Capítulo 36

El sonido de mi propia voz me fulminó como un puñetazo en la cabeza. Se me doblaron las piernas y se agitó mi respiración.

Ryan me acompañó hasta una silla y me sirvió agua sin formular preguntas. No logro recordar cuánto tiempo permanecí allí sentada, sumida en un enorme vacío. Por fin recobré mi compostura y comencé a valorar la realidad.

Él me había telefoneado. ¿Por qué? ¿Cuándo?

Observé que Gilbert se calzaba guantes de goma y pasaba la mano dentro del cubo de basura del que extrajo algo que dejó caer en el fregadero.

¿A quién trataba de localizar el hombre? ¿A Gabby o a mí? ¿Qué se proponía decir? ¿Pretendía llegar a decir algo o sólo comprobar si yo estaba presente?

Un fotógrafo pasaba de habitación en habitación y su flash destellaba como una luciérnaga en el siniestro apartamento.

¿Pertenecían a él las llamadas telefónicas sin respuesta?

Un especialista con guantes de caucho y mono recogía los libros, los unía con cinta adhesiva, los sellaba y los metía en bolsas oficiales que marcaba y rubricaba. Otro aplicaba un polvo blanco sobre el barniz rojinegro de las estanterías; un tercero vaciaba el refrigerador, introducía los paquetes en envoltorios de papel de embalar y los depositaba en una nevera portátil.

¿Habría muerto allí mi amiga? ¿Habrían sido sus últimas imágenes visuales las mismas que yo presenciaba?

Ryan hablaba con Charbonneau y entre el sofocante calor llegaban a mis oídos fragmentos de la conversación. ¿Dónde estaba Claudel? Se había marchado para despertar al conserje, informarse acerca de los sótanos y de las zonas de almacenaje y conseguir llaves. Charbonneau se fue y regresó con una mujer de mediana edad en bata de casa y zapatillas, para desaparecer de nuevo con ella acompañados del embalador de libros. Ryan insistía una y otra vez en acompañarme a casa. Me dijo amablemente que yo no podía hacer nada allí. Lo sabía, pero me resistía a marcharme.

La abuela del pequeño llegó sobre las cuatro. No se mostró hostil ni colaboradora. A regañadientes hizo una descripción de Tanguay: varón, tranquilo, cabellos castaños y ralos. Tipo medio en todos los aspectos. Sus características podían aplicarse a la mitad de los varones de Norteamérica. No tenía ni idea de dónde se encontraba ni del tiempo que permanecería ausente. En otras ocasiones se había marchado, pero siempre por poco tiempo. Sólo había reparado en ello porque le pedía a su nieto que diera de comer a los peces. Era muy amable con Mathieu y lo recompensaba económicamente cuando cuidaba de ellos. Apenas sabía nada de él, casi no lo veía. Creía que trabajaba y que tenía coche, aunque no estaba segura de ello ni le importaba. No deseaba verse implicada.

El equipo de investigación pasó toda la tarde y hasta altas horas de la noche registrando el apartamento. Hacia las cinco yo me di por vencida: acepté la oferta de Ryan de acompañarme y nos marchamos.

Durante el trayecto casi no hablamos. Ryan repitió lo que había dicho por teléfono. Debía quedarme en casa, apostaría un equipo de vigilancia constante en mi edificio. No debía salir de noche ni hacer expediciones sola.

– No me dé órdenes, Ryan -dije con un tono de voz que denunciaba mi fragilidad emocional.

El resto del camino transcurrió en tenso silencio. Cuando llegamos a mi edificio, Ryan aparcó el coche y se volvió hacia mí. Sentí su mirada fija en mi rostro.

– Escúcheme, Brennan. No me propongo asustarla: ese gusano caerá y usted puede conducirlo al banquillo. Me gustaría que viviera para verlo.

Su preocupación por mí me impresionó más de lo que estaba dispuesta a admitir.


Pulsaron todas las teclas: cursaron órdenes de búsqueda y captura a todos los policías de Quebec, a la policía provincial de Ontario, a la Policía Montada y a las fuerzas estatales de Nueva York y Vermont. Pero Quebec es grande y sus fronteras fáciles de cruzar: existen muchos lugares donde ocultarse o escabullirse.

