Parecía que la mitad de los vapores de Nueva Orleans hubieran decidido zarpar aquella tarde, pensaba Abner Marsh mientras los veía partir desde la cubierta superior del Sueño del Fevre.
La costumbre establecía que los barcos en dirección al norte hicieran su salida del embarcadero hacia las cinco en punto. A las tres, los maquinistas encendían los hornos y empezaban a comprimir vapor. Se introducía en las hambrientas fauces de las calderas resina y pino de tea en pedazos, junto con leña y carbón, y de un barco tras otro empezaba a ascender un humo negro, saliendo de las elevadas y floridas chimeneas en grandes y cálidas columnas, como oscuros penachos de despedida. Seis kilómetros de vapores uno junto a otro a lo largo del ribero podían generar muchísimo humo. Las columnas cargadas de hollín se fundían en una enorme nube negra a unos setenta metros de altura sobre el río, una nube espesa llena de cenizas, de pequeñas brasas aún encendidas que el viento dispersaba. La nube se hinchaba, cada vez más, mientras otros barcos encendían sus motores y aumentaban el humo desprendido, hasta que la nube oscurecía el sol y empezaba a arrastrarse por entre las calles de la ciudad.
Desde el punto aventajado de observación de Abner Marsh en la cubierta superior, parecía que la ciudad entera de Nueva Orleans estuviera en llamas y que todos los barcos se dispusieran a huir. Abner se sentía incómodo como si los demás capitanes supieran algo que él ignoraba, como si también el Sueño del Fevre debiera dar presión al vapor y prepararse para regresar rio arriba. Marsh estaba ansioso por zarpar. Pese a la riqueza y esplendor del comercio de Nueva Orleans, añoraba los ríos que conocía: el alto Mississippi con sus peñascos y sus espesos bosques, el salvaje y fangoso Missouri que se zampaba los vapores sin esfuerzo, el estrecho Illinois y el rápido y peligroso Fevre. El viaje inaugural del Sueño del Fevre, Ohio abajo, le parecía ahora casi un idílico recuerdo de días mejores y menos complicados. No habían transcurrido aún dos meses y parecía una eternidad. Desde el momento que zarparon de San Luis río abajo, las cosas se habían ido complicando y cuanto más al sur llegaban, peores se ponían.
—Joshua tiene razón —murmuró Marsh para si mientras contemplaba Nueva Orleans—. Aquí hay algo podrido.
Hacía demasiado calor y demasiada humedad, había demasiados insectos capaces de hacer pensar a un hombre que el lugar era victima de una maldición. Y quizá así fuera a causa de la esclavitud, aunque Marsh no estaba muy seguro. Lo único que sabia con certeza era que deseaba decirle a Whitey que pusiera en marcha las calderas, y arrastrar a Framm o a Albright a la cabina del piloto para apartar el Sueño del Fevre del muelle y empezar a remontar la corriente. Y quería hacerlo de inmediato, antes del anochecer, antes de que llegaran ellos.
Abner Marsh deseó tanto gritar aquellas órdenes que casi se materializaron aunque permanecieron mudas en su lengua, produciendo un gusto amargo. Sentía una especie de presentimiento supersticioso acerca de la noche que se aproximaba, aunque se repetía una y otra vez que no era un hombre supersticioso. Sin embargo, tampoco estaba ciego: El cielo era cálido y sofocante y al oeste se estaba formando una tormenta, una de las grandes, quizá la misma que Dan Albright había olfateado un par de días atrás. Los barcos zarpaban, uno tras otro, por docenas. Marsh los observó alejarse río arriba y desvanecerse en las oleadas de aire cálido y se sintió cada vez más solo, como si cada barco que desaparecía en la distancia se llevara consigo una parte de su ser, un retazo de valor, un trozo de certidumbre, un sueño o una pequeña y confortadora esperanza. Cada día zarpaban muchos barcos de Nueva Orleans, se dijo, y aquel día no era distinto, sólo un día más en el río en el mes de agosto: cálido, lleno de humos y lentitud, con todo el mundo moviéndose despacio, a la espera quizá de un soplo de aire frío, o de una lluvia fresca y limpia que quitara del cielo, la humareda.
Sin embargo, otra parte de su ser, una parte más antigua y profunda, sabía que lo que estaban aguardando no era frío ni limpio, y no incluiría alivio alguno contra el calor, la humedad, los insectos y el miedo.
