En enero de 1993 Francine Morisette-Champoux fue asesinada por arma de fuego tras ser golpeada brutalmente. Un vecino la había visto pasear a su perrito de aguas alrededor de las diez de la mañana, y apenas dos horas después su marido descubrió su cadáver en la cocina de su hogar. El perro estaba en el salón. La cabeza de la víctima jamás apareció.
Yo recordaba el caso, aunque no estuve implicada en la investigación. Aquel invierno iba y venía del laboratorio, viajaba al norte una semana de cada seis. Pete y yo estábamos en constante desacuerdo, por lo que accedí a pasar todo el verano del 93 en Quebec, confiando en que los tres meses de separación rejuvenecerían el matrimonio. Perfecto. La brutalidad del ataque sufrido por Morisette-Champoux me impactó terriblemente y aún me sentía conmocionada. Las fotos del escenario del crimen me devolvieron aquel recuerdo.
Yacía bajo una mesita de madera, brazos y piernas extendidas, las bragas blancas de algodón tensas entre las rodillas. La rodeaba un enorme charco de sangre en cuyo perímetro se apreciaba el geométrico dibujo del linóleo. Oscuras manchas se extendían por las paredes y por las partes delanteras del mostrador. Desde la cámara, las patas de una silla invertida parecían señalarla: ahí estás.
Su cuerpo destacaba fantasmal contra el entorno carmesí. Una tenue línea de lápiz cruzaba su abdomen, como una sonrisa de felicidad por encima del pubis. Desde aquel punto hasta la clavícula había sido destripada y sus entrañas asomaban por la abertura. La empuñadura de un cuchillo de cocina apenas era visible en el vértice del triángulo formado por sus piernas. A metro y medio de ella, entre un taburete y el fregadero se encontraba su mano diestra. Tenía cuarenta y siete años.
– ¡Jesús! -exclamé con voz queda.
Estaba hojeando el informe de la autopsia, cuando Charbonneau apareció en la puerta. Me pareció que su talante no era muy propicio. Tenía los ojos inyectados en sangre y no se molestó en saludarme. Entró sin pedir permiso y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio.
Mientras lo observaba tuve una momentánea sensación de derrota. Sus torpes pasos, sus movimientos desmadejados y más concretamente su corpulencia, despertaron en mí algo que creía haber desechado. O que ya se había alejado de mí.
Por un momento me pareció ver a Pete sentado allí delante, y mi mente retrocedió en el tiempo. Su cuerpo había sido embriagador para mí. Nunca supe si se debía a sus proporciones o a sus movimientos relajados. Tal vez fuera la fascinación que él sentía por mí. Aquello había parecido auténtico. Nunca me saciaba de él. Había tenido fantasías sexuales, extraordinarias, pero desde el momento en que lo vi entre la lluvia ante la librería jurídica siempre lo había asociado con ellas. Pensé que en aquel mismo instante podría imaginar una de ellas. «¡Jesús, Brennan! ¡Contrólate!» Volví bruscamente a la realidad.
Aguardé a que comenzara Charbonneau, que tenía la mirada baja, fija en sus manos.
– Mi compañero acaso sea un hijo de perra pero no es mal tipo -me dijo en inglés.
No respondí. Advertí que sus pantalones tenían los dobladillos cosidos a mano y me pregunté si los habría acortado él mismo.
– Sólo es… algo testarudo. No le gustan los cambios.
– Sí.
No me miraba a los ojos: se sentía incómodo.
– ¿Y bien? -lo estimulé.
Se recostó en la silla y se repasó una uña para evitar aún el contacto visual. Desde un aparato de radio, Roch Voísine cantaba una dulce canción sobre Héléne.
– Dice que va a presentar una queja.
Dejó caer las manos y desvió la mirada hacia la ventana.
– ¿Una queja?
Trataba de mostrarme indiferente.
– Ante el ministro, el director y LaManche. Incluso está considerando el colegio profesional.
– ¿Y qué es lo que le molesta al señor Claudel?
