CAPITULO VEINTIDOS

A bordo del vapor ELI REYNOLDS,
rio Mississippi,
octubre de 1857

Una fría tarde de principios de otoño, Abner Marsh y el Eli Reynolds zarparon al fin de San Luis y se encaminaron río abajo en busca del Sueño del Fevre. Marsh hubiera preferido salir varias semanas antes, pero había tenido demasiado trabajo. Primero, esperar a que el Eli Reynolds regresara de su último viaje al Illinois y comprobar que estaba en condiciones para el tramo inferior del río, así como contratar un par de pilotos del Mississippi. Marsh también tuvo que atender varias reclamaciones de los plantadores, exportadores que habían confiado sus mercancías con destino a San Luis al Sueño del Fevre en el puerto de Nueva Orleans, y que estaban iracundos por la desaparición del vapor. Marsh pudo haber insistido en que compartieran sus pérdidas, pero siempre se había enorgullecido de ser un hombre justo, así que les pagó cincuenta centavos por cada dólar. También le tocó la desagradable tarea de comunicar la mala nueva a los conocidos y parientes del señor Jeffers (Marsh consideró que mal podía contarles lo que en realidad había sucedido, así que finalmente se decidió por la fiebre amarilla). Además, otras personas tenían hermanos, hijos o esposos que todavía no habían dado señales de vida, y acosaban a Marsh con preguntas cuya respuesta desconocía. Tuvo que tratar también con un inspector del gobierno y un tipo de la asociación de pilotos, y había cuentas que cuadrar y libros que revisar y preparativos que realizar, todo lo cual significó un mes de retraso, frustración y aburrimiento.

Sin embargo, en todo momento, Marsh prosiguió su búsqueda. Al ver que las cartas enviadas por Green en su nombre no tenían contestación, envió otras nuevas. Siempre que tenía ocasión acudía a recibir a los vapores que llegaban y les preguntaba por el Sueño del Fevre, por Joshua York, por Karl Framm, Whitey Blake, Hairy Mike Dunne o Toby Lanyard. Contrató a una pareja de detectives y los envió río abajo con instrucciones de descubrir todo lo que pudieran. Incluso copió un truco de Joshua y empezó a comprar periódicos de toda la red de ríos navegables de la cuenca. Pasó muchas noches en vela repasando las columnas de información náutica, los anuncios, las listas de entradas y salidas de buques de ciudades tan lejanas como Cincinnati, Nueva Orleans o St. Paul. Frecuentó el “Albergue de los Plantadores” y otros lugares frecuentados por navegantes, más aún que de costumbre, y en aquellos lugares formuló miles de preguntas .

No sacó nada en limpio. El Sueño del Fevre parecía haberse esfumado, volatilizado. Nadie lo había visto y nadie había hablado con Whitey Blake, el señor Framm o Hairy Mike, ni había sabido nada de ellos. En los periódicos no se hacía la menor referencia a los movimientos del barco.

—No tiene explicación —se lamentaba abiertamente Marsh ante los oficiales del Eli Reynolds, una semana antes de la partida—. Mide ciento veinte metros de eslora, es absolutamente nuevo, y lo bastante rápido para hacer parpadear a cualquier marinero del río. Un barco así no puede pasar inadvertido.

—A menos que se haya hundido —apuntó Cat Grove, el primer oficial del Eli Reynolds, un tipo bajo y musculoso—. Hay lugares en el río lo bastante profundos para engullir a toda una ciudad. Puede que el barco se hundiera con todos los que iban a bordo.

—No —insistió Abner, tozudo. El sabía que no lo había contado todo, y que no tenía modo de hacerlo. Ninguno de los presentes había estado a bordo del Sueño del Fevre, y nunca le creerían si contaba lo que sucedió allí—. No, no se ha hundido. Está en el río, en algún lugar, ocultándose de mí, pero voy a encontrarlo.

—¿Cómo?—preguntó Yoerger, el capitán del Eli Reynolds.