Durante los siguientes días me esforcé por calibrar las posibilidades. Tal vez Tanguay se mantuviera escondido, aguardando el momento oportuno. O quizás hubiera muerto o se hubiera largado, como suelen hacer los asesinos en serie. Cuando intuyen peligro, recogen sus cosas y se mudan. Algunos jamás son capturados. No. Me negaba a aceptar tal cosa.

El domingo no salí de casa. Birdie y yo nos aislamos protectoramente del mundo exterior. No me vestí y evité la radio y la televisión. No podía resistir ver la foto de Gabby ni oír las detalladas descripciones de la víctima y del sospechoso. Tan sólo hice tres llamadas. Primero a Katy, luego a mi tía de Chicago para felicitarla por su octogesimocuarto cumpleaños. Todo un récord.

Sabía que Katy estaba en Charlotte pero deseaba tranquilizarme. Como era de esperar, no obtuve respuesta. Maldije la distancia. No. Bendita fuese: no deseaba que mi hija se encontrara en ningún lugar próximo a un monstruo en cuyo poder se hallaba su foto. Nunca sabría lo que yo había descubierto.

La última llamada fue para la madre de Gabby. Estaba sometida a sedantes y no pudo responder al teléfono. Hablé con el señor Macaulay: suponiendo que les entregasen los restos, el funeral se celebraría el jueves.

Me pasé un rato sollozando, oscilante el cuerpo como un metrónomo. Los demonios que circulaban por mi sangre me atormentaban exigiendo alcohol. Placer-dolor, un principio tan sencillo. «Aliméntanos, atúrdenos, libéranos.»

Pero no lo hice. Hubiera sido muy fácil; pero, si yo renunciaba en aquella partida, perdería mi carrera, mis amigos y mi autorrespeto. ¡Diablos, igual podía dejar que Saint Jacques/Tanguay acabara conmigo!

No cedería. Ni a la botella ni al maníaco. Se lo debía a Gabby, me lo debía a mí misma y a mi hija. De modo que permanecí sobria y aguardé, echando muchísimo de menos poder charlar con Gabby. Y me aseguraba con frecuencia de que la brigada de vigilancia siguiera en su sitio.


El lunes Ryan llamó sobre las once y media para comunicarme que LaManche había concluido la autopsia. La causa de la muerte había sido estrangulación. Aunque el cuerpo estaba descompuesto habían descubierto un surco muy profundo en el cuello de Gabby, por encima y debajo del cual la piel aparecía desgarrada en una serie de estrías y arañazos. Las venas de la garganta mostraban cientos de pequeñas hemorragias.

A Ryan se le encogía la voz. Imaginé a Gabby esforzándose desesperadamente por respirar, por vivir. ¡Basta! Gracias a Dios que la habíamos encontrado tan rápidamente. No hubiera podido enfrentarme al horror de tenerla en mi mesa de autopsias. El dolor de perderla ya era insoportable.

– Tenía rota la hioides. Y lo que quiera que él utilizara tenía lazos o eslabones, pues le dejó huellas espirales en la piel.

– ¿Había sido violada?

– No se ha podido averiguar por causa de la descomposición. Tampoco aparecen rastros de esperma.

– ¿En qué momento se produjo la muerte?

– LaManche le concede un mínimo de cinco días. Nos consta que el máximo son diez.

– Un abanico muy amplio.

– Teniendo en cuenta el calor y el somero enterramiento, cree que el cuerpo debería hallarse en peor estado.

¡Oh Dios, acaso no había muerto el mismo día en que desapareció!

– ¿Han registrado su apartamento?

– Nadie la vio, pero estuvo allí.

– ¿Qué hay de Tanguay?

– ¿Está preparada para esto? El tipo es profesor. Ejerce en una pequeña escuela en la parte occidental de la isla.

Distinguí crujir unos papeles.

