Jewel avanzaba con decisión, haciendo repiquetear sus tacones sobre la acera. No sabía exactamente adonde me conducía, pero tenía que abandonar mi refugio de cemento.
Marchamos dos manzanas hacia el este y luego dejamos Ste. Catherine y cruzamos un solar vacío. Jewel se deslizaba grácilmente por la oscuridad mientras yo avanzaba a trompicones tras ella, entre fragmentos de asfalto, latas de aluminio, cristales rotos y vegetación muerta. ¿Cómo podía ser tan ágil con tan afilados tacones? Salimos por el extremo opuesto, giramos por una callejuela y entramos en un edificio bajo de madera en el que no aparecía letrero alguno. Las ventanas estaban pintadas de negro y sartas de luces navideñas facilitaban la única iluminación dando al interior un resplandor rojizo de exposición de animales nocturnos. Me pregunté si era tal la intención. ¿Incitar a los ocupantes a una última acción nocturna?
Miré en torno con discreción. Necesité ajustar la visión puesto que la luz interior apenas se diferenciaba de la exterior. El decorador, que insistía en el tema navideño, había revestido las paredes de cartón imitación de pino y sillas con agrietado vinilo rojo y complementado los detalles con anuncios de cervezas. Compartimientos de negra madera se alineaban en un muro y, contra el otro, se amontonaban cajas de cerveza. Aunque el bar se encontraba casi vacío, el ambiente estaba enrarecido con el olor de humo de cigarrillos, bebidas alcohólicas baratas, vómitos, sudor y porros. Mi bloque de cemento comenzaba a resultar más atractivo.
Jewel y el camarero intercambiaron señales de salutación. El hombre tenía la piel de color de café aguado y espesas cejas bajo las cuales seguía todos nuestros movimientos.
La mujer avanzó lentamente por el recinto comprobando cada rostro con aparente desinterés. Un viejo la llamó desde su asiento en una esquina agitando una cerveza y haciéndole señas para que se reuniese con él. Ella le lanzó un beso, y él levantó el dedo significativamente.
Cuando pasamos ante la primera cabina asomó una mano que asió a Jewel por la muñeca. La mujer se soltó y apartó el brazo del personaje.
– Por hoy está cerrado, cariño.
Me metí las manos en los bolsillos y fijé los ojos en la espalda de mi compañera.
La mujer se detuvo en el tercer compartimiento, dobló los brazos y agitó lentamente la cabeza.
– Mon Dieu! -dijo al tiempo que chasqueaba la lengua.
La única ocupante del recinto se encontraba ante un vaso con un líquido de color castaño al que miraba con fijeza con los codos apoyados en la mesa y los puños en las mejillas. Lo único que se distinguía era su cabeza inclinada. Sus grasientos cabellos castaños le pendían lacios y en mechones desiguales a ambos lados de la cara y tenía la raya cubierta de motas blancas.
– Julie -llamó Jewel.
La muchacha no alzó el rostro.
Jewel chasqueó de nuevo la lengua y entró en la cabina. La seguí, agradecida, en aquel pequeño escondrijo. La mesa brillaba con algo que no logré identificar. Jewel apoyó un codo en un extremo y lo retiró rápidamente al tiempo que se lo limpiaba. Sacó un cigarrillo, lo encendió y echó una bocanada de humo hacia arriba.
– ¡Julie! -exclamó con más fuerza.
La joven contuvo el aliento y alzó la barbilla.
– ¿Julie? -repitió su propio nombre como si despertara de un sueño.
El corazón me latió apresuradamente al tiempo que me mordía el labio inferior.
¡Oh, Dios!
Aquel rostro no reflejaba más de quince años y estaba matizado por grises tonalidades. Con su palidez, los labios agrietados, la mirada ausente y las profundas ojeras alrededor de los ojos, parecía un ser largo tiempo privado de luz solar.
La muchacha nos miraba inexpresiva como si nuestras imágenes se formaran lentamente en su cerebro o reconocernos fuese un ejercicio complejo. Por fin se dirigió a mi compañera:
– ¿Me das uno, Jewel?
Y le tendió una temblorosa mano sobre la mesa. Al apagado resplandor del cubículo, la parte interior de su brazo se veía amoratada, y parecía que unos finos gusanos grises reptasen por las venas de su muñeca.