—El río es grande —reconoció Marsh—, y tiene muchos afluentes y tributarios, y ensenadas, rápidos y meandros. Hay miles de sitios donde se puede ocultar un barco para que nadie lo vea con facilidad. Sin embargo, no es lo bastante grande como para hacerme renunciar a la búsqueda. Podemos empezar por un extremo y terminar en el otro, e ir preguntando a lo largo de la ruta y, si llegamos a Nueva Orleans y todavía no lo hemos encontrado, podemos recomenzar la búsqueda en el Ohio, el Missouri, el Illinois, el Yazoo y el río Rojo, y en algún lugar acabaremos por encontrar el maldito barco.

—Puede llevarnos una larga temporada —apuntó Yoerger.

Yoerger se encogió de hombros y los oficiales del Eli Reynolds intercambiaron miradas de vacilación. Abner Marsh frunció el ceño.

—No se preocupen por lo que vayamos a tardar —masculló—. Limítense a poner a punto el barco, ¿entendido?

—Sí, capitán —respondió Yoerger. Era un hombre alto, cargado de espaldas y muy flaco, que llevaba trabajando en los vapores desde que éstos habían aparecido en el río, de modo que nada le sorprendía mucho ya, como reflejaba perfectamente su tono de voz siempre sosegado.

Cuando se hizo de día, Abner Marsh se puso su tabardo blanco de capitán con la doble hilera de botones de plata. Le caía admirablemente. Cenó muy bien en el “Albergue de los Plantadores”, pues las provisiones del Eli Reynolds no eran demasiado buenas y el cocinero apenas serviría para limpiarle las sartenes a Toby, y se encaminó después hacia el muelle.

El barco estaba ya aumentando la presión del vapor, según vio Abner satisfecho. Sin embargo, el Eli Reynolds seguía sin parecer gran cosa. Era un barco para la parte superior del río, de estructura pequeña y estrecha y casco bajo para poder superar las corrientes poco profundas y rápidas donde desarrollaba su trabajo. Medía menos de la cuarta parte que el desaparecido Sueño del Fevre, y era la mitad de ancho. A plena carga, podía transportar quizá unas 150 toneladas, frente a las casi mil del otro. El Reynolds tenía sólo dos cubiertas, le faltaba la tercera y la tripulación ocupaba los camarotes de la parte delantera de la cubierta de calderas. De todos modos, rara vez llevaba pasajeros. Una sola gran caldera a alta presión movía su rueda de palas, situada a popa, y no tenía ningún tipo de adornos. Ahora iba casi vacío de carga, de modo que Marsh podía ver la caldera, situada en una posición muy adelantada. Hileras de columnas de madera lisas y blanqueadas soportaban la cubierta superior como si fueran raquíticos pilares, y las columnas que sostenían el techo raído de la zona de paseo eran cuadradas y simples, lisas como los maderos que forman las vallas. La cámara del timonel de popa era una gran caja cuadrada de madera. La timonera de popa era, ante todo, una visión penosa, con su pintura roja descolorida y llena de rascaduras debido a sus muchos años. Por todas partes, la pintura se desprendía en escamas. La cabina del piloto era un maldito cobertizo de madera y cristal colocado en lo alto del barco, y las achaparradas chimeneas eran de hierro negro sin adornos. El Eli Reynolds demostraba su edad. Allí, mecido por las aguas, parecía terriblemente pesado y un poco inclinado, como si estuviera a punto de zozobrar y hundirse.

No tenía ni punto de comparación con el enorme y poderoso Sueño del Fevre. Sin embargo, ahora era lo único que poseía, reflexionó Marsh, y tendría que servirle. Se encaminó hacia el barco y subió a bordo por una pasarela muy desgastada por el paso de incontables botas. Cat Grove se reunió con él en castillo de proa.

—Todo a punto, capitán.

—Dígale al piloto que zarpamos —respondió Marsh. Grove gritó la orden y el Eli Reynolds hizo sonar la sirena. Marsh pensó que el toque era débil y lastimero, y desesperadamente valiente. Subió la empinada y estrecha escalerilla hasta el salón principal, que era sombrío y estrecho, con una longitud de apenas trece metros. La moqueta aparecía pelada en varios puntos y los paisajes pintados en las puertas de los camarotes hacía mucho que se habían descolorido. Todo el interior del vapor tenía un olor a comida rancia y a vino agrio y a aceite, humo y sudor. También hacía un desagradable calor y la única claraboya, sin adorno alguno, estaba demasiado sucia para dejar pasar mucha luz. Yoerger y el piloto libre de servicio estaban tomando una taza de café solo alrededor de una mesa redonda cuando entró Marsh.

