Nada más vacío que un edificio destinado a aulas cuando acaban las clases. Es como imaginar un escenario tras el estallido de una bomba de neutrones. Las luces están encendidas, las fuentes vierten agua al ser accionadas, los timbres de aviso suenan en los momentos previstos, las terminales de los ordenadores destellan luces fantasmales, la gente está ausente: nadie apaga su sed, corre hacia clase ni pulsa un teclado. Reina el silencio de las catacumbas.
Me senté en una silla plegable ante el despacho de Parker Bailey en la UQAM, la Universidad de Quebec en Montreal. Al salir del laboratorio había ido al gimnasio, comprado comestibles en Provigo y comido un plato preparado de vermicelli y salsa de almejas. No estuvo mal para algo rápido e improvisado. Incluso Birdie quedó impresionado. En aquellos momentos me sentía arder de impaciencia.
Decir que el departamento de biología estaba en silencio sería como manifestar que el quark es pequeño. Todas las puertas se hallaban cerradas a uno y otro lado del pasillo. Había consultado dos veces los tableros informativos, leído los folletos de graduación de la escuela, los anuncios, las ofertas para realizar trabajos de procesado o clases particulares y las noticias que anunciaban a los oradores invitados. Dos veces.
Consulté mi reloj por enésima vez: eran las nueve y doce de la noche. ¡Maldición! Ya debería haberse presentado. Su clase concluía a las nueve. Por lo menos eso me había dicho la secretaria. Me levanté y paseé arriba y abajo. Los que esperan deben pasear… Las nueve y catorce. ¡Maldición!
A las nueve y media renuncié. Cuando me colgaba el bolso en el hombro oí abrirse una puerta lejos de mi alcance visual. Al cabo de unos momentos apareció un hombre doblando una esquina a toda prisa con un montón enorme de manuales de laboratorio que protegía con sus brazos para evitar que se le cayeran. Su rebeca parecía proceder de Irlanda, de la época anterior a la hambruna sufrida por las patatas. Calculé que sería cuarentón.
Al verme se detuvo bruscamente, aunque sin reflejar ninguna expresión. Me disponía a presentarme cuando resbaló un bloc de notas del montón que transportaba, y ambos nos apresuramos a recogerlo. Pero el intento lo obligó a efectuar un falso movimiento, y la mayor parte de los libros se desperdigaron asimismo por el suelo como confetis en Nochevieja. Los recogimos y amontonamos de nuevo y él abrió la puerta de su despacho y los descargó sobre la mesa.
– Lo siento -dijo con intenso acento francés-. Yo…
– No tiene importancia -repuse en inglés-. He debido de sobresaltarlo.
– Sí… No… Tendría que haber hecho dos viajes. Esto sucede con frecuencia.
Se expresaba en un inglés que no era americano.
– ¿Manuales de laboratorio?
– Sí. Acabo de dar una clase de metodología etológica.
Estaba matizado con todos los tonos de una puesta de sol en Outer Banks. Cutis sonrosado, mejillas de color frambuesa y cabellos como vainilla. El bigote y las pestañas eran ambarinos. Parecía de los que se queman en lugar de broncearse.
– Suena interesante.
– Ojalá que a ellos se lo pareciera así. ¿En qué…?
– Soy Tempe Brennan -me presenté y le entregué una tarjeta que llevaba en el bolso-. Su secretaria me dijo que podría encontrarlo ahora.
Mientras él examinaba la tarjeta le expliqué el motivo de mi visita.
– Sí, lo recuerdo. Me supo muy mal perder al animal. En aquellos momentos me trajo mala suerte.
De pronto exclamó:
– ¿Quiere usted sentarse?
Y sin aguardar respuesta comenzó a retirar objetos de una silla de vinilo verde y a amontonarlos en el suelo del despacho. Yo eché una rápida mirada a mi alrededor. Comparado con aquel reducido recinto, el espacio de que yo disponía parecía el estadio de los Yankee.
