CAPITULO TREINTA Y CUATRO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
mayo de 1870

Las horas pasaron en silencio, un silencio preñado de miedo.

Abner Marsh estaba sentado junto a Damon Julian, con la espalda contra el mármol negro del bar, sosteniéndose el brazo roto y sudando. Al fin Julian le haba permitido incorporarse cuando el dolor, del brazo se había hecho insoportable para Marsh, y éste empezó a gemir. En la posición actual parecía sentir menos dolor, pero sabía que la agonía volvería a comenzar en el momento en que intentara moverse. Por esta razón permanecía quieto, se sostenía el brazo, y pensaba.

Marsh no había sido nunca un gran jugador de ajedrez, como se lo había demostrado Jonathon Jeffers media docena de veces. En sesiones, incluso olvidaba de una partida a otra cómo se movían las condenadas piezas. Pero sabía lo suficiente para reconocer una posición de tablas cuando la tenía presente.

Joshua estaba sentado muy rígido en su silla. .Sus ojos parecían oscuros e insondables a aquella distancia. Su cuerpo estaba tenso. El sol le caía encima y le arrancaba la vida poco a poco, absorbiéndola con su fuerza como absorbía la niebla matutina en el río. Y seguía sin moverse, por Marsh. Porque Joshua sabía que si atacaba, Abner Marsh estaría ahogándose en su propia sangre antes de que él consiguiera acercarse siquiera a Julian. Quizá entonces consiguiera acabar con Julian, o quizá no, pero ninguna de estas posibilidades tendría importancia para Marsh.

Julian no estaba en mejores condiciones. Si mataba a Marsh, perdería su protección. Entonces Joshua quedaría libre para atacarle, y era evidente que Damon Julian sentía temor ante aquella posibilidad. Abner Marsh se daba cuenta de la magnitud de aquello. Sabía lo que representaba una derrota para un hombre, incluso para alguien como Damon Julian. Este había vencido a Joshua docenas de veces, y había bebido su sangre para sellar la sumisión. York, en cambio, sólo había triunfado una vez, pero era suficiente, Julian ya no tenía la total certeza de vencer. El temor se había instalado en su ser como los gusanos en un cadáver.

Marsh se sentía débil y sin esperanzas. El brazo le dolía tremendamente y no podía hacer nada para evitarlo. Cuando estaba observando a York o a Julian, su mirada se volvía hacia el fusil. Está demasiado lejos, se decía sabiendo que no podría llegar hasta él con vida. Al recostarse contra la barra, su distancia respecto al arma se había incrementado. Había ahora más de dos metros. Era imposible. Marsh se daba cuenta de que no podría hacerlo, ni aun estando en la plenitud de sus facultades. Y con un brazo roto… Apretó los labios e intentó encontrar otra solución. Si fuera Jonathon Jeffers quien estuviera sentado allí, y no él, quizá hubiera sido capaz de pensar en algún plan, algo inteligente, sorprendente y astuto. Pero Jeffers estaba muerto y Marsh sólo podía contar consigo mismo, y lo único que se le ocurría era lo más simple, directo y estúpido: lanzarse a por el fusil. Y si lo hacía, sabía Marsh, moriría sin remisión.

—¿Te molesta la luz, Joshua?—preguntó en un momento dado Julian, cuando ya llevaban un largo rato sentados—. Tendrás que acostumbrarte a ella. Si pretendes convertirte en un humano. Todo el buen ganado adora el sol —añadió con una sonrisa. Después, tan rápida como haba llegado, la sonrisa se fue. Joshua York no contestó, y Julian no volvió a abrir la boca.

