Abner Marsh no durmió aquella noche. Pasó las largas horas de oscuridad en su silla de la cubierta superior, de espaldas a las neblinosas luces de Vicksburg, con la mirada puesta en el río. La noche era fría y apacible, y las aguas como negro cristal. De vez en cuando, aparecía ante su vista algún vapor rodeado de chispas, humo y cenizas, y la tranquilidad se rompía a su paso. Sin embargo, los barcos pasaban de largo, el sonido de sus sirenas se perdía y la oscuridad volvía a cerrarse, recuperando su calma. La luna era un dólar de plata flotando en el agua y Marsh escuchó los húmedos crujidos del cansado Eli Reynolds. De vez en cuando llegaba hasta Abner una voz o una pisada o quizá un retazo de música procedente de Vicksburg, y siempre al fondo se oía el rumor del río, el correr sin fin de las aguas río abajo, empujando al barco, intentando llevárselo con él al sur, al sur, donde esperaban los seres de la noche y el Sueño del Fevre.
Marsh se sintió extrañamente complacido por la belleza de la noche, por la oscura hermosura que tanto había conmovido al poeta favorito de Joshua. Inclinó la silla hacia atrás, contra la campana del viejo vapor, y contempló la luna, las estrellas y el río, pensando que quizá aquél fuera el último momento de paz que le quedara. Pues al día siguiente, o al otro como mucho, encontrarían el Sueño del Fevre y se reanudaría la pesadilla del verano.
Tenía la cabeza llena de presagios, de recuerdos y visiones. Seguía viendo a Jonathon Jeffers, con su bastón de estoque, tan seguro de sí y tan desvalido cuando Julian se había abalanzado sobre la hoja afilada de su arma. Escuchó otra vez el ruido del cuello de Jeffers cuando Julian se lo rompía y recordó cómo habían caído al suelo las gafas del sobrecargo, su resplandor dorado al chocar con la cubierta, el minúsculo y terrible sonido que habían hecho. Las manazas de Abner se cerraron con fuerza en torno a su bastón. Con los ojos puestos en el negro río, vio también otras cosas. La manita del niño negro rezumando sangre. Julian tomando la bebida de Joshua. Las manchas de la barra de hierro de Hairy Mike cuando hubieron terminado su terrible trabajo en el camarote. Abner Marsh tenía miedo, más del que había tenido nunca. Para desvanecer los espectros que le acechaban en la noche, convocó sus propios sueños, una visión de sí mismo con el fusil para búfalos en la mano junto a la puerta del camarote del capitán. Escuchó rugir el arma y notó su tremendo retroceso, y vio la pálida sonrisa y los oscuros rizos de Damon Julian estallar en pedazos, como un melón lanzado desde lo alto, un melón lleno de sangre.
Sin embargo, de algún modo, cuando el rostro ya hubo desaparecido y el humo del fusil se hubo disipado, todavía quedaron sus ojos, mirándole, atrayéndole, despertando en él la ira y el odio y sentimientos más profundos y oscuros. Los ojos eran negros como el mismo infierno, llenos de rojo, dos simas sin fondo, eternas como el río, que le llamaban, que despertaban en él sus malos instintos, su propia sed roja. Los ojos flotaron ante él y Abner Mrash los contempló, se abocó a su cálida negrura y vio allí la respuesta, vio el modo de terminar con ellos, mucho mejor y más seguro que con los puñales, las estacas o los fusiles para búfalos.
El fuego. Allá en el río, el Sueño del Fevre ardía. Abner Marsh lo sintió todo. El repentino y terrible rugido que le ensordecía, más que cualquier trueno. Las oleadas de llamas y humo, las astillas ardientes de la leña y el carbón esparciéndose por todas partes, el vapor abrasador estallando libre, las nubes de muerte blanca envolviendo el barco, los tabiques estallando y ardiendo, los cuerpos volando por los aires, encendidos o medio quemados, las chimeneas partiéndose y derrumbándose, los gritos, el vapor entero hundiéndose en el río, chisporroteando, resoplando y humeando, desapareciendo hasta no dejar más rastro que madera quemada y una chimenea sobresaliendo extrañamente sobre el agua. En su sueño, cuando las calderas estallaban, el nombre que lucía en el barco era todavía Sueño del Fevre.