Hasta el espacio de las paredes donde no aparecían estanterías estaba cubierto de reproducciones de animales: picones, pintadas, titís, jabalíes e incluso un oso hormiguero. No se había descuidado ningún nivel de la jerarquía de Linneo. Me recordaba el despacho de un empresario que exhibiera celebridades como trofeos, con la diferencia de que las fotos del profesor no estaban firmadas.
Nos sentamos, él tras su escritorio con los pies apoyados en un cajón abierto, y yo en la silla de visitante recién despejada.
– Sí, realmente me trajo mala suerte -repitió. Y de pronto mudó de tópico-. ¿Es usted antropóloga?
– Hum. Sí.
– ¿Trabaja mucho con primates?
– No. Anteriormente, sí, pero ahora ya no. Pertenezco a la facultad de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte. De vez en cuando doy algún curso sobre biología o comportamiento de primates, pero en realidad apenas me dedico ya a ello. Estoy demasiado ocupada con la investigación y especialización forenses.
– Claro. -Agitó la tarjeta-. ¿Qué hacía relacionado con primates?
Me pregunté quién interrogaba a quién.
– Estaba interesada en la osteoporosis, en especial la interacción entre el comportamiento social y el proceso de la enfermedad. Trabajábamos con modelos animales, principalmente rhesus. Manipulábamos los grupos sociales, creábamos situaciones de estrés y luego controlábamos la pérdida ósea.
– ¿Ha trabajado en la naturaleza?
– Sólo en colonias isleñas.
– ¿Por ejemplo?
Enarcó las cejas ambarinas con interés.
– En Cayo Santiago, de Puerto Rico. Durante varios años di clases en una escuela de campo de la isla Morgan, frente a las costas de Carolina del Sur.
– ¿Monos rhesus?
– Sí. ¿Podría explicarme algo acerca del mono que desapareció de sus instalaciones, doctor Bailey?
Hizo caso omiso de mi brusca transición.
– ¿Cómo ha pasado de los huesos de los monos a los cadáveres?
– Biología esquelética. Es lo esencial en ambos.
– Sí, cierto.
– ¿Qué me dice del mono?
– El mono. No puedo decirle gran cosa.
Frotó una Nike contra la otra y luego se inclinó y hojeó unos papeles.
– Una mañana, cuando llegué, me encontré la jaula vacía. Pensamos que quizás alguien habría olvidado pasar el pestillo y que Alma, tal era su nombre, habría salido. Como sabe, suelen hacerlo. Era más lista que el hambre y tenía una habilidad manual extraordinaria y unas manos sorprendentemente pequeñas. Buscamos por el edificio, avisamos a seguridad del campus, registramos hasta el último rincón, pero no logramos encontrarla. Luego vi el artículo que aparecía en el periódico. Ya conoce el resto.
– ¿Qué hacía con ella?
– En realidad Alma no era mi proyecto. Una estudiante trabajaba con ella. Me interesan los sistemas de comunicación animal, en especial, aunque no de modo exclusivo, los que dependen de las feromonas y otras señales olfativas.
El cambio de cadencia junto con el giro a la jerga profesional me dieron la clave de que anteriormente había hecho aquel resumen. Se había lanzado en el juego de «mi investigación consiste en», la abstracción oral científica de cara al público. «El juego» se basa en el principio de FSE: Formulación Sencillamente Estúpida. Se utiliza en cócteles, para obtención de fondos, primeros encuentros y otras ocasiones sociales. Todos tenemos uno y me obsequiaba con el suyo.
– ¿De qué trataba el proyecto?
Basta de hablar de él.
Sonrió secamente al tiempo que ladeaba la cabeza.
– Concernía al lenguaje. La adquisición de lenguaje en los primates del Nuevo Mundo. De ahí tomó su nombre el animal: aprendizaje de la lengua del mono americano: ALMA. Marie Lise debía representar la respuesta de Quebec a Penny Patterson, y Alma sería el KoKo de los monos sudamericanos.
Hizo una floritura con el bolígrafo sobre su cabeza, profirió una risita burlona y por último dejó caer bruscamente el brazo con un leve golpe sobre la mesa. Observé su rostro. No pude discernir si parecía cansado o desanimado.