Me esforzaba por mantener la calma.
– Dice que usted se excede en sus atribuciones, que se interfiere en asuntos que no son de su incumbencia y en la investigación que él lleva a cabo.
La brillante luz del sol le hizo entornar los ojos.
Sentí una opresión en el estómago y una oleada de calor.
– Prosiga, por favor -insistí inexpresiva.
– Piensa que usted está… -trataba de encontrar la palabra adecuada, sin duda con el fin de sustituirla por la que Claudel había utilizado realmente-… extralimitándose.
– ¿Y qué significa eso con exactitud?
El hombre seguía sin mirarme.
– Dice que trata de dar al caso Gagnon mayor resonancia de la que tiene, que busca toda clase de complicaciones que en realidad no existen y que intenta convertir un simple asesinato en una extravagancia psicótica al estilo estadounidense.
– ¿Y por qué pretendería yo hacer eso?
Me temblaba ligeramente la voz.
– ¡Diablos, Brennan, eso no es cosa mía! ¡Yo qué sé!
Por primera vez me miró. Se veía muy compungido. Era evidente que no se encontraba allí por su gusto.
Le devolví la mirada, aunque sin verlo; sólo aproveché el tiempo para sofocar la llamada de alarma que despertaba en mis glándulas suprarrenales. Tenía una vaga idea del tipo de investigación que desencadenaría una queja y me constaba que no sería nada bueno. Había considerado tales casos cuando formaba parte del comité del consejo ético. Con independencia del resultado, era desagradable. No pronunciamos palabra.
La radio aún tarareaba la canción de Héléne.
Me dije que no debía ensañarme con el mensajero. Fijé la mirada en el expediente que tenía sobre el escritorio. Un cadáver de color lechoso aparecía reproducido en una docena de recuadros de papel satinado. Examiné las fotos y miré a Charbonneau. Aún no pensaba abordar el tema, no me sentía preparada, pero Claudel me obligaba a ello. ¡Qué diablos! Las cosas no podían ir peor.
– ¿Recuerda a una mujer llamada Francine Morisette-Champoux, señor Charbonneau?
– Morisette-Champoux… -Repitió varias veces el nombre mientras rebuscaba en la memoria-. Eso sucedió hace varios años, ¿verdad?
– Casi dos. En enero del 93.
Le tendí las fotos.
Mientras las ojeaba asentía en señal de reconocimiento.
– Sí, la recuerdo. ¿Qué sucede?
– Piense, Charbonneau… ¿Qué recuerda del caso?
– No conseguimos cazar al tipo que lo hizo.
– ¿Qué más?
– ¡No me diga que también trata de relacionarla con este asunto, Brennan!
Volvió a revisar las fotos, en esta ocasión con un cabeceo negativo.
– De ningún modo. Murió de un disparo. No se ajusta a las pautas.
– Ese canalla la rajó de arriba abajo y le cortó una mano.
– Era mayor: tenía cuarenta y siete años, según creo.
Lo fulminé con una fría mirada.
– Quiero decir que era mayor que las demás -murmuró sonrojándose.
– El asesino de Morisette-Champoux le hundió un cuchillo en la vagina. Según el informe policial se produjo una intensa hemorragia.
Aguardé a que asimilara la observación.
– Aún vivía -concluí.
Asintió. No era preciso especificar que una herida infligida tras la muerte sangra muy poco porque el corazón ya no bombea y desaparece la presión sanguínea. Francine Morisette-Champoux había sangrado profusamente.
– En el caso de Margaret Adkins se trató de una figurita metálica. También estaba viva.
Me volví en silencio a recoger el expediente de Gagnon. Busqué las fotos del escenario del crimen y las extendí frente a él. Aparecía el torso dentro de su bolsa de plástico, moteado por el sol de las cuatro de la tarde. Únicamente se había retirado la cobertura de las hojas. El desatascador seguía en su sitio, su roja copa de caucho encajada entre los huesos pélvicos, el mango proyectándose hacia el cuello cercenado del cadáver.
