiles. Nos protegen durante el día, acuden donde nosotros no podemos ir y se mueven entre los hombres sin levantar sospechas.

“En Nueva Madrid se había producido un asesinato, en el mismo puesto de leña donde nos detuvimos. Por lo que había leído en los periódicos, tenía grandes esperanzas de encontrar a uno de mi raza. En cambio, encontré un… llámele como quiera, esclavo, animal de compañía, socio… En definitiva, un siervo. Era un anciano mulato, calvo, lleno de arrugas y horrible, con un ojo blanco lechoso y el rostro terriblemente marcado por las llamas. Por fuera, no era nada agradable de ver y por dentro… Por dentro era un tipo horroroso, corrupto. Cuando llegué hasta él, se puso a la defensiva blandiendo un hacha y me miró a los ojos. Y me reconoció, Abner. Supo al instante lo que era yo. Y cayó de rodillas, llorando y balbuceando, adorándome, haciéndome fiestas como los perros y rogándome que cumpliera la promesa. “La promesa”, repetía continuamente, “la promesa, la promesa”.

Al final le ordené que se callara, y obedeció. Al instante.

Encogido de miedo. Había aprendido a atender las palabras de un maestro de sangre, ¿comprende? Le pedí que me explicara la historia de su vida, con la esperanza de que me condujera a los míos.

“Era una historia tan triste como la mia. Nació como negro emancipado en un lugar llamado El Pantano, que me parece es un barrio conocido de Nueva Orleans. Fue alcahuete, ratero y corta gargantas, y se dedicó a asaltar a los marineros de paso por la ciudad. Antes de cumplir diez años ya había matado a dos hombres. Después estuvo al servicio de Vincent Gambi, el más sanguinario de los piratas de Barataria, convirtiéndose en capataz de los esclavos que Gambi robaba a los traficantes españoles para venderlos en Nueva Orleans. Además, era también un hombre de vudú. Y nos había servido.

“Me habló de su maestro de sangre, el hombre que lo tomó como siervo, que se rió de su vudú y le prometió enseñarle una magia más grande y más poderosa. Sírveme, le había prometido el maestro de sangre, y te haré uno de los nuestros. Tus cicatrices desaparecerán, tu ojo volverá a ver, beberás sangre y vivirás para siempre, sin envejecer nunca.

Y el mulato había acudido. Durante treinta años, hizo todo lo que se le ordenó, y vivió con la esperanza depositada en la promesa. Mató por la promesa y aprendió a comer carne caliente y a beber sangre.

“Hasta que al fin su maestro de sangre encontró a alguien mejor. El mulato, ahora viejo y enfermo, se convertía en un estorbo. Su utilidada había pasado, y por tanto fue apartado. Matarle hubiera sido un acto de piedad, pero en lugar de eso fue enviado lejos, rio arriba, para que sobreviviera por su cuenta. El esclavo no se lanza contra su maestro de sangre, ni aunque sepa que las promesas sólo han sido mentiras, y así el mulato había vagado a pie, viviendo de robos y asesinatos, desplazándose lentamente río arriba. A veces, ganaba dinero honrado trabajando como cazador de esclavos o como jornalero, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba refugiado en los bosques, como un recluso, saliendo sólo de noche. Cuando se atrevía, devoraba la carne y bebía la sangre de sus víctimas, convencido todavía de que le ayudarían a recuperar la salud y la juventud. Según me dijo, llevaba un año viviendo en los alrededores de Nueva Madrid y solía cortar leña para el encargado del puesto, que era demasiado anciano y débil para hacerlo por sí mismo. El mulato sabía que rara vez alguien visitaba el puesto de leña, así que… Bien, ya sabe usted el resto.