Al observarle, Marsh pensó en la decadencia del propio Julian. El vapor y Sour Billy estaban totalmente en ruinas, lo de Julian, sin embargo, era distinto y mucho más temible. Tras aquella única y breve pregunta, no hubo más bromas. No hubo, de hecho, más palabras. Julian no miraba a Joshua ni a Marsh, ni a ningún lugar en especial. Sus ojos se hundían en la nada, fríos, negros y muertos como carbones. En las sombras donde estaba sentado, a veces parecían arder con una mortecina luz en su rostro pálido y preocupado. Sin embargo, no tenían nada de humanos. Nada en Julian parecía ahora humano. Marsh recordó la noche en que Julian había subido a bordo del Sueño del Fevre por primera vez. En aquella ocasión, cuando le había mirado a los ojos, fue como si viera caer una máscara tras otra, en una sucesión interminable hasta que en el fondo, debajo de todo, emergió la bestia. Ahora era diferente. Era casi como si las máscaras hubieran dejado de existir. Damon Julian había sido el hombre más malvado que Marsh había conocido, pero sólo parte de su maldad era humana: su malevolencia, sus mentiras, su terrible risa musical, su cruel deleite en el tormento, su amor por la belleza, y su ruindad. Ahora, todo aquello parecía haberse esfumado. Ahora sólo se veía a la bestia, agazapada en la oscuridad con sus ojos de fiera, arrinconada y temerosa, irrazonable. Ahora Julian no ridiculizaba a Joshua, ni divagaba acerca del bien y del mal, de la fuerza y la debilidad, ni llenaba a Marsh de suaves y podridas promesas. Ahora sólo permanecía allí sentado, envuelto en la oscuridad, con su rostro sin edad carente de toda expresión, con sus ojos viejos y vacíos.

Abner Marsh advirtió entonces que Joshua había tenido razón. Julian estaba loco, o peor que loco. Julian era ahora un fantasma, y el ser que vivía dentro de su cuerpo era cualquier cosa menos estúpido.

Y con todo, pensó Marsh con amargura, era aquél ser quien iba a vencer. Damon Julian podía morir, como las demás máscaras habían ido muriendo una tras otra a través de los largos siglos. En cambio, la bestia seguiría viva. Julian soñaba con descansar en las sombras, pero la bestia negra nunca moriría. Era lista, y paciente y fuerte.

Abner Marsh miró de nuevo hacia el fusil. Si pudiera alcanzarlo… Si todavía tuviera la fuerza y la rapidez que había gozado cuarenta años antes… Si Joshua pudiera atraer la atención de la bestia durante el tiempo suficiente… Pero la bestia no cedería. Marsh ya no era rápido ni fuerte y tenía un brazo roto que le dolía terriblemente. Nunca llegaría a ponerse en pie ni a coger el fusil a tiempo. Además, el cañón apuntaba en otra dirección, casi directamente a Joshua. Si hubiera apuntado al otro lado, quizá hubiera merecido la pena el riesgo. En tal caso, sólo habría tenido que lanzarse hacia el arma, alzarla rápidamente y tirar del gatillo. Pero tal como estaba, habría tenido que asir el arma y darle toda la vuelta para dispararle a aquella cosa que se hacía llamar Julian. No. Marsh sabía que sería inútil. La bestia era demasiado rápida.

Un gemido escapó de los labios de Joshua, un grito de dolor reprimido. Se llevó una mano a la frente, se inclinó hacia adelante y hundió el rostro entre las manos. Tenía la piel ya bastante castigada. No pasaría mucho tiempo antes de que la tuviera roja. Después, se tostaría, se pondría negra y quedaría quemada definitivamente. Abner Marsh notó cómo su socio perdía vitalidad. Marsh no podía imaginarse por que continuaba bajo aquel círculo de luz. Joshua tenía valor, no había duda de que lo tenía. De repente, Marsh no se pudo contener.

—Mátele —dijo en voz alta—. Joshua, salga de ahí y vaya a por él, maldita sea. No piense en mí.

Joshua York alzó la mirada y sonrió débilmente.

—No —fue su única palabra.

—Maldita sea, estúpido cabezota. ¡Haga lo que le digo! Yo soy un condenado viejo y mi vida ya no importa nada. ¡Joshua, haga lo que le digo!

Joshua negó con la cabeza y volvió a cubrirse el rostro con las manos.

La bestia estaba mirando a Marsh de modo extraño, como si no pudiera comprender sus palabras, como si hubiera olvidado todas las lenguas que había conocido en su larga vida. Marsh observó sus ojos y le produjeron un escalofrío. Le dolía el brazo y las lágrimas estaban a punto de salir de sus ojos. Renegó y maldijo. Era mejor que llorar como una maldita mujer.

—Ha sido usted un condenado socio, Joshua. No voy a olvidarle mientras viva—. Volvió a gritar.

York sonrió. Hasta su sonrisa era una mueca de dolor. Joshua estaba debilitándose a ojos vista. La luz iba a matarle, y después Marsh se quedaría solo allí.