Sería sencillo, pensó Abner Marsh. Una carga consignada para Nueva Orleans. No sospecharían nada. Barriles de explosivos, almacenados en la cubierta principal sin ningún cuidado, cerca de los hornos al rojo y de las enormes e ingobernables calderas de alta presión. Se podía hacer, pensó, y aquel sería el fin para Julian y los seres de la noche. Una mecha, un reloj… No sería difícil.
Abner Marsh cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el barco en llamas había desaparecido, el sonido de los gritos y de las explosiones se había acallado y la noche volvía a estar tranquila.
—No puedo —dijo en voz alta para sí mismo—. Joshua está todavía a bordo. Joshua…
Y otros también, esperaba Abner: Whitey Blake, Karl Framm, Hairy Mike Dunne y sus estibadores. Y el propio barco, su Sueño del Fevre. Marsh tuvo la visión de un tranquilo recodo del río en una noche como aquella, y dos grandes vapores corriendo uno al lado del otro, con penachos de humo tras ellos, aplanados por la velocidad, con las chimeneas coronadas por llamas y con las palas girando, furiosas. Según avanzaban, uno de los barcos empezaba a destacarse, un poco ahora y más y más después, hasta abrir entre ambos una brecha de la longitud de uno de los barcos. La distancia crecía aún cuando los barcos desaparecieron de la vista, y Marsh reconoció los nombres escritos en ambos, y el que iba delante era el Sueño del Fevre, con las banderas al viento mientras remontaba el río, rápido y sereno, y detrás iban el Eclipse, resplandeciente incluso en la derrota.
“Haré que eso se cumpla”, se dijo Marsh.
Al llegar la media noche, la mayor parte de los tripulantes del Eli Reynolds ya estaban de vuelta. Marsh los había visto aproximarse desde Vicksburg y oyó a Cat Grove dirigir la operación de carga de la leña a la luz de la luna, con una serie de órdenes breves y cortantes. Horas después, los primeras volutas de humo empezaron a enroscarse sobre las chimeneas del vapor, cuando el maquinista hubo encendido las calderas. Faltaba una hora para el amanecer. Entonces, Yoerger y Grove aparecieron en la cubierta donde estaba Abner Marsh, cada uno con una silla y una jarra de café. Tomaron asiento junto a Abner en silencio y le sirvieron una taza. El café era cargado y estaba caliente. Abner lo bebió, agradecido.
—Bien, capitán Marsh —dijo Yoerger al cabo de un rato. Su rostro grande parecía gris y cansado—. ¿No cree que ha llegado el momento de que nos explique qué se propone con todo esto?
—Desde que nos encontramos en San Luis —añadió Cat Grove—, no ha hecho más que hablar de recuperar su barco. Mañana, quizá, lo tenga a su alcance. Y entonces, ¿qué? Usted no nos ha contado gran cosa, excepto que no tiene la intención de tratar con la policía. ¿Por qué, si le han robado el barco?
—Por la misma razón que me ha impedido hablar de ello con usted, señor Grove. Porque no se creerían mi historia ni durante un minuto.
—La tripulación siente curiosidad —dijo Grove—. Y yo también.
—No es asunto de ellos, ni de usted —contestó Marsh—. Este barco es mío, ¿no? Usted trabaja para mí, y ellos también. Limítense, pues, a hacer lo que les ordene.
—Capitán Marsh —intervino Yoerger—, este viejo cascarón y yo llevamos varios años juntos en el río. Usted me dio el mando en cuanto tuvo su segundo vapor, el viejo Nick Perrot, creo que era, allá por el año 52. Desde entonces, yo me he cuidado del barco y usted no ha hecho nada para facilitarme las cosas, no señor. Si estoy despedido, dígamelo. Y si todavía sigo siendo capitán a sus órdenes, cuénteme en que estamos metiendo al Eli Reynolds. Creo que me merezco eso, al menos.