“Mire, Abner, su gente puede aprender mucho de la mía pero no el tipo de cosas que el mulato había aprendido, esó no. Me dio mucha lástima, pues era anciano y horrible y desesperado. Sin embargo, también me puso furioso, casi tanto como lo había estado en Budapest a causa de aquella mujer que se bañaba en sangre. En las leyendas de la raza humana mi pueblo ha sido la encarnación misma del mal. El vampiro, se dice, no tiene alma, ni nobleza, ni esperanza de redención. Yo no acepto que eso sea cierto, Abner. Yo he matado incontables veces, he hecho muchas cosas terribles, pero no soy malvado. No he podido escoger mi naturaleza y, sin posibilidad de elegir, no hay bien ni mal. Mi pueblo no ha tenido nunca esa posibilidad de elección. La sed roja nos ha dominado, condenado, robado todo lo que podiamos haber sido. En cambio, la raza humana, Abner, no tienen esa imperiosa necesidad. Ese ser que encontré en los bosques de Nueva Madrid no había sentido nunca la sed roja, y podía haber sido o hecho lo que le viniera en gana. Y había decidido ser lo que era. Naturalmente, uno de mi raza comparte su culpabilidad: el individuo que le mintió, que le prometió algo que nunca podría cumplir. Sin embargo, alcanzo a comprender las razones de que se comportara así, por mucho que me repugnen. Un aliado entre los humanos puede significar una diferencia fundamental para nosotros, pues todos tenemos miedo, Abner, tanto su raza como la mía.

“Lo que no alcanzo a comprender es por qué un humano puede tener tal ansia por pasar la vida en la oscuridad, por qué puede desear la sed roja. Y el mulato la deseaba, y con gran pasión. Me rogaba que no le abandonara como había hecho el otro maestro de sangre. Yo no podía darle lo que quería e, incluso si hubiera podido, no lo habria hecho. Lo que le di fue otra cosa.

—Si —contestó Abner Marsh desde la oscuridad—. Le arrancó la maldita garganta de un bocado, ¿no es eso?

—Ya te lo había dicho —intervino Valerie. Marsh casi se había olvidado de su presencia por lo silenciosa que había perrnanecido—. No entiende nada, óyele.

—En verdad que lo maté —reconoció Joshua—, con mis manos desnudas. Sí, la sangre me corrió por los dedos y cayó goteando al suelo, pero no la tocaron mis labios, Abner. Y después lo enterré intacto.

Otro prolongado silencio llenó el camarote mientras Abner Marsh se mesaba la barba y cavilaba.

—Oportunidad, dijo usted —murmuró por último—. Esta es la diferencia entre el bien y el mal, según ha dicho. Pues ahora me parece que soy yo quien debe tomar una decisión.

—Todos las tomamos, Abner. Cada día.

—Quizá sea cierto —contestó éste—. Sin embargo, eso no me preocupa demasiado. Dijo usted que queria mi ayuda Joshua. Supongamos que se la concedo. ¿Qué diferencia habria entonces entre yo y ese maldito mulato que usted mató, digame?

—Yo nunca le haria a usted algo… algo así —contestó York—. No lo he intentado en ningún momento. Mire, Abner yo viviré muchos siglos después de que usted haya muerto. ¿He probado a tentarle alguna vez con este argumento?

—No, pero me ha tentado con un maldito vapor —replicó Marsh—. Y seguro que me ha contado una buena sarta de mentiras.

—Incluso mis mentiras tenian algo de verdad, Abner. Le dije que buscaba vampiros para poner fin a sus maldades. ¿No se da cuenta de que era cierto? Necesito su ayuda, Abner, pero como socio, y no como el maestro de sangre necesita a su esclavo humano.

Abner Marsh dio vueltas a la idea unos instantes.

—Bien —dijo por último—. Quizá le crea. Quizá deba confiar en usted, pero si me quiere usted como socio, también tendrá que confiar en mí.

—Ya le he dado mi confianza, Abner. ¿No basta con eso?

—No, diablos —replicó Marsh—. Es cierto, me ha contado usted la verdad y ahora está a la espera de una contestación. Pero si ésta no es la que desea, no lograré salir con vida del camarote, ¿no es cierto? Ya se encargará su amiga de que así sea, aunque usted no intervenga.

—Muy perspicaz, capitán Marsh —intervino Valerie desde la oscuridad—. No le deseo ningún mal, capitán, pero Joshua no debe recibir el menor daño.