– Pienso que el asesino de Gagnon clavó ese desatascador con tanta fuerza que empujó el mango por su vientre y lo remontó hasta el diafragma.
Examinó largamente las fotos.
– La misma pauta con las tres víctimas -repetí-. Penetración contundente de un objeto extraño cuando la víctima aún vive, mutilación del cadáver, ¿le parecen coincidencias, señor Charbonneau? ¿Cuántos sádicos pensamos que circulan por ahí?
Se pasó los dedos por los cortísimos cabellos y luego tamborileó con ellos en el brazo de su asiento.
– ¿Por qué no nos informó antes?
– Hasta hoy no había descubierto la relación existente con Morisette-Champoux. Contando únicamente con Adkins y Gagnon, no me parecía suficiente.
– ¿Qué dice Ryan?
– No le he hablado de esto.
Me acaricié instintivamente la costra de la mejilla. Aún parecía que me hubiera enfrentado en un KO técnico a George Foreman.
– ¡Mierda! -murmuró con voz tenue.
– ¿Cómo?
– Creo que comienzo a estar de acuerdo con usted. Voy a tener que vérmelas con Claudel. -Nuevo tamborileo con los dedos-. ¿Hay algo más?
– Las señales de las sierras y las pautas de descuartizamiento son casi idénticas en los casos de Gagnon y Trottier.
– Sí, Ryan nos informó de ello.
– Y está la desconocida de Saint Lambert.
– ¿Una quinta víctima? Va usted muy deprisa.
– Gracias. ¿Sabemos ya quién es?
El hombre repetía su tamborileo.
Negué con la cabeza.
– Ryan trabaja en ello.
Se pasó la carnosa mano por el rostro. Tenía los nudillos cubiertos de unos mechones de vello gris, versiones miniaturizadas del corte de su cabello.
– ¿Qué opina, pues, sobre la selección de víctimas?
– Que todas son mujeres -repuse alzando las palmas.
– Magnífico. ¿Edades?
– De dieciséis a cuarenta y siete años.
– ¿Características físicas?
– Una mezcla.
– ¿Localizaciones?
– Por todo el mapa.
– ¿En qué se fija, entonces, ese bastardo psicópata? ¿En su aspecto? ¿En las botas que calzan? ¿En los comercios donde compran?
Me abstuve de responderle.
– ¿Encuentra algo común en todas ellas?
– Que un hijo de perra las martiriza y luego las mata.
– Desde luego.
Se inclinó hacia adelante, puso las manos en las rodillas y, con los hombros encorvados, profirió un prolongado suspiro.
– Claudel tendrá que tragar quina -dijo.
Cuando se hubo marchado llamé a Ryan. No estaban él ni Bertrand, por lo que dejé un mensaje. Revisé los restantes legajos pero apenas encontré nada de interés. Dos camellos liquidados y descuartizados por antiguos compañeros de crímenes; un hombre asesinado por su sobrino, despedazado con una sierra eléctrica y almacenado en el congelador de un sótano: un corte de corriente despertó la atención del resto de la familia. El torso de una mujer arrojado a las aguas en una bolsa de hockey, cuyos brazos y cabeza se encontraron río abajo. El marido se declaró convicto.
Cerré el último archivo y descubrí que me moría de hambre. Nada sorprendente puesto que eran las dos menos diez. Me compré un bocadillo de queso y jamón y una coca cola en la cafetería del octavo piso, regresé a mi despacho y me impuse la obligación de tomarme un respiro. Pero no me era posible y de nuevo traté de localizar a Ryan: aún no había regresado. Tendría que tomarme el respiro forzosamente. Comencé a comerme el panecillo y dejé errar mis pensamientos. Gabby: debía olvidarla; era zona prohibida. Claudel: estaba vetado. Saint Jacques: también zona prohibida.
Katy. ¿Cómo hacerme comprender por ella? En aquellos momentos, de ningún modo. Por inercia, volví a pensar en Pete, lo que me produjo una familiar palpitación en el estómago. Recordaba el hormigueo en la piel, las rápidas pulsaciones, la cálida humedad entre mis piernas. Sí, había habido pasión. Me estaba excitando. Le di otro mordisco al bocadillo.
