El sonoro e insistente golpeteo en la puerta de su camarote despertó por fin a Abner Marsh de su profundo sueño. Se estiró, todavía adormilado, y se sentó en la cama.
—¡Un minuto! —gritó. Se dirigió pesadamente hacia el lavabo, como un enorme oso desnudo recién salido de la hibernación y nada satisfecho de ello. Hasta después de haberse mojado la cara con el agua del lavabo, no recordó lo sucedido.
—¡Maldita sea por todos los diablos!—masculló irritado, contemplando las sombras grises que ocultaban ya todos los rincones del pequeño camarote. Detrás de la ventana, el cielo estaba oscuro y de color púrpura—. ¡Maldita sea!—repitió, tomando unos pantalones limpios. Dio cuatro pasos y se asomó a la puerta—. ¿Qué diablos significa eso de dejarme dormir hasta tan tarde?—le gritó a Jonathon Jeffers—. Le dije a Hairy Mike que me despertara una hora antes del anochecer.
—Falta una hora para la puesta de sol —replicó Jeffers—. El cielo está nublado, por eso parece tan oscuro. El señor Albright dice que vamos a tener otra tormenta —el sobrecargo se introdujo en el camarote de Marsh y cerró la puerta tras él—. Le he traído esto —dijo, tendiéndole el bastón—. Lo encontré en el comedor principal, capitán.
Marsh asió el bastón, ya más apaciguado.
—Lo perdí anoche —dijo—. Tenía otras cosas en la cabeza.
Alzó el bastón y lo apoyó en la pared mientras contemplaba otra vez el panorama por la ventana, ceñudo. Más allá t del río, todo el horizonte occidental era una masa de nubes amenazadoras que seguían su camino como un inmenso muro de oscuridad que fuera a caer sobre ellos. No se podía ver el sol, y eso no le gustó.
—Será mejor que vaya a ver a Joshua enseguida —dijo, sacando una camisa del armario, y empezando el ritual de vestirse.
—¿Quiere que le acompañe?—le preguntó Jeffers.
—Tengo que hablar con Joshua a solas —dijo Marsh mientras se hacía el nudo de la corbata con los ojos en el espejo—. De todas maneras no las tengo todas conmigo. ¿Por qué no viene conmigo y aguarda fuera? Quizá Joshua quiera hablar también con usted y discutir nuestra estrategia.
Marsh se guardó para sí la segunda razón por la que quería que el sobrecargo estuviera cerca. Quizá fuera el propio Abner quien tuviera que llamar a Jeffers si Joshua se disgustaba a causa de la noticia de la muerte de Damon Julian.
—Muy bien —asintió Jeffers.
Marsh se enfundó su tabardo de capitán y asió fuertemente el bastón.
—Entonces, vámonos, señor Jeffers. Está oscureciendo demasiado.
El Sueño del Fevre navegaba veloz, con las banderas desplegadas batiendo al fuerte viento de la tarde y el humo alzándose de las chimeneas. A la escasa luz del cielo extrañamente púrpura, las aguas del Mississippi parecían casi negras. Marsh hizo una mueca y se encaminó resueltamente al camarote de Joshua York, siempre con Jeffers al lado. Esta vez no dudó ante la puerta; alzó el bastón y llamó. A la tercera llamada, gritó:
—Joshua, déjeme entrar. Tenemos que hablar.
A la quinta llamada, la puerta se abrió lentamente hacia adentro mostrando una oscuridad total, sofocante y silenciosa.
—Aguarde —le dijo Marsh a Jeffers. Entró en el camarote y cerró la puerta—. No se ponga furioso, Joshua —le dijo en la oscuridad, con un nudo en la garganta—. No quisiera molestarle, pero es muy importante y, de todos modos, ya está a punto de hacerse de noche.
No hubo respuesta, aunque Marsh captó el sonido de una respiración.
—Maldita sea —continuó—. ¿ Por qué siempre tenemos que hablar en la oscuridad, Joshua? Me hace sentir terriblemente incómodo. Encienda una vela, ¿quiere?