—¿Entiende ahora lo que decia?—soltó Marsh—. Eso no es confianza. Ya no somos socios en este barco. Las cosas están demasiado desequilibradas. Usted puede matarme en cuanto se le ocurra. Yo tengo que portarme bien o soy hombre muerto. Según lo veo, no soy un socio sino un esclavo. Además, estoy solo. Usted tiene a bordo a todos esos amigos suyos chupasangres para que le ayuden si hay problemas. Dios sabe qué planes tendrá en la cabeza, pero seguro que no me hace participe de ellos. Yo no puedo hablar con nadie, ¿se da cuenta? Diablos, Joshua, quizá deberia matarme ahora mismo. No creo que este sea modo de continuar una sociedad.

Joshua York permaneció en silencio un largo rato. Después dijo:

—Muy bien, le comprendo. ¿Qué quiere que haga para demostrarle mi confianza?

—Por ejemplo —contestó Marsh—, suponiendo que quisiera matarle, ¿cómo deberia hacerlo?

—¡No! —gritó Valerie alarmada. Marsh escuchó sus pasos dirigirse hacia Joshua—. No puedes decírselo. No sabes que está pensando, Joshua. ¿Por qué iba a preguntarlo si no tuviera la intención de…?

—Para equilibrarnos —replicó Joshua en voz baja—. Lo comprendo, Valerie, y es un riesgo que debemos correr.—La muchacha empezó a suplicar de nuevo, pero Joshua la hizo callar y continuó—: Con el fuego. Ahogándonos. Con una pistola dirigida a la cabeza. Nuestros cerebros son vulnerables. Un tiro en la cabeza me mataria, mientras que un disparo en el corazón sólo me dejaría fuera de combate hasta que sanara. En este punto, las leyendas son veraces. Si me corta la cabeza y me clava una estaca en el corazón, moriré —añadió con un ligero tono de burla—. Con uno de los suyos sucederia lo mismo, supongo. El sol también puede ser mortifero, como ya ha visto. El resto, la plata y el ajo, son tonterias.

Abner Marsh soltó el aire estruendosamente, casi sin haberse dado cuenta de que lo había contenido.

—No hace falta que me diga más contestó.

—¿Satisfecho? —preguntó York.

—Casi. Otra cosa.

Una cerilla rascó contra el cuero y, de repente, una trémula llamita se encendió en la mano semicerrada de York. La aplicó a una lámpara de aceite, la llama alcanzó la mecha y una luz amarillenta y mortecina llenó el camarote.

—¿Mejor así, Abner? ¿Más equilibrado? Una sociedad precisa un poco de luz, ¿no cree? Así podemos mirarnos a los ojos. —dijo Joshua, apagando la cerilla, con un movimiento de la mano.

Abner Marsh intentó contener unas lágrimas; después de tanto tiempo a oscuras, aquel minimo de luz parecia terriblemente brillante. En cambio, la sala parecia ahora más grande, una vez desaparecidos el terror y la sofocante proximidad de las tinieblas. Joshua York observaba a Marsh con calma. Tenía la cara cubierta de pedazos de piel seca y muerta. Al sonreir, uno de ellos se desprendió y cayó al suelo. Tenía los labios aún hinchados y parecia tener los ojos negros, pero las quemaduras y ampollas habían desaparecido ya. El cambio era asombroso.

—¿Cuál es pues esa segunda cosa, Abner?

Marsh le tomó la palabra a York y le miró fijamente a los ojos.

—No voy a cargar yo solo con esto —dijo—. Se lo voy a contar a…

—¡No! —intervino Valerie, desde su posición al lado de Joshua—. Uno ya es suficiente. No podemos dejar que lo vaya contando. Nos matarán.

—Diablos, señora, no pensaba poner un anuncio en el True Delta

Joshua tamborileó los dedos y observó a Marsh, pensativo.

—¿Qué pensaba usted, entonces?

—Pensaba en una o dos personas —dijo Marsh—. No soy el único que sospecha, ¿sabe? Y también podria ser que necesitara usted más ayuda de la que yo pueda prestarle. Sólo hablaré con gente en la que puedo confiar. Hairy Mike es uno. Y el señor Jeffers, es un tipo muy listo y ya se ha hecho preguntas sobre usted. El resto no necesitaba saberlo. El señor Albright es demasiado remilgado y creyente para entrar en el secreto y si se le cuenta al señor Framm, dentro de una semana lo sabrá todo el rio. En cuanto a Whitey Blake, puede estallar en pedazos toda la cubierta superior sin que lo advierta, siempre que no les pase nada a sus motores. Pero Jeffers y Hairy Mike deben saberlo; son buena gente y quizá los necesite.