El otro Pete. Las noches de furiosas discusiones, las cenas a solas, la fría capa de resentimiento que aplacaba el deseo. Tomé un trago. ¿Por qué pensaba en Pete con tanta frecuencia? Si tuviéramos la oportunidad de comenzar de nuevo… Gracias, señorita Streisand.
La terapia de relajación no funcionaba. Volví a leer el impreso facilitado por Lucie, procurando no ensuciarlo de mostaza. Revisé la lista de la página tres tratando de desentrañar los apartados que Lucie había tachado, pero sus marcas habían ocultado las letras. A impulsos de la curiosidad borré sus líneas y leí los textos. Dos casos se referían a cadáveres metidos en barriles y luego impregnados de ácido. Un nuevo giro en la popularísima incineración con drogas.
El tercer caso me sorprendió. El número asignado por el LML correspondía al año 1990 y el patólogo había sido Pelletier. No figuraba ningún juez de instrucción. En el apartado referente al nombre se leía: singe, mono. Los apartados de los datos correspondientes al nacimiento, fecha de autopsia y causa de muerte estaban vacíos. La indicación «démembrement/post-mortem» había inducido al ordenador a incluir el caso en la lista de Lucie.
Concluí mi bocadillo y acudí a los archivos centrales a consultar el expediente. Tan sólo contenía tres elementos: un informe policial del incidente, una página con los comentarios del patólogo y un sobre con fotografías. Ojeé las fotos, leí los informes y a continuación fui en busca de Pelletier.
– ¿Tiene un momento? -le dije.
El hombre estaba inclinado en el microscopio. Se volvió con las gafas en una mano y el bolígrafo en la otra.
– ¡Pase, pase! -me invitó mientras se colocaba las gafas.
Mi despacho tenía ventana; el suyo disfrutaba de espacio. Se adelantó hacia mí y me señaló una de las dos sillas situadas frente a una mesita baja que estaba ante su escritorio. Sacó un paquete de DuMauriers de un bolsillo de su bata y me lo ofreció. Negué con la cabeza. Habíamos repetido aquel ritual miles de veces. Aunque sabía que yo no fumaba, él siempre me ofrecía. Al igual que Claudel, Pelletier tenía costumbres muy arraigadas.
– ¿En qué puedo servirla? -dijo al tiempo que encendía su cigarrillo.
– Siento curiosidad por un caso que llevó usted. Se remonta a 1990.
– ¡Ah, mon Dieu!, ¿cómo recordar algo tan antiguo? A veces incluso me olvido de mi dirección. -Se inclinó hacia mí y, cubriéndose la boca, me dijo con tono de complicidad-: La anoto en las cajas de cerillas, por si acaso.
Nos echamos a reír.
– Creo que usted recuerda todo cuanto le interesa, doctor Pelletier.
Se encogió de hombros y movió la cabeza con aire inocente.
– De todos modos, le he traído el archivo.
Lo abrí y busqué la página en cuestión.
– El informe policial dice que los restos se encontraron en una bolsa deportiva detrás de la estación de autobús Voyageur. Un borracho la abrió pensando que podría descubrir al propietario.
– Cierto -dijo Pelletier-. Los borrachos honrados son tan corrientes que deberían formar una organización fraterna.
– De todos modos, no le agradó el olor. Dijo… -Paseé rápidamente la mirada por el informe hasta encontrar la frase exacta- «…la bolsa desprendía un olor satánico que impregnaba mi alma». Fin de la cita.
– Un poeta: me gusta -respondió Pelletier-. Me pregunto que opinaría de mis calzoncillos.
Pasé por alto su comentario y seguí leyendo:
– «Llevó la bolsa a un conserje, que avisó a la policía. Encontraron un conjunto de partes de un cuerpo envueltas en una especie de mantel.»
