El Sueño del Fevre partió de New Albany cuando ya había oscurecido, en una noche sofocante de principios de julio. En todos sus años en el río, Abner Marsh no se había sentido tan vivo como aquel día. Se pasó la manana atendiendo a los últimos detalles en Louisville y New Albany; contrató un barbero y almorzó con los hombres del astillero, y echó al correo un montón de cartas. Con el calor de primeras horas de la tarde, se instaló en su camarote, hizo una última comprobación por todo el barco para asegurarse de que todo estuviera a punto y dio la bienvenida a los pasajeros según iban llegando. La cena le ocupó apenas unos minutos; de inmediato, acudió a la cubierta principal para ver si el ingeniero y los maquinistas tenían a punto las calderas y para supervisar al primer oficial, que se ocupaba de revisar la colocación de la última carga. El sol se abatía inmisericorde y el aire se hacía denso e inmóvil, y los estibadores brillaban de sudor mientras subían cajas, balas y toneles por estrechas rampas, bajo las constantes maldiciones del primer oficial.
Al otro lado del río, en Louisville, otros vapores realizaban la misma operación de carga o estaban a punto de zarpar; eran el gran Jacob Strader de baja presión, de la Cincinnati, Mail Line, el veloz Sureño de la Cincinnatti Louisville Packet Company, y otra media docena de barcos de menor tamaño. Escudriñó para ver si alguno de ellos bajaba ya el río, sintiéndose fenomenalmente bien pese al calor y a las nubes de mosquitos que ascendían del río cuando el sol se ponía.
La cubierta principal estaba llena de carga de proa a popa, ocupando todo el espacio que dejaban las calderas y motores. Llevaba ciento cincuenta toneladas de hojas de tabaco en balas, treinta toneladas de raíles de hierro, incontables toneles de azúcar, harina y coñac, cajas que contenían muebles de lujo para un ricachón de San Luis, un par de rocas de sal, algunas balas de seda y algodón, treinta barriles de clavos, dieciocho cajas de fusiles, algunos libros y periódicos y otros géneros diversos. Y grasa de cerdo, una docena de grandes toneles de grasa de cerdo de la mejor calidad. Sin embargo, esta grasa no podía considerarse propiamente como parte de la carga; Marsh la había comprado y ordenado que la subieran a bordo.
La cubierta también estaba llena de pasajeros, hombres, mujeres y niños, apretujados como los mosquitos del río y bullendo entre la carga. Habían embarcado cerca de trescientos, al precio de un dólar por el pasaje hasta San Luis. El pasaje sólo cubría el viaje; la comida que consumieran la tenían que llevar ellos mismos, y los más afortunados encontrarían un lugar para dormir en la cubierta. La mayoría eran extranjeros, irlandeses, daneses y enormes alemanes que se gritaban unos a otros en idiomas que Marsh desconocía, bebiendo y maldiciendo y dándoles cachetes a sus hijos. También habían algunos tramperos y agricultores, demasiado pobres para pagar otra cosa que los pasajes de cubierta, los más baratos que Marsh ofrecía.
Los pasajeros de camarote habían desembolsado diez dólares, al menos aquellos que se dirigían hasta San Luis. Casi todos los camarotes iban ocupados, pese al precio; el encargado de recepción le dijo a Marsh que iban a bordo ciento setenta y siete pasajeros de camarote, y a Marsh le pareció un buen número, tan lleno de sietes. La lista incluía a una docena de plantadores, al presidente de una gran compañía peletera de San Luis, a dos banqueros, a un rico británico y sus tres hijas, y a cuatro monjas que iban camino de Iowa. También llevaban a bordo a un predicador, pero eso carecía de importancia ya que no transportaban ninguna yegua gris; era bien sabido entre los marinos que un predicador y una yegua gris en el mismo barco eran una invitación al desastre.