—¿Está a bordo la grasa? —preguntó Marsh. Yoerger asintió.

—Veo que no hay mucha más gente a bordo —comentó Marsh. Yoerger puso cara de malhumor.

—Consideré que lo preferiría así, capitán. Con más peso, iríamos más lentos y tendríamos que hacer más paradas.

Abner Marsh consideró las palabras de Yoerger y asintió con gesto de aprobación.

—Bien —dijo—. Me parece razonable. ¿Han subido mi otro bulto?

—Está en su camarote —respondió Yoerger.

Marsh se despidió y se retiró al camarote. El camastro crujió debajo suyo cuando se sentó en una esquina. Abrió el paquete y sacó el fusil y la munición. Examinó con cuidado el arma, sopesándola en la mano y mirando el cañón. Le gustó el tacto. Quizá un disparo de una pistola o un rifle normales no podía nada contra la gente de la noche, pero aquello era otra cosa, un encargo hecho especialmente para él por el mejor maestro armero de San Luis. Era un fusil para búfalos, con un cañón corto, ancho y octogonal, diseñado para ser disparado desde el caballo y detener en seco a un búfalo en plena carga. Los cincuenta proyectiles que lo acompañaban eran los mayores que el armero había confeccionado nunca. “Diablos”, se había quejado el hombre, “esas balas harán pedazos su pieza de caza. No le quedará nada que comer”. Abner Marsh se había limitado a asentir. El fusil no servía gran cosa para hacer puntería, sobre todo en manos de Marsh, pero no lo necesitaba para eso. De cerca, un disparo podía borrar la sonrisa del rostro de Damon Julian, y arrancarle con ella toda la cabeza de los hombros. Marsh lo cargó con precaución y lo colocó sobre un estante, encima de la cama, donde pudiera sentarse y asirlo con facilidad. Sólo entonces se dejó caer de espaldas en el lecho.

Y así empezó. Día tras día, despejados o cubiertos, el Eli Reynolds navegó río abajo cruzando lluvias y nieblas, deteniéndose en cada población, en cada muelle para vapores y en cada puesto de leña para hacer un par de preguntas. Abner Marsh se sentaba en la cubierta superior, en una silla de madera junto a la cascada campana del barco, y observaba el río hora tras hora. A veces, incluso comía allí arriba. Cuando se retiraba a descansar, tomaban su lugar el capitán Yoerger o Cat Grove o el sobrecargo, y la vigilancia era continua. Si se acercaba alguna balsa, alguna barcaza u otro vapor, Marsh les gritaba:

—¡Ah, del barco! ¿Han visto un vapor llamado Sueño del Fevre?

Sin embargo, cuando le contestaban, la respuesta era siempre la misma:

—No, capitán. De veras que no.

La gente de los muelles y los puestos de leña tampoco les aclaraban nada, y el río estaba lleno de vapores, de día y de noche, grandes y pequeños, río arriba o río abajo, o semihundidos, embarrancados junto a las orillas. Sin embargo, ninguno de ellos era el Sueño del Fevre.

El Eli Reynolds era un barco pequeño y lento en un río enorme, y avanzaba a una velocidad que haría avergonzarse a cualquier marinero. Además, sus paradas y sus interrogatorios lo retrasaban todavía más. Sin embargo, pese a todo, las ciudades se sucedían, los puestos de leña quedaban atrás, los bosques, las casas y los demás barcos pasaban junto a ellos en una sucesión de días y noches. Las islas y bancos de arena eran superados, los pilotos sorteaban con habilidad los tocones y los árboles flotantes, y proseguían hacia el sur, siempre hacia el sur. Alcanzaron y dejaron atrás Sainte Genevieve, Cape Girardeau y Crosno. Se detuvieron brevemente en Hickman, y un poco más en Nueva Madrid. Caruthersville estaba perdida en la niebla, pero la encontraron. Osceola estaba tranquila, y Memphis animada. Helena. Rosedale. Arkansas City. Napoleon. Greenville. Lake Providence.