—Mire, Yoerger, se lo conté a Jonathon Jeffers —contestó Marsh, recordando nuevamente el pequeño centelleo del oro de sus gafas—, y murió a consecuencia de ello. Y quizá Hairy Mike también, aunque lo ignoro.
Cat Grove se inclinó hacia adelante airadamente y volvió a llenar la taza de Marsh con café templado de la jarra.
—Capitán —comenzó—, de lo poco que nos ha dicho se deduce que no está seguro de si Mike está vivo o muerto, pero eso no importa. Tampoco está seguro del destino de los otros. Whitey Blake, ese piloto suyo y todos los que quedaban a bordo del Sueño del Fevre. ¿También les dijo a todos ellos de qué se trataba?
—No —reconoció Marsh.
—Entonces, poco importa saberlo o no —dijo Grove.
—Si hay algún peligro ante nosotros, tenemos derecho a saberlo —le apoyó Yoerter.
Abner Marsh meditó un momento, y reconoció que era lo justo.
—Tienen razón, pero no van a creerme. Además, no podré dejarles marchar. Necesito el barco.
—No pensamos marcharnos —dijo Grove—. Explíquenos el asunto.
Abner Marsh suspiró y contó toda la historia una vez más. Cuando terminó, contempló sus rostros. Ambos tenían expresiones reservadas, precavidas, evasivas.
—Es difícil de creer —dijo Yoerger.
—Yo lo creo —replicó Grover—. No es más difícil que creer en fantasmas y, diablos, yo los he visto docenas de veces.
—Capitán Marsh —continuó Yoerger—, ha hablado usted mucho de encontrar el Sueño del Fevre, y apenas ha dicho cuáles son sus intenciones cuando lo encontremos. ¿Tiene algún plan?
Marsh pensó en el fuego, en las calderas rugiendo y estallando, en los gritos de sus enemigos. Apartó de su mente tal idea.
—Recuperaré mi barco —afirmó—. Ya han visto mi fusil. En cuanto le vuele la cabeza a Julian, supongo que Joshua se cuidará del resto.
—Ha dicho usted que ya lo había intentado con Jeffers y Dunne, cuando todavía controlaban el vapor y la tripulación. Ahora, si sus detectives estaban en lo cierto, el barco está lleno de esclavos y rebanacuellos. No podrá subir a bordo sin ser reconocido. ¿Cómo llegará, entonces, hasta Julian?
Abner Marsh no había planeado bien el asunto. Sin embargo, ahora que Yoerger había tocado el tema, resultaba evidente que difícilmente podría limitarse a saltar a la cubierta fusil en mano, él solo, que era más o menos lo que tenía pensado hacer. Caviló sobre ello un instante. Si conseguía subir a bordo de alguna manera, como pasajero… Sin embargo, Yoerger tenía razón en que sería imposible. Aunque se afeitara, no había nadie en el río que se pareciera ni remotamente Abner Marsh.
—Entraremos a la fuerza —dijo después de una breve duda—. Llevaré a toda la tripulación del Reynolds. Julian y Sour Billy se imaginan probablemente que estoy muerto. Los sorprenderemos. De día, naturalmente. No voy a correr más riesgos por cuestiones de luz. Ninguno de esos tipos de la noche ha visto nunca al Eli Reynolds, y supongo que sólo Joshua lo conoce de nombre. Nos pondremos justo a su altura, allí donde atraque, y esperaremos a que luzca una buena mañana de sol, y entonces yo y todos los que vengan conmigo nos lanzaremos contra ellos. La escoria es escoria y, sea cual sea la basura que Sour Billy encontró en Natchez, no van a arriesgar sus pellejos contra fusiles y cuchillos. Quizá tengamos que cuidarnos de Sour Billy, pero después el camino estará despejado. Esta vez voy a asegurarme bien de que sea Julian quien se quede sin cabeza —extendió las manos—. ¿Les parece satisfactorio?