En cuanto a la tripulación, Marsh se sentía satisfecho. Los dos pilotos no eran nada especial, pero sólo los había contratado temporalmente para que llevaran el buque a San Luis, pues ambos eran expertos en el río Ohio y el Sueño del Fevre iba a ocuparse en el tráfico de Nueva Orleans. Ya había escrito a San Luis y a Nueva Orleans, y un par de magníficos pilotos de la parte inferior del Mississippi le aguardaban en el “Albergue de los Plantadores”. En cambio, el resto de la tripulación era la mejor que podía formar con los hombres del río, según pensaba Marsh. El maquinista era Whitey Blake, un hombrecillo enojadizo cuyos fieros mostachos canos siempre mostraban manchas de grasa de los motores. Whitey ya había estado con Abner Marsh en el Eli Reynolds, y después en el Elizabeth A. y en el Dulce Fevre, y no había nadie que supiera de motores a vapor más que él. Jonathon Jeffers, el sobrecargo, llevaba unas gafas de montura dorada, polainas de lujo abotonadas, y el cabello castaño peinado hacia atrás con gomina, pero era el terror con las cifras y los regateos, nunca se olvidaba de nada, conseguía verdaderas gangas y era un mediano jugador de ajedrez. Jeffers había estado en las oficinas centrales de la compañía hasta que Marsh le escribió para que se hiciera cargo del Sueño del Fevre. No había dudado en acudir pues, pese a su apariencia de dandy, en el fondo de su oscura alma de contable había un hombre del río. También llevaba bastón de estoque con empuñadura de oro. El cocinero era un negro emancipado llamado Toby Lanyard, que había estado con Marsh durante catorce años, desde que éste probara sus platos en Natchez, lo comprara y le concediera la libertad. Y el primer oficial —cuyo nombre era Michael Theodore Dunne, aunque todo el mundo le llamaba simplemente Hairy Mike salvo los esclavos, que le llamaban Mister Dunne Señor. Era uno de los hombres más enormes, tacaños y tercos de todo el río; casi medía los dos metros y tenía ojos verdes, bigote negro y un pelo negro rizado y espeso que le cubría los brazos, el pecho y las piernas. Tenía muy mala lengua y peor genio, y nunca iba a ningún sitio sin su barra de hierro negro de un metro de longitud. Abner Marsh no le había visto nunca pegar a nadie con la barra, salvo un par de veces, pero siempre la llevaba asida, en la mano, y entre los esclavos que cargaban los barcos corría el rumor de que en una ocasión le había abierto la cabeza a un hombre que había dejado caer un tonel de coñac al agua. Era un primer oficial duro y exigente, y nadie dejaba caer nada mientras él supervisaba. Todo el mundo en el río respetaba al diablo de Hairy Mike Dunne.
Sí, era una magnífica tripulación, la del Sueño del Fevre. Desde el primer día, todo el mundo se aplicó a su trabajo y así, cuando las estrellas ya cubrían el cielo sobre New Albany, la carga y los pasajeros estaban a bordo y en su sitio, el vapor tomaba fuerza y los hornos rugían con una terrible luz rojiza y calor suficiente para que casi no se pudiera pisar la cubierta principal; mientras, en la cocina se preparaba una magnífica comida. Abner Marsh lo comprobó todo una vez más y, cuando estuvo satisfecho, subió a la cabina del piloto, que lucía resplandeciente y magnífica sobre el caos y el griterío de las cubiertas inferiores. “Marcha atrás”, ordenó al piloto. Este pidió vapor y puso en marcha las dos grandes ruedas. Abner March lo contempló con respeto y el Sueño del Fevre se deslizó suavemente en las aguas negras e iluminadas por las estrellas del río Ohio.
Una vez en el río, el piloto dio marcha contraria a las palas y encaró el barco a favor de la corriente. El gran vapor vibró un poco y se dirigió al canal principal con docilidad, con un chunkachunka chunkachunka de las palas al batir las aguas, con una velocidad cada vez en aumento, sumando a la suya propia la de la corriente, y refulgiendo rápido como el sueño de cualquier marinero del río, rápido como el pecado, rápido como el propio Eclipse. Sobre sus cabezas, las chimeneas mostraban dos grandes columnas de humo negro, y nubes de pequeñas chispas se alzaban al aire y se desvanecían tras el barco, cayendo al río y muriendo como infinitas polillas rojas y anaranjadas. A los ojos de Marsh, el humo, el vapor y las chispas que dejaban atrás eran una visión mejor y más grandiosa que todos los fuegos artificiales que había visto en Lousville el Cuatro de Julio. El piloto alzó el brazo e hizo sonar la sirena a vapor. El largo y estridente aullido de ésta los dejó sordos por un momento; era una sirena maravillosa, con un tono extremadamente agudo que podía escucharse a kilómetros de distancia.