Cuando el Eli Reynolds entró humeante en Vicksburg una tempestuosa mañana de octubre, dos hombres esperaban su llegada en el muelle.

Abner envió a tierra a la mayor parte de la tripulación. El, el capitán Yoerger y Cat Grove se reunieron con los visitantes en el salón principal del vapor. Uno de los hombres era un tipo grande y de aspecto rudo, con enormes bigotes pelirrojos y la cabeza más pelada que un huevo de paloma. El otro era un negro esbelto y bien vestido, de ojos oscuros y penetrantes. Marsh les ofreció asiento y les sirvió café.

—¿Y bien?—preguntó—. ¿Dónde está?

El calvo sopló un poco en el café.

—No lo sabemos —dijo al fin.

—Les pago para que encuentren mi barco —dijo Marsh.

—No ha habido manera, capitán Marsh —intervino el negro—. Hank y yo hemos investigado bien, puedo asegurárselo.

—Pero eso no quiere decir que no hayamos descubierto nada —continuó el calvo—. Sólo que todavía no hemos localizado el barco.

—Muy bien —dijo Marsh—. Cuénteme qué han descubierto.

El negro extrajo una hoja de papel de un bolsillo de la chaqueta y la desdobló.

—La mayor parte de la tripulación y casi todos los pasajeros de su barco se apearon en Bayou Sara, después de esa alarma de fiebre amarilla. A la mañana siguiente, su Sueño del Fevre había zarpado. Se dirigía río arriba, según dijeron todos. Encontramos algunos negros, cuidadores de puestos de leña, que aseguraron que había cargado leña en ellos. Quizá nos mintieron, pero no veo por qué iban a hacerlo. Así pues, sabemos en qué dirección desapareció su barco. Hemos encontrado bastantes tipos que juran haberlo visto pasar, o al menos que creen haberlo visto.

—…Pero el barco no llegó nunca a Natchez —prosiguió su colega—. Eso es… unas ocho o diez horas río arriba.

—Menos —replicó Abner Marsh—. El Sueño del Fevre era un barco rapidísimo.

—Rápido o no, se perdió en algún lugar entre Bayou Sara y Natchez.

—El río Rojo desemboca en el Mississippi en esa zona —musitó Abner.

El negro asintió.

—Sin embargo, su barco no ha estado en Shreveport ni en Alexandria, y en ninguno de los puestos de leña que visitamos recordaban a ningún Sueño del Fevre.

—¡Maldita sea! —masculló Marsh.

—Quizá se hundió, después de todo —apuntó Cat Grove.

—Tenemos algo más —prosiguió el detective calvo, al tiempo que tomaba un sorbo de café—. Su barco no fue visto nunca en Natchez, como ya he dicho, pero algunos de los tipos que anda usted buscando sí estuvieron allí.

—Prosiga —dijo Marsh.

—Pasamos mucho tiempo en Silver Street, haciendo preguntas. Allí conocían a un tipo llamado Raymond Ortega, uno de la lista que usted nos dio. Se presentó allí una noche, a primeros de septiembre, visitó a uno de los ricachos de lo alto de la colina, y muchas visitas más en la ciudad bajo la colina. Con él iban cuatro hombres más, uno de los cuales coincide con la descripción de ese Sour Billy Tipton. Estuvieron en Natchez casi una semana e hicieron algunas cosas interesantes. Contrataron a un montón de gente, blancos y negros indistintamente. Ya sabe usted el tipo de gente que se puede contratar en Nachez-bajo-la-colina.

Abner Marsh lo sabía muy bien. Sour Billy había ahuyentado a la tripulación de Marsh y la había sustituido por una banda de rebanacuellos como él.

—¿Marineros? —preguntó.

El calvo asintió.

—Hay algo más —añadió—. Ese Tipton visitó la Bifurcación del Camino.