Abajo, Hairy Mike rugía a sus estibadores y hacia gestos amenazantes con su barra negra de hierro, pero los ruidos del muelle y las campanas y sirenas de los demás vapores ahogaban sus palabras. En el embarcadero aguardaba una montaña de carga, casi mil toneladas, que era la capacidad máxima del Sueño del Fevre. Apenas se había amontonado en la cubierta principal una cuarta parte de aquel volumen de mercancías. Llevaría horas subir el resto a bordo. Aun en el caso de estar dispuesto a hacerlo, Marsh no hubiera podido marcharse, con toda aquella carga aguardando en los muelles, Hairy Mike, Jeffers y los demás creerían que se había vuelto loco.
Deseó haber podido hablar con ellos, tal como había intentado, para concertar algún plan. Sin embargo, le había faltado tiempo. Todas las cosas empezaron a precipitarse y, aquella noche, al ponerse el sol, el tal Damon Julian subiría a bordo para cenar. No hubo tiempo para hablar con Hairy Mike o con Jonathon Jeffers, ya no había tiempo para explicar, convencer o resolver las dudas y preguntas que indudablemente surgirían. Así pues, aquella noche Abner Marsh estaría solo, o casi solo, él y Joshua en una sala llena de ellos, del pueblo de la noche. Marsh no contaba a Joshua con los demás. Era diferente, de algún modo. Y Joshua había dicho que todo saldría bien. Tenía su bebida y estaba lleno de maravillosas palabras y sueños. Sin embargo, pese a todo, Abner Marsh tenía malos presentimientos.
El Sueño del Fevre estaba tranquilo, casi desierto. Joshua había enviado a tierra a casi todos; la cena sería lo más privada posible. No era lo que Marsh hubiera querido, pero no había manera de disuadir a Joshua cuando se le metía algo en la cabeza. En el comedor, la mesa ya estaba dispuesta. Todavía no se habían encendido las lámparas, y el humo, el vapor y la tormenta que se acercaba conspiraban para hacer que la luz que se filtraba por las claraboyas pareciera mortecina, sombría y cansada. Marsh sintió que el anochecer había llegado ya al salón y al barco entero. Las alfombras parecían casi negras y los espejos estaban llenos de sombras. Tras el gran mostrador del bar, de mármol negro, un camarero limpiaba vasos, pero incluso éste parecía difuso, como una aparición. Pese a todo, Marsh le hizo un gesto de cabeza y continuó hacia la cocina, a popa de las palas. Tras las puertas de la cocina bullía la actividad; un par de pinches de Toby removían el contenido de grandes ollas de cobre o freían pollos, mientras los camareros aguardaban gastándose bromas unos a otros. Marsh olfateó los pasteles que se cocían en los enormes hornos. Se le hizo la boca agua, pero siguió adelante impertérrito. Encontró a Toby en la galería de estribor, rodeado por todas partes de pilas de jaulas llenas de pollos y palomos y, aquí y allá, algunos patos y petirrojos y aves semejantes. Los pájaros armaban un escándalo terrible. Toby alzó la vista cuando entró Marsh. El cocinero había estado matando pollos. Junto a donde se encontraba, estaban amontonados tres animales sin cabeza, y un cuarto luchaba infructuosamente por liberarse en el tajo. Toby tenia en la mano una cuchilla de carnicero.
—Hola, capitán Marsh —dijo con una sonrisa—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Sólo quería decirte que esta noche, cuando esté hecha la cena, quiero que bajes del barco. Nos sirves como hay que hacerlo, y luego te bajas, y te llevas a los pinches y a los camareros. ¿Comprendes, verdad? ¿Oyes lo que te digo?
—Claro que si, capitán —respondió Toby con una sonrisa—. Claro que sí. Van a hacer una pequeña fiesta, ¿no?
—No te preocupes de eso —dijo Marsh—. Limítate a bajar a tierra en cuanto termines el trabajo, ¿de acuerdo?
Se volvió para irse, con el rostro rígido y severo. Sin embargo, algo le hizo volverse:
—Toby.
—¿Si, señor?
—Ya sabes que nunca he sentido mucho aprecio por la esclavitud, aunque tampoco haya hecho gran cosa por combatirla. Lo haría, pero esos malditos abolicionistas son como predicadores. Sólo quería decirte que he estado pensando y me parece que, después de todo, los abolicionistas tienen razón. No se puede andar utilizando a otro tipo de personas como si no fueran tales personas. ¿Sabes a qué me refiero? Esto debe terminar, tarde o temprano. Será mejor si termina pacíficamente, pero si no es así, tendrá que ser a sangre y fuego, ¿sabes? Quizá sea eso lo que vienen diciendo los abolicionistas desde hace tiempo. Hay que ser razonable, desde luego, pero si así no funciona, hay que volverse resolutivo. Hay cosas que están muy mal, y hay que terminar con ellas.