—Suena bien —dijo Grove. Yoerger parecía menos seguro. Sin embargo, ninguno de los dos tenía otras sugerencias que merecieran la pena por lo que, tras una breve discusión, accedieron al plan. Para entonces, el amanecer había dado contorno a las rocas y colinas de Vicksburg y el Eli Reynolds tenía a punto el vapor. Abner Marsh se levantó y se estiró. Se sentía notablemente bien para haber pasado la noche entera sin pegar ojo.
—Zarparemos —le dijo en voz alta al piloto, que había pasado junto a ellos camino de su pequeña cabina—. ¡A Natchez!
Los marineros de cubierta soltaron las amarras que ataban el barco al muelle y el vapor dio marcha atrás, viró, revirtió la marcha, y entró en el canal principal mientras las sombras rojas y grises empezaban a perseguirse, unas a otras, en la ribera oriental y las nubes se tornaban rosadas por el oeste.
Durante las dos primeras horas hicieron un buen promedio y dejaron atrás Warrenton, Hard Times y Grand Gulf. Tres o cuatro grandes vapores los adelantaron, pero eso era previsible, pues el Eli Reynolds no estaba hecho para carreras. Abner Marsh se sentía bastante satisfecho con el promedio, por lo cual se permitió a sí mismo abandonar la cubierta durante media hora, lo suficiente para repasar y limpiar el arma y asegurarse de que estaba cargada, y tomar un desayuno rápido de pastas calientes, bayas azules y huevos fritos.
Entre St. Joseph y Rodney, el cielo comenzó a cubrirse, lo que disgustó mucho a Abner. Un poco más tarde, se desató sobre el río una pequeña tormenta, sin truenos, rayos o lluvia bastantes para acabar siquiera con una mosca. Sin embargo, el piloto le guardó respeto hasta el punto de mantener el barco atado en un puesto de leña durante una hora mientras Marsh paseaba arriba y abajo del barco, inquieto. Framm o Albright hubieran seguido adelante a pesar del mal tiempo, pero no podía esperarse encontrar un piloto excepcional en un barco como aquel. La lluvia caía fría y gris. Sin embargo, cuando al fin aclaró, había en el cielo un bonito arcoiris que entusiasmó a Marsh, y quedaba tiempo más que suficiente para llegar a Natchez antes del anochecer.
Quince minutos después de zarpar otra vez, el Eli Reynolds chocó fuertemente contra un banco de arena.
Fue un error estúpido y frustrante. El joven piloto, que apenas había pasado de aprendiz, intentó recuperar parte del tiempo perdido acortando por un incierto atajo, en lugar de seguir por el canal principal que daba una gran vuelta hacia el este. Un par de meses antes, aquella habría sido una maniobra de gran piloto, pero ahora el nivel del río era demasiado bajo, incluso para un vapor de tan poco calado como el Eli Reynolds.
Abner Marsh se puso a jurar, a echar pestes y a caminar a grandes zancadas con aspecto iracundo, sobre todo cuando se hizo patente que no podrían sacarlo del banco con facilidad. Cat Grove y sus hombres asieron los cabrestantes y las perchas y se aplicaron a la labor. Para hacer las cosas más complicadas, llovió un par de veces, pero cuatro mojadas y cansadas horas más tarde, el piloto volvió a poner en marcha la rueda de popa y el Eli Reynolds se lanzó hacia adelante entre una rociada de barro y arena, temblando como si fuera a romperse en pedazos. Nuevamente estaba a flote, y su sirena sonó en señal de triunfo.
Avanzaron cuidadosamente por el atajo durante otra media hora y al fin recuperaron el curso principal, donde la corriente les ayudó y el Reynolds incrementó su velocidad. Se lanzó río abajo humeando y traqueteando como el mismo demonio, pero ya no había modo de recuperar el tiempo perdido.
