El día siguiente despuntó tan cálido y soleado como el anterior, un hecho que suele animarme. El tiempo me influye bastante, y mi humor se remonta y sumerge con el barómetro. Pero aquel día el tiempo sería irrelevante para mí. Hacia las nueve de la mañana ya estaba en la sala de autopsias número cuatro, la menor del Laboratorio de Medicina Legal y especialmente dotada de la mejor ventilación. Suelo trabajar allí puesto que la mayoría de mis casos están muy poco conservados. Pero nunca es del todo efectivo: nada lo es. Ventiladores y desinfectantes jamás logran dominar el olor a muerte añeja. El antiséptico resplandor del acero inoxidable no consigue erradicar las imágenes de carnicería humana.
Los restos recuperados en el Gran Seminario sin duda estaban calificados para la sala cuatro. Tras una cena rápida la noche anterior, había regresado a los jardines para investigar el terreno. Sobre las nueve y media de la noche los huesos se encontraban en el depósito. Ahora estaban a mi derecha, en una bolsa, sobre una camilla con ruedas. El caso número 26704 había sido comentado en la reunión matinal del equipo. Según los procedimientos habituales, el cadáver había sido asignado a uno de los cinco patólogos que trabajaban en el laboratorio. Puesto que los restos estaban ya muy esqueléticos, el escaso tejido blando que quedaba se encontraba demasiado descompuesto para una autopsia corriente por lo que se requería mi experiencia.
Uno de los técnicos en autopsias había avisado aquella mañana que estaba enfermo, y andábamos escasos de personal. Muy inoportuno. Había sido una noche muy agitada, con el suicidio de un adolescente, el hallazgo de una pareja de ancianos muertos en su hogar y la víctima de un accidente automovilístico, carbonizada de tal modo que resultaba irreconocible. Cuatro autopsias. Me ofrecí para trabajar sola.
Vestía equipo quirúrgico de color verde, gafas de plástico y guantes de látex. Estaba muy atractiva. Ya había limpiado y fotografiado la cabeza que aquella mañana pasaría por rayos equis y luego sería sometida a ebullición para retirar la carne putrefacta y los tejidos cerebrales a fin de que yo pudiera realizar un examen detallado de las características craneales.
Había examinado con sumo cuidado el cabello en busca de fibras o algún otro rastro. Mientras separaba los húmedos mechones imaginaba la última vez que la víctima debía de haberlos peinado y me preguntaba si en aquella ocasión ella se sentiría complacida, frustrada o indiferente. Día de cabello bueno, día de cabello malo, día de cabello muerto.
Reprimí tales pensamientos, guardé la muestra en una bolsa y la envié a biología para que la sometieran a análisis microscópico. La bolsa de plástico y el desatascador también se habían expedido al Laboratoire de Sciences Judiciaires, donde los examinarían en busca de huellas, restos de fluidos corporales o cualquier indicio, por minúsculo que fuera, que aportara información sobre el asesino o la víctima.
La noche anterior nos habíamos pasado tres horas a gatas tanteando el barro, peinando hierbas y hojas y volviendo piedras y maderos de manera infructuosa. Registramos hasta que la oscuridad nos envolvió, pero nos retiramos con las manos vacías. No había ropas, zapatos, joyas ni efectos personales. La brigada de investigación regresaría aquel día al escenario del crimen a reanudar sus análisis, pero dudaba de su éxito. No contábamos con etiquetas, códigos de fabricantes, cremalleras, hebillas, joyas, armas, ribetes, sesgaduras ni ojales en las ropas que aportasen alguna luz a mis hallazgos. El cadáver había sido abandonado, desnudo y mutilado, desprovisto de cualquier indicio que lo vinculara a la vida.
Recurrí de nuevo a la bolsa que contenía el cuerpo para recoger el resto de su espeluznante contenido, dispuesta a comenzar mi examen preliminar. Más tarde limpiarían las extremidades y el torso, y yo efectuaría un análisis completo de toda la osamenta. Habíamos recuperado casi todo el esqueleto: el asesino nos había facilitado esa tarea. Al igual que con la cabeza y el torso, él -o ella- había colocado brazos y piernas en bolsas de plástico separadas. Cuatro bolsas en total: todo muy pulcro, empaquetado y desechado como la basura de la semana anterior. Archivé mi indignación en otro lugar y me esforcé por concentrarme.
