Capítulo 11

Cuando salí al exterior me cegó la luz del sol. Entorné los ojos y miré calle arriba tratando de localizar a Charbonneau y Claudel. El desfile había concluido y una multitud vagaba sin rumbo Sherbrooke abajo. Distinguí a Claudel, que se abría camino entre el gentío, con el rostro congestionado y contraído. Charbonneau lo seguía de cerca y, con el brazo en alto, exhibía su insignia, utilizándola como escudo para que le cedieran el paso.

La riada humana se abrió, sin comprender que sucedía algo insólito. Una corpulenta rubia se apoyaba en los hombros de su novio, la cabeza hacia atrás y los brazos en alto, agitando una botella de cerveza Molson hacia el cielo. Un borracho, que lucía la bandera de Quebec como la capa de Superman y estaba subido a una farola, animaba a la multitud cantando «Quebec pour les Quebecois!». Advertí que el coro era más estridente que antes.

Giré hacia el solar vacío, me subí a un bloque de cemento y me puse de puntillas para escudriñar el gentío. Si se trataba realmente de Saint Jacques, no se veía por ninguna parte. Tenía la ventaja de conocer el terreno y la había utilizado para poner la mayor distancia posible entre él y nosotros.

Advertí que un miembro de la brigada de apoyo concluía de hablar por el microteléfono y se incorporaba a la persecución. Había pedido refuerzos por radio, pero dudé que su coche pudiera infiltrarse entre la multitud. Su compañero y él se abrían paso a codazos en dirección a Berger y Ste. Catherine, siguiendo muy de cerca a Claudel y Charbonneau.

De pronto distinguí la gorra de béisbol naranja. Iba delante de Charbonneau, que, incapaz de descubrirla entre aquella masa humana, había girado al este en Ste. Catherine. Saint Jacques se dirigía hacia la parte oeste; pero, tan rápidamente como lo había detectado, desapareció de mi vista. Agité los brazos para atraer la atención, mas fue inútil. Había perdido de vista a Claudel y tampoco los patrulleros podían verme.

Impulsivamente salté del bloque y me metí entre el gentío. Los cuerpos que me rodeaban difundían olor a sudor, a lociones bronceadoras y a cerveza rancia. Agaché la cabeza y, olvidando mi habitual cortesía, me abrí paso con rudeza en busca de Saint Jacques. No tenía ninguna insignia que excusara mi brusquedad, por lo que empujaba a la gente y la apartaba evitando mirarla. La mayoría aceptaban los empellones con buen humor; otros se detenían para insultarme a mis espaldas. Muchos eran muy específicos sexualmente.

Traté de distinguir la gorra de Saint Jacques entre los cientos de cabezas que me rodeaban, pero me fue imposible. Emprendí una carrera hacia el punto donde lo había detectado introduciéndome entre los transeúntes como un rompehielos en el San Lorenzo.

No acabó de funcionar. Me hallaba próxima a Ste. Catherine, cuando alguien me asió violentamente por detrás. Una mano del tamaño de una raqueta de tenis Prince me agarró por la garganta y tiró con fuerza de mi cola de caballo. La barbilla se me disparó hacia arriba y sentí, o creí sentir, un chasquido en la nuca al tiempo que me impulsaban hacia atrás y me aplastaban contra el pecho de un gigantesco obrero de la construcción. Sentí su calor y el olor de su transpiración empapando mi espalda y cabellos. Un rostro se acercó a mi oreja y me envolvió en un agrio olor a vino, humo de cigarrillos y patatas fritas rancias.

– ¡Eh, tía!, ¿por qué diablos empujas?

No podía responder dada mi posición. Ello pareció enfurecerlo más y, soltándome los cabellos y el cuello, me puso las manos en la espalda y me propinó un violento empellón que me envió contra una mujer con pantalones cortos y calzada con zapatos de altísimos tacones que se echó a gritar. La gente que nos rodeaba se apartó ligeramente. Yo eché los brazos hacia adelante en un intento de recuperar el equilibrio, pero era demasiado tarde y caí al suelo golpeándome fuertemente en la rodilla de alguien.