Toby le miraba perplejo, limpiándose la mano en el delantal sin advertirlo, una y otra vez.
—Capitán —dijo en voz baja—, está usted hablando de la abolición, y éste es un país de esclavos. Se expone usted a que le maten por decir esas cosas.
—Quizá si, Toby, pero lo que es así es así, y no hay vuelta de hoja.
—Usted se ha portado bien con el viejo Toby, capitán, dándole la libertad y todo eso, y yo estoy contento de hacerle la comida.
Abner asintió.
—Toby —dijo—, por qué no me traes un cuchillo de la cocina, pero sin decírselo a nadie, ¿entiendes? Limítate a conseguirme un buen cuchillo afilado. Creo que me cabrá en la bota. Vamos, ¿puedes conseguirme ese cuchillo?
—Claro, capitán Marsh —dijo Toby, al tiempo que los ojos se le achicaban en su rostro negro y lleno de arrugas—. Claro que si.
Corrió a obedecer, y regresó enseguida.
Durante las siguientes dos horas, Abner Marsh caminó un poco cojo, con el largo cuchillo de cocina metido a presión en su alta bota de cuero. Sin embargo, cuando cayó la oscuridad nocturna, la hoja había empezado a hacerse bastante cómoda y casi se olvidó de que la llevaba.
La tormenta estalló justamente antes del crepúsculo. La mayoría de los vapores que habían partido río arriba ya estaban lejos, pero otros habían llegado para ocupar sus puestos a lo largo de los embarcaderos de Nueva Orleans. La tormenta estalló con un terrible rugido como el de las calderas de los barcos a plena presión, y un relámpago cruzó el cielo, dando paso al agua que descendió con estrépito, torrencial como un diluvio de primavera. Marsh se quedó bajo la techumbre del paseo de la cubierta de calderas, escuchando cómo caía sobre el casco del barco y mirando a la gente que estaba en tierra correr para refugiarse bajo techado. Llevaba allí un buen rato, apoyado en la barandilla y dándole vueltas a la cabeza, cuando de repente apareció Joshua York a su lado.
—Está lloviendo, Joshua —dijo Marsh apuntando con el bastón hacia fuera—. Quizá ese Julian no venga esta noche. Quizá no quiera mojarse.
Joshua York tenía un aspecto de extraña solemnidad.
—Vendrá —dijo.
Sólo esa palabra “vendrá”.
Y así fue.
Para entonces la tormenta ya había remitido. La lluvia caía todavía, pero más moderada, más suave, apenas una llovizna. Abner Marsh estaba todavía en la cubierta de calderas y los vio llegar, caminando por el desierto y resbaladizo embarcadero. A pesar de la distancia, supo que eran ellos. Había algo en su modo de andar, algo grácil y rapaz, lleno de una terrible belleza. Uno de ellos caminaba de forma diferente, jactanciosa y deslizante como si quisiera imitarlos, sin conseguirlo. Cuando estuvieron más cerca, Marsh vio que se trataba de Sour Billy Tipton. Transportaba un bulto, con dificultad.
Abner Marsh entró en el gran salón. Los demás estaban ya en la mesa: Simon y Katherine, Smith y Brown, Raymond y Jean y Valerie y todos los demás que Joshua había recogido a lo largo del río. Hablaban en voz baja, pero enmudecieron cuando Marsh hizo su entrada.
—Ahí vienen —anunció Marsh. Joshua York se levantó de su lugar a la cabecera de la mesa y salió a su encuentro. Abner Marsh se acercó al bar y se sirvió un whisky. Lo acabó de un trago, se sirvió otro rápidamente y se acercó a la mesa. Joshua había insistido en que Marsh se sentara a su izquierda, junto a la cabecera. La silla de la derecha estaba reservada para Damon Julian. Marsh se dejó caer en la silla pesadamente y contempló ceñudo la silla vacía que tenía ante sí.
Entonces entraron.
Marsh vio que sólo habían entrado en el salón los cuatro individuos de la noche. Sour Billy se había quedado fuera, en algún lugar, de lo cual se alegraba. Eran dos mujeres y un enorme tipo de rostro blancuzco y gesto inquietante que, en aquel momento, se sacudía el agua del abrigo. El otro era él. Marsh lo reconoció al instante. Tenía un rostro sin arrugas, de edad indefinible, enmarcado por unos rizos negros. Parecía un lord con su traje oscuro color borgoña y la camisa de seda sin corbata y con volantes en la pechera. En un dedo lucía un anillo de oro con un zafiro del tamaño de un terrón de azúcar. Engarzada en su chaleco negro llevaba una piedra reluciente, un diamante negro pulido con un fino engarce de oro amarillo. Avanzó por el salón y, tras dar la vuelta a la mesa, se detuvo junto a la silla de Joshua, en la cabecera de la mesa. A continuación, colocó sus manos lisas y blancas en el respaldo y miró a los presentes, uno por uno, recorriéndolos a todos.
