CAPITULO DIECIOCHO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
río Mississippi,
agosto de 1857

Cuando, a la mañana siguiente, el sol se alzó sobre Nueva Orleans como un abultado ojo amarillo que volvía carmesí la niebla del río y que prometía un día abrasador, Abner Marsh aguardaba ya junto al embarcadero.

La noche anterior había corrido sin parar, por entre las calles iluminadas con farolas a gas del Vieux Carré, como un loco, tropezando con los transeúntes, tambaleándose y resbalando, corriendo como no lo había hecho en su vida, hasta que al fin advirtió que nadie le perseguía. Entonces, Marsh entró en la primera taberna que vio y se tragó tres whiskys seguidos para detener el temblor de sus manos. Por último, ya próximo el amanecer, empezó a bajar otra vez hacia el Sueño del Fevre. Nunca en toda su vida había sentido tanta furia ni tanta vergüenza. Le habían hecho salir corriendo de su propio barco, le habían puesto una navaja en el cuello y habían asesinado a un niño justo frente a sus narices y en su propia mesa. Nadie podía tratarle así impunemente, pensó. Ni hombres blancos, ni negros, ni pieles rojas, ni tampoco ningún maldito vampiro. Se juró a sí mismo que aquel Damon Julian iba a lamentarlo mucho. Había llegado el día, y los cazadores se convertían en presas.

El muelle latía ya de actividad cuando Marsh llegó hasta él. Otro gran vapor de palas laterales había atracado junto al Sueño del Fevre y estaba descargando. Los vendedores ambulantes ofrecían frutas y helados desde sus carros, y habían hecho su aparición un par de omnibuses de hoteles de lujo. El Sueño del Fevre despedía vapor por las chimeneas, observó Abner entre la sorpresa y la alarma. Un humo oscuro se enroscaba sobre el barco mientras abajo un grupo de estibadores cargaban las últimas mercancías. Apresuró el paso y se acercó a ellos, al tiempo que les gritaba:

—¡Eh, vosotros, un momento!

El mozo más próximo era un negro de fuerte constitución, de cabeza calva y brillante, a quien faltaba una oreja. Al oír el grito de Marsh se volvió, con un Lonei sobre el hombro derecho.

—¿Sí, capitán?

—¿Qué sucede aquí? —inquirió Abner—. ¿A qué viene todo este vapor? Yo no he dado ninguna orden.

—Yo sólo me ocupo de cargar —contestó el otro—. No sé nada más, señor.

Marsh masculló un juramento y siguió adelante. Hairy Mike Dunne apareció balanceándose sobre la cubierta inferior, con la barra de hierro en la mano.

—Mike —le llamó Abner Marsh. Hairy Mike frunció el ceño dándole a su rostro moreno un fiero aspecto de concentración.

—Buenos días, capitán. ¿De verdad ha vendido usted el barco?

—¿Cómo?

—El capitán York nos dijo que le había vendido usted su mitad y que no vendría con nosotros. Anoche volví un par de horas después de la medianoche, con algunos muchachos más, y York nos contó que usted y él se habían discutido, que dos capitanes eran demasiados, y que usted le había vendido su parte. También le dijo a Whitey que diera presión al vapor. Así se hizo, y aquí estamos. ¿Es cierto todo eso, capitán?

Marsh estaba confuso. Los estibadores empezaban a reunirse a su alrededor, curiosos, y por ello cogió del brazo a Hairy Mike y le alejó de la rampa por donde subían las mercancías.

—Mike, no tengo tiempo para historias largas —le dijo tan pronto como los dos estuvieron razonablemente apartados de los demás—, así que no me acose a preguntas, ¿entendido? Limítese a hacer lo que le diga.

Hairy Mike asintió.

—¿Problemas, capitán? —dijo, dando unos golpecitos con la barra de hierro en la palma de su mano grande y carnosa.

—¿Cuánta gente ha regresado a bordo?

—La mayor parte de la tripulación y algunos pasajeros. Sólo quedan unos cuantos por subir.