Al chocar contra la acera resbalé y me arañé la mejilla y la frente. Me cubrí la cabeza con las manos instintivamente mientras el pulso latía en mis oídos. Sentí que la gravilla se me clavaba en la mejilla derecha y comprendí que me había arrancado la piel. Cuando intentaba levantarme del suelo con ayuda de las manos una bota me aplastó los dedos. Tan sólo vislumbraba piernas, rodillas y pies pues la multitud daba un rodeo para evitarme, al parecer sin reparar en mí hasta que tropezaban con mi cuerpo.

Rodé de costado y traté de nuevo de levantarme apoyándome en manos y rodillas, pero los inintencionados golpes de pies y piernas me lo impedían. Nadie se detenía para protegerme ni auxiliarme.

De pronto percibí una voz enojada y advertí que la multitud retrocedía ligeramente. Alrededor de mí se despejó un pequeño espacio y ante mi rostro apareció una mano cuyos dedos me hacían señas con impaciencia. Me así a ella y me incorporé para volver a encontrarme entre la luz del sol y el oxígeno.

La mano pertenecía a Claudel, que con su otro brazo mantenía a raya a la multitud mientras yo me ponía en pie con dificultades. Vi moverse sus labios pero no logré comprender lo que decía. Como de costumbre, parecía enojado; sin embargo, nunca me había parecido mejor su aspecto. Concluyó sus palabras e hizo una pausa para examinarme; advirtió el rasguño en mi rodilla derecha y las abrasiones de los codos, y por último inspeccionó mi mejilla, arañada y sangrante, y el ojo semicerrado por causa de la hinchazón.

Soltándome la mano, sacó un pañuelo de su bolsillo y me lo tendió al tiempo que me señalaba el rostro. Lo tomé con dedos temblorosos y me enjugué la sangre y la gravilla; volví a doblarlo por una superficie limpia y lo apreté contra mi mejilla.

– ¡No se aparte de mí! -gritó Claudel muy cerca de mi oído.

Respondí con una señal de asentimiento.

Se abrió camino hacia la parte oeste de Berger, donde la multitud era menos densa. Yo lo seguí con piernas temblorosas. A continuación se volvió en dirección al coche. Apresuré mis pasos y lo cogí del brazo. El hombre se detuvo y me miró con expresión inquisitiva. Agité la cabeza enérgicamente y él enarcó las cejas formando una pronunciada uve, que me recordó a Stan Laurel.

– ¡Está por allí! -grité señalando en dirección opuesta-. ¡Lo he visto!

Un hombre muy atildado pasó rozándome. Comía un cucurucho de helado que, al derretirse, había ido dejando un reguero rojo en su vientre, como si fueran gotas de sangre.

Claudel frunció el entrecejo.

– ¡Ahora mismo irá al coche! -me dijo.

– ¡Lo he visto en Sainte Catherine! -repetí, pensando que quizá no me había oído-. ¡Por Les Foufounes Électriques, en dirección a Saint Laurent!

Mi voz sonaba histérica hasta en mis propios oídos.

Había atraído su atención. Vaciló un segundo mientras valoraba los daños causados en mi mejilla y mis extremidades.

– ¿Está bien?

– Sí.

– ¿Podrá llegar hasta el coche?

– ¡Sí! ¡Aguarde! -exclamé cuando se disponía a irse.

Pasé trabajosamente las piernas sobre un cable oxidado que se levantaba a la altura de la rodilla por el perímetro del solar, me dirigí hasta otro bloque de cemento y me subí en él para escudriñar el mar de cabezas en busca de la gorra de béisbol de color anaranjado. Pero fue inútil. Claudel me observaba con impaciencia mientras yo inspeccionaba a la multitud, y desviaba los ojos de mí hasta el cruce una y otra vez de tal modo que recordaba al perro de un trineo que aguardara el disparo de salida.

Por fin negué con la cabeza y levanté las manos impotente.

– Bien. Seguiré buscando -dijo él.

Bordeó el solar vacío y volvió a abrirse paso a codazos en la dirección que le había indicado. El gentío era más denso que nunca en Ste. Catherine, y al cabo de unos momentos su cabeza desapareció entre aquel océano como si éste lo hubiera absorbido, al igual que un ejército de anticuerpos que persiguieran y rodearan a una proteína extraña. Hacía un momento era un ente individual; al instante, un punto minúsculo e indefinido entre la masa.