Y todos se levantaron.
Los tres que habían llegado con él fueron los primeros, y luego Raymond Ortega, Cara, y el resto, de uno en uno, o por parejas. Valerie fue la última. Todo el mundo en la sala estaba de pie. Todos, menos Abner Marsh. Damon Julian mostró una sonrisa cálida y encantadora.
—Me alegro de estar con vosotros otra vez —dijo, mirando especialmente a Katherine—. ¡Querida mía!, ¡cuántos años han pasado! ¡Cuantísimos años…!
La sonrisa que apareció en la cara de buitre de Katherine era terriblemente desagradable, y así lo consideró Marsh. Decidió tomar la dirección de todo el asunto.
—Siéntese —le gritó a Damon Julian, al tiempo que le asía por la manga—. Tengo hambre, y ya llevamos demasiado tiempo esperando la cena.
—En efecto —dijo Joshua. Su intervención rompió el embrujo y todo el mundo volvió a sentarse. Sin embargo, Julian lo hizo en el asiento de Joshua, en la cabecera de la mesa.
Joshua se acercó y se quedó frente a Julian.
—Está usted en mi silla —le dijo. Su voz parecía tensa y forzada—. La suya es ésa. Si tiene la amabilidad…—le indicó—. Tenía los ojos fijos en Damon Julian, y Marsh observó el rostro de Joshua y vio en él poder, determinación fría y calculada intensidad. Damon Julian sonrió:
—¡Ah! —dijo en voz baja, al tiempo que se encogía de hombros—. Perdone.
Después, sin mirar ni un segundo a Joshua, se levantó y se trasladó a la otra silla.
Joshua se sentó muy erguido e hizo un gesto impaciente con los dedos. Un camarero apareció corriendo de entre las sombras y depositó una botella sobre la mesa, frente a York.
—Haga el favor de salir de la sala —le dijo Joshua al muchacho.
La botella ya estaba descorchada. Bajo las arañas de luz, rodeado de cristal y plata relucientes, la botella parecía oscura y amenazadora.
—Ya debe saber lo que es esto —le dijo Joshua York a Damon Julian con voz opaca.
—Sí.
York alargó el brazo, tomó la copa de vino de Julian y la llenó hasta el borde, dejándola a continuación precisamente en frente de su antagonista.
—Beba —le ordenó.
York tenía sus ojos en Julian y éste observaba la copa con una leve sonrisa en la comisura de los labios, como si estuviera abstraído en alguna diversión secreta. El gran salón estaba extrañamente silencioso. Marsh escuchó el lejano gemido de un vapor pugnando con la lluvia. El momento pareció durar una eternidad.
Damon Julian extendió el brazo, tomó la copa y bebió. La vació de un solo trago y fue como si se hubiera bebido toda la tensión acumulada allí. York sirvió tres copas más y se las pasó a los tres amigos de Julian. Los tres bebieron. Se mantuvieron varias conversaciones entre susurros.
Damon Julian sonrió a Abner Marsh.
Su barco es impresionante, capitán Marsh —dijo en tono cordial—. Espero que la comida esté al mismo nivel.
—La comida —dijo Marsh—, es mejor.
Emitió un rugido, sintiéndose casi como si volviera a ser el Marsh de siempre, y los camareros empezaron a servir el festín que Toby había preparado. Durante más de una hora, comieron. Los seres de la noche tenían buenos modales, pero sus apetitos no tenian nada que envidiar al de cualquier hombre del rio. Se lanzaron sobre la comida como un grupo de buitres, aunque guardando las formas. Todos, menos Damon Julian, quien comía lentamente, casi con delicadeza, deteniéndose a menudo para tomar un sorbo de vino y sonriendo con frecuencia sin razón aparente. Marsh había terminado el tercer plato y el primero de Julian aun estaba medio lleno. La conversación era relajada e intrascendente. Los del otro extremo hablaban en voz baja pero acaloradamente, y Marsh no pudo enterarse de qué decían. Más cerca de él, Joshua York y Damon Julian intercambiaron muchas palabras sobre la tormenta, el calor, el río y el Sueño del Fevre. Excepto cuando hablaban de su barco, Marsh no prestó gran atención, prefiriendo concentrarse en su plato.