—No vamos a esperar a nadie más —dijo Marsh—. Cuantos menos seamos a bordo, mejor. Vaya a buscar a Framm o a Albright, me da igual cualquiera de los dos. Llévelo a la cabina del piloto y que nos saque de aquí. Ahora mismo, ¿entendido? Voy a buscar al señor Jeffers. Cuando tenga al piloto, reúnase con nosotros en el despacho del sobrecargo. No le diga nada de esto a nadie.

Entre sus espesas patillas se dibujó una leve sonrisa.

—¿Qué vamos a hacer? ¿A vender este vapor por cuatro perras, quizá?

—No —contestó Abner—. Vamos a matar a un hombre. Y no es a Joshua. ¡Vamos, muévase! Después, venga a la oficina.

Sin embargo, Jonathon Jeffers no estaba en la oficina y Marsh hubo de encaminarse al camarote del sobrecargo y golpear la puerta insistentemente hasta que un Jeffers de aspecto soñoliento abrió la puerta, aún en camisón.

—Capitán Marsh —dijo, conteniendo un bostezo—. El capitán York nos dijo que había vendido su parte. Yo no le encontré mucho sentido a lo que nos contó, pero no estaba usted presente y, por tanto, no supe qué pensar. Pase.

—Dígame qué sucedió aquí anoche —dijo Marsh en cuanto estuvo a cubierto en el camarote del sobrecargo. Jeffers volvió a bostezar.

—Perdone, capitán, pero casi no he dormido.—se acercó a la jofaina situada sobre la cómoda y se mojó la cara. Después, buscó las gafas y volvió adonde se encontraba Marsh, ya con un aspecto más parecido al habitual—. Bien, déjeme hacer memoria un minuto. Estábamos en el St. Charles, donde habíamos quedado. Íbamos a pasar allí toda la noche para que el capitán York y usted pudieran disfrutar de su fiesta privada —enarcó las cejas con aire sardónico—. Estaban conmigo Jack Ely y Karl Framm, y Whitey con algunos de los fogoneros, y… Bueno, estábamos allí un buen grupo. También estaba el aprendiz del señor Framm. El señor Albright cenó con nosotros, pero después subió a acostarse mientras los demás nos quedábamos a beber y charlar. Teníamos habitaciones reservadas pero, no bien nos habíamos metido en la cama, a las dos o las tres de la madrugada, cuando Raymond Ortega y Simon y ese tipo, Sour Billy Tipton, vinieron para llevarnos a toda prisa a bordo del barco. Nos dijeron que York quería vernos a todos inmediatamente. Así lo hicimos y el capitán York nos reunió en el gran salón y nos contó que le había comprado a usted su parte, y que zarparíamos durante la mañana. Envió a algunos de los marineros a recoger a los que todavía quedaban en Nueva Orleans y a informar de las novedades a los pasajeros. Creo que ahora casi toda la tripulación debe estar a bordo. Toda la carga está dispuesta, y por eso había decidido echar un sueñecito. Bueno, capitán, dígame usted ahora, ¿qué es lo que está sucediendo?

—No tengo tiempo de contárselo —masculló Marsh—. Y aunque lo hiciera, no creería usted ni una palabra. ¿Vio algo extraño en el salón anoche?

—No —dijo Jeffers, con una ceja enarcada—. ¿Debería haberlo visto?

—Quizá.

—Todos los restos de la cena habían desaparecido totalmente—. Es algo extraño, si se piensa, pues todos los camareros estaban en tierra.

—Supongo que Sour Billy se ocupó de todo —dijo Marsh— pero no importa. ¿Estaba aquí Julian?

—Sí, él y unos cuantos más que no había visto nunca. El capitán York me hizo asignarles camarotes. Ese Damon Julian es un tipo extraño. Parecía muy amigo del capitán York. Es bastante educado, y tiene buen aspecto, excepto por esa cicatriz.

—¿Les dio usted camarotes, decía?

—Así es —continuó Jeffers—. El capitán York dijo que Julian se quedara en su camarote, señor, pero yo no accedí, sabiendo que dentro estaban sus cosas. Insistí en que tomara uno de los camarotes de los pasajeros, junto al salón, hasta que tuviera la oportunidad de hablar con usted y Julian dijo que le parecía correcto, así que en realidad no hubo muchos problemas.