– ¡Ah, oui, lo recuerdo! -dijo. Y me señaló con un dedo amarillento-. Horrible, espantoso.
Su aspecto reflejaba tales palabras.
– Doctor Pelletier…
– Se trata del caso del mono terminal.
– Entonces no me he equivocado al leer su informe.
Enarcó las cejas con aire inquisitivo.
– ¿Era realmente un mono? -pregunté.
Asintió con gravedad.
– Un capuchino.
– ¿Por qué lo trajeron aquí?
– Estaba muerto.
– Sí. -Eran unos humoristas-. ¿Pero por qué imputarlo al juez de instrucción?
La expresión de mi rostro debía suscitar una respuesta directa.
– Lo que se encontraba allí adentro era pequeño y alguien lo había despellejado y despedazado. Podía haber sido cualquier cosa ¡diablos! Los policías pensaron que acaso se tratara de un feto o de un neonato y nos lo enviaron a nosotros.
– ¿Había algo extraño en el caso?
No sabía a ciencia cierta qué esperaba.
– No. Sólo se trataba de un mono despedazado -replicó curvando despectivo las comisuras de la boca.
– Cierto.
Había sido una pregunta necia.
– ¿Le sorprendió algo acerca de cómo estaba descuartizado el animal?
– Realmente no. Todos estos casos son iguales.
No llegaríamos a ninguna parte.
– ¿Llegaron a descubrir a quién pertenecía?
– Sí, apareció una nota en el periódico y llamó un tipo de la universidad.
– ¿De la UQAM?
– Sí, creo que sí. Un biólogo, zoólogo o algo por el estilo. Era anglófono. ¡Ah, aguarde!
Sacó un cajón de su escritorio, volcó su contenido, extrajo un montón de tarjetas de visita sujetas con una cinta elástica que retiró y, tras hojearlas, me entregó una de ellas.
– Aquí está. Lo conocí cuando se presentó a identificar al cadáver.
En la tarjeta se leía: Parker T. Bailey, doctor en medicina, profesor de Biología de la Universidad de Quebec en Montreal. Facilitaba una dirección de correo electrónico y números de fax y teléfono junto a una dirección.
– ¿De qué trataba el asunto? -me interesé.
– El caballero tenía monos en la universidad para sus investigaciones. Un día llegó y descubrió que había desaparecido uno de ellos.
– ¿Robado?
– Robado, liberado, escapado… ¿quién sabe? El primate estaba ausente sin permiso.
– ¿De modo que se enteró de lo sucedido por los periódicos y se presentó aquí?
– C'est ça.
– ¿Qué fue de él?
– ¿Del mono?
Asentí.
– Se lo entregamos a… -Señaló la tarjeta.
– Al doctor Bailey -concluí.
– Oui. No había parientes próximos, por lo menos en Quebec.
El hombre se mostraba impasible.
– Comprendo.
Volví a examinar la tarjeta. Aunque mi hemisferio cerebral izquierdo me señalaba que aquello no significaba nada me encontré diciendo:
– ¿Puedo quedarme con la tarjeta?
– Desde luego.
– Otra cosa. -Yo misma me tendí la trampa-. ¿Por qué lo llaman el caso del mono terminal?
– Porque lo era -respondió sorprendido.
– ¿Era qué?
– El mono: un caso terminal.
– Sí, comprendo.
– Y también fue allí donde lo encontraron.
– ¿Dónde?
– En la terminal, la terminal del autobús.
Algunas cosas se traducen perfectamente. Por desdicha.
Durante el resto de la tarde extraje detalles de los cuatro archivos principales y los introduje en la hoja de cálculo que había creado. Color de cabellos; ojos; piel; altura; religión, nombres; fechas; lugares; signos de Zodíaco. Todo y nada. Me sumergí en ello obstinadamente con el propósito de buscar más tarde los vínculos. O quizá creía que las pautas se formarían por sí solas y los fragmentos de información interrelacionados se vincularían entre sí como neuropéptidos a sedes receptoras. O quizá sólo necesitaba una tarea maquinal en la que ocupar mi mente, un crucigrama mental para hacerme la ilusión de que progresaba.