Abner Marsh estaba sentado en el sofá de la cabina del piloto, de un amarillento descolorido, cuando aparecieron las primeras luces de la ciudad, por encima del acantilado. Dejó la taza de café sobre la grande y panzuda estufa y se colocó tras el piloto, que estaba ocupado en un cruce con otro barco. Marsh no le prestó atención; sus ojos estaban fijos en el lejano muelle donde veinte vapores o más agolpaban sus proas frente a Natchez-bajo-la-colina.
Allí estaba su barco, donde pensaba que lo encontraría. Marsh lo reconoció en el acto. Era el más grande del muelle y sobrepasaba sus buenos quince metros del que le seguía en envergadura. También sus chimeneas eran las más altas. Cuando el Eli Reynolds estuvo más cerca, Marsh vio que no lo habían modificado gran cosa. Seguía siendo básicamente blanco, azul y plata, aunque le habían pintado la cabina del timonel de un rojo deslumbrante, como los labios de una prostituta de Natchez. Llevaba el nombre en letras amarillas formando un círculo en los tambores de las palas, con rasgos toscos: Ozymandias. Marsh lo miraba con gesto ceñudo.
—¿Ve ese grande de ahí? —le dijo al piloto, señalándolo—. Póngase lo más cerca de él que le sea posible, ¿entendido?
—Sí, capitán.
Marsh contempló la ciudad que tenía delante, con disgusto. Las sombras ya se cerraban sobre las calles y las aguas del río mostraban el toque escarlata y dorado del anochecer. Y estaba nublado, completamente nublado. Pensó que habían perdido demasiado tiempo en el puesto de leña y en el atajo, y además el crepúsculo llegaba mucho antes en octubre que en pleno verano.
El capitán Yoerger había entrado en la cabina del piloto y avanzó hasta el capitán, transformando en palabras los pensamientos de éste.
—No puede ir de noche, capitán Marsh. Ya es demasiado tarde. Anochecerá en menos de una hora. Aguarde a mañana.
—¿Por qué especie de estúpido me ha tomado? —contestó Marsh—. Naturalmente que esperaré. Ya cometí ese maldito error una vez, y no voy a repetirlo.
Golpeó con el bastón en el suelo, lleno de frustración. Yoerger empezó a decir algo más, pero Marsh no le escuchaba. Estaba estudiando el gran vapor atracado en el muelle.
—Diablos —dijo de repente.
—¿Qué sucede?
Marsh señaló algo con su bastón de nogal.
—Humo —dijo—. Maldita sea, ¡van a zarpar! Está a pun…
—No se altere —le aconsejó Yoerger—. Si se va, se va. Ya lo alcanzaremos en alguna otra parte del río.
—Deben navegar de noche —murmuró Marsh—, y de día permanecen atracados. Debería habérmelo figurado.—Se volvió al piloto y le dijo—: Señor Norman, no atraque. Siga río abajo, deténgase en el primer puesto de leña que encuentre y aguarde a que pase ese vapor de ahí. Después sígalo, tan de cerca como pueda. Ese barco es muchísimo más rápido que el Eli Reynolds, así que no se preocupe si lo pierde, pero siga río abajo lo más cerca de él que pueda.
—Lo que usted diga, capitán —contestó el piloto. Hizo girar la gran rueda del timón, ya muy estropeada, con ambas manos, y el Eli Reynolds volvió la proa abruptamente y empezó a deslizarse en ángulo hacia el canal principal.