– ¿Quién era Marie Lise?
– Mi alumna.
– ¿Iba bien el proyecto?
– ¿Quién sabe? Lo cierto es que ella no tuvo tiempo suficiente. La mona desapareció a los cinco meses de iniciarse el proyecto.
Con más sequedad añadió:
– Y poco después también desapareció Marie Lise.
– ¿Dejó los estudios?
El hombre asintió.
– ¿Conoce la razón?
Se tomó una larga pausa para responder.
– Marie Lise era buena estudiante. Aún tenía que comenzar su tesis, pero no me cabía duda alguna de que podría realizarla perfectamente y licenciarse. Le gustaba lo que hacía. Sí, cuando Alma fue asesinada, se quedó desolada. Pero no creo que fuera por eso.
– ¿A qué lo atribuye entonces?
Dibujó pequeños triángulos en uno de los libros. Aguardé a que se tomara su tiempo.
– Su novio la agobiaba constantemente y le insistía para que dejara los estudios. Ella sólo me lo había confesado en una o dos ocasiones, pero creo que la preocupaba mucho. Me lo encontré en un par de fiestas de curso y me pareció un tipo escalofriante.
– ¿En qué sentido?
– Pues… no sé. Antisocial, cínico, hostil, grosero. Como si nunca hubiera asimilado los modales básicos. Me recordaba constantemente a un mono de Harlow, ¿sabe? Como si hubiera sido criado de manera aislada y nunca hubiese aprendido a tratar con sus semejantes. Dijera uno lo que le dijera sonreía despectivo con aire de suficiencia. Resultaba odioso.
– ¿Sospechó que él hubiera matado a Alma para sabotear el proyecto de Marie Lise e impulsarla a dejar los estudios?
Su silencio me hizo comprender que así había sido.
– Se suponía que en aquellos momentos se encontraba en Toronto.
– ¿Pudo demostrarlo?
– Marie Lise le creyó y nosotros no hicimos averiguaciones. ¿Con qué finalidad? Ella estaba demasiado afectada, y Alma había muerto.
No sabía si atreverme a formular la siguiente pregunta.
– ¿Vio usted en algún momento notas del proyecto de Marie Lise?
Dejó de divagar y me miró con dureza.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Existe alguna posibilidad de que ella deseara encubrir algo? ¿Alguna razón por la que quisiera abandonar?
– No, en absoluto.
Se expresaba con una convicción que sus ojos desmentían.
– ¿Sigue en contacto con usted?
– No.
– ¿Es eso corriente?
– Algunos mantienen relación; otros, no.
Seguía dibujando triángulos. Cambié de táctica.
– ¿Quién más tenía acceso al… es un laboratorio?
– Muy pequeño. En el campus tenemos muy pocos animales para estudio. Carecemos de espacio y cada especie debe mantenerse en lugares separados.
– ¿Sí?
– Sí. El CCPA ha establecido pautas específicas en cuanto a control de temperatura, espacio, dieta, parámetros sociales y de comportamiento, en fin, ya sabe.
– ¿El CCPA?
– El Consejo Canadiense para la Protección Animal publica una guía sobre la protección y utilización de animales con fines experimentales que constituye nuestra biblia y a la que debemos atenernos cuantos trabajamos con ellos: científicos, criadores e industriales, y asimismo comprende la sanidad y seguridad del personal que trabaja con ellos.
– ¿Y qué especifica en cuanto a seguridad?
– Las normas son muy concretas.
– ¿Qué medidas seguía usted en ese sentido?
– Ahora trabajo con picones, peces.
Se volvió y señaló el pescado de la pared con el bolígrafo.
– No requieren grandes exigencias. Algunos colegas se dedican a los ratones que tampoco son complicados. Los defensores de animales no suelen ponerse nerviosos con los peces y los roedores.
Su rostro expresaba una extraordinaria sequedad.