—¿Necesitarles? ¿Cómo es eso, Abner?

—¿Qué sucederá si a alguno de los suyos no le gusta esta bebida?

La sonrisa de Joshua York se desvaneció de repente. Se levantó, cruzó el camarote y se sirvió una copa: whisky, solo. Al regresar, todavia estaba ceñudo.

—No sé —dijo—. Tengo que pensarlo. Si de verdad se puede confiar en ellos… Tengo algunos presentimientos respecto al viaje de mañana.

Por una vez, Valerie no musitó la esperada protesta. Marsh la observó y vio que sus labios estaban firmemente apretados y que en sus ojos había lo que podía considerarse como un asomo de miedo.

—¿Qué sucede? —dijo Marsh—. Los dos parecen un poco… extraños.

Valerie volvió la cabeza.

—El —dijo—. Le pedi que volviera rio arriba, capitán Marsh. Se lo volveria a pedir si supiera que alguno de los dos iba a hacerme caso. El está ahi abajo, en Cypress Landing.

—¿Quién? —preguntó Marsh, confundido.

—Un maestro de sangre —contestó Joshua—. Comprenda, Abner, que no todos los de mi raza piensan como yo. Incluso entre mis seguidores, Simon es leal, Smith y Brown son pasivos, pero Katherine… Desde el primer momento he notado en ella resentimiento. Creo que en su interior hay una sombra, algo que prefiere las viejas costumbres, que añora algo que ha perdido y que se impacienta bajo mi dominio. Obedece sólo porque debe hacerlo. Yo soy el maestro de sangre, pero a ella no le gusta. Y los demás, todos esos que hemos tomado a bordo… No estoy seguro de ellos. Excepto Valerie y Jean Ardant, los demás no me inspiran confianza. ¿Recuerda sus advertencias respecto a Raymond Ortega? Comparto con usted sus presentimientos. Valerie no le importa nada, así que se equivocaba usted al pensar que el motivo eran los celos, pero por lo demás tenía razón. Para traer a bordo a Raymond en Natchez, tuve que conquistarle, como conquisté a Simon hace tanto tiempo en los Cárpatos. Con Cara de Gruy y Vincent Thibaut, la lucha fue la misma. Ahora me siguen porque tienen que hacerlo. Así es mi gente. Sin embargo, me pregunto si algunos de ellos, por lo menos, no están a la espera, aguardando a ver qué sucede cuando el Sueño del Fevre llegue a la ensenada y me enfrente cara a cara con el que es amo de todos ellos.

“Valerie me ha hablado mucho de él. El es viejo, Abner. Más viejo que Simon o Katherine, más que cualquiera de nosotros. Su propia edad me trastorna. Ahora se hace llamar Damon Julian, pero antes su nombre era Giles Lamont, el mismo Giles Lamont a quien había servido durante treinta futiles años aquel desgraciado mulato. Según me han dicho, ahora tiene otro siervo humano.

—Sour Billy Tipton —dijo Valerie con odio en la voz.

—Valerie tiene miedo de ese Julian —dijo Joshua York—. Los otros también hablan de él con temor, pero a veces también con cierta lealtad. Como maestro de sangre, se cuida de ellos. Les ofrece refugio, riqueza y festines. Se alimenta de esclavos. No me extraña que decidiera establecerse aquí…

—Déjale, Joshua —intervino Valerie otra vez—. Por favor. Hazlo por mi, si no tienes otra razón. Damon no te dará la bienvenida, ni apreciará la libertad que le llevas.

Joshua se volvió hacia ella con gesto de disgusto y voz airada.

—Todavía tiene con él a otros de nuestro pueblo. ¿Quieres que les abandone? No. Y tú puedes equivocarte respecto a Damon Julian. Ha estado preso de la sed roja durante incontables siglos, y yo puedo calmarle esa sed.

Valerie cruzó los brazos. Había un resplandor de furia en sus ojos.

—¿Y si no quiere ser calmado? Tú no lo conoces, Joshua.

—Es educado, inteligente, culto y amante de la belleza —dijo York, sin ceder un ápice—. Ya sé bastante.

—También es fuerte.