Me esforcé por localizarlo pero, por mucho que lo intenté, tampoco logré distinguir a Charbonneau ni a Saint Jacques. Más allá de St. Urbain un coche patrulla intentaba introducirse entre la multitud haciendo destellar sus luces rojiazules, pero los juerguistas hacían caso omiso de ellas, así como de su insistente sirena pidiendo paso. En una ocasión distinguí un destello de color anaranjado, pero resultó ser una tigresa con frac y zapatillas de lona de tacón alto. Al cabo de unos momentos la vi más de cerca con la cabeza de su disfraz y tomando un refresco.

El sol caldeaba el ambiente, me dolía mucho la cabeza y sentía formarse una dura costra en la mejilla herida. Seguí escudriñando con insistencia el horizonte, buscando entre la multitud. Me negaba a desistir hasta que Charbonneau y Claudel regresaran. Pero sabía que era una farsa: St. Jean y el día habían sido propicios a nuestra presa, que había logrado escapar.


Una hora más tarde nos reuníamos junto al coche. Los detectives se habían despojado de chaquetas y corbatas y las habían tirado en el asiento posterior. Tenían el rostro cubierto de sudor y las axilas y la espalda empapadas. Charbonneau estaba congestionado como una tarta de frambuesas y el cabello se le levantaba de punta sobre la frente como un Schnauzer mal esquilado. En cuanto a mí, la camiseta me pendía laciamente del cuerpo y parecía que acabase de sacar los leotardos de la lavadora. Nuestra respiración se había regularizado y todos habíamos proferido muchas palabrotas.

– Merde! -exclamó Claudel.

Era una alternativa aceptable.

Charbonneau se asomó al interior del vehículo y sacó un paquete de Players del bolsillo de su chaqueta. Se apoyó sobre un guardabarros, encendió el cigarrillo y echó el humo por la comisura de la boca.

– Ese canalla se ha escabullido entre el gentío como una cucaracha.

– Conoce el terreno y eso lo favorece -dije, resistiéndome a explorar los daños sufridos en la mejilla.

El hombre fumó unos momentos en silencio.

– ¿Cree que es el mismo tipo del cajero automático?

– ¡No lo sé, diablos! -repliqué-. No conseguí verle el rostro.

Claudel dio un resoplido, sacó un pañuelo de su bolsillo y se enjugó el sudor de la nuca.

Yo fijé en él mi ojo bueno.

– ¿Ha podido identificarlo? -le pregunté.

Nuevo resoplido.

Ante su gesto despectivo se evaporaron mis propósitos de reservarme mis comentarios.

– Me trata como si fuese lerda, señor Claudel, y esto comienza a irritarme.

El hombre me dedicó otra de sus sonrisas despectivas.

– ¿Cómo se siente el rostro? -se interesó.

– ¡Como un melocotón! -repliqué rechinando los dientes-. ¡A mi edad una abrasión cutánea es un regalo!

– La próxima vez que decida emprender una persecución con alboroto callejero no espere que yo la recoja.

– ¡La próxima vez controle mejor una situación de arresto y no tendré que hacerlo yo!

La sangre me latía en las sienes, y apretaba con tanta fuerza los puños que se me formaban pequeños semicírculos en las palmas.

– ¡Bien, basta ya de esta historia! -intervino Charbonneau dibujando un amplio arco en el aire con su cigarrillo-. ¡Vamos a registrar el apartamento!

Se volvió a los patrulleros que aguardaban en silencio y les dijo:

– Llamad a investigación.

– Ahora mismo -repuso el más alto dirigiéndose al coche. Los demás seguimos a Charbonneau en silencio hasta el edificio de ladrillo rojo y volvimos a entrar en el pasillo. El patrullero restante aguardó afuera.

En nuestra ausencia alguien había cerrado la puerta exterior, pero la que conducía al número seis aún seguía abierta. Entramos en la habitación y nos separamos como la vez anterior, cual personajes que siguieran instrucciones de bloqueo en un escenario.

Yo fui a la parte posterior. El fogón ya estaba frío y los restos de espaguetis no habían mejorado en aquel rato. Una mosca revoloteaba sobre el extremo de la cazuela y me recordaba otros restos más espeluznantes que pudiera haber dejado el ocupante. Nada más había cambiado.

