Me quedé helada de la cabeza a los pies. «¡Oh, Dios, Gabby! ¿En qué lío te has metido? ¿Dónde te encuentras?» Contemplé el desorden que me rodeaba. ¿Era el caos normal de Gabby o la consecuencia de una huida por causa del pánico?
Releí las notas inconclusas. ¿A quién estarían dirigidas? ¿A mí o a su perseguidor? Nunca podría perdonarse ¿qué? ¿Quién sería tan irritante? Observé el dibujo y de nuevo experimenté la misma sensación que ante la radiografía de Margaret Adkins. Premonición. ¡No, que no le sucediera nada a Gabby!
«¡Tranquilízate, Brennan! ¡Piensa!»
El teléfono. Llamé a casa de Gabby y a su despacho. En ambos lugares me respondió el contestador automático. ¡Bendita sea la era electrónica!
Piensa.
¿Dónde vivían sus padres? ¿En Trois-Riviéres 411? Sólo figuraba un Macaulay, un tal Neal. Me respondió la voz de una anciana que se expresaba en francés. «Me alegra tener noticias tuyas después de tanto tiempo. ¿Cómo estás?» No, no habían hablado con Gabriella desde hacía varias semanas. No, no era insólito. «¡Los jóvenes están tan ocupados! ¿Sucede algo malo?» Los tranquilizo y les prometo visitarlos en breve.
¿Y ahora qué? No conocía a ninguno de los actuales amigos de Gabby.
«¿Aviso a Ryan?»
«No, no es tu guardián. Y, de todos modos, ¿qué le dirías?»
«Tranquilízate. Piensa.» Me procuré una coca cola. ¿Reaccionaba exageradamente? Volví al cuarto de invitados y examiné de nuevo el dibujo. ¿Exageradamente? ¡Diablos, todo lo contrario! Busqué un número y llamé por teléfono.
– ¿Dígame?
– ¡Hola, John! Soy Tempe.
Me esforzaba porque mi voz sonara serena.
– ¡Dios! Dos llamadas en una semana. Reconócelo: no puedes vivir sin mí.
– Hace más de una semana.
– Todo lo que no sea un mes lo interpreto como una atracción irresistible. ¿Qué sucede?
– John, yo…
Advirtió mi voz temblorosa y cambió de talante, sustituyendo el desenfado por auténtica preocupación.
– ¿Sucede algo, Tempe? ¿De qué se trata?
– Son esos casos de que te hablé la semana pasada.
– ¿Qué ha ocurrido? Hice inmediatamente el perfil del tipo. Confío en que comprendan que ha sido por influencia tuya. ¿Han recibido mi informe?
– Sí. En realidad, tú has logrado que se decidan. Han formado una brigada de fuerzas. Esa parte funciona ya perfectamente.
No sabía a ciencia cierta cómo abordar el tema de mi preocupación por Gabby; no deseaba abusar de nuestra amistad.
– ¿Podría formularte más preguntas? Se trata de algo que me preocupa y que en realidad no sé…
– ¡Ni que decir tiene, Brennan! ¡Suéltalo de una vez!
¿Por dónde comenzar? Debería haber preparado una lista. Mi cabeza estaba como la habitación de Gabby, con pensamientos e imágenes confusamente diseminadas.
– Se trata de otra cosa.
– Sí, ya me lo has dicho.
– Supongo que estoy interesada por lo que vosotros llamáis delincuentes sexuales.
– De acuerdo.
– ¿Comprendería ello seguir a alguien y llamarlo pero no hacer nada abiertamente amenazador?
– Desde luego.
Comenzaría por el dibujo.
– La última vez me dijiste que los delincuentes sexuales suelen conservar recuerdos como casetes y dibujos.
– Así es.
– ¿Los hacen los delincuentes sexuales?
– ¿Hacer qué?
– Dibujos y otras cosas.
– Podrían hacerlos.
– ¿El contenido del dibujo sugeriría el nivel de violencia que son capaces de alcanzar?