– Alma era mamífera, por lo que la seguridad era muy estricta. Disponía de una pequeña habitación que manteníamos cerrada. Y, desde luego, cerrábamos la jaula y la puerta del laboratorio.
Se interrumpió.
– He pensado en ello muchas veces. No logro recordar quién fue el último que salió aquella noche. Me consta que mi clase no era nocturna por lo que no creo que fuese muy tarde. Probablemente algún alumno realizó la última comprobación. La secretaria no comprueba las puertas a menos que se le pida de manera específica.
Hizo una nueva pausa.
– Supongo que debió de entrar alguna persona ajena al proyecto. No es imposible que se dejen las puertas abiertas. Algunos estudiantes son menos fiables que otros.
– ¿Y qué me dice de la jaula?
– La jaula, desde luego, no constituía un problema. Sólo disponía de un candado que nunca encontramos. Supongo que debieron de arrancarlo.
Intenté abordar la siguiente cuestión con delicadeza.
– ¿Llegaron a encontrarse las partes que faltaban?
– ¿Las partes que faltaban?
– Alma había sido… -De nuevo busqué la palabra adecuada-: mutilada. Algunas partes de ella que no estaban en el bulto no se encontraron. Me preguntaba si apareció algo de ello por aquí.
– Como, por ejemplo, ¿qué faltaba?
Su pálido rostro reflejaba el mayor asombro.
– Su mano derecha, doctor Bailey. La diestra había sido cortada por la muñeca. No estaba allí.
No tenía por qué hablarle de las mujeres que habían sufrido recientemente la misma violación, la verdadera razón que me llevaba allí.
Guardó silencio. Uniendo las manos tras la cabeza, se recostó hacia atrás en su asiento y se centró en algo que estaba por encima de mí. Sus mejillas enrojecieron aún más. Un pequeño reloj de radio sonó quedamente dentro de su archivador.
– De modo retrospectivo, ¿qué cree usted que sucedió? -insistí tras prolongado silencio.
No respondió en seguida. Cuando ya estaba convencida de que no lo haría, exclamó:
– Creo que probablemente fue una de las formas de vida mutante que se han desarrollado en el pozo negro alrededor de este campus.
Creí que había acabado. La fuente de su respiración parecía haberse sumido en la profundidad de su pecho. Entonces añadió algo, casi en un susurro, que yo no capté.
– ¿Cómo dice? -le pregunté.
– Marie Lise merecía algo mejor.
Me pareció un comentario extraño. También Alma, pensé, pero me abstuve de expresarlo. De improviso una campanilla interrumpió el silencio agitando todo mi sistema nervioso. Consulté el reloj: eran las diez de la noche.
Esquivé su pregunta acerca de mi interés por una mona muerta hacía cuatro años y, tras agradecerle el tiempo que me había dedicado, le rogué que me llamase si recordaba algo más sobre el particular. Y allí se quedó sentado, otra vez centrado en lo que podía haber flotado sobre mi cabeza. Imaginé que se remontaba en el tiempo, no en el espacio.
Como no me resultaba familiar el territorio, aparqué en la misma calle que la noche en que había deambulado por el Main. Hay que insistir en lo que funciona. Había llegado a considerar aquella excursión como el Gran Tanteo de Gabby. Parecía que hubieran pasado eones y sólo hacía dos días de ello.
Aquella noche era más fresca y caía una suave llovizna. Me subí la cremallera de la chaqueta y regresé a mi coche.
Al salir de la universidad había caminado hacia el norte de St. Denis, pasando junto a una sucesión de boutiques y bistros a gran escala. Aunque a escasas manzanas al este, St. Denis es el sitio adecuado para encontrar algo: un vestido, pendientes de plata, un compañero, el ligue de una noche… Es la calle de los sueños. La mayoría de las ciudades tienen una semejante. Montreal cuenta con dos: Crescent para los anglófonos y St. Denis para los francófonos.
Mientras aguardaba a que cambiase el semáforo en Maisonneuve pensaba en Alma. Bailey probablemente tenía razón. Frente a mí y a mi derecha se encontraba la estación de autobús. Quienquiera que la hubiese matado no habría llegado tan lejos para deshacerse del cuerpo. Aquello sugería un local.