Fui hacia la puerta de la derecha. Pequeños fragmentos de yeso sembraban el suelo, resultado del enorme golpe propinado por el pomo de la puerta contra la pared. La puerta estaba entreabierta y por ella se veía una escalera de madera que descendía a una planta inferior. Bajé un peldaño hasta un pequeño descansillo, di un giro de noventa grados a la derecha y me sumergí en la oscuridad. En el descansillo se alineaban latas metálicas en contacto con la pared. Ganchos oxidados sobresalían de la madera al nivel de los ojos. Distinguí un interruptor eléctrico a la izquierda, en el muro, al que faltaba la placa y cuyos cables se enroscaban entre sí como gusanos en una caja de cebos.

Charbonneau se reunió conmigo y cerró la puerta con su bolígrafo. Le señalé el interruptor y lo utilizó de nuevo para pulsarlo, con lo que se encendió una bombilla en algún punto debajo de nosotros que proyectó un tenue resplandor en los últimos peldaños. Escuchamos en la penumbra sin percibir sonido alguno. Claudel vino tras nosotros.

Charbonneau llegó hasta el descansillo, se detuvo y descendió lentamente seguido de mí, que sentía crujir quedamente cada peldaño bajo mis pies. Me temblaban las castigadas piernas como si acabase de correr un maratón, pero resistí a la tentación de tocar las paredes. El pasillo era angosto y tan sólo distinguía los hombros de Charbonneau que me precedía.

Al llegar al final el ambiente era húmedo y olía a moho. Sentía la mejilla como lava derretida y aquella sensación fría fue muy aliviadora. Miré en torno. Era el clásico sótano, aproximadamente de la mitad de tamaño que el edificio. La pared posterior estaba construida con ladrillos toscos, sin pulir, y debía de haber sido añadida posteriormente para dividir una zona mayor. Adelante y hacia la derecha se encontraba una tina metálica y contra ella se arrimaba un banco de trabajo alargado, de madera, de la que se desprendía la pintura rosa. Debajo había un montón de cepillos de limpieza con las cerdas amarillentas y cubiertas de telarañas. Una manga negra de jardín pulcramente enroscada pendía de la pared.

El espacio de la derecha lo ocupaba un horno gigantesco cuyos conductos metálicos se ramificaban y ascendían como las ramas de un roble, mientras que la base estaba rodeada por un montón de basura. A la tenue luz pude identificar marcos rotos de cuadros, ruedas de bicicletas, sillas de jardín retorcidas y curvadas, latas vacías de pintura y una cómoda. Aquellos restos parecían ofrendas a un dios druida.

Una simple bombilla pendía del centro de la estancia proyectando un vatio de luz. Eso era todo. El resto del sótano estaba vacío.

– El hijo de puta debía de aguardarnos arriba -dijo Charbonneau mirando a lo alto de la escalera con las manos en las caderas.

– La gorda debería habernos dicho que el tipo tenía este pequeño escondrijo -comentó Claudel dando puntapiés al montón de escombros con la punta del zapato-. Aquí podría esconderse Salman Rushdie.

Me impresionó la referencia literaria, pero me abstuve de hacer comentario alguno, decidida a mantener una observación neutra. Las piernas comenzaban a dolerme y algo funcionaba dolorosamente en mi cuello.

– Ese cerdo podía habernos atacado desde detrás de la puerta.

Charbonneau y yo no respondimos. Ambos habíamos pensado lo mismo.

El hombre se dirigió a la escalera y subió seguido de mí, que comenzaba a sentirme aturdida. Cuando llegamos a la habitación la oleada de calor me golpeó. Fui hacia la improvisada mesa y examiné el collage de la pared.

En el centro había un gran mapa de la zona de Montreal, rodeado de recortes de periódicos y revistas. Los de la derecha eran las clásicas fotos pornográficas, del género de Playboy y Hustler. En ellos aparecían muchachas jóvenes en posiciones forzadas, desnudas o con las ropas en desorden. Unas hacían mohines, otras se mostraban incitantes y algunas fingían expresiones de éxtasis orgásmicos, aunque ninguna resultaba muy convincente. El conjunto era de gusto ecléctico: no demostraba preferencias en cuanto a tipos femeninos, razas ni color de cabellos. Advertí que todos habían sido pulcramente recortados, colocados de modo equidistante y concienzudamente enganchados.