—Bien —contestó Abner Marsh con una sonrisa—. ¿Y Sour Billy? ¿Dónde está?

—Tiene el camarote más próximo al de Julian —dijo Jeffers—, pero dudo de que esté allí ahora. La última vez que lo vi merodeaba por la cubierta principal, actuando como si el barco fuera suyo y jugando continuamente con ese cuchillo que tiene. Le vi rascando con él en una de las columnas, como si no fueran más que troncos viejos y muertos. Le dije que se detuviera o haría que Hairy Mike le echara por la borda y me obedeció, pero se quedó mirándome con aire belicoso. Ese tipo es un verdadero problema.

—¿Cree usted que estará aún en el comedor principal?

—Bueno, he estado durmiendo, pero allí estaba la última vez que le vi, dormitando en un sillón.

—Vístase —le ordenó Marsh—. Y rápido. Nos reuniremos en su oficina, inmediatamente.

—Desde luego, capitán —asintió Jeffers, confundido.

—Y traiga su bastón de estoque —añadió Marsh al tiempo que salía.

Menos de diez minutos después, Marsh, Jeffers y Hairy Mike Dunne se reunían en la oficina del sobrecargo.

—Siéntense y permanezcan callados y atentos —dijo Marsh—. Sé que esto va a parecerles una locura, pero los dos me conocen desde hace muchos años y saben perfectamente que no soy un charlatán, ni voy por ahí contando fantasías como el señor Framm. Lo que he de decirles es la pura verdad, o que me estalle debajo una maldita caldera si miento.

Abner Marsh inspiró profundamente y empezó el relato. Les contó todo lo sucedido, deteniéndose sólo una vez, cuando el estridente grito de la sirena del vapor le interrumpió,al tiempo que la cubierta empezaba a vibrar.

—Zarpamos —dijo Hairy Mike—. Río arriba, como usted dijo.

—Bien —convino Marsh, y reanudó el relato mientras el Sueño del Fevre se separaba del embarcadero de Nueva Orleans, daba marcha atrás a sus grandes palas y empezaba a remontar el Mississippi bajo un sol cálido y sin nubes.

Cuando Marsh hubo terminado, Jonathon Jeffers le miró despectivo.

—Bueno —dijo al fin—. Es fascinante. Quizá deberíamos llamar a la policía.

Hairy Mike Dunne dio un respingo.

—Nada de eso. En el río, cada uno resuelve sus propios problemas —añadió, alzando la vara de hierro.

Abner Marsh asintió.

—Este es mi barco, y no voy a llamar a nadie de fuera, señor Jeffers.

Así eran las cosas en el río. Daba menos molestias pegarle un buen golpe al causante de los problemas, lanzarlo por la borda y dejar que las palas terminaran con él. El viejo diablo del río guardaba el secreto.

—Y, sobre todo, no vamos a llamar a la policía de Nueva Orleans. No van a preocuparse en absoluto por un bebe esclavo, y ni siquiera tenemos el cuerpo. De todos modos, son un hatajo de sinvergüenzas y no iban siquiera a prestarnos atención. Y en caso contrario, ¿qué? Vendrían con sus pistolas y sus porras, que son totalmente inútiles contra Julian y su grupo.

—Así pues, tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta —murmuró Jeffers—. ¿Cómo?

—Sugiero que vayamos a por esos tipos, uno por uno, y acabemos con ellos —dijo Hairy Mike en tono amistoso.

—No —intervino Abner—. Supongo que Joshua puede controlar a los demás, pues ya lo ha hecho antes. El intentó portarse bien e impedir lo que sucedió anoche, pero Julian resultó demasiado para él. Sólo tenemos que librarnos de Julian antes de que anochezca.

—No será difícil —insinuó Hairy Mike. Abner Marsh frunció el ceño.