– No necesariamente. Para algunos, el dibujo podría ser una válvula de escape, un modo de actuar sin implicarse realmente en la violencia. Para otros, acaso el detonador que la desencadenaría o una representación de lo que ya se ha hecho.
Magnífico.
– He encontrado el dibujo de una mujer con el vientre abierto y los intestinos extendidos a su alrededor. ¿Qué sugeriría?
– La Venus de Milo no tiene brazos; el soldado Joe no tiene pene. ¿Qué significa? ¿Arte? ¿Censura? ¿Desviación sexual? Anuncio incomprensible cuando se capta en el vacío.
Silencio. ¿Qué podía decirle?
– ¿Procedía el dibujo de la galería de Saint Jacques? -se interesó J. S.
– No. -Lo había encontrado en la basura de mi habitación de invitados-. Dijiste que los delincuentes sexuales suelen alcanzar progresivamente mayores niveles de violencia, ¿no es cierto?
– Sí. Al principio acaso sólo se dediquen a mirar o hacer llamadas telefónicas obscenas. Algunos se limitan a eso; otros, superan mayores desafíos: exhibicionismo, seguimiento, incluso allanamiento de morada. Y aun hay otros a quienes eso no les basta y pasan a las violaciones e incluso al asesinato.
– De modo que algunos sádicos sexuales acaso no sean violentos.
– De nuevo insistes en el tema de los sádicos sexuales. Pero como respuesta a tu pregunta te respondo afirmativamente. Algunos de esos tipos desarrollan sus fantasías de otros modos. Hay quienes utilizan objetos inanimados o animales o buscan compañeros tolerantes.
– ¿Compañeros tolerantes?
– Un compañero sumiso, alguien que le permita cuanto exija su fantasía. Subordinación, humillación, incluso dolor. Podría ser una esposa, una novia. A veces pagan por ello.
– ¿Una prostituta?
– Desde luego. La mayoría de las prostitutas interpretan papeles sin limitaciones.
– ¿Y ello puede desactivar tendencias violentas?
– Es posible, mientras ella esté de acuerdo. Lo mismo sucede con la esposa o la novia. Suele ocurrir que, cuando el compañero sumiso se harta, las cosas comienzan a ir mal. Ella ha sido su saco de entrenamiento y de pronto se rebela e incluso amenaza con divulgarlo. Entonces él se irrita, la mata y descubre que disfruta con ello. Hasta la próxima.
Había dicho algo que me preocupaba.
– Retrocedamos. ¿Qué clase de objetos inanimados?
– Pinturas, muñecas, ropas. En realidad, cualquier cosa. Conocí a un tipo que solía sacudir bestialmente a una muñeca hinchable de tamaño natural.
– Me repugna tener que preguntar.
– Se trataba de un odio muy arraigado contra los negros, los homosexuales y las mujeres. Disfruta cada vez que lo sacude.
– Desde luego.
Como música de fondo distinguía el Fantasma de la Ópera.
– Si un tipo obra de tal modo, hace dibujos o, por ejemplo, utiliza una muñeca, ¿significa eso que probablemente no matará?
– Tal vez, ¿pero quién sabe en realidad qué alterará su curva y lo impulsará más allá? Un día basta con un dibujo atrevido, pero al siguiente ya no.
– ¿Podría hacer ambas cosas?
– ¿Ambas qué?
– Oscilar de una conducta a otra. Matar a alguien y limitarse a perseguir y acosar a otras personas.
– Desde luego. En primer lugar el comportamiento de la víctima puede alterar la ecuación: sentirse insultado o rechazado por ella, que diga algo inoportuno o gire a la izquierda en lugar de a la derecha, y sin que ella siquiera se entere. No olvides que la mayoría de los asesinos en serie no conocían a sus víctimas. Pero esas mujeres son las protagonistas de su fantasía. O acaso vea a una mujer con un papel, y a otra le asigna uno distinto. Ama a su esposa y luego sale a matar. Escoge a una desconocida como presa y a otra como amiga.