Quedaban horas y horas de sol, pero las horas pasarían. Caería la noche y Abner Marsh no podría hacer más para impedirlo de lo que podía hacer para alcanzar el fusil. El sol se pondría y las sombras se cernerían sobre el Sueño del Fevre, y la bestia sonreiría y se levantaría de su silla. Y por todo el salón se abrirían las puertas cuando los demás se despertaran y salieran, todos aquellos hijos de la noche, aquellos vampiros, aquellos hijos e hijas y esclavos de la bestia. Saldrían de detrás de los espejos rotos y de los óleos descoloridos, silenciosos, con sus frías sonrisas y sus blancos rostros y sus terribles ojos. Algunos eran amigos de Joshua y una incluso llevaba en su seno un hijo suyo, pero Marsh sabía con mortal certeza que aquello daría igual. Todos pertenecían a la bestia. Joshua poseía las palabras y la justicia y los sueños, pero la bestia tenía el poder y apelaría a las bestias que vivían en el fondo de cada uno de ellas, y provocaría la sed roja y doblegaría sus voluntades. La bestia no tenía sed ella misma, pero la recordaba.

Y cuando aquellas puertas se abrieran, Abner Marsh moriría. Damon Julian había hablado de conservarle con vida, pero la bestia no se sentiría obligada por las promesas estúpidas de Julian pues sabía lo peligroso que era Marsh. Hermoso o feo, Marsh sería su alimento aquella noche. Y Joshua moriría también o, aún peor, se convertiría en uno de ellos. Y su hijo al crecer sería otra bestia, y la matanza continuaría. La sed roja proseguiría implacable siglo tras siglo, y los ardientes sueños se convertirían en enfermedad y ruina.

¿Cómo podía acabar aquello de otra manera? La bestia era mayor que ellos, era una fuerza de la naturaleza. La bestia era como el río, eterna. No tenía dudas, ni pensamientos, ni sueños, ni proyectos. Joshua York quizá podía derrotar a Damon Julian, pero cuando cayera Julian aparecería la bestia, que yacía en él, altiva, implacable, poderosa. Joshua había drogado a su bestia, la había domesticado a su voluntad, así que sólo le quedaba su rostro humano para enfrentarse a la bestia que vivía en Julian. Y la humanidad no bastaba. No tenía ninguna esperanza de vencer.

Algo implícito en sus propios pensamientos inquietaba a Abner Marsh. Intentó determinar de qué se trataba, pero se le escapaba la idea. El brazo le dolía cada vez más. Deseó tener un poco de la pócima de Joshua. Sabía a diablos, pero Joshua le había dicho una vez que llevaba un poco de láudano, que le ayudaría a aliviar el dolor. Y el alcohol tampoco le iría mal.

El ángulo de la luz que caía por la claraboya destrozada había cambiado. Marsh pensó que ya había llegado la tarde, y que cada vez le quedaba menos tiempo. Ya sólo algunas horas más. Después, las puertas empezarían a abrirse. Observó a Julian y también miró el fusil. Se apretó el brazo como si así pudiera aminorar en algo su dolor. ¿ En qué diablos estaba pensando? ¿En que quería un poco de la maldita pócima de Joshua para el brazo roto…? No. Pensaba en la bestia, en cómo Julian no podría nunca vencerla, en que…

Volvió a mirar a Joshua, con los ojos semicerrados. El había derrotado a la bestia. Una vez, al menos una vez, la había vencido. ¿Por qué no iba a poder volver a hacerlo? ¿Por qué no? Marsh se sujetó el brazo, se movió ligeramente adelante y atrás e intentó olvidarse del dolor para pensar con más claridad. ¿Por qué no, por qué no?