—No.
La voz era cortante, baja, líquida. Y no era la de Joshua York. Abner Marsh dio un paso atrás.
—¡Oh, Jesús, no! —musitó. En el mismo instante en que su mano temblorosa encontraba la puerta a su espalda y la intentaba abrir, escuchó un crujir de ropas junto a él. Abrió por fin la puerta. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y el simple reflejo púrpura del cielo tormentoso fue suficiente para darle forma por un instante a las sombras que cubrían el camarote del capitán. Abner vio a Damon Julian que avanzaba hacia él, rápido como la muerte y con una sonrisa glacial.
—Pero… Nosotros le matamos —rugió Abner, incrédulo, al tiempo que salía dando tumbos del camarote, tropezaba y caía prácticamente a los pies de Jonathon Jeffers.
Julian se detuvo en la puerta. Una línea fina y oscura, no más que el arañazo de un gato, surcaba la mejilla de Damon Julian allí donde Marsh le había abierto una terrible herida la noche anterior. Por lo demás, no se le apreciaba ninguna otra señal. Se había quitado la chaqueta y el chaleco y su camisa de seda con volantes no mostraba la más mínima mancha.
—Entre, capitán —decía Julian con voz tranquila—. No huya, entre y charlaremos.
—Usted está muerto. Mike le aplastó la cabeza hasta dejarla hecha una masa —dijo Marsh, atragantándose con sus propias palabras. No miró ni un instante a los ojos de Julian. Todavía era de día, pensó, y fuera estaba seguro, lejos del alcance de Julian hasta que se pusiera el sol. Sí, estaba seguro, siempre que no mirara a Julian a los ojos, siempre que no volviera a entrar en el camarote.
—¿Muerto?—sonrió Julian—. ¡Ah!, el otro camarote. Pobre Jean, deseaba tanto creer a Joshua, y mire lo que le ha pasado… ¿La cabeza aplastada, ha dicho usted?
Abner Marsh se puso en pie.
—Se cambiaron de camarote —rugió—. Maldito diablo, le hizo usted dormir en su cama.
—Joshua y yo teníamos muchas cosas que discutir —replicó Julian, al tiempo que le hacía nuevamente señas para que se acercara—. Vamos, capitán, acérquese de una vez, que estoy cansado de esperar. Venga y tomaremos juntos una copa.
—¡Al infierno! —respondió Marsh—. Quizá esta mañana nos equivocáramos, pero no volverá a ocurrir. Señor Jeffers, corra abajo y traiga a Hairy Mike y sus muchachos. Una docena podrán conseguirlo, supongo.
—No —dijo Damon Julian—. Nadie va a hacer tal cosa.
Marsh volvió su bastón en señal de amenaza.
—Claro que sí. ¿Va a detenerme usted?
Julian alzó la vista al cielo, ahora de un violeta oscuro mezclado de negro, formando un crepúsculo desgarrado y cubierto.
—Sí —dijo entonces, saliendo al exterior.
Abner Marsh sintió cerrarse sobre su corazón la garra fría y húmeda del terror. Alzó el bastón y gritó a Julian que se mantuviera a distancia con voz repentinamente chillona. Dio un paso atrás. Damon Julian sonrió y avanzó. No había suficiente luz, pensó Marsh con desesperación.
Y en aquel instante se oyó un susurro de metal sobre madera y Jonathon Jeffers se plantó limpiamente ante Julian, con el estoque de su bastón desenvainado y la afilada hoja formando círculos, intimidatoria.
—Vaya a buscar ayuda, capitán —dijo tranquilamente Jeffers, al tiempo que se colocaba bien las gafas con la mano libre—. Yo mantendré ocupado al señor Julian.
Agilmente, con la velocidad de un esgrimista experimentado, Jeffers avanzó hacia Julian, moviendo su arma. La hoja estaba afilada por ambos extremos y tenía una punta mortífera. Damon Julian logró echarse atrás a duras penas, y se le borró de los labios la sonrisa al ver pasar la cuchillada del sobrecargo a pocos milímetros de su rostro.