Separé los segmentos descuartizados y los dispuse en orden anatómico sobre la mesa de autopsias de acero inoxidable situada en el centro de la sala. En primer lugar deposité el torso con la parte pectoral hacia arriba; se sostuvo razonablemente bien. A diferencia de la bolsa que guardaba la cabeza, las que contenían las restantes partes del cuerpo no habían permanecido por completo cerradas. El torso era el que estaba en peor estado, y los huesos tan sólo se mantenían unidos por franjas de músculos y ligamentos secos, casi curtidos. Advertí que faltaban las vértebras superiores y confié en que se encontraran unidas a la cabeza. Los órganos internos, salvo por las huellas, habían desaparecido hacia tiempo.
A continuación coloqué los brazos a los lados y las piernas debajo. Las extremidades no habían estado expuestas a la luz solar, por lo que no se hallaban tan desecadas como el pecho y el abdomen y contenían grandes porciones de tejido blando putrefacto. Traté de no prestar atención a la bullente capa de color amarillo pálido que, lánguida y ondulante, se retiró de la superficie de los miembros al extraerlos de la bolsa. Eran los gusanos que abandonan los cadáveres cuando se exponen a la luz. Caían del cuerpo a la mesa y de allí al suelo en lenta pero constante llovizna. Parecían granos amarillentos de arroz que se retorcían entre mis pies. Evité pisarlos. Lo cierto es que nunca lograré acostumbrarme a ellos.
Cogí mi carpeta de pinza y me dispuse a rellenar el formulario. Nombre: Inconnu. Desconocido. Fecha de la autopsia: 3 de junio de 1994. Investigadores: Luc Claudel, Michel Charbonneau, Sección de Homicidios del CUM, Comunidad Urbana de Montreal.
Añadí el número del informe policial, el número del depósito y el número del Laboratorio de Medicina Legal, o LML, y experimenté la habitual oleada de ira ante la fría indiferencia del sistema. La muerte violenta no tolera ninguna intimidad. Saquea la propia dignidad tan rotundamente como ha arrebatado la vida. El cuerpo es manejado, escudriñado y fotografiado, y en cada paso del proceso se le aplica una nueva serie de dígitos. La víctima se convierte en parte de las pruebas, un objeto expuesto que se exhibe a policías, patólogos, especialistas forenses, abogados y, llegado el caso, jurados. Numeradlo; fotografiadlo; tomad muestras; ponedle una etiqueta en el pie. Aunque partícipe activa, no me resigno a aceptar lo impersonal del sistema. Es como un saqueo al nivel más personal. Por lo menos yo daría un nombre a esta víctima. La muerte en el anonimato no se sumaría a la lista de violaciones que él o ella deben sufrir.
Escogí uno de los impresos de la carpeta. Alteraría mi rutina normal y dejaría para más tarde el inventario de todo el esqueleto. Por el momento los agentes sólo deseaban el perfil identificativo: sexo, edad y raza.
La raza era muy evidente. Los cabellos, pelirrojos; los restos de piel, claros. Sin embargo, el proceso de descomposición actúa de modo extraño, de modo que comprobaría los detalles del esqueleto tras su limpieza. Por el momento parecía razonable considerar que era de raza caucasiana.
Como había sospechado se trataba de una mujer, con rasgos faciales delicados y el cuerpo, en conjunto, de estructura ligera. Los cabellos largos no significaban nada.
Observé la pelvis. Al ladearla advertí que la muesca que se encuentra bajo la aleta de la cadera era amplia y superficial. Volví a colocarla de modo que pudiera examinar los huesos púbicos, la región frontal donde se encuentran las partes derecha e izquierda de la pelvis. La curva formada por sus bordes inferiores constituía un amplio arco. Delicadas crestas atravesaban la parte frontal de cada hueso púbico y constituían claros triángulos en las esquinas inferiores, características típicamente femeninas. Más tarde tomaría medidas y realizaría análisis informáticos, pero no me cabía duda alguna de que aquellos restos pertenecían a una mujer.