Hasta que las luces de Louisville y New Albany no desaparecieron tras ellos y el Sueño del Fevre avanzó entre las orillas tan negras y vacías como lo habían estado un siglo antes, no advirtió Marsh que Joshua York había acudido a la cabina del piloto y se encontraba a su lado.
Iba elegantemente vestido, con pantalones y frac de un blanco impoluto, chaleco azul marino, camisa blanca llena de puntillas y adornos, y corbata de seda azul. La cadena del reloj que le colgaba del chaleco era de plata y, en una de sus pálidas manos, York llevaba un gran anillo de plata con una reluciente piedra azul. Blanco, azul y plata, tales eran los colores del barco, y York parecía parte del mismo. La cabina del piloto lucía unas vistosas cortinas azul y plata, y el sofá de la parte trasera era azul, igual que el hule encerado de las paredes.
—Vaya, me gusta su vestimenta, Joshua —le dijo Marsh. York le devolvió una sonrisa.
—Gracias —respondió—. Me pareció adecuada. Usted también tiene un aspecto magnífico.
Marsh se había comprado una nueva chaqueta de marino con relucientes botones de cobre y una gorra con el nombre del vapor bordado con hilo de plata.
—Sí —asintió Marsh. Nunca se sentía cómodo con los cumplidos, le resultaba mucho más sencillo maldecir—. ¿Estaba usted levantado cuando zarpamos?—le preguntó. York había estado durmiendo en la cabina del capitán en la cubierta superior durante la mayor parte del día, mientras Marsh sudaba y gritaba y llevaba a cabo la mayoría de las tareas encomendadas al capitán. Marsh había ido acostumbrándose lentamente a que York y sus amigos vivieran de noche y durmieran durante el día. Ya había conocido a otros que hacían lo mismo y en cierta ocasión había tratado del tema con Joshua. Este se había limitado a sonreír y a mencionarle otra vez el poema aquel del “resplandor del día”.
—Sí, estaba en la cubierta superior, delante de las chimeneas, observándolo todo. Hacía frío ahí arriba, cuando el vapor estaba en movimiento.
—Los vapores rápidos se hacen su propio viento —contestó Marsh—. No importa lo cálido que sea el tiempo o lo cargadas que vayan las calderas, aquí arriba siempre hace frío y viento. A veces lo siento un poco por esos que van abajo, en la cubierta principal pero, qué diablos, sólo han pagado un dólar.
—Naturalmente —asintió Joshua.
En aquel preciso instante, el barco hizo un pesado thunk, y se agitó un poco.
—¿Qué ha sido eso?—preguntó York.
—Probablemente, hemos pasado sobre un tronco —contestó Marsh—. ¿No es así?—le preguntó al piloto.
—En efecto —contestó el hombre—. No tema, capitán. No ha habido danos.
Abner Marsh asintió y se volvió hacia York.
—Bien, ¿le parece bien que bajemos a la cabina principal? Los pasajeros estarán merodeando arriba y abajo, viendo cómo es la primera noche a bordo, así que podremos encontrarnos con algunos, hablar con ellos y comprobar que todo está bien y a punto.
—Me encantará —contestó York—. Pero antes, Abner, ¿quiere venir a tomar una copa en mi camarote? Tenemos que celebrar la partida, ¿no le parece?
—¿Una copa? —contestó Abner, encogiéndose de hombros—. Bien, no veo por qué no —saludó al piloto tocándose la gorra—. Buenas noches, señor Daly. Haré que le envíen un poco de café, si le apetece.
Abandonaron la cabina del piloto y se encaminaron a la del capitán, deteniéndose un instante mientras York abría la puerta. Joshua había insistido en que ese camarote en particular, y todos los del barco en general, tuvieran buenas cerraduras. Era algo un tanto peculiar, pero Marsh no puso muchos reparos. York no estaba acostumbrado a la vida en un vapor, después de todo, y la mayoría de sus exigencias habían sido bastante acertadas, como toda aquella plata y aquellos espejos que convertían el salón principal en algo tan espléndido.