Y entonces le llegó la inspiración, como siempre ocurre en estos casos. Quizá era un tipo lento de comprensión, pero con muy buena memoria. Empezó a ver claro. La pócima, pensó. Ahora recordaba cómo habían sucedido los hechos. El le había dado a beber hasta la última gota a Joshua cuando se desmayó bajo el sol, en la yola. La última gota le cayó en la bota y luego lanzó la botella al río. Joshua había abandonado la plantación Gray horas después y había tardado… ¿cuánto?… Días. Exacto, le había costado días regresar al Sueño del Fevre. Había estado corriendo, corriendo hacia aquellas malditas botellas, corriendo ante la sed roja. Entonces había encontrado el barco y todos aquellos muertos, y había empezado a liberar a los prisioneros encerrados en los camarotes y se había presentado Julian… Marsh recordaba las palabras del propio Joshua: “Yo le gritaba, le gritaba incoherentemente. Quería venganza. Quería matarle como nunca había deseado hacerlo con nadie, quería abrirle esa pálida garganta suya y probar su condenada sangre. Mi furia…”. No, pensó Marsh. No había sido sólo la furia, Joshua había sentido la sed. Joshua se había alterado tanto que nunca llegó a comprenderlo, pero estaba en el primer estadio de la sed roja. Seguramente, debió tomarse un vaso abundante de la pócima después de haber derrotado a Julian, de modo que nunca llegó a darse cuenta de lo que había sucedido, de por qué aquella vez había sido distinto.

A Marsh le atravesó un escalofrío al preguntarse si Joshua habría sido consciente de la auténtica razón por la que intentaba abrir los camarotes. Abner se preguntó que hubiera sucedido de no haber intervenido Julian. No le extrañaba que Joshua le venciera entonces y no hubiera podido volver a vencerlo. Sus quemaduras, sus temores, la carnicería que le rodeaba, la abstinencia de pócima durante días… tenía que haber sido la sed. Aquella noche, su bestia estaba despierta y era más poderosa que la de Julian.

Por un instante, Abner fue presa de una gran excitación. Después, rápidamente, se le hizo evidente que aquella loca esperanza era vana. Quizá había llegado a comprender algo, pero no les iba a servir absolutamente de nada. En aquella última escapada Joshua se había llevado consigo una buena cantidad de pócima, y se había bebido media botella en Nueva Orleans antes de partir para la plantación de Julin. Marsh no podía imaginar la manera de despertar en su socio la sed, aquella sed que era ahora su única esperanza… Sus ojos volvieron al fusil, a aquel maldito e inútil fusil. “Diablos”, murmuró. Olvidaba el fusil, se dijo a sí mismo. No te servirá de nada. Piensa, piensa como haría Jonathon Jeffers, imagina algo. Era como una carrera de vapores en el río. Uno no podía enfrentarse a una nave grande y rápida por la vía directa, sino que se tenía que ser inteligente, y llevar a un piloto de primera que conociera todos los atajos y cómo superarlos, y quizá incluso comprar toda la leña de haya de un puesto en el río para que al otro barco sólo le quedara la de mala calidad, o llevar un poco de sebo de reserva. ¡Trucos!

Marsh se encogió de hombros y se estiró el bigote con la mano buena. No podía hacer nada, lo sabía. Todo dependía de Joshua, pero éste estaba quemándose, debilitándose minuto a minuto, y no tenía intención de moverse mientras la vida de Marsh estuviera en juego. Si hubiera algún modo de hacer que se moviera Joshua, de despertarle la sed. ¿Cuánto surgía esta? Una vez al mes, o algo así, salvo que tomando la pócima no se presentaba nunca. ¿No había algo más? ¿Algo que pudiera provocar la sed? Marsh pensaba que debía haberlo, pero era incapaz de recordarlo. Quizá la furia tuviera algo que ver, pero no era suficiente. ¿La belleza? Las cosas realmente hermosas le atraían incluso después de tomar la pócima. Probablemente Joshua le había escogido como socio porque habría oído que él era el hombre más feo de todo el río. Pero ni siquiera eso era suficiente. El maldito Damon Julian era bastante hermoso y había puesto a Joshua fuera de sí de furia, pero aun así Joshua perdía. Tenía que ser por culpa del brebaje… Marsh empezó a recordar todas las historias que Joshua le había relatado, todas las noches oscuras, las muertes, los terribles tiempos de amargura en que la sed había hecho presa en él en cuerpo y alma.