Cuando envolvía la zona púbica con un paño mojado me sobresaltó el sonido del teléfono. Hasta entonces no había reparado en el silencio que me rodeaba ni en lo tensa que estaba. Me dirigí al escritorio esquivando a los gusanos como un niño que jugase a las tabas.
– Aquí la doctora Brennan -respondí.
Me subí las gafas a la cabeza y me dejé caer en la silla al tiempo que apartaba un gusano de la mesa con el bolígrafo.
– Aquí Claudel -contestó una voz.
Se trataba de uno de los dos detectives del CUM asignados al caso. Según el reloj de pared eran las once menos veinte: más tarde de lo que pensaba. El hombre no prosiguió. Sin duda suponía que bastaba con darse a conocer.
– En estos momentos estoy trabajando con ella -dije.
Distinguí un chirriante sonido metálico.
– ¿Elle? -me interrumpió-. ¿Una mujer?
– Sí.
Observé otro gusano que se encogía como una media luna, se desdoblaba y repetía la maniobra en dirección opuesta. No estaba mal.
– ¿Blanca?
– Sí.
– ¿Edad?
– Dentro de una hora tendré una idea aproximada.
Imaginé que el hombre consultaba su reloj.
– De acuerdo. Estaré ahí después de comer.
Era una afirmación, no una solicitud. Al parecer no le importaba que yo estuviera conforme.
Colgué el aparato y retorné junto a la dama que estaba sobre la mesa. Cogí de nuevo la carpeta y pasé a la página siguiente del informe: edad. Era una persona adulta. Con anterioridad había comprobado su boca y tenía todas las muelas del juicio.
Examiné los brazos en el punto en que habían sido separados de los hombros. El extremo de cada húmero estaba totalmente formado. No se advertía ninguna línea de demarcación ni casquete separado en ningún lado. Observé las piernas. Las cabezas del fémur también estaban completamente formadas, tanto la derecha como la izquierda.
Había algo que me inquietaba en aquellas articulaciones cercenadas. Era una sensación distinta de la reacción normal que se experimenta ante la depravación, pero vaga e informe. Cuando de nuevo deposité la pierna izquierda en la mesa sentí un frío helado en mi interior. Una vez más me envolvía la nube de temor percibida por vez primera en el bosque. Traté de superarla y me esforcé por centrarme en la incógnita que se me planteaba. La edad: establecer la edad. Un cálculo correcto podía conducir a un nombre. Lo más importante era asignar un nombre a la víctima.
Utilicé el escalpelo para retirar la carne que rodeaba las articulaciones de las rodillas y de los codos, que no ofreció resistencia. También los huesos largos estaban por completo formados. Posteriormente lo comprobaría por rayos equis, pero aquello significaba que el crecimiento óseo ya se había alcanzado y no se advertían cambios ni rebordes artríticos en las articulaciones. Era adulta pero joven, lo cual resultaba coherente con la falta de desgaste observada en la dentadura.
Pero me autoexigía más precisión: Claudel así lo esperaría. Examiné la clavícula en su punto de unión con el esternón, en la base de la garganta. Aunque la parte derecha estaba separada, la superficie de unión seguía encajada en un nudo consistente de cartílagos y ligamentos secos. Recorté con unas tijeras todo el tejido correoso posible y a continuación envolví el hueso con otro paño húmedo y centré mi atención en la pelvis.
Retiré el paño y de nuevo comencé a aserrar suavemente con el escalpelo el cartílago que unía las dos mitades frontales. Al humedecerlo se había vuelto más flexible, más fácil de cortar, pero aun así el proceso era lento y tedioso. No quería arriesgarme a lesionar las superficies subyacentes. Cuando por fin se separaron los huesos púbicos seccioné los escasos restos de músculo seco que unían la pelvis al extremo inferior de la columna vertebral por la parte posterior, la desprendí y la sumergí en el agua de la pila.