Un grupo de artículos periodísticos ocupaba la parte izquierda del mapa. Aunque algunos eran de lengua inglesa, la mayoría procedían de la prensa francesa. Los ingleses siempre iban acompañados de fotos. Me aproximé y leí algunas frases acerca de la violación de un camposanto en una iglesia de Drummondville. Pasé a un artículo en francés que trataba de un secuestro perpetrado en Senneville. A continuación reparé en un anuncio de Videodrome, que se proclamaba el distribuidor más importante de películas pornográficas de Canadá. Había un recorte de Allo Police en un bar de nudistas en el que aparecía una tal «Babette» vestida con un liguero cruzado de cuero y cubierta de cadenas. En otro se mencionaba un allanamiento de morada en St. Paul-du-Nord en que el ladrón había fabricado un muñeco con el camisón de su víctima y lo había acuchillado repetidamente en su propio lecho. A continuación distinguí algo que de nuevo me heló la sangre en las venas.

Entre su colección, Saint Jacques había recortado y enganchado cuidadosamente tres artículos, uno junto a otro, cada uno de los cuales describía un asesino en serie y que, a diferencia de los otros, parecían tratarse de fotocopias. En la primera se describía a Leopold Dion, «el monstruo de Pont Rouge», al que, en la primavera de 1963, la policía había descubierto en su casa con los cadáveres de cuatro hombres jóvenes, todos ellos estrangulados.

En el segundo se exponían las hazañas de Wayne Clifford Boden, que estranguló y violó a mujeres en Montreal y Calgary desde comienzos de 1969. Cuando lo arrestaron en 1971, contaba con cuatro víctimas en su historial. Al margen alguien había escrito: «Bill, l'etrangleur», el estrangulador.

El tercer artículo describía la carrera de William Dean Christenson, alias Bill l'éventreur, el destapador de Montreal. Había asesinado, decapitado y descuartizado a dos mujeres a comienzos de los ochenta.

– Fíjense en esto -dije, sin dirigirme a nadie en particular.

Aunque el ambiente era sofocante, me sentía helada. Charbonneau vino tras de mí.

– ¡Oh, pequeñas, pequeñas! -exclamó mientras examinaba el despliegue de fotos de la derecha del mapa-. Amor a toda escala.

– Se trata de esto -puntualicé señalando los artículos.

Claudel se acercó a nosotros y ambos los examinaron en silencio. Olían a sudor, a ropas pasadas por la lavandería y a loción de afeitado. En el exterior oí a una mujer que llamaba a una tal Sophie y por un instante me pregunté si se trataría de un animal doméstico o de una criatura.

– ¡Por todos los diablos! -exclamó Charbonneau al comprender el tema de los recortes.

– Eso no significa que sea Charlie Manson -se burló Claudel.

– No. A buen seguro que trabaja en su tesina de fin de curso.

Por primera vez creí detectar una nota de fastidio en la voz de Charbonneau.

– Quizás el tipo tenga ilusiones de grandeza -prosiguió Claudel-. Tal vez haya visto a los hermanos Menéndez y se haya aficionado a ellos; quizá se crea un Quijote y desee luchar contra el mal; acaso practique su francés y le parezca más interesante esto que Tin Tin. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Pero ello no lo convierte en Jack el Destripador. -Miró hacia la puerta-. ¿Dónde diablos está la gente de investigación?

Pensé que era un hijo de perra, pero me mordí la lengua.

Charbonneau y yo centramos nuestra atención en la superficie de la mesa. Un montón de periódicos se apoyaban contra la pared. El hombre utilizó su bolígrafo para hojearlos, de modo que levantaba los bordes y luego los dejaba caer unos sobre otros. El montón contenía tan sólo ofertas de empleo, la mayoría de La Presse y la Gazette.

– Tal vez ese gusano buscara empleo -intervino Claudel con sarcasmo-. Acaso pensaba usar a Boden como referencia.

– ¿Qué es eso que está debajo? -dije.

Había visto un destello amarillo al levantarse brevemente el último ejemplar.

Charbonneau empujó el montón con el bolígrafo, lo levantó y lo tiró hacia la pared, dejando a la vista un bloc amarillo. Por un instante me pregunté si a los detectives les exigían entrenarse en la manipulación de bolígrafos, vista la habilidad con que había hojeado los periódicos sobre la mesa y rescatado el bloc que se encontraba debajo.