El camarote de York era tres veces más largo que los de los pasajeros, y el doble de ancho. Así pues, para lo normal en un vapor resultaba inmenso. Sin embargo, aquélla era la primera vez que Abner Marsh entraba en él desde que York tomara posesión, y por ello echó una mirada curiosa alrededor. Un par de lámparas de aceite a ambos lados del camarote daban al interior una luz cálida y acogedora. Las ventanas, muy amplias, con sus cristaleras de colores, estaban ahora oscuras, cerradas y cubiertas con unas cortinas de terciopelo muy pesadas que parecían suaves y ricas a la luz de las lámparas. En una esquina había una cómoda con una Jofaina encima y un espejo enmarcado en plata sobre la pared. Había también una cama de plumón estrecha pero de aspecto cómodo, dos grandes sillas de cuero, y un enorme escritorio de palo de rosa con muchos cajones, rincones y muescas. Estaba pegado a uno de los tabiques. Sobre él había colocado un mapa antiguo, auténtico, del sistema de ríos del Mississippi. La superficie del escritorio estaba cubierta de libros encuadernados en piel y pilas y pilas de periódicos. Esta era otra de las peculiaridades de Joshua York; leía un número inaudito de periódicos, de casi todas partes: ingleses, periódicos en lenguas extranjeras, el Tribune del señor Greeley y, por supuesto, el Herald de Nueva York, así como casi todos los de San Luis y Nueva Orleans, y toda suerte de pequeños semanarios de los pueblos de las riberas. Cada día recibía paquetes de periódicos. Libros también. Había una gran librería en el camarote, repleta, y algunos libros más se apilaban sobre una mesilla junto a la cama, con un candelabro con velas medio derretidas.
Sin embargo, Abner Marsh no perdió el tiempo con los libros. Junto a la estantería había un tonelete de vino, a cuyo lado se veían veinte o treinta botellas. Se acercó directamente allí y sacó una botella. No llevaba etiqueta, y el líquido del interior tenía un tono rojo sombrío, casi negro. El tapón iba sellado con una capa reluciente de cera negra.
—¿Tiene un cuchillo?—le preguntó a York, volviéndose con la botella en las manos.
—No creo que le gustara mucho esa cosecha, Abner —respondió York. Sostenía una bandeja con dos copas de plata y un decantador de cristal—. Tengo por aquí un jerez excelente. ¿Por qué no lo probamos?
Marsh dudó. El jerez de Joshua solía ser simplemente bueno, y a él le fastidiaba beberlo; en cambio, conociendo a Joshua, pensó que cualquier vino que guardara en un lugar reservado tendría que ser superlativo. Además, sentía curiosidad. Se pasó la botella de una mano a otra. El líquido del interior se agitó un poco, ondulando como uno de aquellos licores dulces.
—¿Qué es esto, entonces?—preguntó Marsh, frunciendo el ceño.
—Una receta casera —replicó York —. Parte vino, parte coñac y parte licor, sin el sabor de ninguno de ellos. Una bebida rara, Abner. A mis compañeros y a mí nos gusta con delirio, pero a la mayoría de la gente no le agrada su sabor. Estoy seguro de que preferirá usted el jerez.
—Bien —dijo Marsh, dejando la botella—, cualquier cosa que beba usted será buena para mí. Pero usted sirve un buen jerez, es bastante cierto —añadió con una sonrisa—. Pero no tenemos prisa, y sí bastante sed, al menos yo. ¿Por qué no probamos los dos?
Joshua York se rió, con una carcajada de puro y espontáneo deleite, profundo y musical.
—Abner —dijo—, es usted un hombre singular y formidable. Le tengo simpatía. Sin embargo, no le gustará ese brebaje; pero si insiste, lo tomaremos.
Se instalaron en las dos sillas de cuero, York dejó la bandeja en la mesita que había entre ellas. Marsh le pasó la botella de vino, o lo que fuera. De algún lugar de entre los prístinos pliegues de su blanco traje, York extrajo un estilizado cuchillo con mango de marfil y una larga hoja de plata. Quitó la cera y con un único y hábil giro clavó la punta del cuchillo en el corcho y lo sacó con un pop. El líquido brotó lentamente, como miel rojinegra en las copas de plata. Era opaco y parecía lleno de diminutas motas negras. Debía ser fuerte, pensó Marsh. Alzó la copa y lo olió, y el alcohol que contenía le inundó de lágrimas los ojos.