Seguidamente regresé junto al cuerpo y destapé la clavícula dispuesta a desprender todo el tejido posible. Acto seguido llené de agua un recipiente de plástico para muestras, lo coloqué contra la caja torácica y metí en él el extremo del hueso.
El reloj de pared señalaba las doce y veinticinco minutos del mediodía. Me aparté de la mesa, me quité los guantes y me erguí lentamente. Tenía la espalda como si un equipo de rugby se hubiera ejercitado en ella. Apoyé las manos en las caderas y me estiré, arqueándome hacia atrás y haciendo girar la parte superior de mi cuerpo, lo que en realidad no me alivió el dolor, aunque tampoco lo empeoró. Mi columna parecía resentirse mucho últimamente, y permanecer tres horas inclinada sobre una mesa de autopsias solía agravarla. Me negaba a creer o a admitir que ello tuviera que ver con la edad. Mi recién descubierta necesidad de gafas para lectura y el aumento -al parecer, permanente- de peso, de cincuenta y dos a cincuenta y cinco quilos, no era probable que se debieran a envejecimiento. Nada tenía que ver con ello.
Al volverme descubrí que Daniel, uno de los técnicos de autopsias, me observaba desde el despacho contiguo. Tenía un tic en el labio superior. Cerró un instante los ojos y se movió bruscamente, desplazando todo su peso a una pierna y ladeando la otra, como una gaviota que esquivase una ola.
– ¿Cuándo querrá que haga las radiografías? -preguntó.
Las gafas le resbalaban por la nariz y parecía mirar por encima más que a través de ellas.
– Calculo que concluiré hacia las tres -respondí.
Tiré los guantes en el recipiente destinado a desechos biológicos. De pronto reparé en que estaba muy hambrienta. El café de la mañana seguía sobre el mostrador, frío e intacto. Lo había olvidado por completo.
– De acuerdo.
Saltó hacia atrás, giró en redondo y desapareció por el pasillo.
Tiré las gafas en el mostrador, saqué una hoja de papel blanco de un cajón del armario y, tras desplegarlo, cubrí el cadáver. Me lavé las manos y regresé a mi despacho de la quinta planta, donde vestí mis ropas de calle para salir a comer. Aquel día necesitaba ver la luz del sol, algo insólito en mí.
A la una y media, cuando regresé, Claudel estaba ya en mi despacho como había prometido. Se hallaba sentado ante mi escritorio, fija su atención en el cráneo reconstruido que tenía sobre mi mesa de trabajo. Al oírme, volvió la cabeza, pero sin pronunciar palabra. Yo colgué mi abrigo detrás de la puerta, pasé por su lado y me instalé en mi silla.
– Bonjour, monsieur Claudel. Comment ça va? -lo saludé sonriente.
– Bonjour.
Al parecer no le interesaba saber cómo me iban las cosas. Bien. Aguardé: no pensaba sucumbir a sus encantos.
Tenía una carpeta en la mesa, frente a él. Puso la mano sobre ella y me miró. Su rostro me recordaba el de un loro. Los rasgos formaban ángulos agudos desde las orejas a la línea central y se proyectaban hacia adelante en la nariz parecida a un pico. A lo largo de ese vértice, su barbilla, su boca y la punta de la nariz apuntaban hacia abajo formando una serie de uves. Cuando sonreía -algo poco frecuente- la uve de la boca se acentuaba y los labios se encogían en lugar de ir hacia atrás.
Suspiró. Se mostraba muy paciente conmigo. Era la primera vez que trabajaba con él, pero conocía su reputación. Se creía dotado de excepcional inteligencia.
– Tengo varios nombres posibles -dijo-. Todos de personas desaparecidas durante los últimos seis meses.