Por último, los camareros sirvieron el café y el coñac, y desaparecieron. El salón principal del vapor quedó vacío a excepción de Abner Marsh y los seres de la noche. Marsh tomó un sorbo de su copa y oyó el ruido que hizo al beber antes de darse cuenta de que todas las conversaciones habian cesado.
—Por fin estamos juntos —dijo Joshua con voz traquila—, y esto es un nuevo inicio para nosotros, el pueblo de la noche. Quienes viven de dia dirian que es un nuevo amanecer —sonrió—. Para nosotros, un nuevo crepúsculo seria una metáfora más acertada. Escuchad todos, permitidme que os hable de mis planes.
Y con estas palabras, se levantó y empezó a exponerlos con toda franqueza.
Abner Marsh no estaba seguro de cuánto tiempo duró el discurso de York. El ya había escuchado todo aquello anteriormente: la liberación de la sed roja, el fin del temor, la confianza entre el día y la noche, las grandes cosas que se conseguirían con la asociación, la gran nueva época. Joshua prosiguió, elocuente, apasionado, salpicando su charla de fragmentos de poemas y de palabras grandilocuentes. Marsh prestó más atención a los demás, a las hileras de rostros blanquecinos que rodeaban la mesa. Todos ellos tenían la mirada puesta en Joshua, y todos escuchaban en silencio. Sin embargo, no todos tenían la misma actitud. Simon parecía un poco excitado y su mirada iba de York a Julian y nuevamente a York. Jean Ardant parecía en trance, en actitud de adoración; en cambio, otros rostros estaban fríos e inexpresivos. Raymond Ortega sonreía maliciosamente, y el tipo enorme llamado Kurt mostraba un gesto ceñudo. Valerie parecía nerviosa, y Katherine reflejaba en su rostro tan gran aversión que Marsh no se atrevió a seguir mirándola.
Entonces, Marsh dirigió su vista al frente, al lugar que ocupaba Damon Julian, y se encontró la mirada de Julian fija en él. Tenía los ojos negros, duros y brillantes como trozos de carbón de la mejor calidad. Marsh vio en ellos dos pozos, dos agujeros sin fondo, dos abismos aguardando para absorberlos a todos. Rápidamente desvió la mirada, sin ningún deseo de aguantar la de Julian, como había tratado estúpidamente de hacer con York tiempo antes, en su primer contacto en el Albergue de los Plantadores. Julian sonrió, y miró otra vez hacia Joshua, tomó un sorbo de café frío y escuchó. A Abner Marsh no le gustó aquella sonrisa, y la profundidad de aquellos ojos. De repente, volvió a sentir miedo.
Por fin, Joshua terminó su discurso y se sentó.
—Lo del vapor es una buena idea —dijo Julian en tono paciente. Su voz suave recorrió toda la longitud del salón. Y su bebida puede tener incluso utilidad. De vez en cuando. El resto, querido Joshua, puede usted olvidarlo.
El tono era amable y su sonrisa relajada y brillante. Ardant respiró profundamente, pero ninguno se atrevió a hablar. Abner Marsh se irguió en su asiento y por el rostro de Joshua pasó una sombra de preocupación.
—Perdóneme —dijo. Julian hizo un gesto lánguido pidiendo silencio.
—Sus historias me entristecen, querido Joshua —dijo Julian. Criado entre el ganado, piensa usted ahora como ellos. No es culpa suya, por supuesto. Con el tiempo, aprenderá, se alegrará de su verdadera naturaleza. Esos pequeños animales le han corrompido debido al tiempo que ha vivido entre ellos. Le han llenado la cabeza con su pequeña moral, su débil religión y sus tediosos sueños.
¿Qué está usted diciendo?—le interrumpió Joshua con tono irritado.
Julian no le respondió directamente. En lugar de ello, se volvió hacia Marsh.
—Capitán Marsh —le preguntó—, ese asado a que tanto honor ha hecho fue alguna vez parte de un ser vivo. ¿Supone usted que, si ese animal hubiera podido hablar, habría estado de acuerdo en que se lo comieran?
Sus ojos, aquellos ojos negros tan fieros, estaban fijos en Marsh, exigiéndole una contestación.
—Yo… Diablos, no, pero…
—Pero usted se lo come, ¿no es cierto? —prosiguió Julian con una alegre sonrisa—. Es natural, capitán, no se avergüence de ello.
—No me avergüenzo —dijo Marsh con firmeza—. Sólo era una vaca.