– Así, pues ¿una vez que alguien comienza a asesinar puede volver a su anterior táctica menos violenta de vez en cuando?
– Es posible.
– ¿Y alguien que parece ser sólo un pelmazo puede llegar mucho más lejos?
– Sin duda alguna.
– Alguien que telefonea a una víctima, la sigue, le envía dibujos escabrosos ¿no es necesariamente inofensivo aunque mantenga la distancia?
– Te refieres a Saint Jacques, ¿no es cierto? ¿Era realmente así?
– ¿Te lo parece?
– Simplemente supuse que hablábamos de él. O de quienquiera que estéis persiguiendo.
«Abre la mente, despliega la fantasía…»
– John, esto… se ha vuelto algo personal.
– ¿Qué quieres decir?
Se lo expliqué todo. Le hablé de Gabby, de sus temores, de su huida. Y también de mi indignación y mis actuales alarmas.
– ¡Diablos, Brennan!, ¿cómo te metes en esas cosas? Verás, esto no me suena nada bien. Ese sujeto que molesta a Gabby es posible que se trate de Saint Jacques. Al igual que él, persigue a las mujeres, dibuja a mujeres destripadas, no tiene una sexualidad normal y lleva un cuchillo. Saint Jacques, o quienquiera que sea ese individuo, asesina a las mujeres y luego las acuchilla o desfigura. ¿Qué piensas de ello?
«Aparta tu rostro de la deslumbrante luz diurna…»
– ¿Cuándo reparó ella por vez primera en ese tipo? -inquirió J. S.
– No lo sé.
– ¿Antes o después de que se descubriera este asunto?
– Lo ignoro.
– ¿Qué sabes de él?
– Poca cosa. Frecuenta a las prostitutas, les paga por sus servicios y luego hace un numerito con lencería. Además lleva un cuchillo. La mayoría de las mujeres no quieren saber nada de él.
– ¿No te resulta extraño?
– Sí.
– Quiero que informes de este asunto a los compañeros con quienes trabajas, Tempe: que investiguen el caso. Dices que Gabby es imprevisible, por lo que tal vez no sea nada importante. Tal vez simplemente se haya largado. Pero es tu amiga, y tú has sido amenazada. Recuerda el cráneo, el tipo que te siguió en el coche.
– Quizá.
– Gabby se había alojado en tu casa y ha desaparecido. Eso merece una mirada.
– De acuerdo. Claudel saldrá inmediatamente a cazar al hombre del camisón.
– ¿Hombre del camisón? Llevas demasiado tiempo con policías.
Me interrumpí. ¿De dónde había sacado aquello? Desde luego, se trataba del hombre del maniquí.
– Tenemos un elemento que irrumpe en las casas, hace un fardo con lencería, lo apuñala y luego se marcha. Hace años que sigue esa pauta: lo llaman el hombre maniquí.
– Si hace años que obra así no será tan maniquí.
– No, no es eso. Se trata de lo que hace con la lencería, es como un maniquí.
Sinapsis. O una muñeca.
«Tócame, pálpame…»
J. S. dijo algo, pero mi mente funcionaba a toda velocidad. Maniquí, lencería, cuchillo… Una prostituta llamada Julie que sigue el juego con un camisón. El dibujo de una mujer eviscerada con las palabras «no me cortarás». Artículos de noticias descubiertos en una habitación de la rue Berger, uno referente a un allanamiento de morada y un maniquí con camisón y la aparición de mi foto, pegada y marcada con una equis. Un cráneo ensartado que sonreía desde mis arbustos. El rostro de Gabby en la pesadilla de las cuatro de la mañana. Un dormitorio caótico.
«Ayúdame a componer la música de la noche…»
– Tengo que irme, J. S.
– Prométeme que harás lo que te digo, Tempe. Es una posibilidad remota, pero ese gusano de Gabby puede ser el psicópata que se refugiaba en la rue Berger y podría ser asimismo el asesino que buscas. De ser así, estás en peligro. Obstruyes su camino y constituyes una amenaza para él. Tenía tu foto y pudo ser él quien dejó el cráneo de Grace Damas en tu jardín. Sabe quién eres y dónde estás.