—Apártate —dijo Julian amenazadoramente.
Jonathon Jeffers no contestó. Había adoptado una posición de esgrimista, avanzando lentamente sobre las puntas de los pies, obligando a Julian a retroceder hacia el camarote del capitán. Lanzó una estocada inesperada, pero Julian era demasiado rápido y se zafó de la espada. Jeffers chasqueó la lengua, impaciente. Damon Julian puso un pie en el interior del camarote y respondió con una carcajada que era casi un gruñido. Alzó sus pálidas manos y las abrió. Jeffers lanzó un nuevo ataque.
Y Julian arremetió también, con las manos extendidas.
Abner Marsh lo presenció todo. La estocada de Jeffers dio en el blanco y Julian no hizo ningún esfuerzo por evitarla. El arma le penetró justo por encima del escroto. Las pálidas facciones de Julian se encogieron y lanzó un grito de dolor, pero siguió avanzando. Jeffers le abrió el vientre casi ayudado por el propio Julian pero, antes de que el sorprendido sobrecargo tuviera tiempo de echarse atrás, Julian lanzó las manos adelante y asió a Jeffers por el cuello. Jeffers emitió un sonido horripilante y los ojos casi se le salieron de las órbitas; mientras trataba desesperadamente de desasirse, le saltaron las gafas de montura de oro y cayeron sobre la cubierta.
Marsh se lanzó hacia adelante y golpeó a Julian con el bastón, atizándole una lluvia de golpes en la cabeza y los hombros. Traspasado por el arma, Julian apenas parecía notar la herida. Torció con furia salvaje la cabeza de su víctima y se oyó un ruido como el de la madera al quebrarse. Jeffers dejó de moverse.
Abner Marsh lanzó el bastón con todas sus fuerzas, en un último golpe que le dio a Damon Julian justo en mitad de la frente, haciéndole tambalearse un instante. Cuando Julian abrió las manos, Jeffers cayó como un muñeco destrozado, con la cabeza torcida en un ademán grotesco.
Abner se retiró a toda prisa.
Julian se tocó la frente, como si midiera los efectos del golpe de Marsh. No había sangre, vio éste con desmayo. Aunque era un tipo fuerte, no tenía comparación con Hairy Mike Dunne, y un bastón de madera no era igual que una barra de hierro. Damon Julian le dio una patada al cuerpo de Jeffers para que soltara el apretón mortal de su mano sobre la empuñadura de la espada. Después, inclinándose, procedió a quitarse de su propio cuerpo la hoja llena desangre. Su camisa y sus pantalones estaban mojados y rojos, y se le pegaban al moverse. Lanzó la espada hacia un lado, sin esfuerzo, y esta dio vueltas y vueltas como una peonza mientras volaba sobre el río, antes de desvanecerse en las oscuras y movidas aguas.
Julian avanzó de nuevo, tambaleándose, dejando tras sí huellas sangrientas sobre la cubierta. Pero avanzaba.
Marsh retrocedió ante él. No había manera de matarlo, pensó presa del pánico; no había nada que hacer. Joshua y sus sueños, Hairy Mike y su barra de acero, el señor Jeffers y su espada. Ninguno de ellos podía tomarle la medida a aquel Damon Julian. Marsh subió gateando la corta escalera que conducía a la cubierta superior y echó a correr. Jadeando, se apresuró hacia proa, hacia la escalera de cámara que llevaba de la cubierta superior a la de paseo, donde encontraría gente y seguridad. Advirtió que la oscuridad estaba cerca. Dio tres grandes zancadas escaleras abajo y de inmediato se asió con fuerza al pasamanos y retrocedió, tras un brusco frenazo.
Sour Billy Tipton y cuatro de ellos subían hacia donde el estaba.