—No estoy tan seguro. Esto no es como en las leyendas. No son tan indefensos de día. Sólo están dormidos y, si se les despierta, son terriblemente fuertes y asombrosamente rápidos, y no resulta fácil alcanzarles. Todo tiene que hacerse bien. Creo que podemos hacerlo entre los tres, así que no hace falta involucrar a nadie más. Si algo sale mal, haremos bajar a todo el mundo del vapor antes de que anochezca y nos situaremos en algún lugar río arriba donde nadie puede interferir, donde ninguno de esos tipos de la noche pueda llegar, en el caso de que tengamos que matar a alguien, aparte de Julian. Pero creo que esto no ocurrirá.—Se volvió hacia Jeffers y le preguntó—: ¿Tiene el duplicado de la llave del camarote donde instaló a Julian?

—Sí, en la caja fuerte —respondió el aludido, apuntando hacia la caja de hierro negro con el bastón de estoque.

—Bien —asintió Marsh—. Mike ¿con cuánta fuerza puede pegar con esa barra de hierro suya?

Hairy Mike sonrió y dio unos golpecitos con la barra aludida en la palma de su mano. Se produjo un sonido sordo.

—¿Con cuánta fuerza quiere que pegue, capitán?

—Quiero que le aplaste su maldita cabeza —dijo Marsh—. Y tiene que hacerlo a la primera, de un solo golpe. No va a tener tiempo para un segundo intento. Si sólo consigue romperle la nariz, al segundo siguiente ya le tendrá encima desgarrándole la garganta.

—Un golpe —repitió Hairy Mike—. Uno solo.

Abner Marsh asintió, confiando en que el enorme primer oficial sería fiel a su palabra.

—Entonces, sólo queda un asunto más. Sour Billy. Es el perro guardián de Julian. Quizá esté adormilado en algún sillón del salón, pero sospecho que se despabilará enseguida si ve que nos dirigimos a la puerta de Julian. Así pues, no debe vernos. Los camarotes de la cubierta de calderas tienen dos puertas. Si Billy está en el salón, entraremos por el paseo exterior. Si está fuera, entraremos por el salón. Antes de hacer nada más, debemos comprobar dónde está Billy. Es asunto suyo, señor Jeffers. Tiene que encontrar a Sour Billy Tipton y decirnos dónde está. También tiene que asegurarse de que no ande merodeando por las proximidades. Si oye ruidos o jaleo en el camarote de Julian, o si se encamina hacia allí, quiero que utilice usted el estoque de ese bastón que lleva y que se lo hunda en su precioso estómago, ¿entendido?

—Entendido —asintió el sobrecargo, con rostro serio. Se colocó bien las gafas.

Abner Marsh se detuvo un momento y miró intensamente a sus dos aliados: el sobrecargo, delgado y elegante, con sus gafas de montura de oro y sus polainas abotonadas, la boca tensa, el cabello peinado hacia atrás con gomina, como siempre y, junto a él, el enorme primer oficial con su burda vestimenta y su rostro duro, sus modales toscos, sus ojos verdes intensos, vibrando ya con la perspectiva de una pelea. Abner Marsh pensó que formaban una pareja extraña, pero formidable. Resopló, complacido.

—Bien, ¿a qué esperamos? Señor Jeffers, vaya a enterarse dónde está Sour Billy.

El sobrecargo se levantó. Regresó al cabo de cinco minutos.

—Está en el comedor principal, desayunando. La sirena debe haberle despertado. Está tomando unos huevos y pastelillos de carne, con una gran cafetera al lado. Está sentado en un lugar desde donde puede observar la puerta del camarote de Julian.

—Bien —dijo Marsh—. Señor Jeffers, ¿por qué no va también usted a desayunar?

—Sí, creo que me ha entrado apetito —sonrió Jeffers.

—Primero, denos las llaves.

Jeffers asintió y se inclinó hacia la caja fuerte. Ya con las llaves en la mano, Marsh concedió unos buenos diez minutos al sobrecargo para regresar al gran salón. Después, se puso en pie y dio un gran suspiro. El corazón le galopaba en el pecho.

—Vamos —le dijo a Hairy Mike Dunne, al tiempo que abría la puerta al mundo exterior.