—Igual que Simon, y Raymond, y Cara. Y ahora me siguen.

—Damon es distinto —insistió Valerie—. No se les parece en nada.

Joshua hizo un gesto de impaciencia.

—No importa. Lo controlaré.

Abner Marsh les había observado discutir en meditabundo silencio, pero ahora intervino.

—Joshua tiene razón —le dijo a Valerie—. Diablos, yo le he mirado a los ojos un par de veces y casi me rompe los huesos la primera vez que le di la mano. Además, ¿qué era eso que le llamaban? ¿El rey?

—Si —asintió Valerie—. El rey pálido.

—Bien, si él es el rey pálido, está claro que ha de vencer, ¿no?

Valerie pasó la mirada de Marsh a York, y nuevamente a Marsh. Se estremeció.

—Ninguno de los dos le ha visto —dudó un instante, se echó hacia atrás el cabello con una mano pálida y delgada y se puso frente a Marsh—. Quizá me equivocaba con usted, capitán Marsh. Yo no tengo la fuerza de Joshua, ni su confianza. Yo he sido dominada por la sed roja durante medio siglo, y los humanos eran mis presas. Una no se puede fiar de sus presas, ni hacerse amiga suya. Imposible. Por eso le instaba a Joshua a que le matara. No se pueden borrar de un plumazo las precauciones de toda una vida, ¿comprende?

Abner Marsh asintió, con cautela.

—Aún no estoy segura —continuó Valerie—, pero Joshua nos ha enseñado muchas cosas nuevas y quisiera poder admitir que es usted digno de confianza. Quizá si. Pero tanto si tengo razón respecto a usted como si no —añadió, cambiando de tono y con furia—, no me equivoco acerca de Damon Julian.

Abner frunció el ceño sin saber qué decir. Joshua adelantó el brazo y tomó entre las suyas la mano de Valerie.

—Creo que te equivocas al tener tanto miedo. Sin embargo, en tu honor, me moveré con toda precaución. Abner, haga lo que le parezca. Hable si quiere con el señor Jeffers y el señor Dunne. Su ayuda será valiosa si Valerie tiene razón. Escoja los hombres para una guardia especial y deje a los demás en tierra. Cuando el Sueño del Fevre entre en el embarcadero, quiero que sólo lo tripulen los mejores y de más confianza, y los minimos necesarios para gobernarlo. No quiero fanáticos religiosos, ni nadie que se atemorice fácilmente, ni propensos a las imprudencias.

—Hairy Mike y yo haremos la selección —dijo Marsh.

—Quiero reunirme con Julian en mi barco, en el momento más adecuado para mi, con usted y sus mejores hombres respaldándome. Tenga cuidado con lo que les cuenta a Jeffers y a Dunne. Tiene que hacerse correctamente —volvió la vista a Valerie—. ¿Satisfecha?

—No —replicó ella. Joshua sonrió.

—No puedo hacer más —dijo, y volvió la mirada hacia Marsh—. Abner, me alegro de que no sea usted enemigo mío. Ahora estoy cerca, tengo mis sueños al alcance de la mano. Al vencer la sed roja obtuve mi primer gran triunfo. Quisiera pensar que aquí, esta noche, usted y yo hemos conseguido el segundo, el inicio de la amistad y la confianza entre nuestras dos razas. El Sueño del Fevre navegará por el filo de la navaja entre la noche y el dia, borrando el espectro del viejo temor donde quiera que vaya. Conseguiremos grandes cosas juntos, amigo mío.

Marsh no hizo mucho caso de las floridas palabras, pero el apasionamiento de Joshua le conmovió y por ello le dedicó una leve sonrisa.

—Queda mucho trabajo que hacer antes de que consigamos cualquier maldita cosa —dijo, asiendo el bastón y levantándose—. Me voy, pues.

—Bien —contestó Joshua, sonriente—. Yo descansaré y volveremos a vernos al anochecer. Asegúrese de que el barco está listo para zarpar. Liquidaremos este asunto lo antes posible.

—Lo tendré preparado —asintió Marsh, despidiéndose.

Fuera, se había hecho de día.