Llevaban hora y media en el puesto de leña, y al menos veinte minutos de noche cerrada, cuando pasó humeando el Sueño del Fevre. Marsh sintió un escalofrío cuando lo vio acercarse. El enorme vapor avanzaba río abajo con una terrible y fluida gracia, una tranquila y silenciosa suavidad que le recordó en algo a Damon Julian y su modo de caminar. Iba medio a oscuras. El puente principal lucía un tono rosado desvaído procedente de los fuegos de los hornos, pero sólo estaban encendidas algunas de las ventanas de los camarotes de la cubierta principal. La cubierta superior estaba totalmente a oscuras, como la cabina del piloto. Marsh creyó ver una figura solitaria en ella, tras la rueda del timón, pero a aquella distancia no podía estar seguro. La luna y las estrellas brillaban pálidas sobre su pintura blanca y sus orlas plateadas, y la cabina del timonel con su rojo fuerte tenía un aspecto obsceno. Cuando hubo pasado, río abajo aparecieron las luces de otro vapor que subía hacia ellos, y ambos barcos se saludaron en plena noche. Marsh pensó que hubiera reconocido la sirena en cualquier circunstancia, pero aquella vez tenía un toque frío y lúgubre que no había apreciado antes, un aullido melancólico que hablaba de dolor y desesperación.
—Mantenga la distancia —le dijo al piloto—, pero sígalo.
Un marinero liberó el cable que los unía al repulsivo poste del puesto de leña y el Eli Reynolds consumió un montón de alquitrán y piñas secas y se lanzó río adelante, tras su enorme y caprichoso primo. Un minuto o dos más tarde, el vapor desconocido que subía hacia Natchez se cruzaba con el Sueño del Fevre y se aproximaba a ellos, haciendo sonar su sirena con un profundo silbido en tres tonos. El Reynolds le contestó, pero su respuesta resultó tan débil y suave comparada con el salvaje aullido del Sueño del Fevre que Abner Marsh se sintió lleno de inquietud.
Marsh había esperado que el Sueño del Fevre se distanciaría de ellos en cuestión de minutos, pero no resultó así. El Eli Reyonlds navegó río abajo a su estela durante dos horas completas. Perdió al gran vapor media docena de veces tras los recodos del río, pero siempre recuperó la visión de sus luces en cuestión de minutos. La distancia entre los dos buques se hizo mayor, pero tan gradualmente que costaba darse cuenta.
—Nosotros vamos a toda marcha, o casi —le comentó Marsh al capitán Yoerger—, pero ellos apenas se dejan mecer por las olas. A no ser que se metan en el río Rojo, supongo que se detendrán en Bayou Sara. Allí los alcanzaremos —sonrió—. Perfecto, ¿no les parece?
Con sus dieciocho calderas que alimentar y una enorme masa que mover, el Sueño del Fevre engullía mucha más leña que su pequeña sombra. Se detuvo a cargar madera varias veces, y en cada ocasión el Eli Reynolds se acercaba un poco más a él, aunque Marsh tenía la precaución de hacer reducir la marcha a un cuarto para no llegar hasta el gran vapor mientras estuviera cargando. El propio Reynolds se detuvo en una oportunidad a cargar su semivacía cubierta principal con veinte hatos de madera de haya recién cortada y, cuando regresó a las aguas profundas, las luces del Sueño del Fevre se habían reducido a un vago resplandor rojizo sobre las aguas negras, delante de ellos. Sin embargo, Marsh ordenó lanzar al horno un tonel de sebo y el aumento de calor y de vapor les hizo recuperar pronto la distancia perdida.
Próximos a la boca del río Rojo donde éste afluía al amplio Mississippi, una cómoda milla separaba ambos vapores. Marsh acababa de llevar a la cabina del piloto una nueva jarra de café y estaba sirviendo una taza al piloto cuando éste se volvió hacia él y dijo:
—Eche un vistazo ahí, capitán. Parece que la corriente lo arrastra de lado, y no veo que tenga que hacer ningún cruce.
Marsh dejó la taza y observó. De repente, el Sueño del Fevre pareció mucho más próximo y el piloto tenía razón: se podía ver una buena parte del costado de babor del barco. Si no estaba haciendo un cruce, quizá las aguas procedentes del afluente eran las causantes de su desvío, pero no comprendió cómo podía hacer aquella maniobra ningún piloto que se preciara.