Jewel encendió un Player y se lo entregó. La muchacha aspiró con fruición el humo, lo retuvo en sus pulmones y lo expulsó hacia arriba imitando a Jewel.
– ¡Oh, es estupendo! -dijo.
Se le había pegado al labio inferior una mota de papel del cigarrillo.
Dio una nueva calada con los ojos cerrados, absorta por completo en el ritual de fumar. Aguardamos. La joven no estaba en condiciones de realizar dos cosas a la vez.
Jewel me miró con aire indescifrable. Dejé que tomase la iniciativa.
– Julie, querida, ¿has estado trabajando?
– Un poco.
La muchacha dio una nueva calada y profirió sendas vaharadas de humo por la nariz. Observamos disolverse las plateadas nubes entre la luz rojiza.
Jewel y yo guardamos silencio mientras Julie fumaba. La muchacha no parecía sorprenderse de vernos allí. Aunque dudé que algo la sorprendiera.
Cuando hubo concluido, aplastó la colilla y nos miró. Parecía considerar si mi presencia podría reportarle algún beneficio.
– Hoy no he comido -confesó.
Su voz sonaba tan hueca e inexpresiva como sus ojos.
Miré a Jewel, que se encogió de hombros y buscó otro cigarrillo. Examiné mi entorno: no se veían menús ni anuncios de comidas.
– Tienen hamburguesas.
– ¿Quieres una? -ofrecí.
Me pregunté cuánto dinero llevaría yo encima.
– Las prepara Banco.
– De acuerdo.
Se asomó por la cabina y llamó al camarero.
– ¿Me preparas una hamburguesa con queso, Banco?
Su voz parecía pertenecer a una niña de seis años.
– Tienes cuenta pendiente, Julie.
– Pagaré yo -dije asomando a mi vez la cabeza por la cabina.
Banco se apoyaba sobre el fregadero de la barra con los brazos cruzados en el pecho, que parecían ramas de baobab.
– ¿Una? -insinuó.
Me volví con aire interrogante hacia Jewel, que negó con la cabeza.
– Sí, una.
Regresé con ellas. Julie se había desplomado en el rincón y sostenía su vaso con ambas manos. Le pendía levemente la mandíbula, por lo que tenía la boca entreabierta. Aún seguía pegada a su labio inferior la mota de papel. Sentí deseos de retirársela, pero no parecía ser consciente de ello. Sonó el pitido de un microondas y luego su zumbido característico. Jewel seguía fumando.
En breve el microondas profirió cuatro pitidos y Banco apareció con la hamburguesa humeante en su envoltura de plástico. La colocó delante de Julie y nos miró a Jewel y a mí. Yo le encargué agua de Seltz y Jewel volvió a negar con la cabeza. Julie rompió la envoltura y levantó la parte superior de la hamburguesa para inspeccionar su contenido. Ya satisfecha, le dio un bocado. Cuando Banco sirvió mi bebida eché una mirada furtiva al reloj: eran las tres y veinte. Comenzaba a pensar que Jewel no volvería a pronunciar palabra.
– ¿Dónde has trabajado, cariño?
– En ningún lugar en especial -replicó la muchacha con la boca repleta de comida.
– Últimamente no te he visto.
– He estado enferma.
– ¿Te sientes mejor ya?
– Hum.
– ¿Has trabajado por el Main?
– Un poco.
– ¿Aún te ves con ese cerdo del camisón? -inquirió con aparente despreocupación.
– ¿A quién te refieres? -Pasó la lengua por el borde de la hamburguesa como un niño con un helado de crema.
– El tipo del cuchillo.
– ¿Del cuchillo? -repitió con aire ausente.
– Ya sabes a quién me refiero, querida: a ese fulano que se masturba mientras que tú te exhibes con el camisón de su mamá.
Julie masticó más despacio y por fin se interrumpió, pero no dijo palabra. Su rostro era como una máscara, inexpresivo, grisáceo y hierático.
Jewel repiqueteó las uñas sobre la mesa.
– ¡Vamos, querida, haz un esfuerzo! ¿No sabes de quién te hablo?