Ya no escuchaba a J. S. Estaba actuando mentalmente.
Tardé media hora en cruzar el centro de la ciudad, llegar al Main y situarme en mi lugar habitual de la callejuela. Mientras pasaba sobre las piernas extendidas de un borracho derrumbado contra una pared, que balanceaba la cabeza al ritmo de la apagada música que llegaba a través de la pared, el hombre sonrió, levantó una mano y me hizo señas con un dedo mientras extendía la otra palma hacia mí.
Busqué en el bolsillo y le di una moneda. Tal vez vigilara mi coche.
El Main era una mezcla heterogénea de visitantes nocturnos entre los que pugné por abrirme camino. Mendigos, prostitutas, drogadictos, turistas, contables y vendedores proliferaban agrupados en ruidosa y despreocupada algazara. Para algunos era un ruidoso juego; para otros, una triste realidad. Bienvenidos al hotel St. Laurent.
A diferencia de mi última visita, en aquella ocasión tenía un plan. Me dirigí hacia Ste. Catherine en la confianza de encontrar a Jewel Tambeaux. No era tan fácil. Aunque ante el hotel Granada se hallaba reunido el grupo habitual, Jewel no formaba parte de él.
Crucé la calle y examiné a las mujeres. Ninguna parecía prestarme atención. Lo consideré una buena señal. ¿Qué hacer pues? Desde mi última visita social a aquellas damas sabía con bastante certeza lo que no debía hacer. Sin embargo, ello no me iluminaba acerca de lo que debía hacer.
Tenía una norma que me había sido muy útil toda la vida: «Cuando dudes, no actúes. Si no estás segura, no lo compres, no hagas comentarios, no te comprometas: quédate inmóvil.» Con frecuencia he tenido que lamentar desviarme de esta máxima: el vestido rojo con chorreras, la promesa de discutir el Creacionismo, la carta escrita en un arrebato y enviada al rector. En esta ocasión me atuve a mi política.
Encontré un bloque de cemento, aparté cristales rotos y me senté con las rodillas apretadas y sin perder de vista el Granada. Y aguardé incansable.
Durante un rato me intrigó el culebrón que se desarrollaba alrededor de mí. Cómo se transforma el Main. Llegó y pasó la medianoche, luego la una y las dos. El guión desplegó su argumento de seducción y explotación. Mis hijas heridas. El joven y el desesperado. Realizaba juegos mentales creando toda clase de títulos ingeniosos.
Hacia las tres, redactar guiones ya no tenía interés para mí. Estaba cansada, desanimada y aburrida. Me constaba que la vigilancia no era atractiva, pero no estaba preparada para lo fastidiosa que resultaba. Había tomado suficiente café para llenar un acuario, preparado mentalmente listas interminables, elaborado varias cartas que nunca escribiría y jugado a «inventar la historia de la vida» de gran número de ciudadanos de Quebec. Prostitutas y fulanos habían llegado y se habían ido, pero Jewel Tambeaux seguía sin aparecer.
Me levanté e hice flexiones hacia atrás. Pensé en frotarme el insensible trasero, pero me abstuve de ello. La próxima vez nada de cemento, ni hablar de sentarme toda la noche esperando a una prostituta que podía encontrarse en Saskatoon.
Cuando me disponía a regresar a mi coche apareció por la esquina un Pontiac blanco y de él surgió una cabellera anaranjada seguida de un rostro y una blusa familiares.
Jewel Tambeaux cerró de un portazo y luego se asomó por la ventanilla del pasajero para decirle algo al conductor. Al cabo de unos momentos el coche se largó, y Jewel se reunió con dos mujeres que estaban sentadas en la escalera del hotel. A la intermitente luz del neón parecían un trío de amas de casa que charlaran en el umbral de una casa de vecinos, y sus risas resonaban en el preludio del amanecer. Al cabo de unos momentos Jewel se levantó, se ajustó su minifalda de licra y se alejó del edificio.