“…me dio de lleno en el estómago”, dijo Joshua, “y yo sangraba profusamente… Pero me levanté. Debí constituir una visión terrible, cubierto de sangre y con el rostro casi blanco. Y dentro de mí sentí una extraña sensación…” Marsh vio de nuevo a Julian sorbiendo su vino, sonriente, diciendo “¿De verdad temió que le hiciera daño aquella noche de agosto? Bueno, quizá se lo hubiera hecho, llevado del dolor y de la furia, pero no antes…” Marsh recordó su rostro, retorcido y bestial, mientras arrancaba de su cuerpo la espada de Jeffers… Recordó a Valerie, ardiendo, agonizando en la yola y recordó el modo en que había gritado y se había lanzado sobre la garganta de Karl Framm… Escuchó a Joshua diciendo que “el tipo me golpeó otra vez, y yo le respondí con un revés… Volvió a lanzarse sobre mí y…”

Debía estar en lo cierto, pensó Abner Marsh. Tenía que ser aquello, era lo único que se le ocurría, lo único que podía imaginar. Alzó la vista hacia la claraboya. El ángulo era ahora más agudo y le pareció que la luz se había hecho un poco más rojiza. Joshua estaba en parte en la sombra. Una hora antes, Marsh hubiera sentido alivio al advertirlo. Ahora ya no estaba tan seguro.

—Ayuda… —dijo la voz. Había sido un susurro quebrado, un lamento de agonía atormentado por el dolor, pero lo oyeron. En aquel silencio entre tinieblas, todos lo oyeron.

Sour Billy Tipton había entrado arrastrándose en la oscuridad, dejando tras de sí un reguero de sangre en la alfombra. Marsh vio que en realidad no reptaba, sino que se impulsaba clavando el maldito cuchillo en la madera del piso y apoyando los brazos, arrastrando las piernas y la parte inferior del cuerpo tras de sí sin utilizarlo para el avance. Tenía la espina dorsal torcida de una manera increíble. Billy apenas parecía humano. Estaba cubierto de limo y suciedad, empapado en sangre coagulada y sangrando aún bajo la mirada de los tres. Adelantó aún un palmo más. El dolor había transformado su rostro en una máscara infame.

Joshua York se levantó lentamente de su silla, como un sonámbulo. Marsh vio que su rostro tenía un fuerte tono encarnado.

—Billy… —empezó a decir.

—Quédate donde estás, Joshua —dijo la bestia.

York le miró con ojos opacos y se lamió sus labios secos y partidos.

—No voy a atacarte —dijo Joshua—. Déjame matarlo. Sería hacerle un favor.

Damon Julian sonrió y movió la cabeza en señal de negativa.

—Si matas al pobre Billy —dijo—, yo tendré que matar al capitán Marsh.

La voz volvía a parecerse a la de Julian, o casi: la suave sofisticación de su voz, el tono helado de sus palabras, el aire de vaga complacencia.

Sour Billy avanzó aún un doloroso palmo más y se detuvo, con el cuerpo sacudido de temblores. Echaba sangre por la boca y por la nariz.

—Julian —susurraba.

—Tendrás que hablar más alto, Billy —dijo éste—. No conseguimos oírte muy bien.

Sour Billy se agarró a la navaja e hizo una mueca. Intentó levantar la cabeza todo lo que pudo.

—Yo… Ayúdeme… Me duele, me duele. Mucho. Dentro… dentro, señor Julian.

Damon Julian se levantó de su asiento.

—Eso ya puedo verlo, Billy. ¿Qué es lo que quieres?

Las comisuras de los labios de Sour Billy empezaron a temblar.

—Ayúdeme… —susurraba—. La transformación… Termine la transformación… Tengo que… Me estoy muriendo… Julian observaba a Billy y observaba a Joshua al mismo tiempo. Joshua todavía estaba de pie. Abner Marsh tensó los músculos y miró al fusil. Con Julian ya de pie, era imposible. No había modo de llegar a él, darle la vuelta y disparar. Pero quizá… Miró a Billy, cuya agonía casi le había hecho olvidarse de su brazo roto. Billy seguía suplicando.

—…vivir para siempre… Julian… Transfórmeme… Uno de los suyos…

—¡Ah! —contestó Julian—. Me temo que tengo malas noticias para ti, Billy. No puedo transformarte. ¿De verdad creías que una criatura como tú podría convertirse en uno de nosotros?

—…lo prometió —susurró Billy, desesperado—. Me lo prometió. ¡Estoy muriéndome!

Damon Julian sonrió.

—¿Qué podría hacer sin ti? —dijo. Se rió ligeramente, y fue entonces cuando Marsh supo a ciencia cierta que era Julian, que la bestia había dejado que aflorara nuevamente a la superficie. Era la risa de Julian, rica, musical y estúpida. Marsh escuchó la risotada y vio el rostro de Sour Billy y observó su mano que desclavaba la navaja de la madera.