Ya habíamos discutido la cuestión del tiempo transcurrido desde la muerte, y el trabajo realizado aquella mañana no me había hecho cambiar de idea. Estaba segura de que hacía menos de tres meses que la víctima había fallecido, de modo que el crimen debía de haberse producido en marzo o algo después. Los inviernos son fríos en Quebec, duros para los vivos, pero considerados con los difuntos. Los cadáveres helados no se descomponen ni atraen bichos. Si la hubiesen tirado allí el pasado otoño, antes de comenzar el invierno, hubiera habido huellas de plagas de insectos. La presencia de huevos o larvas indicaría una invasión otoñal abortada y no se advertían indicios de ello. Teniendo en cuenta que habíamos pasado una primavera cálida, la abundancia de gusanos y el grado de deterioro coincidían con un intervalo de unos tres meses. La presencia de tejido conjuntivo junto con la virtual ausencia de visceras y contenido cerebral sugerían asimismo un invierno tardío y el fallecimiento a comienzos de primavera.
Me recosté en el asiento y lo contemplé expectante. También yo podía ser reservada. El hombre abrió la carpeta y hojeó su contenido. Aguardé.
– Myriam Weider -leyó, tras escoger uno de los impresos.
Hizo una pausa mientras examinaba con suma atención la información contenida en el documento.
– Desaparecida el 4 de abril de 1994. -Nueva pausa-. Hembra. Raza blanca. -Pausa más prolongada-. Fecha de nacimiento: 9 de junio de 1948.
Calculamos mentalmente: cuarenta y cinco años.
– Es posible -dije.
Le indiqué que prosiguiera con un ademán.
Dejó el impreso en el escritorio y procedió a leer el siguiente.
– Solange Leger. Denunciada la desaparición por su marido.
Se detuvo un instante mientras se esforzaba por descifrar la fecha.
– 2 de mayo de 1994. Hembra. Blanca. Fecha de nacimiento: 17 de agosto de 1928.
– No -negué con la cabeza-. Demasiado vieja.
Depositó el documento en la parte posterior de la carpeta y escogió otro.
– Isabelle Gagnon. Vista por última vez el 1 de abril de 1994. Hembra. Blanca. Nacida el 15 de enero de 1971.
– Veintitrés años. Sí -asentí lentamente-, es posible.
El documento fue a parar sobre el escritorio.
– Suzanne Saint Pierre. Hembra. Desaparecida desde el 9 de marzo de 1994. -Movía los labios al leer-. No regresó de la escuela.
Nueva pausa mientras calculaba a su vez.
– Dieciséis años. ¡Jesús!
De nuevo negué con la cabeza.
– Demasiado joven. No se trata de una criatura.
Frunció el entrecejo y extrajo el último impreso.
– Evelyn Fontaine. Hembra. Treinta y seis años. Vista por última vez en Sept Íles el 28 de marzo. ¡Ah, sí, es indígena!
– Lo dudo -respondí.
No creía que los restos correspondieran a una aborigen.
– Eso es todo -concluyó.
Sobre la mesa había dos impresos relativos a Myriam Weider, de cuarenta y cinco años, y a Isabelle Gagnon, de veintitrés. Tal vez una de ellas yaciera abajo, en la sala cuatro. Claudel me miró y enarcó las cejas de modo que en el centro se le formó otra uve, ésta invertida.
– ¿Qué edad tendría ella? -preguntó.
Había acentuado el verbo y puesto así de relieve su infinita paciencia.
– Bajemos a verla.
Pensé que aquello aportaría un poco de luz en su jornada.
Sería mezquina, pero no podía evitarlo. Conocía la fama que tenía Claudel de evitar la sala de autopsias y deseaba hacerle pasar un mal rato. Por un momento pareció atrapado y me complació comprobar su malestar. Cogí una bata de laboratorio del colgador de la puerta, me apresuré a salir al pasillo e introduje la llave para llamar al ascensor. El hombre permaneció silencioso mientras descendíamos, como un paciente que se somete a un examen de próstata. Claudel raras veces utilizaba aquel ascensor, que sólo se detenía en el depósito.