El Main se relajaba, los buscones desaparecían y surgían los buscadores de basura. Jewel marchaba lentamente, ondulantes las caderas siguiendo un ritmo personal. Atravesé la calle y fui tras ella.
– ¡Jewel!
Se volvió con expresión sonriente e interrogante, pero no era lo que esperaba. Paseó la mirada por mi rostro, sorprendida y decepcionada. Aguardé a que me reconociera.
– Margaret Mead -dijo.
– Soy Tempe Brennan -repuse con una sonrisa.
– ¿En busca de algún libro? -Movió la mano en dirección horizontal, como si señalara un título-. «Un trasero en el tejado» o «Mi vida entre prostitutas».
Se expresaba con suave y cadencioso acento sureño.
– Tal vez fuera comercial -repuse riendo-. ¿Puedo acompañarte?
Se encogió de hombros y, con un resoplido, se volvió y reanudó su lenta cadencia pélvica. Me situé a su lado.
– ¿Aún buscas a tu amiga, chérie?
– En realidad esperaba encontrarte a ti. No creí que llegaras tan tarde.
– La guardería infantil aún está abierta, querida. Para hacer negocios hay que estar en los negocios.
– Cierto.
Anduvimos unos pasos en silencio; mis zapatillas de lona acompañaban su taconeo metálico.
– He renunciado a buscar a Gabby: no creo que desee que la encuentre. Vino a verme hace una semana y luego volvió a marcharse. Supongo que cuando quiera reaparecerá.
Esperé su reacción. Jewel volvió a encogerse de hombros sin decir palabra. Sus cabellos lacados oscilaban en la oscuridad mientras caminábamos. De vez en cuando un letrero de neón parpadeaba mientras las últimas tabernas cerraban sus puertas, guardando una noche más los hedores a cerveza rancia y humo de cigarrillos.
– Lo cierto es que me gustaría hablar con Julie.
Jewel se detuvo y se volvió a mirarme. Tenía expresión de cansancio como si la noche -la vida- la hubiera vaciado. Sacó un paquete de Players de su escote en forma de uve, encendió un cigarrillo y profirió una bocanada de humo.
– Tal vez deberías volver a casa, guapa.
– ¿Por qué dices eso?
– Aún sigues buscando asesinos, ¿verdad, chérie?
Jewel Tambeaux no era ninguna necia.
– Creo que corre uno por aquí, Jewel.
– ¿Y piensas que es ese vaquero que se ve con Julie?
– Me gustaría hablar con él.
Dio una calada a su cigarrillo, lo sacudió con su larga uña roja y observó las chispas que caían en la acera.
– Te dije la última vez que tiene el cerebro de una salchicha y la personalidad de un asesino de carreteras, pero dudo que haya matado a nadie.
– ¿Lo conoces? -le pregunté.
– No. Estos imbéciles son tan insignificantes como la mierda de paloma. No me dedico a pensar en ellos.
– Dijiste que ese tipo era un mal bicho.
– En realidad por aquí es lo habitual, querida.
– ¿Lo has visto últimamente?
Me observó unos momentos; luego miró en otra dirección, abstrayéndose en alguna imagen o pensamiento que yo no podía imaginar. Otro mal bicho.
– Sí, lo he visto.
Aguardé. Dio otra calada y observó un coche que avanzaba lentamente por la calle.
– No he visto a Julie.
Nueva calada, cerró los ojos, retuvo el humo y luego lo profirió en lo alto.
– Ni a tu amiga Gabby.
¿Sería una oferta? ¿Debería insistir?
– ¿Crees que podría encontrarlo?
– Francamente, querida, no creo que pudieras encontrar tu propio trasero sin un mapa.
Era agradable verse respetada.
Jewel dio una última calada, tiró la colilla y la aplastó con el zapato.
– Vamos, Margaret Mead. Buscaremos a algún asesino de carreteras.