– La escuela se llama Saint Isidor's, y está allí desde 1991. Tiene veintiocho años, es soltero y en el formulario de solicitud hizo constar que carecía de parientes próximos. Lo estamos investigando. Vive en Seguin desde el 91. La casera cree que antes estuvo en algún lugar de Estados Unidos.

– ¿Se han encontrado huellas?

– Muchísimas. Las tomamos todas, pero sin éxito. Esta mañana las hemos enviado al sur.

– ¿Y en el interior del guante?

– Por lo menos dos identificables y una palma borrosa.

Se me representó una imagen de Gabby. La bolsa de plástico. Otro guante. Anoté una sola palabra: guante.

– ¿Se graduó?

– En Bishops. Bertrand se encuentra ahora en Lennoxville; Claudel trata de conseguir algo en Saint Isidor's, aunque con escaso éxito. El conserje es casi centenario y no hay nadie más por allí. Durante el verano permanece cerrado.

– ¿Ha aparecido algún nombre en el apartamento?

– Ninguno: ni fotos ni agendas ni cartas. El tipo debía de vivir en un vacío social.

Se produjo un prolongado silencio mientras reflexionábamos sobre ello.

– Ello explicaría algunas de sus insólitas aficiones -dijo Ryan de pronto.

– ¿Los animales?

– Eso, y la colección de cuchillos.

– ¿Cuchillos?

– El tipo tenía más navajas que un cirujano ortopeda. Principalmente instrumentos quirúrgicos. Cuchillos, navajas de afeitar, escalpelos. Los guardaba debajo de la cama junto con una caja de guantes quirúrgicos. Muy original.

– Un solitario con fetichismo por las hojas blancas. Extraordinario.

– Y la habitual galería porno. Muy hojeada.

– ¿Qué más?

– También tiene coche. -Nuevo crujir de papeles-. Un Ford Probe de 1987 que no ha aparecido en el vecindario. Lo están buscando. Esta mañana hemos conseguido la foto del carné de conducir y también la hemos remitido.

– ¿Y?

– Usted misma podrá comprobarlo, pero creo que la abuela tenía razón: es muy corriente. O tal vez la reproducción en fax le hace poca justicia.

– ¿Podría tratarse de Saint Jacques?

– Quizá. O de Perico de los Palotes. O del tipo que vende perros calientes en la calle Saint Paul. Excluiremos a Tom Selleck porque lleva bigote.

– Es usted muy pesimista, Ryan.

– A ese tipo ni siquiera le han puesto una multa. Es un muchacho realmente excelente.

– Desde luego. Un tipo excelente que colecciona cuchillos y pornografía y trincha mamíferos pequeños.

Se produjo una pausa.

– ¿Qué clase de animales?

– Aún no estamos seguros. Están interrogando a un tipo de la universidad.

Contemplé la palabra que había escrito y tragué saliva.

– ¿Se han descubierto huellas dentro del guante que encontramos junto a Gabby?

Me resultaba difícil pronunciar su nombre.

– No.

– Sabíamos que no las habría.

– Sí.

En el fondo se distinguían los sonidos propios de la brigada.

– Quiero entregarle una copia de la foto del permiso de conducción para que tenga alguna idea de cuál es su aspecto por si se lo encontrase de cerca de modo personal. Aunque creo que es mejor que no se aleje de casa hasta que cacemos a ese gusano.

– Iré ahí. Si identificación ha concluido con los guantes deseo someterlos a biología y luego a Lacroix.

– Pienso que debería…

– No sea machista, Ryan.

Distinguí un profundo suspiro desde el otro extremo de la línea.

– ¿Me oculta algo?

– Está usted informada de todo cuanto sabemos, Brennan.

– Estaré ahí dentro de media hora.


Antes de media hora había llegado al laboratorio. Habían concluido el reconocimiento y enviado los guantes al departamento de biología.

Consulté mi reloj: era la una menos veinte. Llamé al departamento de identificación del cuartel general del CUM para preguntar si podía ver las fotos tomadas en el apartamento de Saint Jacques de la rue Berger. Era hora de almorzar. El oficinista entregaría el mensaje.