—¡Al diablo contigo! —gritó Marsh a Julian, al tiempo que se lanzaba a sus pies. Julian le miró, sorprendido, Marsh se aguantó el dolor y se lanzó hacia el fusil, arrastrándose por el suelo. Julian fue cien veces más rápido que él, y Marsh fue a caer pesadamente sobre el arma y casi se desmayó del dolor pero, al mismo tiempo que sentía la dureza del cañón bajo su estómago, notó las manos blancas y frías de Julian que se cerraban alrededor de su cuello.

Y un instante después no estaban, y Damon Julian gritaba ferozmente. Abner Marsh rodó sobre sí mismo. Julian se tambaleaba hacia atrás con las manos en el rostro. La empuñadura del cuchillo de Billy sobresalía de su ojo izquierdo y la sangre corría por entre sus pálidos dedos.

—Muere, maldito —aulló Marsh mientras apretaba el gatillo. El disparo levantó del suelo a Julian. El arma dio el retroceso en el brazo herido de Marsh, que lanzó un grito. Por un instante, el dolor le cegó. Cuando remitió lo suficiente para permitirle ver otra vez, le costó incorporarse y ponerse en pie, pero lo consiguió, justo al tiempo que se producía un agudo crack, como el de una rama húmeda al quebrarse.

Joshua, que estaba inclinado sobre Billy, se incorporó con las manos llenas de sangre.

—No había esperanza para él —dijo. Marsh aspiró aire a grandes bocanadas, con el corazón latiéndole aceleradamente.

—Lo hicimos, Joshua —dijo—. Acabamos con esos malditos…

Alguien se rió.

Marsh se volvió.

Julian sonreía. No estaba muerto. Había perdido un ojo, pero la navaja no había profundizado lo suficiente y no le había tocado el cerebro. Estaba ciego a medias, pero no muerto. Marsh advirtió su error demasiado tarde. Le había disparado a Julian en el pecho, en el maldito pecho, cuando tenía que haberle volado la cabeza. Había malgastado el disparo al apuntar a lo más fácil. La camisa de dormir de Julian colgaba de sus hombros convertida en sangrientos jirones, pero no estaba muerto.

—No soy tan fácil de matar como el pobre Billy —dijo—. Ni como vas a serlo tú.

Se adelantó hacia Marsh con la lánguida lentitud de lo inevitable.

Marsh intentó sostener el fusil con el brazo inútil mientras extraía del bolsillo dos balas más. Colocó el arma bajo el brazo y contra el cuerpo mientras retrocedía pero el dolor no le permitió más. Se le abrieron los dedos y una de las balas cayó al suelo. Marsh se apoyó con la espalda contra una columna. Damon Julian se echó a reír.

—No —dijo entonces Joshua York. Se interpuso entre ambos, con el rostro en carne viva—. Lo prohíbo. Soy el rnaestro de sangre. Detente, Julian.

—¡Ah! —contestó Julian—. ¿Otra vez, Joshua? Otra vez, pues. Pero ésta será la última. Incluso Billy ha aprendido cuál era su auténtica naturaleza. Es hora de que tú lo aprendas también, querido Joshua.

Su ojo izquierdo estaba cubierto de sangre medio coagulada, y el derecho parecía un inmenso abismo negro.

Joshua se quedó inmóvil.

—No puede vencerle —gritó Abner a Joshua—. Joshua, no lo haga, es la maldita bestia.

Pero Joshua no escuchaba nada. El fusil cayó del brazo herido de Marsh al suelo. Se agachó, lo asió con la mano sana, lo colocó sobre la mesa que tenía más próxima y empezó a cargarla. Con una sola mano, resultaba un trabajo lento. Sus dedos eran gruesos y poco hábiles. La bala seguía sin querer entrar. Por fin, consiguió introducirla, armó el fusil y lo alzó a duras penas bajo el brazo bueno.

Joshua se había dado la vuelta lentamente, como hiciera el Sueño del Fevre aquella noche en que había hecho frente al Eli Reynolds que le perseguía. Dio un paso hacia Abner Marsh.

—Joshua, no —gritó Abner—. Apártese.—Joshua se acercó aún más. Estaba temblando, luchando contra algo—. Apártese le digo —le conmigó Marsh—, déjeme disparar.