—Es un gran mercado de esclavos —explicó el negro.

—… Y compró una partida de esclavos, pagando con oro —prosiguió el calvo, al tiempo que se sacaba del bolsillo una pieza de oro de veinte dólares y la depositaba sobre la mesa—. Como ésta. Después, en Natchez, compró algunas cosas más y pagó de la misma manera.

—¿Qué cosas? —preguntó Abner.

—Objetos para esclavos —dijo el negro—. Esposas, cadenas, martillos.

—Y también pintura —añadió el otro.

De repente, la verdad se abrió paso en la cabeza de Abner Marsh como una lluvia de fuegos de artificio.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Pintura! ¡Naturalmente que nadie había visto mi barco! ¡Maldita sea! Son más listos de lo que me había figurado, yo soy un estúpido por no haberlo pensado antes.

Dio un golpe sobre la mesa con su enorme puño e hizo saltar las tazas de café.

—Eso es precisamente lo que pensamos —dijo el calvo—. Lo han pintado y le deben haber cambiado el nombre.

—Un poco de pintura no basta para cambiar un vapor famoso —protestó Yoerger.

—Es cierto —dijo Marsh—, pero el Sueño del Fevre todavía no era muy famoso. Diablos, sólo hicimos un único viaje río abajo y ni siquiera volvimos a subir. ¿Cuántos tipos sabrían reconocerlo? ¿Cuántos habrán oído siquiera hablar de él? Casi cada día se bota un barco nuevo. Se le pone otro nombre, se le cambia un poco los colores aquí y allá, y ya está: Un barco nuevo.

—Pero su barco era grande —contestó Yoerger—, y rápido, dijo usted.

—Hay montones de barcos grandes en el maldito río —replicó Marsh—. Sí, posiblemente es más grande que casi todos, a excepción del Eclipse, pero ¿cuántos tipos podrían decirlo simplemente con verlo, sin otro barco al lado para comparar? Y en cuanto a velocidad, diablos, es bastante sencillo marcar unos promedios mediocres, y ahorrarse así combustible.

Marsh estaba furioso. Aquello debía ser precisamente lo que hacían, estaba seguro. Llevaban el barco lentamente, muy por debajo de sus posibilidades, y así no llamaba la atención. Aquello le parecía casi una obscenidad.

—El problema es —continuó el calvo— que no hay modo de saber qué nombre le han puesto, así que encontrarlo no va a ser nada fácil. Podemos abordar cada barco que pase por el río y buscar a esa gente de que nos habló, capitán, pero…—se encogió de hombros.

—No —dijo Abner Marsh—. Encontrarlo será más fácil que eso. No hay pintura suficiente para cambiar el Sueño del Fevre hasta el punto de que yo no lo reconozca cuando lo vea. Hemos llegado hasta aquí y vamos a seguir adelante, hasta la mismísima Nueva Orleans —se mesó la barba—. Señor Grove —continuó, dirigiéndose al primer oficial—, búsqueme a sus pilotos. Son hombres de la parte baja del río, así que deben conocer muy bien los vapores de ahí abajo. Pídales que le echen un vistazo a esos montones de periódicos que he estado guardando y comprueben si hay algún barco que no conozcan.

—Ahora mismo, capitán —dijo Grove.

Abner Marsh se volvió de nuevo hacia los detectives.

—Bien, caballeros, creo que no les necesitaré más. Sin embargo, si por casualidad se toparan con el barco, ya saben cómo localizarme. Veré que reciban ustedes un buen pago —añadió, levantándose—. Y ahora, si quieren venir conmigo a la oficina del sobrecargo, les pagaré lo que les debo.

Pasaron el resto de la jornada atracados en Vicksburg. Marsh acababa de cenar —un plato de pollo frito, lamentablemente poco hecho, y algunas patatas recalentadas— cuando Cat Grove se sentó en una silla junto a él con una hoja y de papel en la mano.

—Les ha llevado casi todo el día, capitán, pero lo han hecho. Sin embargo, hay demasiados barcos nuevos, aproximadamente unos treinta. Yo mismo he estado revolviendo periódicos, comprobando los anuncios para ver qué decían de su envergadura, de sus propietarios, toda esa clase de datos. Algunos de los nombres me sonaban, y he conseguido tachar muchos vapores de palas en popa y otros de pequeño tamaño.