A la una me dirigí a la sección de biología. Una mujer con los cabellos ahuecados y rostro regordete de ángel navideño agitaba un frasco de cristal. En el mostrador, a su espalda, se encontraban dos guantes de látex.

– Bonjour, Francoise.

– ¡Ah! Esperaba poder verla hoy. -Sus ojos seráficos expresaron preocupación-. Lo siento. No sé qué decirle.

– Merci. Se lo agradezco. -Señalé los guantes-. ¿Ha encontrado algo?

– Éste está limpio: sin sangre.

Me indicaba el guante de Gabby.

– Comenzaba a trabajar con el hallado en la cocina. ¿Quiere verlo?

– Gracias.

– He cogido raspaduras de esas manchas marrones y rehidratado la muestra con solución salina.

Examinó el líquido y depositó el frasco en una bandeja de probetas. Luego extrajo una pipeta de cristal con un saliente largo y hueco, lo sostuvo sobre una llama para sellarlo y suprimió la punta.

– Primero comprobaré si se trata de sangre humana.

Sacó del refrigerador una botellita cuyo sello quebró e insertó la punta delgada y tubular de una pipeta nueva. Como un mosquito que chupara la sangre, el antisuero se remontó por el pequeño conducto. La mujer cerró el extremo opuesto con el pulgar.

A continuación insertó el largo pitorro de la pipeta en aquella sellada a fuego, soltó el pulgar y dejó gotear el antisuero.

– La sangre conoce sus propias proteínas o antígenos -comentó sin interrumpir su trabajo-. Si reconoce agentes extraños, antígenos que no corresponden, trata de destruirlos con anticuerpos. Algunos anticuerpos destruyen los antígenos extraños; otros, los agrupan. En este caso se trata de una reacción aglutinadora.

»El antisuero se crea en un animal, por lo general un conejo o pollo, al inocularle sangre de otra especie. La sangre del animal reconoce a los invasores y crea anticuerpos para protegerse. Al inyectar sangre humana a un animal se fabrica antisuero humano; si se inyecta sangre de cabra, se produce antisuero de cabra; la sangre de caballo origina antisuero de caballo.

»El antisuero humano crea una reacción aglutinadora al mezclarse con la sangre humana. Fíjese. Si ésta fuese sangre humana, se formaría un precipitado visible en el tubo de ensayo, en el mismo lugar donde se encuentren la solución de muestra y el antisuero. Compararemos con la solución salina para controlar.

Tiró la pipeta en un recipiente de desechos biológicos y recogió el frasco que contenía la solución con la muestra de Tanguay. Utilizó otra pipeta para absorber la muestra por el tubo, la soltó en el antisuero y depositó la pipeta en un soporte.

– ¿Cuánto tiempo tardará? -le pregunté.

– Según la potencia del antisuero, de tres a quince minutos. Éste es bastante bueno; no creo que tarde más de cinco o seis minutos.

Lo comprobamos transcurridos cinco minutos. Francoise sostenía las pipetas bajo una lámpara con una cartulina negra colocada como fondo. Lo reintentamos tras diez minutos; luego a los quince: nada.

No aparecía ninguna franja blanca entre el antisuero y la solución de muestra. La mezcla permanecía tan clara como la solución salina de control.

– Bien, no es humana. Veremos si es animal.

Fue al refrigerador y regresó con una bandeja de botellitas.

– ¿Puede descubrir la especie exacta? -me interesé.

– No; por lo general, sólo la familia: bóvidos, cérvidos, cánidos…

Observé la bandeja. Junto a cada botellita figuraba el nombre de un animal: cabra, rata, caballo. Recordé las garras descubiertas en la cocina de Tanguay.

– Probaremos si se trata de un perro.

No resultó.

– ¿Y si fuese algo parecido a una ardilla o una taltuza?

La mujer meditó unos momentos y por fin se decidió por un frasco.

– Tal vez una rata.

Antes de cuatro minutos se había formado una especie de helado en el tubo, amarillo por encima, más claro en la parte inferior y con una capa nebulosa blanca en medio.