Joshua no pareció escucharle. Tenía una mirada completamente muerta. Ahora pertenecía a la bestia, y llevaba levantadas hacia él sus poderosas manos.

—Diablos —musitó Marsh—. Diablos. Joshua, tengo que hacerlo. Ya había contado con esto, y es la única solución.

Joshua asió a Abner Marsh por el cuello con sus ojos grises muy abiertos, con expresión demoníaca. Marsh llevó el fusil bajo el sobaco de Joshua y apretó el gatillo. Hubo una explosión terrible acompañada del olor a humo y a sangre. York saltó hacia atrás y cayó pesadamente, gritando de dolor, mientras Marsh se separaba de él.

Damon Julian sonreía sardónicamente y se movió como una serpiente de cascabel, arrancándole a Marsh de las manos el fusil humeante que sostenía.

—Y ahora sólo quedamos nosotros dos —decía—. Sólo usted y yo, capitán.

Todavía sonreía cuando Joshua emitió un ruido, medio grito medio aullido, y se lanzó sobre Julian por la espalda. Julian gritó de sorpresa. Ambos rodaron uno sobre otro, asiéndose mutuamente con ferocidad hasta que chocaron contra la barra y se separaron. Damon Julian fue el primero en ponerse en pie, y Joshua lo hizo poco después. El hombro de Joshua era un guiñapo sanguinolento y le colgaba el brazo a un costado sin ningún movimiento, pero en sus ojos grises apenas abiertos, a través de la pantalla de dolor y de sangre, Abner Marsh pudo sentir la ira de la bestia enfebrecida. York padecía un terrible dolor, y el dolor podía provocar la fiebre, la sed roja.

Joshua avanzó lentamente y Julian retrocedió con una sonrisa.

—No he sido yo, Joshua —dijo—. Ha sido el capitán quien te ha herido. El capitán.

Joshua se detuvo y observó a Marsh durante un instante. Durante un largo momento, Marsh esperó para ver a qué lado le conducía la sed, para ver si el auténtico amo era Joshua o la bestia.

Por fin, York sonrió débilmente a Damon Julian y empezó la silenciosa lucha.

Con un suspiro de alivio, Marsh se detuvo un instante para reunir fuerzas antes de agacharse para recoger el fusil de donde lo había lanzado Julian. Lo colocó sobre una mesa, lo abrió, y lo volvió a cargar lenta y laboriosamente. Cuando volvió a asirlo y se lo colocó bajo el brazo, Damon Julian estaba de rodillas. Se había llevado los dedos a la cuenca del ojo herido y llenos de sangre, se los acercaba a Joshua, y Joshua se inclinaba ante la sangrienta ofrenda.

Abner Marsh avanzó rápidamente, colocó el doble cañón del fusil en la sien de Julian, contra sus finos rizos negros, y disparó.

Joshua pareció aturdido, como si le hubieran arrancado bruscamente de un sueño. Marsh bajó el arma.

—Usted no quería eso —le dijo a Joshua—. Aguarde un momento. Yo le daré lo que usted quiere.

Caminó pesadamente hasta detrás de la barra y encontró las botellas de vino, oscuras y sin sellos. Marsh tomó una y sopló el polvo. Y fue entonces cuando alzó la mirada y vio todas las puertas abiertas y todas las caras pálidas que observaban. Los disparos, pensó. Los disparos les habían atraído.

Con una sola mano, Marsh tuvo problemas para sacar el corcho. Al final utilizó los dientes. Joshua se deslizó hacia la barra, como ensimismado. En sus ojos se veía que la lucha continuaba. Marsh le tendió la botella y Joshua le cogió el brazo. Marsh se quedó muy quieto. Durante un largo instante, no supo qué iba a suceder, si Joshua aceptaría la botella o si le abriría las venas de la muñeca de un mordisco.

—Todos tenemos que tomar nuestras malditas decisiones, Joshua —le dijo en voz baja, bajo la presión de sus poderosos dedos.

Joshua se quedó mirándolo durante la mitad de la eternidad. Después, arrancó la botella de la mano de Marsh, echó hacia atrás la cabeza y coiocó la botella del revés. El oscuro licor bajó borboteando y le cubrió la barbilla.

Marsh sacó una segunda botella del repugnante líquido, rompió el cuello contra el duro borde de la barra de mármol y la levantó.

—¡Por el condenado Sueño del Fevre! —dijo.

Y bebieron juntos.

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