El cuerpo yacía inmutable. Me puse los guantes y retiré la lámina de papel. Observé de reojo a mi compañero, que se había detenido en la puerta y se asomaba lo suficiente para justificar su presencia en aquel lugar. Paseó la mirada por los mostradores de acero inoxidable, por los armarios de puertas acristaladas con su provisión de recipientes vacíos de plástico y por la báscula colgante, por doquiera con excepción del cadáver. Yo ya lo había visto anteriormente: las fotografías no constituían una amenaza, la sangre vertida se hallaba en un lugar distante, el escenario del crimen era un ejercicio objetivo que no presentaba problemas. Había que diseccionarlo, examinarlo, resolver el rompecabezas. Pero situarse ante un cadáver colocado en una mesa de autopsias era algo diferente. Claudel había adoptado una expresión neutra con la que confiaba parecer tranquilo.
Retiré la pelvis del agua y separé ambas partes con suavidad. Con ayuda de una sonda aparté los bordes de la funda gelatinosa que cubría la superficie del hueso derecho, que se fue desprendiendo de modo gradual hasta ceder por completo. El núcleo subyacente estaba marcado con profundos surcos y rugosidades que discurrían en sentido horizontal por su superficie. Era una fina franja de sólida materia ósea parcialmente enmarcada por el margen exterior, que formaba un delicado e incompleto borde en torno a la superficie púbica. Repetí el proceso en la parte izquierda, que apareció idéntica.
Claudel no se había movido de la puerta. Acerqué la pelvis a la lámpara, extendí el brazo hacia mí y pulsé el interruptor. La luz fluorescente iluminó el hueso. A través del cristal redondo de aumento aparecieron detalles que no habían sido visibles a simple vista. Contemplé la curva superior de cada cadera y descubrí lo que esperaba.
– Monsieur Claudel -dije sin mirarlo-. ¡Fíjese en esto!
Se aproximó detrás de mí, y yo me aparté para que pudiera observarlo libremente. Le señalé una irregularidad en el borde superior de la cadera. La cresta ilíaca estaba en proceso de soldarse cuando había sobrevenido la muerte.
Deposité la pelvis en la mesa y el hombre siguió mirándola, aunque sin tocarla. Volví junto al cadáver para examinar la clavícula, convencida de lo que iba a encontrar. Retiré el extremo del esternón del agua y comencé a desprender el tejido. Cuando ya se distinguía la superficie de la articulación hice señas a Claudel para que se me aproximase y, sin pronunciar palabra, le señalé el extremo del hueso cuya superficie, al igual que en el caso del pubis, estaba hinchada. Un pequeño disco óseo se adhería al centro, de bordes claros y no soldado.
– ¿Qué sucede? -inquirió.
Tenía la frente perlada en sudor: trataba de disimular su nerviosismo con insolencia.
– Es joven. Probablemente veinteañera.
Podía haberle explicado cómo demuestran los huesos la edad, pero no creí que se prestara a escucharme, de modo que me limité a aguardar. Partículas de cartílago se adherían a mis enguantadas manos, que mantenía lejos de mi cuerpo, con las palmas hacia arriba, como un mendigo. Claudel guardaba la misma distancia que si se encontrara ante un enfermo de Ébola. Fijaba sus ojos en mí, pero se hallaba abstraído en los pensamientos que cruzaban su mente y revisaba los datos en busca de una candidata.
– Gagnon -dijo finalmente.
Era una afirmación, no una pregunta.
Asentí. Isabelle Gagnon, de veintitrés años.
– Le indicaré al juez que solicite el historial dental -añadió. Asentí de nuevo. Parecía que él expresara en voz alta mis pensamientos.
– ¿Cuál ha sido la causa de la muerte? -preguntó.
– Nada evidente -repuse-. Tal vez lo sepa cuando vea las radiografías. O acaso descubra algo en los huesos cuando estén limpios.
Tras estas palabras se marchó sin siquiera despedirse, aunque yo no lo esperaba. Su partida fue mutuamente apreciada.
Me quité los guantes y los deseché. Al salir, asomé la cabeza en la sala mayor de autopsias e informé a Daniel que por el momento había acabado con el caso y le pedí que se encargase de someter a rayos equis, y desde todos los ángulos, el cuerpo y el cráneo. Cuando llegué arriba me detuve en el laboratorio de histología y comuniqué al técnico jefe que el cadáver estaba a punto para ser sometido a ebullición, al tiempo que le advertía que tomara precauciones especiales por tratarse de un descuartizamiento. Aunque era innecesario: nadie podía reducir un cuerpo como Denis. En dos días el esqueleto estaría limpio e ileso.