—Estará rodeando algún obstáculo, o un banco de arena —dijo, aunque con un tono de incertidumbre en la voz. Mientras observaba, el vapor pareció girar todavía más, hasta quedar prácticamente en ángulo recto con la trayectoria del Reynolds. Abner distinguió el nombre en uno de los tambores a la luz de la luna. Parecía casi a la deriva, pero el humo y las chispas que salían de sus chimeneas Indicaban lo contrario. Al cabo de unos instantes, asomó ante ellos la proa.
—¡Maldita sea! —dijo Marsh en voz alta. Sentía tanto frío como si acabara de bañarse en el río—. Está dando la vuelta. ¡Por todos los diablos, está girando!
—¿Qué hacemos, capitán?—preguntó el piloto.
Abner Marsh no contestó. Tenía la mirada fija en el Sueño del Fevre con el corazón encogido de frío. Un vapor de palas en popa como el Eli Reynolds tenía dos modos de cambiar de dirección, ambos difíciles. Si el canal era lo bastante ancho, podía hacer una gran U, pero eso requería mucho espacio y mucho empuje. El otro modo consistía en detenerse e invertir la marcha de las palas, retroceder girando, detenerse de nuevo y volver a avanzar hasta completar el giro. Ambos modos llevaban su tiempo, y Marsh ni siquiera sabía si había espacio allí para hacerlo. En cambio, los vapores con palas a los costados eran muchísimo más maniobrables. Un vapor de esas características podía dar marcha atrás a una de las ruedas mientras la otra seguía hacia adelante, dando así una vuelta sobre su eje con la misma limpieza que una bailarina giraba sobre las puntas de los pies. Ahora, Abner Marsh podía distinguir el castillo de proa del Sueño del Fevre. En la proa, las plataformas de acceso al barco, levantadas, parecían dos largos dientes blancos a la luz de la luna, y en las partes delanteras de las cubiertas principal y de calderas se veían grupos de figuras de caras pálidas y ropas oscuras. El Sueño del Fevre se erguía ante el Eli Reynolds, más grande y formidable que nunca. Ya casi había completado su giro y el Eli Reynolds todavía avanzaba hacia él, whapwhapwhap, directo hacia aquellos rostros blanquecinos como gusanos, hacia aquellos ojos rojos y ardientes, hacia la oscuridad.
—¡Estúpido! —le gritó Abner al piloto—. ¡Deténgase! ¡Marcha atrás, condenado, dele la vuelta! ¿No tiene ojos? ¿No ve que vienen contra nosotros?
El piloto le dedicó una mirada incrédula y procedió a detener la rueda para empezar a girar, pero mientras lo hacía Abner Marsh comprendió que era demasiado tarde. No darían la vuelta a tiempo e, incluso de conseguirlo, el Sueño del Fevre se les echaría encima en cuestión de minutos. Su potencia sería aún más evidente si ambos barcos tenían que lanzarse contra la corriente. Alargó el brazo y asió el del piloto.
—¡No! —gritó—. ¡Siga adelante! Rodéele, ¡más deprisa! Pongan un poco más de grasa, maldita sea. Tenemos que pasarlos antes de que nos embistan ¿me oye?
El Sueño del Fevre se les acercaba por momentos, con las cubiertas repletas de aquella gente de la noche. Las chimeneas rebosaban de humo y Marsh casi llegó a contar las figuras que aguardaban expectantes. El piloto alzó la mano hacia la sirena, pero Marsh se lo impidió, gritándole:
—¡Quieto!
—¡Vamos a chocar! —dijo el piloto—. Capitán, tenemos que hacerle saber por dónde vamos a pasar.
—Deje que sigan preguntándoselo —contestó Marsh—. Maldito sea, ¡es nuestra única oportunidad! ¡Y pongan más sebo en las calderas!
A apenas unos metros, sobre las oscuras aguas iluminadas por la luna, el Sueño del Fevre aulló en son de triunfo. Sonaba como un lobo demoníaco corriendo tras su presa, pensó Abner Marsh.