– Voilá -dijo Francoise-. Procede de un animal: un animal pequeño, mamífero, como un roedor; un topo o algo por el estilo. Eso es todo cuanto puedo definir. Ignoro si le será útil.

– Sí -repuse-. Me sirve. ¿Puedo utilizar su teléfono?

– Bien sûr.

Marqué el número de una extensión situada en el vestíbulo.

– Aquí Lacroix.

Me identifiqué y le expliqué lo que deseaba.

– Desde luego. Concédame veinte minutos. Estoy acabando una prueba.

Firmé por los guantes, regresé a mi despacho y dediqué la siguiente hora a comprobar y firmar informes. Luego me dirigí al pasillo ocupado por biología y entré por una puerta que anunciaba Incendies et explosifs. Incendios y explosivos.

Un hombre con bata de laboratorio se encontraba frente a una enorme máquina con una etiqueta que la identificaba como un difractómetro de rayos equis. El hombre no pronunció palabra ni yo dije nada hasta que hubo retirado una diapositiva con una manchita blanca que colocó en una bandeja. Luego me miró con tanta dulzura como un cervatillo de Disney, con los párpados entornados y las pestañas curvadas cual pétalos de margarita.

– Bonjour, monsieur Lacroix. Comment ça va?

– Bien, bien. ¿Los trae consigo?

Le mostré dos bolsas de plástico.

– Comencemos cuanto antes.

Me condujo a una habitación pequeña con un aparato del tamaño de una fotocopiadora, dos monitores y una impresora. De la pared pendía un gráfico periódico de los elementos.

Lacroix depositó las bolsas que contenían las pruebas sobre un mostrador y extrajo de ellas los guantes quirúrgicos. Con grandes precauciones sostuvo cada uno de ellos, los inspeccionó y los depositó sobre la bolsa correspondiente. Los guantes que cubrían sus manos parecían idénticos a los que se hallaban sobre el mostrador.

– Primero buscaremos las características más generalizadas, los detalles de fabricación: peso, densidad, color, cómo se han rematado los bordes.

A medida que hablaba los volvía a uno y otro lado y los examinaba.

– Parecen muy similares. Observe que tienen la misma técnica de acabado.

Me fijé en ello. El puño de cada guante concluía con un borde que se enrollaba en sí mismo hacia afuera.

– ¿No son todos así?

– No. Algunos se enrollan hacia adentro, y otros, hacia afuera. Éstos son hacia afuera. Bien. Ahora veremos qué hay en ellos.

Se llevó el guante de Gabby a la máquina, levantó la tapa y lo colocó en una bandeja interior.

– Cuando se trata de muestras muy pequeñas utilizo estos pequeños sujetadores.

Señaló una bandeja de tubitos de plástico.

– Extiendo un recuadrado de película de polipropileno sobre el soporte, y luego utilizo lengüetas prensadoras que formen un punto pegajoso para sujetar el fragmento. Pero en este caso no es necesario. Nos limitaremos a meter el guante entero.

Lacroix conectó un interruptor, y el aparato entró en funcionamiento. Se iluminó una caja situada en un poste de la esquina y aparecieron las palabras Rayos Equis en blanco contra un fondo rojo. Al mismo tiempo se iluminó un panel de botones que indicaban la situación en que se encontraba la máquina. Rojo: rayos equis; blanco: en marcha; anaranjado: obturador abierto.

Lacroix pasó unos momentos ajustando los diales y a continuación cerró la tapa y se instaló en una silla frente a los monitores.

– S'il vous plaît -me invitó, señalándome otra silla.

En el primer monitor apareció un paisaje desierto, un fondo granulado de anticlinales y sinclinales, con sombras y cantos rodados diseminados por doquier y por encima una serie de círculos concéntricos, los dos menores y más centrales configurados como balones de fútbol. Dos líneas confusas se cruzaban en ángulos rectos y formaban una cruz directamente sobre los círculos de ojo de buey.

Lacroix ajustó la imagen manipulando un pulsor de mando. Los cantos rodados entraron y salieron de los círculos.