Observé a una pareja joven que salía de la estación de metro Berri-UQAM. Corrían bajo la lluvia, muy abrazados, como calcetines recién salidos de la lavadora.
O se había tratado de alguien que se desplazaba diariamente al trabajo. «De acuerdo, Brennan. Rapta un mono, coge el metro hasta casa, mátalo, descuartízalo y luego llévatelo a cuestas en el metro y abandónalo en la parada del autobús. ¡Una gran ocurrencia!»
Cuando cambió la luz crucé St. Denis y fui en dirección oeste a Maisonneuve recordando todavía mi conversación con Bailey. ¿Qué había en él que me molestaba? ¿Que mostrara excesiva emoción hacia su alumna y muy poca por la mona? ¿Que me hubiera parecido tan… negativo por el proyecto Alma? ¿Que no estuviera enterado de la pérdida de la mano? Pelletier me había dicho que Bailey había examinado el cadáver. ¿No habría reparado en que le faltaba aquella extremidad?
Los restos le habían sido entregados y se los había llevado del laboratorio.
– ¡Mierda! -exclamé en voz alta mientras me daba una palmada imaginaria en la frente.
Un hombre con chándal se volvió a mirarme con aprensión. Iba descalzo y llevaba una bolsa de compra entre los brazos cuyas desgarradas asas formaban extraños ángulos. Le sonreí para tranquilizarlo, y él se alejó arrastrando los pies y agitando la cabeza ante el estado de la humanidad y del universo.
Me censuré por ser constantemente un Colombo. ¡Ni siquiera había preguntado a Bailey qué había hecho con el cuerpo! ¡Vaya detective estaba hecha!
Tras mis autoincrepaciones me propuse reparar el mal hecho procurándome un perro caliente.
Como me constaba que de todos modos no podría dormir, me decidí por ello. De aquel modo podría atribuirlo a la comida. Entré en el Chien Chaud de St. Dominique y encargué un bocadillo aderezado, patatas fritas y una coca cola light.
– No tenemos coca cola: ha de ser pepsi -me dijo un tipo parecido a John Belushi, con densa cabellera negra y pronunciado acento.
Pensé que la vida imita con fidelidad el arte.
Mientras comía en un reservado de plástico rojiblanco examiné los carteles de anuncios de viajes que se desprendían de las paredes. Pensé que sería fantástico encontrarse en uno de aquellos lugares de cielos excesivamente azules y cegadores edificios blancos de Paros, Santorini y Mykonos. Sí, sería fantástico. Los coches comenzaban a atestar las calzadas mojadas. El Main se estaba animando.
Entró un hombre en el establecimiento, al parecer griego, y entabló ruidosa conversación con Belushi. Sus ropas estaban mojadas y olían a humo, grasa y a una especia que no reconocí. Tenía la espesa cabellera salpicada de gotas de agua. Al advertir que lo observaba me sonrió, enarcó una poblada ceja y se pasó lentamente la lengua por el labio superior con el mismo aire con que hubiera podido mostrarme sus hemorroides. Rivalizando con su nivel de madurez le hice un gesto obsceno y concentré mi atención en el escenario que aparecía tras el escaparate.
A través del cristal mojado por la lluvia distinguí una hilera de comercios en la otra acera, oscuros y silenciosos en la víspera de un día festivo. La Cordonnerie la Fleur. ¿Cómo podía llamar un zapatero «la flor» a su establecimiento?
La Boulangerie Nan. Me pregunté si sería el nombre de la panadería, del propietario o sólo un anuncio de pan indígena. A través de los cristales distinguí las estanterías vacías, dispuestas para la entrega matinal. ¿Fabrican pan los panaderos en las fiestas nacionales?
La Boucherie St. Dominique. Sus escaparates estaban cubiertos por anuncios de especialidades semanales. Lapin frais, boeuf, agneau, poulet, saucisse. Conejo fresco, ternera, cordero, pollo, salchicha… mono.