—Naturalmente —exclamó Julian—. Y el ganado es solo ganado.
Julian volvió a fijar la mirada en Joshua y prosiguió:
—Por supuesto, el ganado puede tener otro punto de vista. Pero eso no debe preocupar al capitán. El pertenece a un orden superior a la vaca. Es propio de su naturaleza matar y comer, y es propio de la naturaleza de la vaca ser muerta y ser comida. Ya ve, Joshua, la vida es en realidad bien simple.
“Sus errores provienen de haberse educado entre las vacas, que la han enseñado a no consumirlas. El mal, decía usted hace un momento. ¿Dónde ha aprendido este concepto? Lo ha sacado de ellas, naturalmente. Del ganado. Bien y mal son palabras típicas del ganado, palabras vacías, que sólo pretenden conservar sus vidas sin valor. El ganado vive y muere sintiendo un miedo terrible de nosotros, de sus superiores naturales. Nosotros turbamos sus sueños cuando ellos pretenden descansar, y se inventan dioses a los que atribuyen poderes sobre nosotros, queriendo creer que unas cruces y un poco de agua bendita pueden dominarnos.
“Debe comprender, querido Joshua, que no existen el bien y el mal, sino la fuerza y la debilidad, los amos y los esclavos. Le ha atacado a usted la fiebre de la moralidad, del sentimiento de culpa y de vergüenza. ¡Qué sarta de tonterías! Todas esas palabras son de ellos, no nuestras. Predica un nuevo principio pero, ¿qué pretende? ¿Que seamos como el ganado? ¿Quemarnos bajo su sol, trabajar en lugar de tomar, reverenciar a los dioses del ganado? No. Ellos son animales, son inferiores por naturaleza, son nuestro grande y hermoso ganado. Así son realmente las cosas.
—No —replicó Joshua York. Echó atrás la silla y se levantó quedando frente a la mesa como un Goliath pálido y delgado—. El pueblo de día piensa, sueña y ha construido un mundo, Julian. Se equivoca usted. Nosotros y ellos somos primos, somos dos caras de la misma moneda. No son ganado. ¿Ha visto todo lo que han creado? Ellos traen belleza al mundo. En cambio nosotros, ¿qué hemos creado? Nada. La sed roja ha sido nuestra maldición.
—Ah, pobre Joshua —suspiró Damon Julian, al tiempo que servía más coñac—. Que ellos creen la vida, la belleza, lo que quieran. Nosotros tomaremos posesión de sus creaciones, usaremos y las destruiremos cuando nos venga en gana. Así son las cosas. Nosotros somos los amos, y los amos no trabajan. Que ellos hagan las cosas, y nosotros nos las pondremos. Que ellos construyan los barcos, nosotros los llevaremos. Que sueñen con la vida eterna. Nosotros la disfrutamos, bebemos sus vidas y saboreamos la sangre. Somos amos de esta tierra, y tal es nuestra herencia. Nuestro destino, si lo prefiere, Joshua. Alégrese de su naturaleza, y no pretenda cambiarla. Aquellos del ganado que nos conocen de verdad nos envidian. Y cualquiera de ellos querría ser como nosotros si tuvieran la posibilidad —sonrió Julian maliciosamente—. El ganado arde de ansia por ser como nosotros, igual que los negros sueñan con ser blancos. Ya ve a qué extremo llegan: Juegan a ser amos, y esclavizan incluso a los de su propia raza.
—Igual que usted —contestó Joshua con voz cargada de amenazas—. ¿De qué otro modo llamaría usted al dominio que ejerce sobre su propio pueblo? Usted, Julian, hace esclavos de su torcida voluntad hasta a aquellos a quienes hace un momento llamaba amos.
—Incluso entre nosotros los hay fuertes y los hay débiles, querido Joshua —dijo Damon Julian—. Y está bien que los fuertes dominen.
Julian dejó su copa sobre la mesa y miró hacia el otro extremo.
—Kurt —dijo entonces—. Llama a Billy.
—Sí, Damon —dijo el hombretón al tiempo que se levantaba.
—¿Dónde va? —preguntó Joshua mientras Kurt cruzaba el salón, reflejando su caminar resuelto en una docena de espejos.
—Ya ha jugado usted lo suficiente a ser ganado, Joshua —dijo Julian—. Voy a enseñarle lo que significa ser un amo. Abner Marsh se sintió helado y temeroso. Todos los ojos del salón estaban brillantes, transfigurados, pendientes del drama que se representaba en la cabecera de la mesa. Joshua York, de pie, parecía elevarse sobre el sentado Julian, pero por alguna razón no daba impresión de dominio. Los ojos grises de Joshua miraban con toda la fuerza y pasión que puede demostrar un hombre pero, pensó Marsh, Damon Julian no era en absoluto humano.