A las cuatro y cuarto traté de nuevo de comunicarme con Ryan. Aunque no se encontraba en su despacho, la telefonista creía haberlo visto y emprendió su búsqueda a regañadientes. Mientras aguardaba reparé de nuevo en el expediente del mono. Algo irritada dejé caer las fotos. Había dos juegos, uno de Polaroids; el otro, de transparencias en color de cinco por siete. La telefonista llamó para indicarme que Ryan no se encontraba en ninguno de los despachos donde lo había buscado. Sí, suspiró, lo intentaría en la cafetería.
Ojeé las Polaroids. Era evidente que las habían tomado cuando los restos llegaron al depósito. En ellas aparecía una bolsa deportiva de color púrpura y negro, cerrada y abierta, y la última mostraba un bulto en su interior. En las siguientes se veía el bulto sobre una mesa de autopsias, antes y después de ser destapado.
Las seis fotos restantes captaban las partes del cuerpo. La escala que aparecía en la tarjeta de identificación confirmaba que el sujeto era realmente diminuto, más pequeño que un feto cumplido o un recién nacido. La putrefacción había progresado bastante. La carne comenzaba a ennegrecerse y estaba manchada de algo que parecía tapioca rancia. Creí poder identificar la cabeza, el torso y las extremidades. Aparte de ello, no logré distinguir nada. Las fotos se habían tomado desde demasiado lejos y los detalles eran pésimos. Hice girar unas cuantas en busca de mejor ángulo, pero era imposible descubrir gran cosa.
La telefonista llamó de nuevo con acento decidido: Ryan no estaba en el edificio, tendría que probar al día siguiente. Le transmití otro mensaje y colgué sin darle la oportunidad de darme la respuesta prevista.
Los primeros planos de las transparencias se habían tomado tras la limpieza, y los detalles que habían escapado a la Polaroid se reflejaban claramente en ellas. El pequeño cadáver había sido desollado y desarticulado. El fotógrafo, probablemente Denis, había dispuesto los fragmentos en orden anatómico y luego los había fotografiado cuidadosamente, uno tras otro.
Mientras revisaba con atención el reportaje advertí que los trozos descuartizados recordaban vagamente a un conejo a punto de ser guisado. Salvo en una cosa. La quinta foto mostraba un bracito que concluía en cuatro dedos perfectos y el pulgar curvado en una palma delicada.
Las dos últimas se centraban en la cabeza. Sin la cobertura externa de la piel y el cabello parecía primitiva, como de un embrión separado del cordón umbilical, desnudo y vulnerable. El cráneo tenía el tamaño de una naranja. Aunque el rostro era inexpresivo y los rasgos antropoides, no había que ser una Jane Goodall para comprender que no se trataba de un primate humano. La boca presentaba plena dentición, incluidos los molares. Conté tres premolares en cada cuadrante. El mono terminal procedía de Sudamérica.
Mientras devolvía las fotos al sobre me dije que era uno de tantos casos de animales. Nos los traían de vez en cuando por creer que se trataban de restos humanos. Garras de osos desollados y abandonados por los cazadores; cerdos y cabras sacrificadas para alimentación cuyas partes no deseadas se desechaban en una cuneta; perros y gatos maltratados y arrojados al río. La crueldad del animal humano me pasmaba constantemente. No conseguía acostumbrarme a ella.
¿Por qué, pues, me llamaba la atención aquel caso? Otro examen de las fotos me confirmó que el mono había sido descuartizado. ¿Y qué? Aquello carecía de importancia: lo mismo sucedía con la mayoría de los cadáveres de animales que encontrábamos. Algún sádico que probablemente se divertía atormentando y matando. Tal vez se tratase de un estudiante suspendido en los exámenes.
Al llegar a la quinta foto me detuve y fijé los ojos en la imagen. Una vez más se me agarrotaron los músculos del estómago. Sin apartar la mirada de ella, cogí el teléfono.