Se trataba de un bloc amarillo reglado, de los que suelen utilizar los abogados. Advertí que la primera página estaba casi llena de anotaciones a mano. Charbonneau dio un último empujón a los periódicos con el dorso de la mano y expuso el bloc totalmente a la vista.

El impacto recibido por los recortes de los asesinatos en serie palideció ante el sobresalto que me produjeron aquellas anotaciones. El temor que había retenido en mi fuero interno surgió de su madriguera y me aferró con sus dientes.

Isabelle Gagnon, Margaret Adkins. Aquellos nombres saltaron a la vista. Formaban parte de una lista de siete que se extendían en el borde del bloc y junto a cada uno de ellos, de arriba abajo de la página, había una serie de columnas separadas por líneas verticales. Parecía una tosca hoja de cálculo electrónico que contuviera los datos personales de cada uno de los individuos relacionados. No se diferenciaba de mis propias hojas de cálculo, salvo que no reconocí los cinco nombres restantes.

En la primera columna figuraban las direcciones; en la segunda, los números telefónicos. La siguiente contenía breves anotaciones acerca de su residencia. Vent.apart.; entr.ext.; piso, prim.pita.; vent.casa/pat. En la de al lado figuraban una serie de letras a continuación de algunos nombres; otras estaban en blanco. Busqué el apartado correspondiente a Adkins. Ma. Hi. La combinación parecía familiar. Cerré los ojos y busqué una clave verbal. Apartado de parentescos.

– Es la gente con quien conviven -dije-. Fíjense en Adkins: marido, hijo.

– Sí, junto a Gagnon aparece «Hn» y «No»: hermano y novio -confirmó Charbonneau.

– ¡Vaya cerdo! -intervino Claudel-. ¿Y qué significará «Do»?

Se refería a la última columna. Saint Jacques había añadido aquellas letras detrás de algunos nombres; otros aparecían sin ellas.

No conocíamos la respuesta.

Charbonneau pasó la primera página y leímos en silencio la siguiente serie de anotaciones. La página estaba dividida por la mitad y se hallaba consignado un nombre en lo alto y otro hacia el centro. Debajo de cada uno había nuevas columnas. La de la izquierda estaba encabezada con: «Fecha», en las dos siguientes constaba «Dentro» y «Fuera» respectivamente. Los espacios vacíos estaban rellenos de fechas y horas.

– ¡Por Cristo! ¡Las acechaba continuamente! Las escogía y rastreaba como una presa -estalló Charbonneau.

Claudel no hizo comentario alguno.

– Este hijo de perra cazaba mujeres -repitió Charbonneau como si al repetir la frase resultase más convincente. O menos.

– Debe de tratarse de un proyecto de investigación -dije con voz queda-. Y aún no lo ha abandonado.

– ¿Qué quiere decir? -inquirió Claudel.

– Adkins y Gagnon están muertas: las fechas son recientes. ¿Quiénes son las otras?

– ¡Mierda!

– ¿Dónde diablos estarán los de investigación? -exclamó Claudel.

Y desapareció por el pasillo, desde donde le oí lanzar invectivas contra los patrulleros.

Volví a concentrarme en la pared, intentando apartar la lista de mi mente. Tenía mucho calor, estaba agotada y dolorida y no me satisfacía comprender que probablemente no me había equivocado y que a partir de aquel momento trabajaríamos juntos. Que incluso Claudel lo comprendería.

Miré el mapa en busca de algo que distrajera mi atención. Era de gran tamaño y mostraba con colorido detalle la isla, el río y el revoltijo de comunidades que comprendían el CUM y las zonas circundantes. Los municipios en color rosa estaban entrecruzados por callejuelas blancas y unidos por carreteras principales en rojo y grandes autopistas en azul y, punteados en verde, se veían los parques, los campos de golf y los cementerios; los organismos oficiales aparecían en color anaranjado, los centros comerciales en lavanda, y las zonas industriales en gris.