Kurt regresó en un instante. Sour Billy debía estar junto a la puerta, como un esclavo a la espera de una palabra de su amo. Kurt se sentó de nuevo en su lugar. Sour Billy Tipton se encaminó directamente a la cabecera de la mesa llevando algo entre las manos y con una extraña mirada de excitación.
Damon Julian apartó los platos con un brazo y dejó un espacio libre sobre la mesa. Sour Billy depositó allí su carga y, al abrirla, apareció sobre el mantel, delante mismo de Joshua, un negrito recién nacido.
—¿Qué diablos…?—rugió Marsh. Se echó hacia atrás, echando fuego por los ojos y empezó a levantarse.
—Sentadito y muy quieto, muchacho —dijo Sour Billy con voz hueca y tranquila. Marsh empezó a volverse hacia él pero notó algo frío y muy afilado que le apretaba el cuello por uno de los lados—. Si abres la boca voy a tener que hacerte sangre —prosiguió Sour Billy—. ¿Y te imaginas qué harán todos ellos cuando vean manar toda esa hermosa sangre caliente?
Temblando, presa de la rabia y el terror, Abner Marsh volvió a sentarse, muy quieto. La punta del cuchillo de Billy le apretó un poco más y Marsh notó algo caliente y húmedo que le corría cuello abajo.
—Bien —susurró Billy—. Muy bien.
Joshua York observó un instante a Abner Marsh y volvió su atención a Julian otra vez.
—Esto me parece una obscenidad —dijo en tono frío—. Julian, no sé por qué ha hecho traer a ese niño, pero no me gusta. Este juego se terminará ahora mismo. Dígale a su hombre que aparte la navaja del cuello del capitán.
—¡Ah! —contestó Julian—. ¿Y si me negara a hacerlo?
—No se negará —dijo Joshua—. Yo soy el maestro de sangre.
—¿De verdad?—preguntó burlonamente Julian.
—Sí. No me gusta utilizar sus métodos para obligar a la gente, Julian, pero si tengo que hacerlo, lo haré.
—Vaya, vaya —replicó Julian con una sonrisa. Se levantó, se estiró indolente, como un enorme gato negro despertándose de una siesta, y extendió la mano al otro lado de la mesa, en dirección a Sour Billy.
—Billy, dame tu cuchillo —le dijo.
—Pero… ¿Y él? —contestó Sour Billy.
—El capitán Marsh sabrá comportarse —dijo Julian—. El cuchillo.
Billy se lo tendió, presentándole el mango.
—Bien —dijo Joshua.
No pudo continuar. En aquel mismo instante, Damon Julian hizo la cosa más horrible que Abner Marsh había visto en toda su vida. Con gran rapidez y maestría, se inclinó sobre la mesa, bajó la navaja de Billy y, con un único y diestro movimiento de la afilada hoja, le cortó al pequeño la mano derecha separándosela del brazo.
El niño se puso a gritar. La sangre salpicó la mesa, manchando los pies de las copas, la cubertería de plata y el mantel de fino lino blanco. Entonces, Julian se situó frente a Joshua York.
—Bebe —le ordenó, ausente de su voz todo tono de alegría.
York apartó el cuchillo de un golpe, y el arma saltó de la mano de Julian, yendo a caer sobre la alfombra, a unos metros de ambos. Joshua parecía un difunto. Extendió el brazo, puso dos fuertes dedos a cada lado de la herida del pequeño y apretó. La hemorragia se detuvo.
—Dadme una cuerda —ordenó.
Nadie se movió. El niño seguía gritando.
—Hay otro modo más sencillo de hacerle callar —dijo Julian. Alzó la palma de la mano y tapó con ella la boca delbebé. Su manaza cubría por completo la negra cabecita y amortiguaba sus lloros. Julian empezó a apretar.
—¡Suéltale! —gritó York.
—¡Mírame! —contestó Julian—. ¡Mírame, maestro de sangre!
Y sus miradas se encontraron, ambos de pie junto a la mesa, cada uno con una mano sobre el pequeño retazo de humanidad que tenían delante.
Abner Marsh se quedó sentado allí, aturdido, asqueado y furioso, dispuesto a hacer algo, pero incapaz de moverse. Como todos los demás, observaba a Julian y Joshua, aquella extraña y silenciosa lucha de voluntades.