La joven tragó saliva, alzó la mirada y concentró de nuevo su atención en la hamburguesa.
– ¿Qué pasa con él? -dijo al tiempo que daba un bocado.
– Sólo te preguntaba si lo sigues viendo.
– ¿Quién es ella? -inquirió confusa.
– Tempe Brennan, una amiga de la doctora Macaulay, a quien ya conoces, ¿no es así, cariño?
– ¿Sucede algo malo con ese tipo, Jewel? ¿Tiene gonorrea, sida o algo por el estilo? ¿Por qué te interesas por él?
Era como interrogar a una bola negra mágica. Las respuestas flotaban al azar, sin vincularse a preguntas específicas…
– No, cariño. Sólo me preguntaba si sigue apareciendo.
Julie me miró a los ojos, imperturbable.
– ¿Trabajas con ella? -me preguntó con la barbilla brillante de grasa.
– Algo parecido -respondió Jewel por mí-. Le gustaría hablar con el tipo del camisón.
– ¿Acerca de qué?
– De cosas corrientes -repuso Jewel.
– ¿Acaso es sordomuda o algo parecido? ¿Por qué no responde ella misma?
Me disponía a hacerlo, pero Jewel me hizo señas de que callara. Julie no parecía esperar respuesta. Dio el último bocado y se chupó los dedos uno tras otro.
– ¿Qué pasa con ese tipo? -dijo por último-. ¡Jesús, él también hablaba de ella!
El miedo hizo vibrar todos los nervios de mi cuerpo.
– ¿Hablar de quién? -repliqué.
Julie me miró. De nuevo le pendía la mandíbula y tenía la boca entreabierta como antes. Cuando no hablaba ni comía parecía incapaz, o no deseosa, de mantenerla cerrada. Observé restos de comida en sus dientes.
– ¿Por qué quieres ahuyentarme a ese tipo? -preguntó.
– ¿Ahuyentarlo?
– Es el único cliente fijo que tengo.
– No le interesa ahuyentar a nadie; sólo quiere hablar con él -afirmó Jewel.
Julie tomó un trago de su vaso. Lo intenté de nuevo.
– ¿Qué quieres decir con eso de que también él habla de ella? -inquirí-. ¿De quién habla, Julie?
Su rostro expresó desconcierto, como si ya hubiera olvidado sus palabras.
– ¿De quién hablaba tu cliente, Julie? -El tono de Jewel reflejaba cansancio.
– Ya sabes, la mujer mayor que merodea por aquí, un poco marimacho, con el anillo en la nariz y los cabellos tan raros.
Se recogió un lacio mechón detrás de la oreja.
– Aunque es agradable: a veces me ha comprado donuts. ¿No hablabais de ella?
Hice caso omiso del guiño de advertencia de Jewel.
– ¿Qué comentarios hacía sobre ella?
– Estaba enfadado o algo parecido. No lo sé. No escucho lo que dice esa gente. Follo con ellos y mantengo la boca y los oídos cerrados: es más saludable.
– Pero ese individuo es un cliente regular.
– Más o menos.
– ¿En ocasiones especiales? -inquirí sin pensarlo.
Jewel hizo un gesto expresivo como si me dejara actuar por mi cuenta.
– ¿Qué es esto, Jewel? -se quejó Julie-. ¿Por qué me pregunta estas cosas? -De nuevo se expresaba como una criatura.
– Tempe quiere hablar con él: eso es todo.
– No puedo seguir adelante si molestáis a ese tipo. Es un cerdo, pero me proporciona unos ingresos periódicos que necesito muchísimo.
– Lo sé, querida.
Julie agitó el resto de su bebida y la apuró de golpe al tiempo que evitaba mi mirada.
– Y no pienso dejar de trabajarlo. No me importa lo que diga nadie. Por raro que sea el tipo, no va a matarme ni nada parecido. ¡Diablos, ni siquiera tengo que follar con él! ¿Y qué otra cosa haré los jueves? ¿Tomar clases de algo? ¿Ir a la ópera? Si no lo hago con él, lo hará cualquier otra.
Era la primera emoción que demostraba: una bravuconería de adolescente en contraste con su anterior apatía. Lo sentí por ella, pero temía por Gabby y no renunciaría.