—Tenemos que hacer un brindis —dijo York, alzando su copa.
—Por todo el dinero que vamos a ganar —se rió Marsh.
—No —dijo York en tono serio. Sus diabólicos ojos grises tenían un tono de grave melancolía. Marsh no deseaba que York se pusiera a recitar poemas otra vez—. Abner —continuó York—, sé lo que significa el Sueño del Fevre para usted. Quiero que sepa que también significa mucho para mí. Este día es el comienzo de una gran nueva vida. Usted y yo, juntos, lo hemos construido, y seguiremos adelante hasta convertirlo en una leyenda. Siempre me ha gustado la belleza, Abner, pero ésta es la primera vez en mi vida que la he creado, o que he colaborado en su creación. Fue una buena idea traer algo nuevo y bueno al mundo. Especialmente para mí. Y tengo que darle las gracias por ello —alzó su copa—. Bebamos por el Sueño del Fevre y todo lo que representa, amigo mío. Belleza, libertad y esperanza. ¡Por nuestro barco y un mundo mejor!
—¡Por el vapor más veloz del río! —contestó Marsh, y bebieron. Casi se atragantó. La bebida privada de York bajaba como un fuego, abrasándole la parte de atrás de la garganta y extendiendo su calor por las entrañas, pero tenía también una especie de dulzor empalagoso y un asomo de aroma desagradable que toda su fuerza y su dulzor no acababan de ocultar. Marsh pensó que sabía como si algo se hubiera podrido en la botella.
Joshua York se tomó su copa con un único y largo movimiento, echando atrás la cabeza. Luego la dejó a un lado, contempló a Marsh y se rió otra vez.
—Esa mirada suya, Abner, resultaba maravillosamente grotesca. No se sienta obligado a cumplidos. Ya se lo advertí. ¿Por qué no toma ahora un poco de jerez?
—Creo que sí —replicó Marsh—. Decididamente, lo tomaré.
Más tarde, cuando dos copas de jerez hubieron borrado el sabor de la extraña bebida de la garganta de Marsh, charlaron un poco.
—¿Cuál es nuestra siguiente etapa, después de San Luis, Abner?—le preguntó York.
—Nueva Orleans. No hay otra ruta mejor para un barco de este tamaño.
York le obsequió con un nervioso movimiento de cabeza.
—Lo sé, Abner. Tenía curiosidad por enterarme de cómo pensaba usted convertir en realidad su sueño de batir al Eclipse. ¿Lo buscará y lo desafiará? Lo deseo, siempre que eso no nos retrase demasiado o nos aparte de nuestra ruta.
—Me gustaría que fuera así de sencillo, pero no lo es. Diablos, Joshua, hay miles de vapores en el río, y a todos les encantaría batir al Eclipse. Pero éste también tiene que hacer viajes, igual que nosotros, y trasladar pasajeros y carga. No puede estar compitiendo en carreras continuamente. De todos modos, su capitán sería un estúpido si aceptara nuestro desafío. ¿Quiénes somos nosotros, dígame? Un nuevo vapor recién salido de New Albany del que nadie ha oído hablar. El Eclipse tendría todo que perder y nada a ganar si corriera contra nosotros —vació otra copa de jerez y pidió a York que la volviera a llenar—. No, primero tenemos que dedicarnos a lo nuestro y crearnos una buena reputación. Que en todo el río se conozca al Sueño como un barco rápido. Muy pronto, la gente empezará a hablar de eso, y a preguntarse qué sucedería si el Sueño del Fevre y el Eclipse se enfrentaran. Quizá nos lo encontremos un par de veces en el río y lo adelantemos. Se empezará a hablar, y comenzarán las apuestas. Quizás hagamos alguno de los recorridos que hace el Eclipse y superemos sus tiempos. El vapor más rápido se lleva la mejor carga, ¿sabe? Los plantadores, exportadores y demás quieren sus mercancías en el mercado lo antes posible, y por eso escogen el barco más rápido. Y así, con el tiempo, la gente empezará a pensar que nosotros somos los más veloces del tramo bajo del río y empezará a llovernos la carga, y le daremos al Eclipse donde más le duele, en el bolsillo. Entonces, verá lo fácil que resulta conseguir una carrera contra él para ver de una vez por todas quién supera a quién.