– Éste es el guante que estamos examinando aumentado ochenta veces. Trato de escoger una localización adecuada. Cada serie muestra una zona de unas trescientas mieras, aproximadamente la zona interior del círculo moteado. De modo que puede dirigir los rayos equis a la zona más conveniente de la muestra.

Se desvió de las retículas unos momentos y se instaló en una zona libre de cantos rodados.

– Aquí está. Éste será adecuado.

Conectó un interruptor y la máquina entró en funcionamiento.

– Ahora estamos creando un vacío. Esto costará unos minutos. Luego el escáner es muy rápido.

– Y eso determinará qué existe en el guante.

– Oui. Es un sistema de análisis por rayos equis. La micro-fluorescencia de los rayos equis puede determinar los elementos que se hallan presentes en una muestra.

El zumbido de la máquina se interrumpió y comenzó a formarse un esquema en el monitor de la derecha. Por el fondo de la pantalla comenzaron a brotar una serie de diminutos montículos rojos que a continuación se remontaron contra un fondo de viva intensidad azulada separados por una tenue franja amarilla en el centro de cada uno. En la esquina inferior, a la izquierda, se veía la imagen de un teclado y cada una de las teclas estaba marcada con la abreviatura de un elemento.

Lacroix tecleó unas órdenes, y en la pantalla aparecieron letras. Algunos montículos siguieron siendo pequeños; otros se remontaron hasta formar altas cumbres como los gigantescos castillos de termitas que había visto en Australia.

– C'est ça. Eso es.

Lacroix señaló una columna del extremo derecho que se levantaba desde el fondo hasta lo alto de la pantalla, donde se truncaba su parte superior. Un pico más reducido a su derecha se remontaba hasta un cuarto de su altura. Ambos estaban marcados con las letras «Zn».

– Zinc. Es un elemento estándar que aparece en todos estos guantes.

Señaló un par de picos en el extremo izquierdo, uno bajo, el otro que se levantaba a tres cuartos de distancia hacia lo alto de la pantalla.

– Este punto más bajo es magnesio. «Mg». El alto, marcado con «Si», es silicio.

Más lejos, a la derecha, un doble pico mostraba la letra S.

– Azufre.

Un pico con «Ca» se remontaba hasta la mitad de la pantalla.

– Una pizca de calcio.

Más allá del calcio aparecía un hueco y luego una serie de montículos bajos, estribaciones del pináculo del zinc: «Fe».

– Un poco de hierro.

Se recostó en su silla y resumió.

– Un combinado bastante corriente. Mucho zinc, con silicio y calcio son los restantes y más importantes componentes. Imprimiré éstos y luego probaremos otro punto.

Hicimos diez pruebas y todas mostraron igual combinación de elementos.

– Ahora examinaremos el otro guante.

Repetimos el sistema con el guante hallado en la cocina de Tanguay.

Los picos que revelaban la presencia de zinc y azufre eran similares, pero éste contenía más calcio y no contaba con hierro, silicio ni magnesio. Una pequeña punta indicaba la presencia de potasio. Sucedió de igual modo en cada serie.

– ¿Qué significa eso? -pregunté, aunque ya creía conocer la respuesta.

– Cada fabricante utiliza una fórmula algo distinta para el látex. Incluso se producen variaciones entre ejemplares de la misma empresa, pero ello dentro de unos límites.

– ¿De modo que esos guantes no son de la misma pareja?

– Ni siquiera proceden del mismo fabricante.

Se levantó para retirar el guante. Yo centraba mis pensamientos en nuestro hallazgo.

– ¿Facilitaría más información la difracción de rayos equis?

– Con lo que hemos hecho, la microfluorescencia de rayos equis, se revelan los elementos presentes en un objeto. La difracción por rayos equis puede describir la real mezcla de elementos, la estructura química. Por ejemplo, con microfluorescencia podemos saber si algo contiene sodio y cloruro; con la difracción averiguamos si está confeccionado de cristales de sodio-cloruro.

«Para simplificar, en el difractómetro de rayos equis se hace girar una muestra y se la somete a rayos equis, que rebotan en los cristales y cuya pauta de difracción indica la estructura de tales cristales.