Dediqué el resto de la tarde a trabajar en el cráneo recompuesto. Aunque fragmentarios, aparecían suficientes detalles para confirmar la identidad de su propietario. El hombre ya no conduciría más camiones cisterna de propano.
Cuando regresaba a mi casa volví a experimentar la sensación premonitoria del barranco. Durante todo el día me había refugiado en el trabajo para mantenerla a raya. Para desterrar el temor había centrado por completo mi mente en identificar a la víctima y en recomponer al finado camionero. Mientras comía, me distraje con las palomas del parque: establecer el orden jerárquico podía ser agotador. Las grises eran de primera categoría; parecían seguirlas las de manchas castañas, y las de patas negras estaban, sin duda alguna, al final del escalafón.
Ahora me hallaba en libertad de relajarme, de pensar, de preocuparme. Aquello comenzó en cuanto metí el coche en el garaje y cerré la radio. Una vez apagada la música surgió la inquietud. Me prohibí a mí misma pensar en ello: lo haría más tarde, después de cenar.
Al entrar en el apartamento percibí el tranquilidor zumbido del sistema de seguridad. Dejé la cartera en el recibidor, cerré la puerta y me fui al restaurante libanes de la esquina donde encargué un shish taouk y un plato de shawarna para acompañar. Es lo que más me gusta de vivir en el centro: a una manzana de mi residencia están representadas todas las cocinas del mundo. ¿Repercutirá ello en el peso…? ¡De ningún modo!
Mientras aguardaba a que me preparasen la comida para llevármela inspeccioné los surtidos del bufé: homos, taboule, feuilles de vignes… ¡Bendito fuera aquel despliegue mundial! Lo libanes iba bien con lo francés.
En una estantería a la izquierda de la caja se exhibían botellas de vino tinto. Una peligrosa elección. Mientras las miraba por enésima vez, sentí el antojo. Recordaba el sabor, el olor, la seca y fuerte consistencia del vino en mi lengua. Recordaba el calor que irradiaba desde mi interior y se extendía arriba y abajo abriendo un sendero por mi cuerpo que provocaba el fuego del bienestar en su curso, las hogueras del control, del vigor, de la euforia. Pensé que podía utilizarlo en aquel mismo momento. Ciertamente. ¿Pero a quién quería engañar? No me detendría allí. ¿Cuáles eran las etapas? Me volvería invulnerable y luego invisible. ¿O era totalmente al contrario? No importaba. Me excedería y después sobrevendría el colapso. El consuelo sería demasiado breve; el precio, caro. Hacía ya seis años que no tomaba una copa.
Me llevé la comida a casa y me la comí con Birdie y los Montreal Expos. El gatito dormía; enroscado en mi regazo ronroneaba quedamente. Perdieron frente a los Cubs por dos carreras. En ningún momento mencionaron el crimen, algo por lo que me sentí reconocida.
Tomé un baño caliente y prolongado y a las diez y media me desplomé en el lecho. A solas entre la oscuridad y el silencio ya no pude contener mis pensamientos, que como células enloquecidas crecieron y se intensificaron hasta instalarse finalmente en mi conciencia, insistiendo en ser reconocidos. Se trataba de otro homicidio, otra joven que había llegado al depósito despedazada. La rememoré con vividos detalles, recordé los sentimientos que había experimentado mientras trabajaba en sus huesos. Se llamaba Chántale Trottier y tenía dieciséis años. Había sido estrangulada, golpeada, decapitada y descuartizada. Hacía menos de un año que había llegado desnuda y metida en bolsas de basura de plástico.
Me disponía a concluir la jornada, pero mi mente se negaba a desconectar. Yací en el lecho mientras se formaban las montañas y las placas continentales se desplazaban. Por fin me quedé dormida. Una frase martilleaba mi cerebro y me obsesionaría todo el fin de semana: crímenes en serie.