Debían ser poco más de las nueve pensó Abner mientras parpadeaba, cegado por la luz ante la puerta del camarote que Joshua ya había cerrado tras él. La mañana era sombría, cálida y mugrienta, con una pesada capa de niebla grisácea que ocultaba el sol. El humo y el hollín de los vapores del río quedaba suspendido en el aire. Marsh pensó que iba a haber tormenta, y la perspectiva le resultó descorazonadora. De repente, se dio cuenta de lo poco que había dormido y se sintió tremendamente cansado, pero había tanto que hacer que no se atrevió siquiera a pensar en una siesta.

Bajó al salón principal con la esperanza de que el desayuno le repondría las energías. Se tomó un litro de café solo mientras Toby le preparaba unos pastelillos de carne y buñuelos, acompañado de unos barquillos. Mientras comía entró en el salón Jonathon Jeffers. Al ver al capitán, Jeffers se acercó a su mesa.

—Siéntese y tome algo —dijo Marsh—. Quisiera hablar largo y tendido con usted, señor Jeffers. Pero no aquí. Mejor aguarde a que haya terminado y después iremos a mi camarote.

—Bien —dijo distraidamente Jeffers—. ¿Dónde se había metido, capitán? Llevó horas buscándole. No estaba en su camarote. . .

—Joshua y yo hemos tenido una larga charla —contestó Marsh—. ¿Qué…?

—Hay un hombre que quiere verle —le interrumpió Jeffers—. Vino a bordo en mitad de la noche, e insistió mucho.

—No me gusta que me dejen esperando, como si fuera un don nadie —dijo el desconocido.

Marsh no había visto siquiera entrar al individuo. Sin pedirle permiso a nadie, tomó una silla y se sentó a la mesa. Era un tipo repugnante y ojeroso, con el rostro marcado por las huellas de la viruela. Un pelo ralo y débil, castaño oscuro, le caía por la frente a mechones. Tenía un rostro enfermizo y los mechones de cabello y la piel cubiertos de copos blancos, escamosos, como si hubiera estado sometido a una nevada especial. En cambio, llevaba un traje negro muy caro y una pechera blanca con puntillas, y un camafeo.

Abner Marsh hizo caso omiso de su aspecto, de su tono de voz, de sus labios apretados y de sus fríos ojos.

—¿Quién diablos es usted?—preguntó con un gruñido—. Más vale que me dé una buena razón para haber interrumpido mi desayuno, o haré que lo echen por la maldita borda.

Simplemente con decirlo, Marsh ya se sintió mejor. Siempre había creído que no merecía la pena ser capitán de un vapor si de vez en cuando no podía enviar al infierno a alguien.

La agria expresión del extraño cambió apreciablemente, pero sus ojos se fijaron en Marsh con una especie de torcida intención.

—Voy a tomar un pasaje en esta balsa de lujo.

—Váyase al infierno —replicó Marsh.

—¿Quiere que llame a Hairy Mike para que se ocupe de este rufián?—se ofreció Jeffers en tono helado.

El individuo observó al sobrecargo con una leve irritación. Volvió la mirada a Marsh.

—Capitán Marsh, anoche vine a traerle una invitación, para usted y su socio. Pensé que uno de los dos, al menos, estaría despierto por la noche. Bueno, ya es de día, así que tendrá que ser para la próxima noche. Una cena en el St. Louis, aproximadamente una hora después de la puesta de sol, usted y el capitán York.

—No sé quién es usted ni qué pretende —contestó Marsh—. Puede estar seguro de que no cenaré con usted. Además, el Sueño del Fevre zarpa esta noche.

—Lo sé, y también a dónde se dirige.

—¿Qué dice? —preguntó Marsh, frunciendo el ceño.

—Usted no conoce a los negros, claro está. Cuando un negro se entera de algo, al poco rato lo saben todos los negros de la ciudad. Y yo también tengo buen oído. Seguro que no le hace gracia llevar este vapor suyo a ese embarcadero a donde tiene que ir. Sin duda, rozará el fondo o romperá el casco. Encallará. Pues bien, yo puedo ahorrarle todos esos problemas. Sepa que el hombre que andan buscando está ahí en la ciudad, aguardándoles. Así pues, cuando caigan las sombras, irá a decírselo a su amo, ¿me oye? Dígale que Damon Julian le espera en el hotel St. Louis. El señor Julian accede a conocerle.

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