»La única limitación en la difracción consiste en que sólo puede realizarse con materiales que cuenten con estructura cristalina, aproximadamente el ochenta por ciento de todo cuanto llega. Por desdicha el látex no es de estructura cristalina y la difracción probablemente no añadirá gran cosa. En definitiva, esos guantes proceden de diferentes fabricantes.

– ¿Y si sólo han salido de distintas cajas? Sin duda deben de variar los lotes individuales de látex.

Guardó silencio unos momentos.

– Aguarde -dijo-. Voy a mostrarle algo.

Desapareció en el laboratorio principal y lo oí hablar con el técnico. A continuación regresó con un montón de impresos, cada uno compuesto por siete u ocho páginas, que mostraban la familiar sucesión de agujas. Desplegó cada serie y observamos las variaciones de las pautas.

– Cada uno de ellos muestra una secuencia de pruebas realizadas en guantes de un solo fabricante pero extraídos de distintas cajas. Existe variación, pero las diferencias nunca son tan grandes como las de los guantes que acabamos de analizar. Examiné varias series. El tamaño de los picos variaba, pero los componentes aparecían con regularidad, de modo coherente.

– Ahora, fíjese en esto.

Desplegó otra serie de impresos. De nuevo surgían algunas diferencias, pero en general la mezcla era la misma.

De pronto algo llamó mi atención: la configuración parecía familiar. Observé los símbolos: «Zn, Fe, Ca, S, Si, Mg.» Gran contenido en zinc, silicona y calcio. Rastros de otros elementos. Deposité el impreso del guante de Gabby sobre aquella serie: la pauta era casi idéntica.

– ¿Serán estos guantes del mismo fabricante, señor Lacroix?

– Sí, sí, ésa es mi idea. Y probablemente proceden de la misma caja. Lo recuerdo muy bien.

– ¿De qué caso se trata?

El corazón me latía tumultuosamente.

– Llegó hace pocas semanas.

Hojeó hasta la primera hoja de la serie. Numero d'événement: 327468.

– Puedo sacarlo en la pantalla del ordenador.

– Hágalo, por favor.

La pantalla se llenó de datos en unos segundos. Los revisé. Numero d'événement: 327468. Número del LML: 29427. Agencia solicitante: CUM. Investigadores: L. Claudel y M. Charbonneau. Lugar de localización: 1422 de la rue Berger. Fecha de recuperación: 24 de junio de 1994.

«Un viejo guante de caucho. Tal vez al tipo le preocupaban sus uñas», había dicho Claudel. Y yo había pensado que se refería a un guante para limpieza doméstica. ¡Saint Jacques tenía un guante quirúrgico que coincidía con el hallado en la tumba de Gabby!

Le di las gracias al señor Lacroix, recogí los impresos y me marché. Devolví los guantes al departamento mientras en mi mente se debatían las últimas informaciones recibidas. El guante de la cocina de Tanguay no coincidía con el enterrado junto al cadáver de Gabby. Las manchas externas correspondían a sangre animal. El guante encontrado con Gabby estaba limpio, sin sangre ni huellas. Saint Jacques tenía un guante quirúrgico que coincidía con el hallado junto a Gabby. ¿Estaría Bertrand en lo cierto? ¿Serían Tanguay y Saint Jacques la misma persona?

Sobre mi mesa me aguardaba una nota de color rosado. Había llamado identificación del CUM. Las fotos del piso de Berger se habían archivado en un CD Rom. Podía verlas allí o revisarlas afuera. Llamé para solicitar lo último y les indiqué que acudiría en breve.

Me dirigí al cuartel general del CUM maldiciendo el embotellamiento de la hora punta y los turistas que atestaban la zona del puerto antiguo. Dejé el coche aparcado en doble fila, subí disparada la escalera y acudí directamente al despacho del sargento que se encontraba en la tercera planta. De modo sorprendente tenía en su poder el disquete. Firmé por su recepción, regresé precipitadamente al coche y lo metí en mi cartera.

Durante el camino de regreso estuve vigilando hacia atrás, temerosa de que me siguieran Tanguay o Saint Jacques. No podía detenerme.

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