—Comprendo —dijo York —. ¿Entonces, este viaje a San Luis va a ser el punto de partida de nuestra reputación?
—Bueno, de momento no intento batir ninguna marca. Nuestro barco es muy nuevo y no quiero forzarlo. Ni siquiera tenemos a bordo todavía a nuestros pilotos titulares, ni nadie sabe aún cómo se comporta. Además, tenemos que darle a Whitey un poco de tiempo para solucionar pequeños problemas en los motores y preparar adecuadamente a la tripulación —dejó en la mesilla la copa vacía—. Eso no quiere decir que no podamos iniciar alguna otra cosa —dijo con una sonrisa—. Ya encontraremos algo que nos convenga, ya verá.
—Bien —respondió York—. ¿Más Jerez ?
—No —contestó Marsh—. Creo que deberíamos continuar en el bar. Le invito a una copa allí. Le garantizo que tendrá mejor sabor que esa maldita botella suya.
—Encantado —sonrió York.
Aquella noche no fue como las demás para Abner Marsh. Fue una noche mágica, como un sueño. Pareció tener cuarenta o cincuenta horas, y cada una de ellas impagable. El y York estuvieron levantados hasta el alba, bebiendo y charlando y dando vueltas por la maravilla de barco que acababan de construir. Al día siguiente, Marsh se despertó de tal forma que apenas pudo recordar la mitad de lo que habían hecho la noche anterior. Pero algunos momentos quedaron fijos en su memoria.
Recordaba cuando entraron en el gran salón, superior al del mejor hotel del mundo. Los candelabros brillaban, las lámparas lucían y las lágrimas de cristal refulgían. Los espejos hacían que la sala pareciera el doble de ancha. Una multitud se agolpaba junto a la barra charlando de política y cosas así. Marsh se unió a ella durante un rato y escuchó a la gente quejarse de los abolicionistas y discutir sobre si Stephen A. Douglas debía ser el próximo presidente, mientras York saludaba a Smith y Brown, que estaba en una de las mesas jugando a las cartas con algunos plantadores y un notorio jugador. Alguien tocaba el gran piano, las puertas de los camarotes se abrían y cerraban continuamente y toda la sala brillaba de luces y risas.
Más tarde, recorrieron un mundo diferente en la cubierta principal; la carga apilada por todas partes, con los cargadores y pasajeros de cubierta dormidos sobre rollos de cuerda y sacos de azúcar, una familia reunida en torno a un pequeño fuego encendido para cocinar algo, un borracho tumbado tras las escaleras. La sala de máquinas estaba inundada del resplandor rojo de los hornos y Whitey estaba en medio, con su camiseta manchada de sudor y la barba llena de grasa, gritándoles a los marineros para hacerse oír por encima del siseo del vapor y el chunkachunka de las palas al surcar el agua. Las bielas resultaban impresionantes al girar adelante y atrás en poderosos golpes. Se quedaron un rato contemplándolas, hasta que el calor y el olor del aceite empezó a ser molesto para ellos.
Poco después, subieron a la cubierta superior, pasándose una botella, tropezando y charlando de frente al frío y al viento. Las estrellas brillaban como los diamantes de una dama sobre sus cabezas y las banderas del Sueño del Fevre se agitaban en los mástiles de popa y de proa, y el río a su alrededor era más negro que el esclavo más negro que Abner hubiera visto nunca.
Así pasaron toda la noche, con Daly en la torreta de la cabina del piloto, llevándoles a una marcha moderada —nada comparado con lo que podían alcanzar, como bien sabía Marsh— por el oscuro Ohio, con el vacío a su alrededor. Era un viaje encantado, sin tocones, troncos o bancos de arena que pudieran molestarles. Sólo en un par de ocasiones tuvieron que lanzar una sonda para comprobar la profundidad, y en ambas encontraron suficiente agua al dejar caer la plomada. En la orilla se divisaban unas cuantas casas, la mayoría a oscuras y bien cerradas para pasar la noche, menos una en la que se veía una lámpara encendida en la ventana. Marsh se preguntó quién estaría despierto allí, y que pensaría al ver pasar el vapor. Debía ser un buen espectáculo, con todas las cubiertas encendidas y la música y las risas esparciéndose sobre las aguas, y las chispas y el humo de las chimeneas, y el nombre bien grande en la rueda, Sueño del Fevre, con sus bonitas letras azules orladas de plata. Casi deseó estar en la orilla sólo para verlo.