El día era cálido y brillante, lo cual le pareció a Marsh un buen presagio. El Sueño del Fevre avanzaba río arriba con toda placidez, dejando una doble estela de espuma ribeteada de blanco. Debían avanzar a unos dieciocho nudos, pensó Marsh, y con la suavidad y elegancia de los modales de un criollo. Se sorprendió preguntándose qué tiempo haría hasta Natchez, y de repente deseó más que cualquier otra cosa estar arriba en la cabina del piloto, contemplando el río que tanto amaba. Abner Marsh tragó saliva y parpadeó para evitar que le cayeran unas lágrimas, sintiéndose enfermo y cobarde.

—¿Capitán? —dijo Hairy Mike, dubitativo. Abner Marsh masculló una maldición.

—No es nada —añadió—. Sólo que… ¡Maldita sea, vamos de una vez!

Llegó hasta la puerta con la llave del camarote de Julian bien apretada en su mano roja y enorme. Los nudillos se le estaban poniendo blancos.

Al llegar frente al camarote, Marsh se detuvo a echar una ojeada alrededor. El paseo estaba casi desierto. Una señora contemplaba el paisaje apoyada en la barandilla, a una buena distancia a proa de donde se encontraban, y aproximadamente a una docena de puertas más adelante había un tipo de camisa blanca y sombrero gacho, sentado con la silla apoyada hacia atrás en la puerta de uno de los camarotes, pero ninguno de los dos parecían muy interesados en Marsh y Hairy Mike. Abner introdujo cuidadosamente la llave en la cerradura.

—Recuerde lo que le he dicho —le susurró al primer oficial—. Rápido y en silencio. Un solo golpe.

Hairy Mike asintió y Marsh hizo girar la llave. La puerta se abrió en silencio y Marsh empujó.

Dentro todo estaba cerrado y oscuro, cubierto de cortinas y contraventanas cerradas, como solía hacer en sus habitaciones la gente de la noche; con todo, distinguieron una forma pálida bajo las sábanas a la luz que penetraba por la puerta. Avanzaron con todo el silencio que puede pedirse a dos hombres grandes y ruidosos, e inmediatamente Marsh cerró la puerta tras él y Hairy Mike Dunne se adelantó, alzando su vara de hierro de un metro de longitud por encima de la cabeza. Abner Marsh distinguió a duras penas al ser que estaba en la cama, que se agitó al tiempo que se volvía hacia el ruido y hacia la luz. Hairy Mike estuvo a su altura en dos rápidas zancadas, y el hierro cayó en un arco terrible al final de su enorme brazo, cayó y cayó hacia el pálido rostro del durmiente en un instante que le pareció una eternidad.

Entonces la puerta del camarote se cerró por completo, desapareció el último retazo de luz y en la total oscuridad Abner Marsh escuchó un ruido como de un pedazo de carne al caer sobre el mármol del carnicero y, debajo de este sonido, otro como el de un huevo al romperse, y contuvo la respiración.

El camarote quedó en total silencio y Marsh no pudo distinguir absolutamente nada. De la oscuridad, le llegó un sonido grave y gutural. Un sudor frío le empapó todo el cuerpo.

—Mike —susurró, al tiempo que buscaba una cerilla.

—Sí, capitán —le contestó la voz del primer oficial—. Un golpe, ya está —añadió, con un nuevo sonido gutural.

Abner Marsh rascó la cerilla en la pared y parpadeó.

Mike estaba todavía inclinado sobre el lecho con la barra de hierro en la mano.

—¿Está muerto?—preguntó Marsh; tenía la poderosa y repentina impresión de que aquella cabeza destrozada iba a empezar a juntarse y sanar en cualquier momento, y que el pálido cadáver se levantaría y se reiría de ellos.

—No he visto nunca a nadie más muerto —dijo Hairy Mike.

—Asegúrese —ordenó Marsh—. Asegúrese bien.

Hairy Mike Dunne encogió sus enormes y poderosos hombros y alzó la barra ensangrentada, que cayó de nuevo sobre la cabeza y la almohada. Una segunda vez. Una tercera. Una cuarta. Hairy Mike Dunne era un tipo terriblemente fuerte.

La cerilla le quemó los dedos a Marsh. La apagó.

—Vámonos —dijo ásperamente.

—¿Qué hacemos con él?—preguntó Hairy Mike.

Marsh abrió la puerta del camarote. Tenía ante sí el sol y el río, una bendición.