Encontré el centro de la ciudad y me aproximé para tratar de localizar mi callejuela. No tenía más que una manzana y, mientras la buscaba, comencé a comprender por qué a los taxis les resultaba tan difícil encontrarme. Me prometí ser más paciente en el futuro. O, por lo menos, más específica. Encontré Sherbrooke y la seguí hasta Guy, pero descubrí que había ido demasiado lejos. Entonces recibí el tercer impacto de la tarde. Señalaba con el dedo Atwater, junto al polígono anaranjado que establecía la demarcación del Gran Seminario, cuando atrajo mi atención un pequeño símbolo dibujado con bolígrafo en el ángulo sudoeste, un círculo en el que aparecía una equis y que se encontraba próximo al lugar donde se había descubierto el cadáver de Isabelle Gagnon. Entre los fuertes latidos de mi corazón, me desvié hacia la parte este y traté de localizar el estadio olímpico.

– ¡Fíjese en esto, monsieur Charbonneau! -dije con voz tensa y agitada.

El hombre se acercó.

– ¿Dónde está el estadio?

Lo señaló con el bolígrafo y me miró.

– ¿Dónde se encuentra el apartamento de Margaret Adkins?

Vaciló un instante, se aproximó y se dispuso a señalar una calle que se dirigía hacia el sur desde el parque Maisonneuve. Pero se quedó con el bolígrafo en el aire cuando ambos distinguimos la diminuta señal: de nuevo se veía una equis dentro de un círculo dibujado con un bolígrafo.

– ¿Dónde vivía Chantale Trottier?

– En Sainte Anne de Bellevue. Demasiado lejos.

Los dos inspeccionamos el mapa.

– Busquemos sistemáticamente, sector por sector -sugerí-. Yo comenzaré por la esquina superior de la izquierda hacia abajo y usted por la parte derecha inferior y hacia arriba.

Encontró él primero la tercera equis. La marca aparecía en la playa sur, cerca de St. Lambert. Él no tenía noticias de que se hubieran cometido homicidios en aquel distrito ni tampoco Claudel. Buscamos durante otros diez minutos pero no encontramos más equis.

Emprendíamos una segunda búsqueda cuando la furgoneta del equipo de investigación aparcó en la puerta.

– ¿Dónde diablos estabais? -preguntó Claudel cuando los hombres entraron en la habitación con sus maletines metálicos.

– Conducir por aquí es como meterse en Woodstock, pero con menos barro -dijo Pierre Gilbert.

Su redondo rostro, rodeado por una barba rizada, y sus cabellos aún más rizados me recordaban a un dios romano, aunque nunca lograba recordar a cuál.

– ¿Qué tenemos aquí? -inquirió.

– ¿Recuerdas a la muchacha asesinada en Desjardins? El gusano que le robó su tarjeta de crédito vive en este agujero -contestó Claudel-. Posiblemente.

Hizo un ademán que abarcó la habitación.

– Habrá dejado mucho de él en todo esto -añadió.

– Bien, no perderemos detalle -repuso Gilbert con una sonrisa. El cabello se le pegaba en círculos a su frente mojada-. Vamos a buscar las huellas.

– También hay un sótano.

– Oui. -Salvo por la inflexión, primero en descenso y luego en ascenso, parecía más un interrogante que una afirmación-. ¿Por qué no comenzáis por abajo, Claudel? Llevaos el mostrador allí, Marcie.

Marcie se trasladó al fondo de la habitación, sacó un envase de su maletín y comenzó a extender con un cepillo en la mesa de formica el negro polvo que contenía. Los restantes técnicos se marcharon al sótano. Pierre, con guantes de goma, se dedicó a recoger montones de periódicos de la mesa y a meterlos en una gran bolsa de plástico. Fue entonces cuando recibí la impresión más fuerte de toda la jornada.

– Qu'est-ce que c'est? -preguntó.

Levantaba un pequeño recuadro que se encontraba en el centro del montón y que examinó largamente.

– C'est toi?

Me sorprendí al ver que me miraba.

Sin decir palabra me acerqué a observar lo que tenía en la mano. Me sobresaltó encontrarme ante mi propia imagen con téjanos, camiseta y gafas de aviador Bausch and Lomb. El hombre sostenía en su enguantada mano la foto que había aparecido aquella mañana en Le Journal.

Por segunda vez aquel día descubrí mi imagen tomada en una exhumación hacía dos años. La foto había sido minuciosamente recortada, con igual precisión que las que se encontraban en la pared. Sólo se diferenciaba en un aspecto: mi imagen estaba rodeada varias veces por un círculo en bolígrafo y tenía marcado en el pecho una gran equis.

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