Joshua York estaba temblando. Tenía la boca apretada en gesto de furia, los músculos del cuello tensos y ]os ojos grises fríos y llenos de odio. Parecía un hombre poseído, un dios pálido y colérico vestido de blanco, azul y plata. Era imposible que algo pudiera resistirse a aquella manifestación de fuerza de voluntad, pensó Marsh. Imposible.
Después miró a Damon Julian.
Sus ojos le dominaban el rostro, fríos, negros, malévolos e implacables. Abner Marsh dejó la mirada un instante en aquellos ojos y de repente se sintió mareado. Escuchó los gritos de unos hombres a lo lejos, distantes, y su boca se llenó de saber a sangre. Vio todas aquellas máscaras llamadas Damon Julian y Giles Lamont y Gilbert d’Aquin y Philip Caine y Sergei Alexov y otros mil más y vio como cada una de ellas caía y daba paso a otra, más antigua y terrible que la anterior, máscara tras máscara, cada una más animalesca y bestial que la precedente. En el fondo de todos aquellos rostros el ser no tenía encanto, ni sonrisa, ni bellas palabras, ni ricas ropas y joyas. Aquel ser no tenía nada que ver son la humanidad, no era humano, y sólo mostraba la sed, la fiebre, la sed roja, roja, antigua e insaciable. Era primitivo y muy fuerte. Vivía y respiraba y bebía del miedo, y era viejo, muy viejo, más que el hombre y todas sus obras, más que los bosques y los ríos, más que los sueños.
Abner Marsh parpadeó y allí al otro lado de la mesa frente a él, vio a un animal, un animal alto y hermoso vestido con ropas de color borgoña, sin el menor rasgo de humanidad. Las facciones de su rostro eran las facciones del terror y sus ojos… Sus ojos eran rojos. No negros, sino rojos, con una luz que parecía surgir de dentro, y rojos, de un rojo ardiente, sediento.
Joshua soltó el brazo del bebé. Un chorro de sangre salpicó débilmente la mesa. Instantes después, un sonido parecido a un crunch húmedo y terrible llenó el salón.
Abner Marsh, aún medio mareado, sacó de la bota el largo cuchillo de cocina y saltó de su silla con un grito, furioso y enloquecido. Sour Billy intentó detenerle por detrás, pero Marsh era demasiado fuerte y estaba demasiado furioso. Apartó a Billy de un golpe y se lanzó por encima de la mesa del comedor hacia Damon Julian. Este apartó la mirada de los ojos de Joshua justo a tiempo y se echó ligeramente hacia atrás. El cuchillo falló su objetivo de cegarle por una fracción de centímetro y abrió una gran herida en el pómulo de su rostro. De la herida manó sangre y Julian emitió un gruñido desde lo más hondo de la garganta.
Entonces, alguien asió a Marsh por detrás, lo arrastró lejos de la mesa y lo envió volando al otro extremo del salón. El desconocido le alzó en el aire y le lanzó a distancia, pese a sus ciento treinta kilos, como si fuera un niño pequeño. El aterrizaje le produjo un buen golpe, pero Marsh se las arregló para rodar sobre sí mismo y ponerse de nuevo en pie.
Vio que había sido Joshua quien le había lanzado, y que era Joshua quien estaba ahora más próximo a él. Vio que a su socio le temblaban las manos y tenía los ojos grises llenos de temor.
—Corra, Abner —le dijo—. Salga del barco, corra.
Detrás de él, los demás se habían levantado de la mesa. Vio sus rostros blancos intensos y fijos en él, sus manos pálidas, fuertes y poderosas. Katherine sonreía, le sonreía con la misma expresión que Abner había visto en ella el día en que le sorprendió saliendo del camarote de Joshua. El viejo Simon estaba temblando. Incluso Smith y Brown se acercaban amenazadores hacia él, lentamente, acorralándole. Vio que sus miradas no eran amistosas y que sus labios estaban húmedos. Todos ellos avanzaban ahora hacia él y Damon Julian también salió de detrás de la mesa, casi sin hacer ruido, con la sangre secándosele en el pómulo y la herida cerrándose casi a la vista de Abner. Abner Marsh se miró las manos y vio que había perdido el cuchillo. Retrocedió de espaldas, paso a paso, hasta tropezar con la puerta cubierta de espejos de uno de los camarotes.
—Corra, Abner —repitió Joshua.
Marsh abrió la puerta del camarote y retrocedió a su interior. Entonces vio que Joshua le volvía la espalda y permanecía entre él y los demás, Julian y Katherine y todos los demás, el pueblo de la noche, los vampiros. Y aquello fue lo último que vio antes de dar media vuelta y echar a correr.