—Dejémosle aquí, a oscuras —contestó—. Cuando caiga la noche le tiraremos al río.

Hairy Mike siguió a Marsh fuera del camarote y cerró la puerta tras de sí. Marsh se sentía mal. Inclinó su gran humanidad contra la barandilla de la cubierta de calderas y tuvo que esforzarse para no caer del otro lado. Chupasangre o no, lo que le habían hecho a Damon Julian era difícil de soportar.

—¿Necesita ayuda, capitán?

—No —respondió éste. Se enderezó con esfuerzo. La mañana ya era calurosa y el sol amarillo batía el río hasta hacerse agobiante. Marsh estaba bañado en sudor.

—No he dormido mucho —dijo, esforzándose por sonreír—. De hecho, no he dormido en absoluto. Y eso que acabamos de hacer también me ha costado un buen esfuerzo.

Hairy Mike se encogió de hombros. Por lo visto, a él no le costaba tanto.

—Váyase a dormir —le dijo a Abner.

—No —replicó Marsh—. No puedo. Tengo que ver a Joshua y explicarle lo que acabamos de hacer. Tiene que saberlo para que así esté preparado para dominar a los demás.

De repente, Abner Marsh se descubrió preguntándose cómo reaccionaría Joshua York ante el brutal asesinato de uno de los suyos. Después de lo sucedido la noche anterior, no creía que Joshua se sintiera muy molesto, pero no estaba seguro. En realidad, Abner no conocía a los seres de la noche ni sabía cómo pensaban y, si bien Julian era un chupasangre y un infanticida, los demás también habían hecho cosas casi igual de terribles, incluido Joshua. Y Damon Julian también había sido el maestro de sangre de Joshua y los demás, el rey de los vampiros. Y cuando alguien mata al rey de uno, aunque sea un rey al que odia, ¿no está obligado el súbdito a hacer algo al respecto? Abner Marsh recordó la fría fuerza de la cólera de Joshua y, ante aquel recuerdo, se encontró sin muchas ganas de subir al camarote del capitán en la cubierta superior, especialmente ahora que Joshua estaría en su peor momento, recién acostado.

—Quizá sea mejor que espere —se descubrió diciéndose a sí mismo—. Dormiré un poco.

Hairy Mike asintió.

—Sin embargo, tengo que ser el primero en hablar con Joshua —dijo Marsh. Se sentía realmente enfermo: tenía náuseas, fiebre y malestar. Era preferible acostarse un par de horas—. No puedo dejar que se entere por su cuenta. Se lamió los labios, que tenía más secos que el papel de lija. Usted vaya a hablar con Jeffers, explíquele como ha salido el asunto, y luego, antes del crepúsculo, vengan a verme uno de los dos. Y bastante antes del crepúsculo, ¿comprendido? Necesito al menos una hora para ir a hablar con Joshua. Le despertaré y se lo contaré y así, cuando llegue la noche, sabrá cómo manejar al resto de su gente. También sería conveniente que alguno de los marineros vigilara los movimientos de Sour Billy. Llegará el momento en que también tendremos que tratar con él.

—Deje que el río trate con él —insinuó Hairy Mike.

—Quizá lo hagamos —contestó Marsh—. Quizá. Ahora, me voy a descansar, pero acuérdese de despertarme un buen rato antes de que anochezca, ¿entendido?

—Perfectamente.

Y así Abner Marsh ascendió a duras penas la escalera hasta la cubierta superior, sintiéndose enfermo y más cansado a cada escalón. Frente a la puerta de su camarote, le invadió un súbito acceso de miedo. ¿Qué sucedería si, pese a lo que Jeffers había dicho, se había instalado uno de ellos en su camarote? Sin embargo, cuando abrió de par en par la puerta y dejó que la luz entrara en la habitación comprobó que estaba vacía. Marsh entró tambaleándose, descorrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara toda la luz y todo el aire posible. Después, cerró la puerta con llave y se sentó pesadamente en la cama para quitarse sus ropas húmedas de sudor. El camarote resultaba sofocante pero Marsh estaba demasiado agotado para advertirlo. Se quedó dormido casi al instante.

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