– ¿Has visto a Gabby últimamente? -inquirí procurando expresarme con suavidad.
– ¿A quién?
– A la doctora Macaulay. ¿La has visto recientemente?
Las arrugas de su entrecejo se intensificaron, y me recordó a Margot, aunque la perra probablemente disfrutaba de mejor memoria a corto plazo.
– La mujer mayor con el anillo en la nariz -le aclaró Jewel acentuando el indicador de la edad.
– ¡Ah! -Julie cerró la boca y luego volvió a quedarse boquiabierta-. No, he estado enferma.
«Tranquilízate, Brennan. Ya casi has acabado.»
– ¿Estás mejor ahora? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
– ¿Estarás bien?
Asintió.
– ¿Quieres algo más?
Negó con la cabeza.
– ¿Vives cerca de aquí?
Me dolía utilizarla de aquel modo, pero deseaba conseguir algo más.
– En casa de Marcela. Ya sabes dónde está, Jewel, en Sainte Dominique. Muchas de nosotras vamos a parar allí.
Seguía sin mirarme.
Sí. Tenía lo que necesitaba. O lo tendría en breve.
La hamburguesa y el alcohol -o lo que ella hubiese tomado- producían sus efectos en Julie. Desaparecía su jactancia y retornaba la apatía. Estaba desplomada en el rincón de la cabina con los ojos clavados en el vacío, como los oscuros círculos de un mimo de rostro agrisado. Los cerró y aspiró profundamente mientras inflaba su huesudo pecho bajo el vestido de algodón. Parecía agotada.
De pronto se apagó la iluminación navideña. El resplandor de los fluorescentes inundó el bar, y Banco anunció a gritos su inminente cierre. Los escasos clientes que quedaban marcharon hacia la puerta gruñendo descontentos. Jewel se metió los Player en el escote y nos indicó que debíamos irnos. Consulté mi reloj: eran las cuatro de la mañana. Miré a Julie, y el sentimiento de culpabilidad que me había atormentado toda la noche resurgió con plena intensidad.
Bajo la implacable iluminación Julie estaba casi cadavérica, como alguien que avanza lentamente hacia la muerte. Sentí el deseo de abrazarla estrechamente, de llevarla a Beaconsfield, Dorval o North Hatley, donde tomaría una comida rápida, iría al baile de gala de la escuela y se encargaría pantalones tejanos del catálogo de Land's End. Pero sabía que no era posible. Me constaba que Julie sería un dato estadístico y que, antes o después, se encontraría en los sótanos del Parthenais.
Pagué la cuenta y salimos del bar. El aire precursor de la mañana era húmedo y frío y transmitía olores del río y de la fábrica de cerveza.
– Buenas noches, señoras -dijo Jewel-. No os vayáis a bailar.
Agitó los dedos, se volvió y se marchó taconeando rápidamente por la callejuela. Julie partió en dirección opuesta sin decir palabra. La perspectiva del hogar y del lecho me atraían como un imán, pero aún tenía que conseguir más información.
Aguardé unos instantes y vi escabullirse a Julie. Supuse que me sería fácil seguirla, pero me equivoqué. Cuando me asomé, ya había desaparecido por la esquina siguiente, y me vi obligada a correr para alcanzarla.
La joven se internó por un sendero zigzagueante y atravesó solares y atajos hasta llegar a un ruinoso edificio de tres plantas de Ste. Dominique cuya escalera subió; buscó a tientas la llave y desapareció por una puerta verde desconchada. Vi oscilar la cortina tras la puerta y luego inmovilizarse, apenas alterada por su indiferente portazo. Anoté el número.
«De acuerdo, Brennan: es hora de acostarse». Veinte minutos después llegaba a mi casa.
Entre las sábanas, con Birdie en mis rodillas, esbocé un plan. Era fácil decidir lo que no debía hacer: no llamar a Ryan, no espantar a Julie, no alertar al chiflado del cuchillo y del juego del camisón. Descubrir si se trataba de Saint Jacques, enterarme de dónde vivía o cuál era su actual escondrijo. Conseguir algo concreto y comunicarlo a la brigada de ineptos. «Aquí está, muchachos, registrad este lugar.»
Parecía muy sencillo.