¡Eso es! ¡Ya había vuelto a lo mismo! Tiré el envoltorio arrugado en la bandeja de papel que soportaba mi perro caliente. Los objetos por los que destruimos los árboles. Añadí mi lata de pepsi y deseché todo el conjunto en la basura antes de marcharme.
El coche estaba donde lo había dejado y como lo había dejado. Mientras partía mi cerebro conectó de nuevo con los asesinatos.
Cada giro de los limpiaparabrisas me enviaba una nueva imagen. El brazo truncado de Alma, un giro, la mano de Morisette-Champoux sobre el suelo de la cocina, otro giro, los tendones de Chantale Trottier, nuevo giro, los huesos del brazo con los extremos inferiores rebanados…
¿Era siempre la misma mano? No podía recordar. Tendría que comprobarlo. Las manos humanas no habían desaparecido. ¿Simple coincidencia? ¿Tendría razón Claudel y me estaría volviendo paranoica? Tal vez el raptor de Alma coleccionaba zarpas de animales. ¿O sería simplemente un seguidor demasiado entusiasta de Poe? Giro del limpiaparabrisas. ¿O se trataría de una mujer?
A las once y cuarto entraba en mi garaje. Estaba agotada hasta los tuétanos: llevaba dieciocho horas levantada. Aquella noche ningún perro caliente me mantendría despierta.
Birdie no me había esperado. Según acostumbraba cuando estaba solo, se había enroscado en la pequeña mecedora de madera, junto al hogar. Cuando entré me miró, y sus amarillos ojos parpadearon al verme.
– ¡Hola, Bird! ¿Qué tal te has portado hoy? -le dije rascándole la barbilla-. ¿No hay nada que te mantenga despierto?
Cerró los ojos y estiró el cuello, ya fuese por desdeñarme o por disfrutar mejor de mi caricia. Al retirar la mano el animal bostezó intensamente, volvió a hundir la barbilla entre sus zarpas y me contempló entre sus párpados entornados. Fui al baño sabiendo que por fin me seguiría. Me solté los pasadores del cabello y dejé caer mis ropas en el suelo en un montón, aparté las sábanas y me desplomé en el lecho.
Al instante me dormí profundamente, sin sueños con apariciones fantasmagóricas ni escenarios amenazadores. Por un momento sentí un cálido peso contra mi pierna y comprendí que Birdie había acudido a acompañarme, pero seguí durmiendo, sumida en un negro vacío.
De pronto abrí los ojos entre los fuertes latidos de mi corazón. Me había despertado de súbito con sensación de alarma y no sabía por qué. La transición fue tan brusca que tuve que orientarme.
La habitación estaba negra como boca de lobo, y en el reloj distinguí que era la una y veintisiete. Birdie se había marchado. Me mantuve inmóvil en la oscuridad conteniendo el aliento, escuchando, tratando de hallar una clave. ¿Por qué mi cuerpo enviaba una alerta roja? ¿Acaso habría oído algo extraño? ¿Qué señal había detectado mi radar personal transmitida por algún sensor personal? ¿Habría percibido algo Birdie? ¿Dónde se encontraría? No era usual que merodeara por las noches.
Me relajé y centré más mi atención. El único sonido que percibía eran los latidos de mi corazón. La casa estaba extrañamente silenciosa.
Entonces lo distinguí. Era un suave golpe seguido de un tenue tintineo metálico. Aguardé tensa, sin respirar. Diez, quince, veinte segundos. En el reloj cambiaron los dígitos luminosos. Luego, cuando creí haberlo imaginado, volví a oír el golpecito seguido del tintineo. Rechiné los dientes como un torno de Black and Decker y apreté con fuerza los puños.
¿Habría alguien en el apartamento? Me había acostumbrado a los sonidos habituales del lugar y aquél era diferente, intruso e insólito.
Aparté en silencio la colcha y puse los pies en el suelo. Bendije mi desorden del día anterior al tiempo que recogía mi camiseta y mis pantalones téjanos y me los ponía, y anduve con sigilo sobre la alfombra.