Abner Marsh se volvió y subió. Tenía que precipitarse atocar la campana, pensó desesperadamente. Tocar la campana para pedir ayuda… pero Julian ya había conseguido bajar de la cubierta superior y le cerraba el paso. Por un instante, Marsh se quedó quieto, muerto de desesperación. No tenía escapatoria; estaba atrapado entre Julian y los otros, y desarmado, si se prescindía del maldito e inútil bastón. De todos modos aquellos no importaba: nada podía herirles, luchar con ellos era inútil. Pensó en entregarse. Julian lucía una sonrisa fina y llena de crueldad mientras avanzaba. Marsh vio mentalmente cómo aquel rostro blanquecino descendía sobre el suyo con los dientes al descubierto, los ojos brillantes enfebrecidos y la sed, aquella sed roja, antigua e invencible. Si le hubieran quedado lágrimas, se hubiera echado a llorar. Descubrió que no podía mover los pies de donde estaban clavados, incluso el bastón se le hizo insoportablemente pesado.
En aquel instante, lejos, procedente de la parte alta del río, tras un recodo, apareció otro gran vapor de palas laterales. Abner Marsh no lo habría advertido siquiera, pero el piloto sí lo vio y la sirena del Sueño del Fevre emitió su chillido para indicarle que, cuando se cruzaran, tomaría el costado de babor. El agudo chillido de la gran sirena sacó a Marsh de su inercia y le hizo alzar la mirada. Vio las luces lejanas del barco que se acercaba y los fuegos que surgían de lo alto de sus chimeneas imponentes, y el cielo casi negro abierto encima de ellas, y el leve resplandor en la distancia de unos relámpagos que iluminaban las nubes desde su interior, y el río negro e interminable, el río que era su hogar, su trabajo, su amigo y su peor enemigo, y el consorte voluble, brutal y amoroso de las naves que surcaban sus aguas. El río fluía como siempre lo había hecho, y no sabía nada ni le importaba nada Damon Julian y toda su raza. Nada significaba para él el pueblo de la noche, pues cuando todos estuvieron muertos y olvidados, el viejo diablo del río seguiría fluyendo, formando nuevos canales, inundando ciudades cosechas, dando origen a otras y aplastando entre sus dientes un barco tras otro para escupirlos después hechos astillas.
Abner Marsh se movió entonces a una posición desde la cual se divisaba la parte superior de los grandes tambores de las palas. Julian iba tras él.
—Capitán —le gritó con voz forzada pero aún seductora. Marsh no le hizo caso. Se subió de un salto al tambor de babor con una fuerza nacida de la necesidad, una fuerza que ni él mismo sabía que tenía. Bajo sus pies giraba la gran rueda. La notaba haciendo vibrar la madera, la oía con su constante chunkachunka. Avanzó hacia adelante con cuidado, evitando caer en un mal lugar donde las palas le pudieran arrastrar bajo la rueda y destrozarle. Miró hacia abajo. Ya casi no había luz y el agua parecía negra, pero por donde el Sueño del Fevre acababa de pasar se veía el agua agitada y burbujeante. El resplandor de los hornos del barco la iluminaba de un rojo intenso, de modo que parecía sangre hirviendo. Abner Marsh se quedó mirándola y le entró un escalofrío. Más sangre, pensó, más maldita sangre. No podía librarse de ella, de ningún modo. El martilleo de las palas del vapor sonaba a sus oídos como un trueno. Sour Billy Tipton apareció también en lo alto del tambor y se acercó a Abner con aire amenazador.
—El señor Julian te ordena que vayas, gordo —decía Billy—. Vamos, ya has llegado lo más lejos que se puede.
Con estas palabras, sacó su cuchillo y sonrió. Sour Billy Tipton tenía una sonrisa realmente aterrorizadora.
—No es la sangre —dijo Marsh en voz alta—. Sólo es el maldito río.
Y asiendo todavía su bastón, inspiró profundamente y se lanzó desde la altura. Llegaron a sus oídos las maldiciones de Sour Billy cuando se hundió entre las aguas.