—¿Cuántos quedan?

—Sólo cuatro —dijo Grove—. Cuatro grandes vapores de palas laterales de los que nadie ha oído hablar.

Le tendió la lista a Abner. Los cuatro nombres venían escritos con cuidadas letras mayúsculas, uno debajo del otro.


B. SCHROEDER
QUEEN CITY
OZYMANDIAS
S. F. HECKINGER

Marsh permaneció un buen rato estudiando los nombres con expresión reconcentrada. Alguno de aquellos nombres tenía que significar algo para él, estaba seguro, pero no conseguía discernir cuál o por qué.

—¿Tiene algún sentido, capitán?

—No es el B. Schroeder —dijo Abner de repente—. Lo estaban construyendo en Nueva Albany en la misma época en que poníamos a punto el Sueño del Fevre.

Siguió mirando el papel y se rascó la cabeza.

—El último de la lista —apuntó Grove—. Mire las iniciales, capitán. S. F., como las del Sueño del Fevre. Quizá…

—Quizá —repitió Marsh. Pronunció los nombres en voz alta—: S. F. Heckinger. Queen City. Ozy…—éste era difícil. Se alegró de no tener que deletrearlo—. Ozymandias.

Entonces, el cerebro de Abner Marsh, aquella mente lenta y minuciosa que nunca olvidaba nada, le puso delante la respuesta, como un madero a la deriva empujado por el río. Ya se había sorprendido ante aquella palabra anteriormente, por un instante y no hacía demasiado tiempo, mientras hojeaba un libro.

—Aguarde —le dijo a Grove. Se levantó y salió a grandes pasos del salón. Los libros estaban en el cajón inferior de la cómoda.

—¿Qué es eso?—le preguntó Grove cuando Marsh estuvo de vuelta.

—Malditos poemas —dijo Marsh. Pasó las hojas del libro de Byron y no encontró nada. Hizo lo mismo con el de Shelley. Y ahí lo tuvo, justo frente a los ojos. Lo leyó por encima, rápidamente. Se recostó hacia atrás, frunció el ceño y volvió a leer.

—¿Capitán Marsh? —dijo Grove.

—Escuche esto —contestó Marsh, leyendo en voz alta:

Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:

¡Mira mis obras, vosotros los poderosos, y perder toda esperanza!

Nada persiste. Alrededor de la decadencia

de esa colosal ruina, infinitas y desnudas,

las solitarias y llanas arenas se extienden a lo lejos.

—¿Qué es eso?

—Un poema —dijo Abner Marsh—. Un maldito poema.

—¿Pero qué significa?

—Significa —dijo Marsh al tiempo que cerraba el libro— que Joshua se siente angustiado y vencido, aunque no comprendería usted la razón, señor Grove. Lo importante es que significa que estamos buscando, un barco que lleva por nombre Ozymandias.

Grove le puso delante otra hoja de papel.

—Recogí algunos datos de los periódicos —explicó, bizqueando ante su propia escritura—. Veamos, Ozy… Ozy… lo que sea. Se ocupa del comercio de Natchez. El propietario se llama J. Anthony.

—Anthony —repitió Marsh—. Diablos, el segundo nombre de Joshua York era Anton. ¿Natchez, ha dicho usted?

—Sí. De Natchez a Nueva Orleans, capitán.

—Bien, nos quedaremos aquí esta noche. Mañana, cuando amanezca, partiremos para Natchez. ¿Me ha oído bien, señor Grove? No quiero perder ni un minuto de claridad. En cuanto salga el condenado sol, quiero que nuestro vapor salga también, por tanto estaremos listos para zarpar.

Quizá al pobre Joshua no le quedara más que desesperación, pero a Abner Marsh le quedaba mucho más que eso. Había toda una serie de cuentas pendientes y, cuando terminara de saldarlas, no iba a quedar de Damon Julian mucho más de lo que quedaba de la maldita ruina del poema.

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