Me detuve en la puerta del dormitorio y miré atrás en busca de una posible arma. No disponía de nada. Aunque no había luna, la luz de una farola callejera se filtraba por la ventana en el dormitorio contiguo e iluminaba parcialmente el pasillo con su tenue resplandor. Seguí adelante, dejé atrás los cuartos de baño y me dirigí hacia el vestíbulo cuyas puertas daban al patio. Me detenía con frecuencia para escuchar, conteniendo la respiración y con los ojos muy abiertos. Ante la puerta de la cocina distinguí de nuevo el sonido: un golpecito y un tintineo procedentes de algún lugar próximo a las puertas vidrieras.
Me metí en la cocina y miré hacia las puertas que daban al patio del apartamento. Nada se movía. Maldije en silencio mi aversión a las armas y escudriñé el recinto en busca de un objeto defensivo. La cocina no era exactamente un arsenal. Deslicé en silencio la temblorosa mano por la pared buscando a tientas el tablero de los cuchillos. Escogí un cuchillo de pan que empuñé con fuerza por el mango y extendí el brazo apuntando amenazadora con la hoja.
Lentamente avancé descalza de puntillas lo suficiente para inspeccionar el salón, tan oscuro como el dormitorio y la cocina.
Distinguí a Birdie entre las tinieblas. Estaba encogido a escasa distancia de las puertas y fijaba la mirada en algo que se encontraba al otro lado del cristal mientras movía la cola formando pequeños arcos. El animal parecía tan tenso como la cuerda de un arco a punto de dispararse.
Otra repetición del sonido interrumpió mis latidos y mi respiración. Procedía del exterior. Birdie irguió las orejas.
Avancé cinco temblorosos pasos y llegué junto al gato, al que acaricié instintivamente la cabeza. El animal esquivó el inesperado contacto y se precipitó al otro lado de la sala con tanto ímpetu que arrancó pelusa de la alfombra en forma de pequeñas y negras comas entre la lúgubre oscuridad. Si un gato pudiera gritar, eso habría hecho Birdie.
Su huida me desconcertó totalmente. Por un instante me quedé paralizada, como convertida en la estatua de Easter Island. La voz del pánico me conminaba interiormente a imitar al animal y escapar de allí.
Retrocedí un paso. Golpe y tintineo. Me detuve y así el cuchillo como si fuera un cable de salvamento. Silencio, oscuridad, los latidos de mi corazón. Los escuché mientras buscaba en mi mente un sector aún capaz de razonar de modo crítico.
Pensé que si había alguien en el apartamento se encontraría detrás de mí. Por consiguiente mi vía de escape era hacia adelante, no hacia atrás. Pero si ese alguien se hallaba afuera no debía facilitarle el acceso.
Argumenté conmigo misma que el ruido se percibía desde el exterior, que lo que Birdie había oído procedía de allí.
Echaría una mirada. Me aplastaría contra la pared contigua a las puertas que daban al patio y apartaría las cortinas lo suficiente para observar. Tal vez distinguiera alguna forma entre la oscuridad.
Una lógica razonable.
Armada con mi cuchillo, despegué un pie de la alfombra y avancé hasta alcanzar la pared. Respiré profundamente y aparté levemente la cortina. Las formas y sombras del patio apenas se definían pero eran identificables. El árbol, el banco, algunas matas. Nada que pudiera calificarse de movimiento salvo las ramas impulsadas por el viento. Me mantuve largo rato en aquella posición sin advertir cambio alguno y a continuación me dirigí hacia el centro de las cortinas y comprobé que la manecilla de la puerta estaba cerrada.
Con el cuchillo dispuesto me acerqué furtivamente por la pared hacia la puerta principal y el sistema de seguridad. La luz de emergencia brillaba tenuemente sin revelar ninguna irregularidad. Siguiendo un impulso pulsé el botón de prueba.
Un estrépito quebró el silencio y, pese a que lo había previsto, me sobresalté. Eché la mano hacia adelante protegiéndome con el arma.