El momento culminante se produjo poco antes de la medianoche, al hacerse visible otro vapor que batía el agua delante de ellos. Cuando Marsh lo vio, asió a York por el codo y lo condujo a la cabina del piloto. Había gente allí. Daly seguía junto al timón, con una taza de café en las manos, y los otros dos pilotos y tres pasajeros estaban sentados en el sofá detrás de él. Los pilotos no habían sido contratados por Marsh, pero cualquier piloto se podía mover por cualquier barco que deseara según la costumbre establecida en el río, y habitualmente subían a la cabina para charlar con el encargado de llevar el timón y comentar cosas del río. Marsh los ignoró.
—Señor Daly —le dijo al piloto—. Hay un vapor delante nuestro.
—Ya lo veo, capitán Marsh —replicó Daly con una sonrisa lacónica.
—Me pregunto qué barco será. ¿Tiene usted idea, Daly?
Fuera el que fuese, no era gran cosa; un pequeño vapor con palas a popa y una cabina de piloto como una caja de galletas.
—Claro que no —contestó el piloto.
Abner Marsh se volvió hacia Joshua York.
—Joshua —le dijo—, usted es el auténtico capitán, y no quiero hacerle demasiadas sugerencias, pero lo cierto es que tengo una gran curiosidad por saber cuál es ese vapor que nos antecede. ¿Por qué no le dice a Daly que nos acerque a él para satisfacer mi curiosidad?
—Desde luego —dijo York con una sonrisa—. Señor Daly ya ha oído al capitán Marsh. ¿Cree que el Sueño del Fevre podría alcanzar al barco de ahí delante?
—Puede alcanzar a cualquiera —respondió el piloto. Pidió más vapor al maquinista, volvió a pulsar el silbato, y el salvaje aullido se repitió con el eco por todo el río, como para avisar al vapor que iba delante de que el Sueño del Fevre iba a rebasarlo.
El silbido bastó para trasladar a los pasajeros del gran salón a la cubierta. Incluso consiguió que los pasajeros de cubierta se levantaran de los sacos de harina. Un par de personas ascendieron por la escalerilla e intentaron entrar en la cabina del piloto, pero Marsh los echó hacia abajo a empujones, junto a los tres que ya estaban arriba cuando llegaron. Muchos corrieron hacia la proa del barco, y luego al costado de babor cuando quedó claro que iba a ser por ese lado por donde adelantarían al otro barco.
—Malditos pasajeros —murmuró Marsh a York—. Nunca sabrán equilibrar un barco. Un día de estos correrán todos al mismo costado y harán naufragar algún pobre vapor, se lo juro.
Pese a todas sus quejas, Marsh estaba complacido. Whitey se encargaba de poner más leña abajo, los hornos rugían y las grandes palas giraban cada vez con más rapidez. Todo terminó en pocos minutos. El Sueño del Fevre pareció devorar las millas que lo separaban del otro barco y, cuando lo sobrepasó, un coro de risas se alzó de las cubiertas inferiores, sonando a música en los oídos de Marsh.
Al pasar al pequeño vapor con ruedas a popa, York leyó su nombre en la cabina del piloto.
—Me parece que era el Mary Kaye —le dijo a Marsh.
—¡Qué se vaya a freír espárragos! —exclamó éste.
—¿Es un barco conocido?
—Diablos, no —replicó Marsh—. Nunca había oído su nombre. ¿Qué le ha parecido?
Se puso a reír estruendosamente y le palmeó la espalda a York, y al poco rato todo el mundo en la cabina del piloto reía a carcajadas.
Antes de que terminara la noche, el Sueño del Fevre había cogido y sobrepasado a media docena de vapores, incluido uno de ruedas laterales, casi de su tamaño, pero en ningún caso fue tan excitante como la primera vez cuando adelantaron al Mary Kaye.
—¿Quería saber cómo íbamos a empezar? —le dijo Marsh a York cuando abandonaron la cabina del piloto—. Pues bien, Joshua, ya ha visto cómo.
—Sí —dijo York, mirando a su espalda, donde el Mary Kaye empequeñecía con la distancia—. Desde luego que sí.