¡Qué necia había sido! El sistema de seguridad funcionaba sin que lo hubiera provocado ninguna causa anormal. ¡Nadie había violentado puerta alguna ni entrado en la casa!
Por consiguiente se encontraba afuera, me dije terriblemente agitada.
Tal vez, dialogué conmigo misma, pero eso no era tan peligroso. Encendería algunas luces, demostraría cierta actividad, y cualquier merodeador con sentido común se largaría de allí.
Traté de tragar saliva pero tenía la boca muy reseca. Con un gesto de valentía encendí la luz del vestíbulo rápidamente y a continuación todas las luces que había desde allí hasta mi dormitorio sin descubrir a ningún intruso. Cuando me sentaba en el borde del lecho sin soltar mi arma distinguí de nuevo el sonido. Un ruido sofocado y un tintineo. Me puse en pie de un salto y estuve a punto de cortarme.
Envalentonada por mi convicción de que no había ningún intruso en el interior pensé en tratar de descubrirlo y avisar a la policía.
Volví junto a las puertas vidrieras que daban al patio, en esta ocasión con rapidez. Aquella habitación seguía aún a oscuras. Moví otra vez el borde de la cortina para mirar al exterior, en esta ocasión con más audacia que la anterior.
El escenario era el mismo. Formas vagamente familiares, algunas movidas por el viento. Golpe y tintineo. Me sobresalté de modo involuntario y luego pensé que aquel ruido se encontraba detrás de las puertas, no en ellas.
Recordé el foco del patio y me desplacé en busca del interruptor. En aquella ocasión no me preocuparía molestar a los vecinos. Una vez encendida la luz, volví junto al borde de la cortina. El foco no era potente pero mostraba con bastante claridad todo el recinto exterior.
Aunque la lluvia había cesado seguía corriendo la brisa, y una suave neblina flotaba bajo el rayo de luz. Escuché unos instantes sin percibir nada. Escudriñé el campo de visión disponible varias veces también en vano. Temerariamente desactivé el sistema de seguridad, abrí las puertas y asomé la cabeza al exterior.
A la izquierda, contra la pared, la negra picea estaba a la altura de su nombre pero ninguna sombra extraña se mezclaba con sus ramas. El viento soplaba levemente y las ramas se movían. Golpe y tintineo. Una nueva oleada de espanto.
La verja. El ruido procedía de la verja. Volví bruscamente los ojos a tiempo de captar un ligero movimiento en el instante en que se cerraba. Mientras observaba, el viento arreció de nuevo y la verja se movió ligeramente entre los límites del pestillo. Golpe y tintineo.
Contrariada salí al patio y fui hacia allí. ¿Por qué no había reparado nunca en aquel sonido? Entonces volví a estremecerme: el candado que impedía cualquier movimiento del pestillo había desaparecido. ¿Habría olvidado Winston colocarlo tras cortar el césped? Así debía de haber sido.
Di un brusco empujón a la verja para asegurar todo lo posible el pestillo y regresé hacia la puerta. Entonces percibí otro sonido, más delicado y sofocado.
Miré hacia el lugar de donde procedía y distinguí un objeto extraño en mi herbario. Como una calabaza clavada en un palo que surgiera del suelo. El suave crujido procedía de la funda de plástico al ser movida por el viento.
De pronto comprendí la horrible realidad. Sin saber por qué intuí lo que había bajo aquella funda. Avancé con piernas temblorosas sobre el césped y arranqué el plástico.
Aquella visión me provocó náuseas y me obligó a devolver. Me enjugué la boca con la mano y me precipité en mi casa, di un portazo y, tras asegurar la puerta, volví a instalar el sistema de seguridad.
Busqué torpemente un número, me abalancé hacia el teléfono y me esforcé por pulsar las teclas adecuadas. Me respondieron al cuarto timbrazo.
– ¡Venga en seguida! ¡Ahora mismo!
– ¿Es Brennan?-repuso una voz soñolienta-. ¿Qué diablos…?
– ¡Venga inmediatamente, Ryan!